miércoles, 26 de noviembre de 2025

PIELES DE SERPIENTE

Tihomir Jovanović

 

Sábado por la mañana. Era un día cálido, sin nubes y sin una brisa. Stanko cargó sus cañas de pescar, cebos y todo lo demás que necesitaba para escapar del bullicio de la ciudad, lejos de su esposa y de sus hijos, en su viejo coche. Ese vehículo servía sólo para eso: para recorrer los caminos rurales llenos de baches rumbo al río y a un sitio llamado el Remolino de la Doncella.

Se detuvo en la tienda del pueblo, que también funcionaba como una especie de taberna donde los lugareños se reunían para beber cerveza e intercambiar historias. Los temas habituales eran sobre todo fútbol, política y mujeres… Frente a la tienda había un par de mesas con sillas. En una de ellas estaban sentados dos aldeanos bebiendo rakija de una botellita, aspirando de vez en cuando el humo de sus cigarrillos. Stanko se sentó en otra mesa y esperó a que el dueño de la tienda, que también era el camarero, Mile –conocido como “Dos cafés”– se acercara.

—¿La cerveza de siempre? —preguntó, de pie en el umbral.

—Sí, ¡y que esté lo más fría posible! —respondió Stanko.

Mile entró en la tienda y, tras unos segundos, regresó a la mesa de Stanko con dos botellas congeladas por el frío. Como la mayoría de los aldeanos, Mile disfrutaba charlando con la gente que venía de fuera.

—¿Vas otra vez al Remolino de la Doncella? —preguntó Mile.

—Sí, ¡los peces pican bien en esta época!

Stanko tomó la botella entre sus manos, comprobó que estaba bien fría y chocó los cuellos con Mile.

—¡Salud!

Mile dio un sorbo y luego preguntó:

—¿No te parece un poco lúgubre ese lugar? Los aldeanos lo evitan. Seguro que has oído las historias. Ha habido varios ahogamientos. Hace dos años, un joven del pueblo se ahogó… Estuvo sentado aquí antes, bebiendo. No parecía borracho. Fue allí a refrescarse… nunca encontraron su cuerpo, aunque lo buscaron durante días… como si algún abismo se lo hubiera tragado. No quiero asustarte… —terminó Mile.

—Lo sé, lo he oído, pero… —comenzó Stanko, pero Mile lo interrumpió.

—Y la abuela Jovana… —Hizo una pausa y miró a Stanko a los ojos, buscando su acuerdo.

—¿Sí? ¿Qué pasa con ella? —preguntó Stanko.

—Es rara. Sé que tú te llevas bien con ella, pero a los aldeanos no les gusta. Tiene algo que asusta a la gente. ¡Y ese olor extraño que sale de su casa!

Mientras hablaban, los dos aldeanos de la mesa contigua dejaron de conversar, tratando de escuchar lo más posible de lo que Stanko y Mile decían. Stanko meditó; había estado muchas veces en casa de la anciana y trató de recordar el olor, pero no pudo.

—Es cierto —continuó Mile—, sabía ayudar con algunas enfermedades usando hierbas, y a las mujeres en el parto, pero nunca logró ganarse el favor del pueblo…

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Antes que ella vivía allí otra anciana, creo que se llamaba Stojanka. Dicen que se marchó sin previo aviso ni explicación. Y entonces apareció Jovana. Era joven entonces; dicen que tendría unos cuarenta años.

—Perdona, pero tengo que irme —interrumpió Stanko, levantándose de la silla—. Está haciendo demasiado calor, déjame pagar…

—No hace falta, invita la casa —respondió Mile—. Y ten cuidado en el Remolino de la Doncella… y con la abuela Jovana.

Dijo esta última parte con una sonrisa. Stanko recordó visitas anteriores a la anciana. Una de sus historias favoritas era sobre el Remolino de la Doncella, el lugar donde a él le encantaba pescar. Le había contado que, mucho tiempo atrás, una joven pobre se ahogó allí por un amor no correspondido y que su espíritu suele aparecer para ahogar a los hombres que van a bañarse. Por eso –decía– se llamaba así el lugar.

Stanko miró a Mile, agitó la mano en despedida y subió al coche. El motor retumbó, las ruedas chirriaron sobre la grava dispersándola detrás del vehículo. Stanko saludó una vez más a Mile y luego subió la colina hacia la casa de la abuela Jovana.

Los aldeanos se volvieron hacia Mile y lo invitaron a sentarse con ellos, deseosos de escuchar los detalles de su conversación con Stanko.

Stanko siguió por el camino polvoriento hacia el río. Un poco más adelante, detrás de unos olmos, el terreno ascendía y un pequeño altiplano dominaba la curva del río. Allí estaba la casa de la abuela Jovana. No sabía qué era más viejo, la casa o la anciana. Ambos estaban tambaleantes y deteriorados. La casa estaba recubierta de una mezcla de barro y serrín, que ofrecía un buen aislamiento térmico: los viejos artesanos sabían lo que hacían. En muchos lugares ese recubrimiento se había desprendido, revelando ladrillos sin cocer.

El tejado casi no se veía bajo una capa de musgo espeso, siemprevivas y hojas caídas de las ramas de los sauces que colgaban encima.

Stanko se detuvo al pie del sendero que conducía a la casa y comenzó a subir. Miró hacia los bajíos donde un enjambre de libélulas flotaba sobre el agua disfrutando de sus breves vidas. El olor del río permanecía detrás, pero al acercarse a la casa empezó a percibir ese otro olor mencionado por Mile. Intentó recordar a qué le recordaba.

¡Sí! Por fin lo recordó. El terrario del zoológico. Pero ¿qué tenía de extraño? Allí había río y terreno rocoso: un lugar ideal para guaridas de serpientes, la mayoría culebras inofensivas.

Continuó y, al llegar a la puerta, llamó.

—¡Entra! —oyó desde adentro.

La pesada puerta de grueso roble crujió al empujarla.

La abuela Jovana estaba sentada a la mesa, donde había una botella medio llena de rakija y dos vasitos. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas gruesas que protegían del sol, creando una sombra agradable pero también una penumbra algo inquietante. Pese al aspecto descuidado exterior, dentro había objetos de buena calidad. Allí había tres habitaciones: una cocina que también era comedor y sala, un dormitorio amueblado con madera sólida, gastada por el uso pero sin señales de carcoma. Las paredes estaban amarillentas por el humo de la estufa de leña.

Stanko recorrió la habitación con la mirada y se detuvo en la puerta de la tercera habitación. Esa puerta siempre estaba cerrada con llave; varias veces había intentado averiguar qué había ahí dentro, pero nunca obtuvo respuesta. Sin querer, recordó cuentos donde un héroe recibe la advertencia de que puede abrir todas las puertas del castillo excepto una, pues esconde un terrible secreto…

—¡Sírvete un poco de rakija! —dijo la anciana interrumpiendo los pensamientos de Stanko.

—¡Ah, sí! Disculpa, me quedé pensando— dijo él, y llenó los vasos.

—¡Salud! —dijo la abuela, chocando el vaso con el suyo. Luego preguntó—: ¿Quieres café?

—No, gracias. Ya tomé esta mañana en casa.

Se sentaron en silencio unos minutos, sólo se oía el tic tac del gran reloj de pared.

—¡Sabes! —dijo la anciana rompiendo el silencio—. ¡No sería bueno que te bañaras hoy!

—¿Por qué? —Stanko se sorprendió.

—Hoy es la Fiesta de la Transfiguración de mi hijo —respondió la anciana. En ese momento, Stanko sintió que había enfatizado de manera extraña la palabra “Transfiguración”.

—No entiendo —dijo Stanko.

—Algunas de las personas ahogadas murieron en el Remolino de la Doncella precisamente en este día. ¿Nadie te lo mencionó?

—¡No! Pero no importa, no me meteré en lo profundo.

—Como quieras… —dijo la anciana, negando con la cabeza.

—Bueno, gracias por el aviso —dijo Stanko levantándose.

Una vez más lanzó una mirada rápida hacia la habitación con la puerta cerrada y el secreto que guardaba. O quizá sólo imaginaba cosas.

Salió de la casa, preparó los cebos y comenzó a pescar; primero bajo la sombra del sauce y luego adentrándose un poco en el río para intentar más lejos. Nada esta vez tampoco.

Lanzó una vez más el anzuelo y observó cómo las corrientes tiraban del flotador. Sólo las corrientes; los peces no picaban. Avanzó un poco más hacia el agua, hasta donde le permitían sus botas de pesca, y observó el flotador unos minutos más.

El paisaje era vibrante. A unos veinte metros detrás de él, el agua caía en una pequeña cascada, creando un ruido monótono que no le molestaba, y las finas gotas que formaban una neblina sobre la superficie refractaban la luz del sol, formando un pequeño arcoíris persistente.

En el maletero tenía unas salchichas listas para asar, por si acaso. Y en el agua se enfriaban varias botellas de cerveza.

Stanko salió del agua y se quitó las botas de goma. El agua estaba cálida, así que deseó volver a entrar, pero sin ropa, para bañarse en el río tibio y claro, como hacía a menudo después de pescar. Ya había sido suficiente por hoy. Se daría un chapuzón y luego asaría las salchichas y abriría una cerveza.

Puso su ropa sobre la gravilla. Dudó un poco sobre el bañador, pero también se lo quitó. No había nadie cerca y era mucho más agradable nadar desnudo, sentir cómo el agua se deslizaba entre sus piernas y cómo su cuerpo flotaba libre.

El agua era maravillosa, apenas un poco más fresca que el aire, y espumaba con cada brazada, dejando burbujas brillantes en la superficie. Avanzaba hacia el centro cuando, de repente, se sobresaltó. La historia de la anciana adquirió de pronto importancia. No sabía por qué, pero un temor supersticioso, primitivo, se despertó en su mente.

Nadó con fuerza hacia la orilla, como si un monstruo acuático lo persiguiera. Entonces se detuvo. En la orilla vio a la abuela Jovana, vieja y temblorosa, entrando al agua. Vestida de pies a cabeza con su ropa negra y gris. Caminaba hacia él con firmeza.

—¡Váyase, abuela, se va a ahogar! —gritó Stanko, sin atreverse a avanzar por estar desnudo.

La anciana siguió como si sus palabras se hubieran desvanecido en el viento. Algo en su mirada lo inquietó. Era distinta a la habitual. ¿Una mujer anciana deseando carne joven? No, no podía interpretarlo así. Lo que lo aterraba era que no lo interpretaba como deseo.

El chapoteo cesó. La anciana estaba ya en el agua hasta las rodillas. Sonrió, estirando los labios sin mostrar sus dientes rotos. Lo miró fijamente a los ojos y, al ver el miedo en ellos, comenzó a susurrar:

—Te lo dije y te lo dije, pero no sirve de nada…

Stanko intentó pasar junto a ella para correr hacia la orilla, pero la anciana lo agarró. Su mano era sorprendentemente fuerte. No como la mano temblorosa y débil con la que servía café o rakija.

—¡Suéltame, vieja bruja! —gritó Stanko, olvidando toda su antigua amistad mientras intentaba zafarse. Ella lo atrajo más y Stanko sintió cómo su pierna se tensaba bajo el agua, pese al miedo terrible. Sintió la mano de la anciana en su cuello y vio la otra acercándose. Y el anillo, con la punta hacia su palma.

Fue como si lo hubiera picado una abeja. Sintió su piel separarse y la punta hundirse sin dolor en su carne, mientras él era incapaz de hacer nada. Alrededor de la picadura, sintió entumecimiento, como tras haber sido anestesiado por el dentista. Y luego, a través de la neblina, vio los dientes rotos de la anciana sobresalir de su boca abierta. Eso fue lo último que vio.

La abuela Jovana bebía la sangre de la herida en su cuello, mientras su corazón aún vivía y bombeaba. Cuando la vida abandonó el cuerpo de Stanko, lo soltó en el agua y regresó a la orilla con un paso mucho más firme del que tenía al entrar.

Al llegar a la casa, se sentó en una silla y su cuerpo comenzó a temblar, mientras el agua aún goteaba de su largo vestido. La cabeza le ardía y giraba. No se había sentido así en mucho tiempo. Stanko era tan sano y fuerte…

Y hoy es la Fiesta de la Transfiguración…

Mientras seguía temblando, empezó a quitarse la ropa mojada y sucia, revelando su cuerpo encogido. La piel colgaba de ella como un traje demasiado grande. Entonces dejó escapar una voz temblorosa, algo entre gemido y canto, entre agonía y éxtasis. Luego llevó la mano a su hombro, clavó las uñas y rasgó la piel. No hubo sangre ni dolor.

Debajo de la piel vieja y marchita apareció una nueva, tensa sobre músculos firmes. La anciana se desprendía de su piel seca como mudan la piel las serpientes.

Cuando terminó de salir completamente, se colocó frente a un gran espejo manchado y examinó su nuevo aspecto. Pasó la mano por la piel suave, por unos pechos que ahora eran llenos y firmes.

Abrió la habitación secreta y entró. Luego abrió un ropero de madera de palo rosa decorado con hojas y flores talladas. A la izquierda colgaban vestidos, faldas blancas y blusas bordadas; a la derecha, estantes repletos de pieles dobladas y resecas como pergaminos. Añadió a esa pila la que acababa de dejar atrás…

 Tihomir Jovanovic nació en Belgrado, Serbia, en 1955. Es secretario de la asociación SCI&FI de Belgrado, editor de la antología Regia fantástica y autor de varios libros de cómic fantástico. Sus historias se publicaron en las revistas SiriusGalaksijaOrbisSignaliKikindske novineNaši tražiOmaja y Supernova, entre otras. Publicó las colecciones de cuentos Palisade i čadori (2016), Baka Mandini krugovi (2018), Agencija 51 (2019), Lun i kraljevi ponoći (2019) y Baka Mandini multiverzumi (2021).

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