domingo, 12 de mayo de 2024

EL DESPACHO DE WATSON

Juan Pablo Goñi Capurro

 

A los dos segundos de haber traspuesto la puerta del despacho, comprendí que la entrevista sería una tortura. El encuentro con la descorazonadora realidad me tomó con las defensas bajas; el paso previo, en la antesala compartida con los otros postulantes, había resultado casi placentero. La recepcionista, en el escritorio, tenía el monitor ubicado en el centro del mueble, los maceteros estaban situados a idéntica distancia y los sillones destinados a la espera se mantenían en rigurosa línea recta, ayudados por los bulones que los sujetaban al piso. Ese fugaz remanso me condujo a un injustificado optimismo que se derribó apenas enfrenté la oficina del señor Watson, jefe de personal. Presionado por el ultimátum de Morena, vencí el impulso de huir, me adelanté y ocupé el asiento que me estaba destinado.

Veterano de fracasar en esas lides, descarté ciertos tips aconsejados por los especialistas, como mirar hacia adelante y sentarme erguido. Hacerlo cual lo indicaban los manuales para perdedores que pretenden dejar de serlo, implicaba enfrentar el caos que el rubicundo ejecutivo había creado en sus dominios. Papeles distribuidos sin concierto sobre cuanta superficie hubiera disponible, el monitor torcido, el sillón giratorio colocado en ángulo inadecuado en relación con el resto de los muebles, las flores recargando un lateral del florero, allí dentro todo conspiraba para sacarme de los cabales. En la descripción de los requisitos para el puesto al que aspiraba, estaban remarcadas actitudes como serenidad, concentración y aplomo; aunque no lo dijeran expresamente, cualquier manía o fobia era motivo para que la solicitud fuera destinada al cesto de residuos —que, por supuesto, estaba desbordado.

Watson inició la reunión provocándome. Yo mantuve la cabeza baja, apuntando a mis zapatos, actitud desaconsejada por los gurúes de autoayuda: causa impresión de timidez en el aspirante. El ejecutivo dejó el bolígrafo con el que se entretenía sobre el teclado de la computadora –en horrenda diagonal–, ¡sin colocarle el capuchón! Debí amarrar mis dedos, unos con otros, para impedir que corrigieran el fallo. Poco entendí del discurso introductorio, preocupado como estaba por no utilizar los pies para poner en regla las patas del escritorio. Controlar mis impulsos requería utilizar gran parte de mi concentración; debí pedirle que repitiera la pregunta. Quería saber algo más de mis trabajos previos, conocer detalles que no se podían volcar en un currículum. Me propuse dejarlo feliz, referir anécdotas podía evitar que me fijara en los mil horrores que decoraban el recinto.

Empecé a narrar mis primeros días en la empresa de correo privado, me fui sintiendo firme y hasta creí que podría salir bien parado del encuentro. Entonces, el odioso señor Watson, se acomodó como si fuera a disfrutar una película en el sillón de su casa, corriendo el sillón a un lado, permitiéndome apreciar el nudo de su corbata. Me atraganté; en lugar del elegante lazo que esperaba en un hombre de su situación, vi una tela vuelta estropajo de cocina, atada al estilo de una tripa destinada a convertirse en chorizos. Mis dedos tamborilearon en el aire, deseaban ser misiles para salir disparados hacia tamaño insulto a las reglas de la urbanidad. Watson puso cara de asombro, como si fuera yo el que subvertía la correcta disposición de las cosas. Atrapado en ese brote airoso, improvisé: tosí como si estuviera ahogado. Watson se apresuró a solicitar un vaso de agua por el intercomunicador.

Aprovechando las convulsiones de la tos, modifiqué la posición de mi asiento cosa de interponer el monitor entre la anárquica corbata y mis ojos. Mi visión comenzaba en la papada del entrevistador. Dado que la misma era abundante, no resultaría de buen gusto dirigir a ella la mirada; alcé entonces el foco, y estuve a la altura de Watson. El maldito ni siquiera podía mantener las gafas en la postura adecuada, le caían hacia abajo en el ojo derecho. Mordiéndome el labio, evité las palabras injuriosas que se agolparon en la boca; la presión hizo que comenzara a efectuar rápidos parpadeos. Las cejas del jefe de personal se alzaron al apreciar el fenómeno. Intenté que los párpados se detuvieran; alguna neurona en cortocircuito debió trasmitir la orden opuesta, el movimiento se tornó más acelerado. Cual un providencial enviado del destino, ingresó la recepcionista con el vaso de agua y los segundos necesarios para la recuperación.

La efímera presencia femenina provocó que Watson olvidara la mía; lamenté que no se quedara, hubiera sido más sencillo responder el cuestionario con los ojos cerrados en tanto el examinador se deleitaba con la muchacha. La puerta se cerró, clausurando el recreo. Estiré cuanto pude la ingesta, hasta que el vaso quedó vacío. Busqué un apoyo dónde dejarlo; no existía manera de otorgarle una ubicación armónica. Probé con tres puntos diferentes; Watson me obligó a abandonar la búsqueda, al preguntarme si me divertía jugando con el vaso. Nada peor que un espíritu lúdico para ocupar el puesto en pugna. Los compañeros de antesala eran un modelo al respecto, la alegría se les había esfumado el día que un cura les echó agua fría en una pila bautismal y desde entonces no habían vuelto a oír hablar de ella. Dejé así el vaso sobre una de las tantas pilas de papeles; engañé a mi cerebro haciéndole creer que era un posavasos situado a la altura ideal para no romper la paz del espacio.

Olvidando el tema que estábamos tratando cuando apareció mi providencial salvadora, Watson me preguntó sobre mis expectativas en la empresa. Estaba preparado, los tutoriales de internet son muy buenos para aprender las frases hechas que los ejecutivos quieren oír. La regla es una sola: nunca decir la verdad, nunca admitir que queremos trabajar en esa empresa porque carecemos de opciones, ya que no hay otra que nos contrate. Inicié la perorata. Salté sobre los lentes de Watson, elevé los ojos al cielo. Dicha coreografía no discordaba con el palabrerío; mirar a lo alto ha sido siempre una forma de expresar que alguien se dirige a Dios, y considerar Dios a la empresa es lo mínimo que se espera de un solicitante de trabajo. El problema surgió porque el querido Watson, sacerdote encargado de catequizar a los neófitos que pretenden acceder al templo, había quitado una lamparilla y no se había tomado la molestia de reemplazarla. ¿Qué clase de persona podía sentarse bajo dos apliques, uno de ellos sin luz? ¿Cómo soportaba tamaño desequilibrio? ¿Cómo era capaz de funcionar cuando tenía alumbrado un solo lado de la cara, la mitad del escritorio, una pierna y un único brazo?

La náusea trepó por el esófago, la sentí golpear el paladar. Watson, extrañado por el silencio, miró al techo; ni siquiera se dio cuenta de la falta de una luz. ¿Cómo era posible que tuviera éxito una empresa con ejecutivos tan descuidados? Me repetí diez veces, en rápida sucesión: necesito el trabajo, necesito el trabajo. El efecto sedante fue relativo, pero evité vomitar. Bajé la cabeza; pasé de largo los zapatos y topé con el piso. Inaudito. Una baldosa roja en medio del cerámico gris. Tenía que ser una trampa, imposible sostener otra explicación para ese desorden inconcebible. Alguien deseaba mi separación conyugal, un tipo caliente con Morena, uno con contactos. Enterado de la entrevista, había dispuesto adrede ese desastre en el despacho de Watson para hacerme fallar. La baldosa me hizo admitir que lo conseguiría, ya no poseía energía para mantenerme incólume ante lo que veía ni ingenio para engañar a mi inconsciente.

—Es momento de terminar la entrevista —dijo Watson.

Lo agradecí; trabajo, no habría, pero conseguiría salir de esa endemoniada oficina sin exhibirme con un maniático, calificativo que solía ser expresado en mis encuestas laborales y no para referirse al entrevistador de turno. Watson se puso de pie, lo imité. Mantuve los ojos cerrados; quería retirarme, al menos, con la satisfacción de no haber perdido el control, aunque al llegar a casa me encontrara con otra pérdida.

—Tendremos tiempo para conversar más adelante, ahora haré pasar al resto. Mariana tiene los datos, lo va a llamar para completar las formalidades.

Giré medio cuerpo, me detuve. La frase no era la que esperaba. Mariana era la recepcionista, si me llamaría era porque... Era fuerte, precisé asegurarme de no entender mal.

—Eso quiere decir...

—Que está contratado, obvio. Es el único de los postulantes que sabe inglés, no tiene competencia. Lo único que lo hubiera dejado afuera, es que estuviera loco. Ja, ja, ja.

Acompañé sus carcajadas y estreché su mano con ganas. Lo había conseguido. Es decir, lo hubiera conseguido, de no ser porque abrí los ojos al volverme para salir. En la puerta, Watson había pegado un afiche impreso en azul, rompiendo el uniforme verde que decoraba el resto del espacio; para peor, estaba despegado en una esquina. Fue más fuerte que yo, grité ¡basta!, lo arranqué y lo hice pedazos. No esperé la respuesta a mi acción. Abrí la puerta y escapé corriendo de la empresa. La furia de Morena al enterarse podría terminar con nuestro matrimonio, pero yo no podía arriesgarme a perder la razón, trabajando para ejecutivos tan descuidados.


Juan Pablo Goñi Capurro es un escritor y actor argentino, radicado en la ciudad de Olavarría, nacido el 11 de octubre de 1966. Publicó: “Soltando la mano”, La Verónica Cartonera, España 2020; “El cadáver disfrazado”, Just Fiction, 2019; «Agosto», «Destino» y «Cabalgata» (Colección Breves), 2019; “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA  2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera, 2015. “Alejandra” y “Amores, utopías y turbulencias”, 2002. Ha publicado más de quinientos trabajos en antologías y revistas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

BIFICCIONES (TRECE)

BRILLO DE METAL CROMADO Laura Irene Ludueña & Víctor Lowenstein   Sentado al borde de la cama hecha que no utilizaba hacía semanas...