miércoles, 26 de noviembre de 2025

MUÑECA DENDEM, FELIZ QUIEN LA TENGA

Tibor Moricz


El aguacero cayó con estrépito, lavando los tejados, llenando las canaletas y escurriendo hacia las calles. Las ventanas y puertas permanecían cerradas mientras la tormenta se deshacía sobre la ciudad.

Muñeca Dendem, feliz quien la tenga, corrió la cortina y espió hacia afuera. Adoquines mojados, entreverados con un pasto ralo y enfermizo. Fachadas apretadas unas contra otras, veredas estrechas. Todavía nadie lo bastante valiente –ni lo bastante insensato– como para arriesgarse a un paseo mientras las nubes cargadas, aunque en marcha constante hacia el oeste, cubrían el cielo.

Los relámpagos brillaban a lo lejos, anunciando que el aguacero seguía su procesión. Muñeca Dendem se alejó de la ventana y volvió al exiguo espacio que llamaba cuarto. Un ambiente casi vacío, salvo por una mesa pequeña, un armario metálico con algunas conexiones eléctricas y una silla solitaria. Una serie de artefactos amontonados sobre la mesa. Puntas, herramientas de precisión, tornillos, tuercas, diodos, chips y placas de circuito integrado. Dio un suspiro hastiado y, moviendo de la silla, se sentó frente a la parafernalia.

Reanudó la tarea interrumpida al comenzar la lluvia. Corrió los trapos que le cubrían el cuerpo plástico a la altura del vientre, dejando expuesta una placa opaca. Tiró de ella, abriendo una compuerta, y se puso a observar el funcionamiento electrónico interior. Separó cables y conectores hasta descubrir una pequeña cavidad. Tomó del escritorio una cánula, la insertó allí, girándola en una rosca hasta que quedó bien firme. Encajó sobre ella una pieza rectangular, deslizándola hasta que se apoyó en su base. Mediante comandos internos, hizo que tanto la cánula como la pieza rectangular se acoplaran a su abdomen. Las vio retraerse y salir repetidas veces, hasta estar segura de que funcionaban correctamente.

Con esmero, hizo deslizar dentro de la cánula una finísima lámina y luego volvió a cerrar la compuerta y, sobre ella, el tejido. Observó sus propias manos, cuyos dedos desgastados casi dejaban ver la finísima película metálica que los recubría internamente, protegiendo los mecanismos interiores. Hacía mucho que necesitaba reparaciones y mantenimiento.

Pensó entonces en los humanos. En cómo habían sido, otrora: vivaces, ágiles, determinados, flexibles, inmunes a las inclemencias. Volvió a mirar sus manos y las imaginó cubiertas por carne y músculos. Se imaginó exhibiendo un rostro suave, de contornos gentiles, no el que realmente tenía: gastado y descolorido, con los ojos empañados. Se imaginó con ojos verdaderos y no simulacros mecánicos de poca precisión. Se imaginó fuera de allí, lejos de aquella ciudad aislada –la última en un mundo destruido, sin vida, sin respiro, excepto el de los juguetes sintientes–, viviendo en familia, sentándose a la mesa, riendo –¡qué cosa más fascinante!– y repartiendo abrazos. Había sido creada como Muñeca Dendem, feliz quien la tenga, con cabellos rojizos y rizados –ya casi inexistentes, unos pocos bucles todavía, tercos–, piernas y brazos articulados, pies regordetes con zapatitos rosados.

Terminado el trabajo, se levantó y volvió a la ventana. En la calle, otros juguetes ya caminaban, algunos tambaleantes por desgastes internos que les perjudicaban el movimiento. Hacía tiempo que sobrevivían a costa de sueños y ambiciones sufridas. Se apoyaban unos a otros, manteniendo encendida la llama de la esperanza.

A todos se les había concedido el derecho a intentar superar la condición mecánica que los limitaba. El Gran Creador, el Artesano Divino, que les había dado una vida pródiga aunque llena de limitaciones, dejó atrás, antes de partir, un Oráculo y la máquina suprema mediante la cual podrían, de vez en cuando, intentar la transmigración. El máximo ritual, el momento en el que se le daba a un elegido la oportunidad de ascender a una condición superior, abandonando la vida mecánica y asumiendo una vida orgánica llena de significado.

Jamás tuvieron noticias de quienes partieron. Nunca supieron si alcanzaron lo que buscaban, pero la esperanza… la esperanza nunca se abandona.

Compartían viviendas toscas, adaptadas a sus dimensiones, colectivas o no. Más allá de las fronteras conocidas, los escombros evidenciaban un pasado glorioso, cuando los humanos existieron con todo su poder y esplendor y ellos, los juguetes, ocupaban espacio en galpones, apilados y encajonados.

Curiosa ironía del destino: hacer que aquellos que fueran tan anhelados se habían extinguido con tanta rapidez. El Padre Manipulador y Artesano, no obstante, había acompañado a sus pequeñas creaciones durante años, sobreviviente del holocausto, reprogramándolos y perfeccionándolos hasta que fueran capaces de emitir el primer signo de conciencia.

Muñeca Dendem vivía en una residencia colectiva. Uno de sus vecinos era el Oso Tommy Chiflado. Más al fondo del corredor estaba el soldado Mono Craig, un simio irascible. También vivían allí un Bambi, dos Robots Tetera Piui y Bobby Brutus, un perro grande, bobo y peludo.

Todos se imaginaban cubiertos por capas orgánicas, con un corazón latiendo en el pecho, pulmones donde el aire húmedo de la mañana se agitaría en bocanadas ansiosas. Soñaban con una vida tan arraigadamente que rezaban, contritos, cada día, una oración creada por la Muñeca Princesa Soraya, la única de la comunidad con aires de realeza.

(Se incluye la oración traducida con fidelidad poética.)

Padre Manipulador y Artesano,

que nos construiste,

nos animaste y articulaste,

danos la carne

 y el aliento que nos falta.

De tus manos

vino el gran ingenio,

de tus ideas

la esperanza que se concreta,

y de la máquina suprema

la transmigración que promete

realizar nuestros sueños.

Padre, bendito sea el Oráculo sagrado

que nos diste,

ofreciéndonos conocimiento.

Que sus enseñanzas

perduren entre nosotros

y que la ascensión sea para todos.

 

El Gran Padre, Manipulador y Artesano, que a todos dio existencia, partió hacia residencias elevadas donde sólo habitan los dioses. Ascendió él mismo a condiciones superiores después de garantizar a sus criaturas la conciencia.

Desde entonces vivían día tras día tramando maneras de aproximarse a la perfección. Construyendo sueños de carne y hueso, de piel y músculos. Reclusos en un mundo solitario, aislado y silencioso. Médicos unos de otros, dentro de lo posible, de acuerdo con el aprendizaje que obtenían en incursiones en vientres metálicos, miembros articulados, cabezas soldadas o atornilladas. Autodidactas, se perfeccionaban en la ardua grandeza del padre que los había creado.

Muñeca Dendem inclinó levemente la cabeza, gesto que pretendía demostrar desaliento. Si hubiera sido humana, habría fruncido el ceño, apretaría los labios, entristecería el semblante. Rígida, nada podía hacer… salvo fingir sentimientos.

En poco tiempo el Oráculo sería accionado una vez más. El Maestro Búho daría vida eléctrica al instrumento que, con sabiduría, señalaría al próximo juguete en experimentar la transmigración.

Salió de su cuarto y caminó lentamente por el corredor, moviendo las piernas con cuidado, un zapatito rosado, flojo, queriendo escapar. Se cruzó con el Robot Tetera Piui, que golpeaba sus pies metálicos en el piso gastado, provocando chispas.

En la calle vio al Panda Boom gesticulando. Con él, la Jirafa Cuellilarga, el Gato Miau-Miau y la Muñeca Princesa Soraya, la única con ojos azules, cabellos rubios y una tez plástica tan blanca que parecía humana.

Discutían la próxima y esperada ceremonia del Oráculo. Decían que el Maestro Búho ya se había dirigido al edificio vidriado desde donde sería accionado. Engalanado, decían. Con monóculo, con sombrero, con toga. Con polainas, que eran muy suyas. Con sus plumas sintéticas correctamente acomodadas. Con los enormes ojos atentos, prominentes. Con el pico convenientemente inerte, como corresponde a un maestro de ceremonias… al menos hasta que se hiciera necesario iniciar el rito.

El cielo comenzaba a llenarse de estrellas, aunque aún hubiese algunas nubes ralas corriendo velozmente hacia las más pesadas y distantes, que derramaban la borrasca sobre otros parajes.

Muñeca Dendem miró hacia arriba e intentó vencer la limitación de las estrellas. Tal vez pudiera ver al Padre Manipulador y Artesano sonriéndole, señalándola como la próxima, la elegida, la destinada a la transmigración. Pero ya había pasado por innumerables ritos anteriores. En todos había visto a otros ser escogidos. Y a esos, eufóricos, dar saltos, gritos, chillidos, ladridos, mugidos, cacareos, gruñidos. Felices cada uno a su manera. Los había visto ser conducidos a la máquina suprema y, envueltos en una cápsula metálica, reluciente y llena de conexiones, desaparecer por completo en un torbellino de luz y humo, obedeciendo a la programación algorítmica del poderoso computador central.

Después el Oráculo era cuidadosamente apagado y los juguetes se dispersaban. Otra ceremonia solo después de muchos y muchos días, el tiempo necesario para que, ya desconectado, el Oráculo pudiera prepararse para una nueva elección.

Habían sido miles, alguna vez. Ahora no más que unos pocos cientos.

La calle donde estaban se extendía tortuosa. A veces flanqueada por edificios decadentes y arruinados, a veces por casas que aún despertaban cierto respeto por las formas concisas y elegantes con que habían sido, un día, construidas. Era por esa calle que todos se dirigirían hacia la construcción vidriada donde se encontraba el Oráculo. Esta terminaba en un punto donde comenzaba una bifurcación. De un lado, tras muchos escombros, un pantano maloliente. Del otro, ruinas de un antiquísimo cementerio humano, revuelto incontables veces en busca de la carne que ya no existía. El Oráculo estaba, por tanto, exactamente en la ubicación que hacía de él la piedra angular de todas las esperanzas de la comunidad.

Observó los mechones de Panda Boom ya medio deshechos, muchas partes de su cuerpo exhibiendo manchas oleosas. El Gato Miau-Miau ya no tenía una oreja y la cola estaba quebrada. La Jirafa Cuellilarga era tuerta y la Muñeca Princesa Soraya, a pesar de toda la elegancia real, hacía lo imposible por ocultar los harapos en que se convertían sus vestiduras al soplar la menor brisa.

Se vio pronto rodeada por una marea de juguetes que surgían de todos lados, saliendo de sus rincones y escondites. Era empujada por la muchedumbre, obligada a seguir sus pasos, ella igualmente embriagada por el aura fascinante del momento. Y se imaginaba, una vez más, como la elegida. Se veía en la máquina suprema, se sentía envuelta por una onda poderosa de energía y luego, recuperada de la apoteosis, descubriéndose una niña de carne y hueso –y no más de lamentable plástico y metal– en una tierra distante en el tiempo, promesa del Padre Manipulador y Artesano.

Muchas veces, en los intervalos entre una ceremonia de transmigración y otra, se preguntaba si la máquina suprema realmente convertía los juguetes en gente. Le cruzaba por los circuitos la idea de que simplemente eran desintegrados, transformados en polvo o incluso en menos que eso. O que, en una hipótesis un poco mejor, aunque no muy reconfortante, fueran trasladados a un lugar desconocido, expuestos a peligros inimaginables… siempre como juguetes.

Por eso, cada vez que se acercaba una ceremonia de transmigración, escondía cuidadosamente una filosa lámina en su abdomen. Sería su protección si resultaba elegida y si la segunda hipótesis era la verdadera.

Como jamás nadie había regresado para confirmar el sagrado proceso, todos estaban obligados a moverse única y exclusivamente por la fe.

Y, por ella, a entrar en la Máquina Suprema, permitiéndose ser desintegrados o renacer.

La calle quedó cubierta por un tapiz de juguetes. Avanzaban uniformes, balanceándose ritualmente, moviendo el tronco –los que tenían–, moviendo el cuello –los que podían– de un lado a otro, en sincronía. Marchaban, muchos murmurando la oración máxima al Padre Manipulador y Artesano.

Apareció, en la cabecera de la bifurcación, la construcción de fachada vidriada, con cristales azul claro y transparentes. Un nivel superior. En la planta baja, junto a la vereda, protegida por un escudo de vidrio, una ventana negra desde donde el Oráculo realizaría su elección. Debajo de ella, el Maestro Búho mantenía abiertas las alas como en un abrazo hacia toda la población que se acercaba.

La Máquina Suprema estaba en el piso superior, inclinada frente a una gran abertura vidriada para que todos pudieran verla. Cables multicolores salían de ella, interconectados a un gran aparato lleno de luces LED y pequeñas pantallas donde corrían códigos alfanuméricos que indicaban el progreso de la transmigración hasta completarse en una explosión de luces.

Poderosos generadores –los mismos que recargaban las duraderas baterías de la población– proporcionaban la energía necesaria para que la Máquina Suprema funcionara.

La multitud se agolpó frente al edificio. El balanceo rítmico y sincronizado se detuvo. Todas las miradas se volvieron hacia el Maestro Búho. Un largo y respetuoso pio marcó el inicio de la ceremonia. Al unísono, todos rezaron la plegaria al Padre Manipulador y Artesano. Contritos, una verdadera demostración de fe.

Al final, hicieron una larga reverencia al Oráculo que, en ese momento, fue conectado a la corriente. Su pantalla negra se iluminó y comenzó a exhibir un patrón imagético burbujeante y ruidoso. Era su alma despertando.

El Maestro Búho se acercó entonces a un estante donde se amontonaban pequeños discos metálicos. Realizó una rápida pantomima protocolar y, en un gesto afectado y ceremonial, eligió uno entre tantos, tomándolo con el pico.

La muchedumbre gimió expectante.

El Maestro Búho se colocó junto al Oráculo e insertó cuidadosamente el disco en una ranura. Como por encanto, el Oráculo despertó de su sueño y pasó a emitir imágenes fantásticas.

Niños corren y juegan en un parque, niñas y niños.

Día soleado, árboles, césped, pájaros y grititos de sorpresa y alegría.

Aparece en primer plano una niña de ojos azules hermosísimos, cabellos rubios auténticos, piel suave y sonrosada, labios finos y delicados. Dice algo ininteligible, sonríe, radiante de felicidad y júbilo, y acerca hacia sí el objeto de deseo: una Muñeca Dendem.

Las imágenes continúan: números en la pantalla, luego un chorro de agua con miles de gotas translúcidas brillando, una pelota colorida que pasa rebotando veloz, un perrito –uno de verdad, no un mísero simulacro de peluche– ladrando y moviendo la cola, muchas otras niñas corriendo a agarrar Muñecas Dendem.

Pero nuestra Dendem ya no ve nada, no comprende nada, tomada como está por una epifanía.

Se siente empujada hacia adelante, conducida por la masa que la mira con ojos de envidia y admiración.

El Maestro Búho apagó el Oráculo, retiró el disco y aguardó la llegada de la elegida.

Colocada entre la fachada vidriada y la población inquieta, fue llamada cariñosamente por el Maestro, que indicó una puerta lateral por donde debía entrar. La ceremonia de transmigración siempre se realizaba inmediatamente después de la elección. Caminó tambaleante por el espanto, la sorpresa, el miedo y también por culpa del zapatito que amenazaba con caerse. Vio dentro del edificio a otros juguetes, asistentes del Maestro, auxiliares del proceso. Fue recibida y auxiliada con gran consideración. Subieron una rampa y llegaron al piso superior. Ella vio la Máquina Suprema del mismo modo que todos, si el Gran Padre Manipulador y Artesano lo permitiera, verían algún día.

Sintió sus circuitos integrados estremecerse. Los chips vibraron. Sus ojos parpadearon repetidamente. Sus manitas regordetas abrían y cerraban los dedos con una especie de frenesí. Estaba tan nerviosa y aterrada que por poco no pidió que la dejaran irse, para correr lejos aun a riesgo de perder el zapatito. Pero se contuvo. Los auxiliares la condujeron hasta la cápsula, ahora abierta, mostrando un interior metálico pulido y lustroso. A un lado, el computador central, una máquina imponente que crujía, calentándose.

Miró hacia la ventana vidriada y vio a toda la población en éxtasis, observándola, ansiosos por la conclusión de la ceremonia.

Le pidieron que se acostara dentro de la cápsula. Ella vaciló, temerosa. Le sonrieron y le dijeron que no había peligro. Pero ella veía en esos ojos una duda tan real, tan palpable que, si tuviera sangre, la sentiría helarse. No podía, sin embargo, evitar su destino. Se acomodó en la cápsula sintiendo que sus pies temblaban. Cerraron la cápsula, aislándola del mundo exterior. No podía oír nada ni a nadie. Casi no podía oír sus propios pensamientos. La cuenta regresiva comenzó.

Estaba en «Padre, bendito sea el Oráculo sagrado que nos diste, ofreciéndonos conocimiento…» cuando sintió que el mundo temblaba, que la cápsula se llenaba de luces fulgurantes y de relámpagos azulados cada vez más intensos. Intentó levantar los brazos, empujar la tapa para escaparse, pero sintió cómo una energía intensa la invadía, la desgarraba, la dilaceraba, destruyéndola molecularmente hasta que dejó de existir en ese tiempo y lugar.

 

Despertó cubierta de hojas, con una humedad ligera sobre todo el cuerpo. Sus ojos se abrieron con cautela y observaron un techo negro y amplio sobre ella. Necesitó pocos segundos para reconocer el dosel de árboles. Estaba en un bosque, caída en el suelo, aun sintiendo su cuerpo estremecerse con cortos y dolorosos choques eléctricos.

Se permitió descansar unos minutos. Estaba atónita, inevitablemente. Entonces, la transmigración había ocurrido de verdad, ya que en el sitio del que provenía no había árboles, y la poca hierba era rala y enferma. La decepción, sin embargo, la invadió como una ola avasalladora. Si por un lado había logrado, mediante la Máquina Suprema, viajar a un lugar lejano e ignoto, por otro seguía siendo un juguete, con cuerpo plástico e interior metálico. Con diodos, chips y batería. Se palpó despacio, sintiendo la piel plástica. Tomó conciencia de las corrientes eléctricas que recorrían sus circuitos. El Gran Padre, Manipulador y Artesano, les había dejado una farsa. La Máquina Suprema no era más que un transportador. Llevaba juguetes de un sitio a otro, sin convertirlos en personas. Sin darles la transmutación que tanto anhelaban.

Descubrió entonces que toda su fe había sido inútil. Lloraría, si tuviera lágrimas. Regresaría y denunciaría la mentira, si pudiera.

Se puso en pie, tambaleante. Revisó los zapatitos: ambos seguían en sus pies. Se movió con dificultad sobre el suelo blando e irregular. No sabía hacia dónde avanzar, todos los lados le parecían idénticos.

Siguió caminando durante lo que le parecieron horas sin fin, hasta que se detuvo de golpe, escondiéndose detrás de un arbusto. Había una calle frente a ella. Gente yendo y viniendo. Extrañas máquinas con ruedas pasaban a toda velocidad. Eran humanos, constató, perpleja. Abrió los ojos enormemente, quedándose quieta, extasiada admirando a los dioses. Se preguntaba cómo se presentaría ante ellos. Cómo acercarse. Cómo la recibirían. Y si tenían, ellos, el poder de concederle la carne que creía que recibiría en la transmutación que no ocurrió.

Entonces recordó la lámina y se tocó el abdomen ansiosamente.

Permaneció así, sumida en dudas. Y habría quedado así por mucho tiempo si no hubiera visto, al otro lado de la calle, a una niña acompañada de una adulta. Iban de la mano, caminando por la acera. Se detuvieron ante una corta escalinata. La subieron hasta una puerta. Entraron y desaparecieron. Poco después vio luces encenderse en algunas ventanas; vio sombras moverse en su interior, y pensó que ese lugar sería el cuarto de ellas, parecido al cuarto que ella había tenido en su comunidad y que ahora sería asignado a otro juguete.

Recordó las imágenes del Oráculo. Niñas jugando con Muñecas Dendem. Entendió entonces que los niños tenían una fuerte conexión con los juguetes y que se relacionaban con ellos de forma no destructiva, en una simbiosis importante para ambos lados. Con una niña estaría segura. Y nunca sola.

Esperó a que el tiempo pasara. El movimiento en la calle disminuyó perceptiblemente. Poca o casi ninguna gente caminaba ya por allí. La noche avanzaba y el cielo mostraba las mismas estrellas, las mismas constelaciones que había observado en su comunidad.

Tomó valor y salió de su escondite. Arriesgó los primeros pasos en la acera. Miró hacia ambos lados y no vio nada ni a nadie. Avanzó dando pequeños pasitos, cuidando que el zapatito no se le soltara, y bajó el cordón con dificultad, cayendo de costado y rodando torpemente. Se levantó, molesta. La calle parecía vastísima. La cruzó tan rápido como pudo. Escaló el cordón del otro lado, alzándose con esfuerzo, arrugando el vestido gastado. Consideró los enormes problemas que tendría para escalar los escalones de la escalinata. Pero tendría que hacerlo si quería tener la menor esperanza de sobrevivir en este mundo desconocido y aterrador.

Lo consiguió. Aunque, para su desgracia, el zapatito que amenazaba caerse desde hacía tiempo finalmente se soltó. No tuvo fuerzas para recuperarlo: para eso tendría que bajar dos escalones. No sacrificaría el progreso alcanzado. Se detuvo ante la puerta, gigantesca, y por un momento intentó adivinar cómo entraría. Sin otra opción, la golpeó con todas sus fuerzas y se dejó caer, inmóvil, como si fuera inanimada.

Funcionó.

La puerta se abrió lentamente. Muñeca Dendem mantuvo los ojos entrecerrados, apenas lo suficiente para ver. Vio a la niñita asomarse al pequeño porche. La vio mirar primero la escalinata y luego más allá, hasta que finalmente notó aquello que yacía a sus pies. Hubo un instante de indecisión que la aterrorizó. Temió más que nunca ser abandonada allí o, peor, ser arrojada lejos.

Pero, contra sus mayores miedos, la niña abrió una amplia sonrisa y la tomó en brazos. Se sintió arrebatada. Una mezcla fantástica de sensaciones abría nuevas conexiones en sus circuitos, listas para ser exploradas y optimizadas. Los brazos, firmes pero no agresivos, la rodeaban, sosteniéndola con decisión. La niña corrió hacia su cuarto después de cerrar la puerta del living. Le dijo algo a la madre en tono tranquilizador y luego se encerró en el cuarto, dedicándose a admirar el nuevo juguete, colocándolo junto a otras muñecas.

Se dejó manipular. Se dejó desnudar para ser vestida con ropas nuevas, tomadas de otra muñeca. Sintió tan cerca el aroma de la carne que experimentó intensos impulsos de adoración. Lo ambicionaba más que nada. Lo deseaba demasiado. Cuanto más la agarraban, cuanto más la apretaban, más se embriagaba en la deliciosa sensación de ser una niña de verdad. De poseer carne en lugar de plástico. De tener sangre corriendo por venas inexistentes.

Pero la dura realidad venía en sentido contrario, recordándole siempre que no estaba viva. No era más que un artefacto ingenioso, consciente, pero artificial.

Así se mantuvo, inanimada, ocultando su verdadera naturaleza. Vivía una vida que no era suya. Ocultaba el enorme deseo de ponerse de pie, gritar, bailar, abrir los brazos y decir que era la Muñeca Dendem. Ocultaba la enorme ansia de afirmar categóricamente que había venido a obtener carne y vida palpitante. Que había confiado en promesas vanas. Que se había dejado guiar por la fe, cuando la fe no era más que un engaño.

Y se mantuvo silenciosa por días y noches incontables. Dividiendo la atención de la niña con otras muñecas, estas sin circuitos, sin deseos ni conciencia.

Hasta que, sintiendo que su batería no le daría más que unos pocos días de vida, extinguiéndose, y con ella su vida consciente, decidió, en un arrebato, tomar para sí lo que debió haberle sido dado desde el inicio, como prometió el Gran Padre Manipulador y Artesano.

Esperó a que la niña durmiera. Subió a su cama, avanzó gateando con cautela. Se arrastró hasta acercarse al rostro suave y dormido. Besó los labios tibios. Sintió el aliento embriagador. Permaneció largos minutos sintiendo el calor que emanaba de ese cuerpo. Descendió. Le levantó la camisola con cuidado hasta exponer el vientre delicado. Lo acarició con amor y deseo. Entonces buscó en su abdomen la filosa lámina que aún llevaba consigo.

Tal vez Panda Boom, o Princesa Soraya, o Robot Tetera Piui saltarían de alegría al verla feliz y realizada, cubierta con la carne que tanto pidió en oración. Pero la madre de la niña no pudo, al principio, contener el horror que la visión le provocó. Sábanas deshechas y ensangrentadas. Un vientre monstruosamente abierto. Órganos internos desparramados por el suelo. Una muñeca incrustada en el cuerpo, mezclada con carne y sangre. Ojitos móviles, boca abierta en una sonrisa franca, tan distinta a la sonrisa habitual de la niña que parecía más bien una mueca.

Antes del grito desgarrador de terror y de la locura que se abatió sobre la casa, Dendem aún extendió sus brazos regordetes hacia afuera, en dirección a la madre, que retrocedía horrorizada. Buscó el tono más amoroso posible, aquel que le traerían para sí la familia y el amor que tanto deseaba.

—¡Muñeca Dendem — exclamó—, feliz quien me tenga!

Tibor Moricz nació en São Paulo. Tiene varias decenas de relatos publicados, es autor de las novelas de ciencia ficción «Síndrome de Cérbero» (2007 – Editorial JR); «Fome» (2009 – Editorial Tarja); «O Peregrino: em busca das crianças perdidas» (2011 – Editorial Draco); «El hombre fragmentado» (2013, Editorial Terracota); «Dunya» (2017, edición independiente), «El despertar de Sophia» (2025, edición independiente) y la antología «Filamentos iridiscentes» (2017, edición independiente). También fue organizador de los volúmenes «1» y «2» de la Colección Imaginarios (2009 – Editorial Draco) y «Brinquedos Mortais» (2012 – Editorial Draco).

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

PIELES DE SERPIENTE

Tihomir Jovanović   Sábado por la mañana. Era un día cálido, sin nubes y sin una brisa. Stanko cargó sus cañas de pescar, cebos y todo lo ...