Génesis García
—Pudiste elegir un instrumento más
fácil, hija —comentó la madre mientras la niña batallaba con las teclas
y el fuelle.
La pequeña, sin
embargo, hizo caso omiso a sus palabras y continuó practicando con el ceño
fruncido, empujando la frustración al fondo de su mente. De momento, el pobre
instrumento sonaba como un animal moribundo, pero Mariana estaba decidida a
lograrlo. Sus mejores recuerdos eran las tardes que pasó a los pies de su
abuelo, escuchándolo tocar con los ojos maravillados y el corazón cantando. Ese
hombre, menudo y de voz suave, fue el único padre que conoció y el alma más
dulce que alguna vez pisó la tierra. Don Justiniano recorría las calles con su
acordeón llenando el pueblo de música y color. De su acordeón brotaban animales
fantásticos, hadas danzantes y príncipes valientes que luchaban contra dragones
hechos de fuego frente a la asombrada audiencia.
Las personas
pagaban por su talento con monedas sueltas y un billete ocasional: mendrugos
para un don como el suyo. Sin embargo, don Justiniano no se quejaba. Tomaba lo
poco que conseguía y lo convertía en pan para la familia y dulces para su nieta
favorita. Su acordeón mantuvo a su mujer e hijos por años, hasta que éstos
crecieron y dejaron el hogar, buscándose la vida en ciudades lejanas donde no
existía la magia. “Como si la vida pudiese ser encontrada”, rezongaba don
Justiniano, tocando una triste melodía que cubrió los campos de lluvia en abril
e hizo que las hojas de los árboles cayeran antes de tiempo. Pero, nunca dejó
de tocar. Incluso después de la partida de su mujer, él siguió tocando, sin
descanso, hasta que un buen día sus piernas decidieron que era buena idea
llamar a una huelga indefinida y se negaron a sostenerlo ya más.
Don Justiniano
cayó postrado en la cama, pero no perdió la alegría. Sus hijos lo sentaban bajo
el techo de láminas de la galería y ahí él construyó su pequeño reino. Los niños
del barrio lo visitaban con frecuencia, sentándose a jugar a sus pies mientras
él amenizaba sus tardes con canciones. Los niños bailaban con las hadas y los
dragones, con los caballeros y los animales, convirtiendo su calle en una
fiesta que parecía nunca acabar. Tristemente, nada es para siempre. El corazón
de don Justiniano se unió a la huelga un día viernes por la tarde y su alma
luminosa los dejó atrás, llevándose con él todo el color y la luz del pueblo.
El cielo, las
calles, las casas, los árboles; todo perdió su color y una pátina gris y espesa
cubrió todas las superficies. Los niños ya no reían y la música desapareció por
completo, sumiéndolos en una tristeza que parecía no tener fin. En medio del
peso del desconsuelo general, Mariana trepó a la cima del viejo armario y
rescató la ajada caja de cuero donde guardaban celosamente el precioso acordeón
del abuelo. Al abrir la maleta, el aroma de su jabón y el sonido de su risa
llenaron el cuarto y la niña supo que tenía una misión. Le tomó meses de arduos
esfuerzos arrancar una melodía decente de las preciosas teclas de marfil. Pero
lo logró. Un valsecito costeño llenó la sala de su casa y las paredes
recuperaron su color. Mariana, entusiasmada, tocó más y más fuerte y su abuelo
se materializó frente a sus ojos, sonriente, antes de alejarse por la ventana,
devolviendo el color a las calles y llenando el aire con flores, hadas y
animales imposibles con cabeza de elefante y patitas de cucaracha.
Su madre salió
corriendo a la calle, a bailar con las vecinas y Mariana la siguió, sin dejar
de tocar, siguiendo a la sombra risueña de su abuelo. Don Justiniano pintó las
margaritas con los colores del arcoíris, tiñó el cielo de verde y las hojas de
azul y armó un carnaval en la plaza principal para espanto del alcalde. El
párroco estuvo a punto de sufrir una apoplejía al verlo de regreso y doña
Concha juró que moriría del soponcio mientras él la hacía girar en la pista de
baile. Mariana tocó y tocó hasta que sus dedos sangraron y sus brazos lloraron
de dolor, negándose a dejarlo ir. Pero, don Justiniano sabía que era momento de
partir. Se acercó a su nieta y dejó un largo beso en su frente.
—Sigue así, mi
niña —le dijo con su voz imperturbable pese a las inclemencias de la muerte—. Sigue
tocando que yo siempre estaré contigo.
Mariana era una
niña obediente. Continuó tocando hasta que su pelo se volvió gris y su corazón
llamó a huelga. Se alejó un día de primavera, siguiendo a su abuelo y dejando
atrás tres generaciones de músicos destinados a llenar el mundo de color como
don Justiniano.
Génesis García (Concepción, Chile, 1990)
es historiadora, escritora y tallerista. Ha publicado en más de cincuenta
revistas literarias especializadas, entre las que se cuentan Especulativas,
Licor de Cuervo, El Nahual Errante, El Axioma, Teoría Ómicron, Nudo Gordiano,
Chile del Terror y La Sílaba. A su vez, es acreedora de más de una
docena de premios nacionales e internacionales y ha participado también en
diversas antologías publicadas en América Latina y España.
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