Dora Gómez Q
Juan y Elena vivían juntos, o acollarados
como se dice en el norte, y eran pobres como todos los habitantes de la Puna.
La venta de
artesanías y las changas ya no alcanzaban para la subsistencia por lo que consideraban
la posibilidad de marcharse del lugar, como ya lo habían hecho otros de sus paisanos
Así que un
día decidieron dejar la humilde casa de adobe, la cabra y la mula, que eran
todas sus posesiones, y con apenas un par de bolsas de ropa y los documentos de
identidad subieron al camión de Pedro que venía desde Bolivia con destino a
Buenos Aires.
En la cabina
no había lugar para tres, así que se turnaban para ir en el lugar del
acompañante, un trecho iba Juan y otro Elena.
Se conocían
con Pedro desde que Juan le ayudó a reparar el camión, un día que se había averiado
cerca de Jujuy. Después hicieron amistad y cada vez que Pedro andaba de paso a
Bolivia pasaba la noche en el rancho de la pareja, más cómodo que dormir en el
camión, y recibía también de parte de ellos un poco de comida antes de continuar
el viaje.
Después de un día y medio de
viaje incómodo en el viejo camión llegaron a la ciudad. Pedro los dejó en una
zona ignota de la provincia de Buenos Aires.
Aturdidos por el ruido y abrumados por el
movimiento caótico del lugar al que habían arribado, caminaron con la dirección
de unos paisanos anotada en un papel. Juan iba preguntando a los transeúntes
como llegar a esa calle. Así, preguntando a unos y a otros, llegaron a un
rancherío formado por algunas casillas de madera y baldíos dónde había basura,
perros, niños, y muchachos jugando a la pelota.
Nunca encontraron a sus paisanos,
pero un hombre allí les ofreció un terreno donde podían construirse algo y les
dio algunas maderas y unas chapas que sirvieron de techo.
—Ya
me van a pagar cuando consigan trabajo —les dijo.
Y efectivamente les cobró un
porcentaje de lo que ganaron por siempre, por haberles permitido instalarse en
un terreno que pertenecía al Estado.
Elena puso por dentro de la casilla un papel
floreado para cubrir las aberturas entre madera y madera, cuando tuvo dinero
para comprarlo.
En poco tiempo consiguieron
trabajo. Ella, limpiando casas y cobrando por horas; en esos mismos edificios
Juan hacía changuitas de albañilería.
Al poco tiempo Elena quedó
embarazada, y eso complicó la entrada de dinero, que apenas alcanzaba para
comer y viajar.
Había sido muy difícil
adaptarse a viajar en la ciudad, usar una tarjeta, subir a colectivos, hacer
combinaciones de un subte a otro. Pero Elena lo había logrado
Cuando empezó a sentir nauseas por las mañanas
una de las patronas le dijo:
—Vos estás embarazada. —Y le compró un test que dio resultado
positivo.
No era una buena noticia en ese momento, pero
siguió trabajando hasta que el embarazo estuvo muy avanzado.
Para colmo Juan, fascinado con
la ciudad, había cambiado mucho su comportamiento. Llegaba tarde o directamente
no llegaba a dormir a la casa. También su carácter había cambiado. Era una
persona muy diferente de la que partió de la Puna en el camión de Pedro.
Cuando se enteró del embarazo
de Elena, todo empeoró. Llegaba agresivo y por cualquier nimiedad perdía los
estribos. De los insultos pasó a la violencia física, sin importarle el
embarazo de ella.
Las vecinas la ayudaron en la última
etapa del embarazo y algunas con más experiencia le explicaban que algunos
hombres se ponían celosos con los embarazos porque significaba que un tercero
ya estaba allí entre ambos y no era extraño que se pusieran violentos.
Elena, a pesar de su estado, se
sentía fortalecida en su carácter, ella tampoco era la mujer tímida y obediente
que había llegado desde el norte.
Así que un día juntó todas las
cosas de Juan en un bolso y lo echó del rancho con ayuda de las vecinas que la
alentaron a hacer la denuncia a la policía.
En la comisaría le tomaron la
denuncia y la mandaron a un hospital público donde se verificaron los moretones
de brazos, espalda y demás partes del cuerpo, y el estado del bebé próximo a
nacer, que por suerte no había sido afectado por los golpes. Ese mismo día se
hizo presente la policía con una orden de restricción para impedirle a Juan que
volviera a acercarse a la casa.
Las vecinas la ayudaron mucho durante los primeros
meses después del nacimiento de la niña, a la que Elena llamó Ángela. Todas
eran muy solidarias al verla sola y las mujeres se apiadaron de ella. Y también
porque algunas habían pasado por situaciones parecidas lo que las llevó a formar
como una gran hermandad.
Elena era humilde, callada y
más fuerte de lo que aparentaba. Cuando se pudo reintegrar a sus labores, Elena
dejaba a la beba con una prostituta que llegaba de su trabajo cuando ella salía
para el suyo. Unos pesos más le venían bien a la devenida en niñera.
Juan no regresó. Elena supo que
había se había marchado a Córdoba con una mucama que trabajaba en uno de los
edificios dónde él hacía reparaciones.
Ella y la niña nunca más
supieron de él. Y pasaron ocho años.
La niña no había podido empezar
la escuela, ya que Elena se marchaba a las seis de la mañana y no tenía quien
la llevara al colegio o fuera a buscarla. Cuando llovía, el barro impedía salir
del lugar y a veces Angelita tampoco tenía zapatillas.
Su madre le dejaba una taza de
leche sobre la mesa con unas galletas o un pan antes de irse al trabajo
mientras la niña dormía en la única cama del rancho que compartían.
Al mediodía la niña iba sola al
comedor comunitario del barrio.
A Elena ya no le faltaba mucho
para completar el dinero que ahorraba mes tras mes para alquilar una pieza
fuera del barrio, y estar más cerca de sus trabajos y poder llevar a su hija al
colegio.
Lamentaba mucho estar sola en
esta situación, sin parientes cercanos. A veces extrañaba la puna. Y estaba
triste la mayor parte del tiempo, aunque esperanzada en que su hija tendría una
vida y un futuro mejor que en el norte.
Ángela, al contrario de su
madre era muy sociable y parlanchina e iba adquiriendo costumbres y modos del
entorno.
Permanecía sola casi todo el
día, jugaba con otros niños, y deambulaba por el barrio, por los pasillos y
laberintos que conocía bien. Tenía amigos de su edad que tenían armas de
verdad, y otros que tenían mucho dinero que ganaban “vigilando” le decían,
aunque ella no sabía lo que eso significaba.
—¿Qué
vigilan?
—Chiflamos cuando viene la
gorra
—¿Eso
no ma’? Uhhh… Para tener plata mi mamá tiene que ir a trabajar.
Los niños se reían y Ángela se
iba andar por ahí, esperando la hora de ir al comedor comunitario, para alivio
de Elena, que no hacía a tiempo de volver a darle de comer a su hija.
A pesar de su edad cronológica
Angelita parecía tener seis años, era muy delgada y menuda. Se había hecho
amiga de un muchachón que tendría unos veinte años. Llamaba la atención y
destacaba allí porque era rubio y corpulento. Era de origen polaco. Al menos eso
decía él. Siempre andaba solo y lo llamaban por un sobrenombre: Pule. Solía cargar
a Angelita sobre los hombros y la llevaba de paseo por el barrio y sus
alrededores. A ella le encantaba mirar todo desde tan arriba y tocaba el
cabello del Pule, mientras él la sostenía de las piernitas flacas.
—Tené el pelo amariyo, vo.
—Sí —se reía Pule.
Cuando llovía y el barro hacía intransitable
el camino, la pasaba a buscar por el comedor y la llevaba de vuelta a su casa.
Ángelita no tenía zapatillas por lo que se hacía más difícil caminar por el
barro.
—Pule,
cuando sea grande voy a ser tu novia, ¿queré?
—¡Si, Angelita, como no voy a
querer!
Y también la llevaba a jugar a
la plaza que habían hecho los vecinos en el baldío con tachos y cadenas un
improvisado columpio.
La madre estaba agradecida y
aliviada con cualquier ayuda que le dieran. Y Pule oficiaba como un hermano mayor, aunque era un joven
violento.
No sabía Elena dónde ni de qué
vivía el polaco. Nunca lo había visto drogado, ni juntarse con la gente que
andaba en los negocios narcos que todos conocían, por lo que interpretó que no
era delincuente sino un muchacho solo no más, que se peleaba con otros, como
todos.
Un día lo vieron pelear con
cuatro muchachitos a la vez.
Pule revoleaba una gruesa
cadena sobre su cabeza que hacía que mantenía alejados a los agresores. Al
final se fueron prometiendo volver y darle un “cuetazo”.
—¿Qué
es un “cuetazo”, ma? —preguntó Ángela, que veía escenas de violencia callejeras
a diario.
—Son como los cuetes de navidad
—le contestó Elena, rogando que pronto pudieran mudarse de allí.
Dejando de lado la gente que se
ocupaba de kioscos narcos, o los que peleaban a veces a tiros por abarcar más
territorio para distribuir droga, los que salían a trabajar temprano por magros
salarios eran más, una especie de gran familia que se ayudaba y protegía
mutuamente. Y eran los mismos traficantes de droga los que los ayudaban cuando algunos
vecinos pasaban por dificultades económicas. Después, el favor se devolvía
haciendo silencio cuando alguna autoridad policial venía a investigar. Pero la
policía rara vez se metía en el barrio. Se llevaban algunos niños que a los
días ya estaban de regreso.
Todas eran madres de todos los chicos para
cuidar, reprender o alimentar.
Con el comedor colaboraban casi
todos los habitantes del lugar con lo que podían. Esa papa que no estaba de más,
pero no alcanzaba para una comida completa, se llevaba al comedor. Cualquier
otra cosa que fuera comida o materia prima para cocinar era bienvenida porque
allí donde comían veinticinco chicos de distintas edades. Los comercios vecinos
fuera del barrio, también colaboraban con mercadería. Ya fuera el pan de ayer
que el panadero no pudo vender o las facturas. La carnicería y la fiambrería tenían
el negocio totalmente enrejado y atendían por una pequeña ventanita debido a
los robos reiterados, ellos también colaboraban con dinero o mercadería.
También Elena separaba de su
salario una parte para el comedor y otra para el señor que les había dado
el terreno cuando llegaron con Juan.
A los supermercados había que
presionarlos un poco para que donaran Los más ricos de vez en cuando dejaban en
la parroquia grandes bolsas de ropa usada para donar. Para la gente del barrio los
ricos era la gente que vivía fuera del barrio y tenía casa de material.
Angelita iba a la parroquia los
sábados, donde jóvenes de la Acción Católica daban clases de catequesis. Pero
como Angelita no sabía leer, solo jugaba. Allí, una mañana le dieron un par de
zapatillas. Estaba feliz ese día y ansiosa por mostrárselas al Pule.
El polaco estaba cerca de la casilla
donde funcionaba el comedor. Era la hora que los chicos estaban comiendo. Hablaba
con un tipo obeso de pelo grasiento que parecía de baja estatura al lado del
polaco que medía un metro noventa.
—Es chiquita la nena —le decía
el polaco—, parece de seis o siete años, y es muy tranquila, no vas a tener
problemas. Te traje las pastillas, son cuatro. Le das dos durante el viaje. Una
ahora, y otra más tarde, y antes del cruce dos juntas.
El gordo guardó las pastillas
en el bolsillo de su pantalón, se subió a un auto y le entregó un paquete al
polaco.
—Tomá Pule. Son quince ahora y
quince después del cruce.
—¿Ahí ya está arreglado con la
aduana?
—¿Qué aduana, polaco? La cruzan
por abajo, en la espalda de una cholita. Llevan unos bultos enormes. Si la nena
es chiquita, dormida entre unos trapos, la cholita la pasa sin problemas. Pasan
debajo del puente. Nadie mira ni dice nada. La gilada es la que va por arriba y
hace cola en la Aduana.
—¿Y después para dónde la
llevan?
—Una vez en Bolivia ya no sé.
Ni vos, ni yo sabemos más. Yo la llevo hasta donde está el señor Berny que maneja
a las cholitas.
—Ya viene la nena.
Saliendo del comedor Angelita
corrió a los brazos del polaco.
—¡Pule, Pule… mirá mis
zapatillas nuevas!
—¡Ah, qué lindas, Angelita!
Ahora nos vamos a pasear. ¿Querés?
—Sí, Pule, ¡vamo a paseá!
—Pero esta vez vamos a ir en
auto.
—¿En
auto?
—Sí, en una camioneta con un
señor que se llama papá.
—¿Se yama papá? —preguntó
Angelita riendo.
—Sí, se llama papá. Y vos tenés
que ir atrás porque “la gorra” no quiere que los chicos viajen adelante.
—¡Ufa, Pule! Yo una vez fui en el auto de el Ramón y me yevó adelante.
—No, Angelita, no se puede. Tenés
que ir atrás. Por el camino fíjate en otros autos y vas a ver como todos los
chicos viajan atrás —le dijo mientras le colocaba el cinturón de seguridad—. Mirá
que es muy largo el viaje Angelita. Saludá al señor.
—Hola,
señor.
—No, decile “hola” por su
nombre, acordate que se llama papá.
—Hola, papá. ¿Vo no vení Pule?
—Sí, Angelita, más tarde, ahora.
Voy a esperar a tu mamá que vuelva del trabajo para avisarle que nos vamos a
pasear en auto y a estrenar las zapatillas.
—Güeno,
Pule, ¡metele!
—Sí, ya voy. ¡Dale, gordo,
arrancá! Chau, Angelita.
—Chau, Pule.
No hay comentarios:
Publicar un comentario