Juan Pablo Goñi Capurro
A los dos segundos de haber
traspuesto la puerta del despacho, comprendí que la entrevista sería una
tortura. El encuentro con la descorazonadora realidad me tomó con las defensas
bajas; el paso previo, en la antesala compartida con los otros postulantes, había
resultado casi placentero. La recepcionista, en el escritorio, tenía el monitor
ubicado en el centro del mueble, los maceteros estaban situados a idéntica
distancia y los sillones destinados a la espera se mantenían en rigurosa línea
recta, ayudados por los bulones que los sujetaban al piso. Ese fugaz remanso me
condujo a un injustificado optimismo que se derribó apenas enfrenté la oficina
del señor Watson, jefe de personal. Presionado por el ultimátum de Morena,
vencí el impulso de huir, me adelanté y ocupé el asiento que me estaba
destinado.
Veterano de
fracasar en esas lides, descarté ciertos tips aconsejados por los
especialistas, como mirar hacia adelante y sentarme erguido. Hacerlo cual lo
indicaban los manuales para perdedores que pretenden dejar de serlo, implicaba
enfrentar el caos que el rubicundo ejecutivo había creado en sus dominios.
Papeles distribuidos sin concierto sobre cuanta superficie hubiera disponible,
el monitor torcido, el sillón giratorio colocado en ángulo inadecuado en relación
con el resto de los muebles, las flores recargando un lateral del florero, allí
dentro todo conspiraba para sacarme de los cabales. En la descripción de los
requisitos para el puesto al que aspiraba, estaban remarcadas actitudes como
serenidad, concentración y aplomo; aunque no lo dijeran expresamente, cualquier
manía o fobia era motivo para que la solicitud fuera destinada al cesto de
residuos —que, por supuesto, estaba desbordado.
Watson inició la
reunión provocándome. Yo mantuve la cabeza baja, apuntando a mis zapatos,
actitud desaconsejada por los gurúes de autoayuda: causa impresión de timidez
en el aspirante. El ejecutivo dejó el bolígrafo con el que se entretenía sobre
el teclado de la computadora –en horrenda diagonal–, ¡sin colocarle el
capuchón! Debí amarrar mis dedos, unos con otros, para impedir que corrigieran
el fallo. Poco entendí del discurso introductorio, preocupado como estaba por
no utilizar los pies para poner en regla las patas del escritorio. Controlar
mis impulsos requería utilizar gran parte de mi concentración; debí pedirle que
repitiera la pregunta. Quería saber algo más de mis trabajos previos, conocer
detalles que no se podían volcar en un currículum. Me propuse dejarlo feliz,
referir anécdotas podía evitar que me fijara en los mil horrores que decoraban
el recinto.
Empecé a narrar
mis primeros días en la empresa de correo privado, me fui sintiendo firme y
hasta creí que podría salir bien parado del encuentro. Entonces, el odioso
señor Watson, se acomodó como si fuera a disfrutar una película en el sillón de
su casa, corriendo el sillón a un lado, permitiéndome apreciar el nudo de su
corbata. Me atraganté; en lugar del elegante lazo que esperaba en un hombre de
su situación, vi una tela vuelta estropajo de cocina, atada al estilo de una
tripa destinada a convertirse en chorizos. Mis dedos tamborilearon en el aire,
deseaban ser misiles para salir disparados hacia tamaño insulto a las reglas de
la urbanidad. Watson puso cara de asombro, como si fuera yo el que subvertía la
correcta disposición de las cosas. Atrapado en ese brote airoso, improvisé:
tosí como si estuviera ahogado. Watson se apresuró a solicitar un vaso de agua
por el intercomunicador.
Aprovechando las
convulsiones de la tos, modifiqué la posición de mi asiento cosa de interponer
el monitor entre la anárquica corbata y mis ojos. Mi visión comenzaba en la
papada del entrevistador. Dado que la misma era abundante, no resultaría de
buen gusto dirigir a ella la mirada; alcé entonces el foco, y estuve a la
altura de Watson. El maldito ni siquiera podía mantener las gafas en la postura
adecuada, le caían hacia abajo en el ojo derecho. Mordiéndome el labio, evité
las palabras injuriosas que se agolparon en la boca; la presión hizo que
comenzara a efectuar rápidos parpadeos. Las cejas del jefe de personal se
alzaron al apreciar el fenómeno. Intenté que los párpados se detuvieran; alguna
neurona en cortocircuito debió trasmitir la orden opuesta, el movimiento se
tornó más acelerado. Cual un providencial enviado del destino, ingresó la
recepcionista con el vaso de agua y los segundos necesarios para la
recuperación.
La efímera
presencia femenina provocó que Watson olvidara la mía; lamenté que no se
quedara, hubiera sido más sencillo responder el cuestionario con los ojos
cerrados en tanto el examinador se deleitaba con la muchacha. La puerta se
cerró, clausurando el recreo. Estiré cuanto pude la ingesta, hasta que el vaso
quedó vacío. Busqué un apoyo dónde dejarlo; no existía manera de otorgarle una
ubicación armónica. Probé con tres puntos diferentes; Watson me obligó a
abandonar la búsqueda, al preguntarme si me divertía jugando con el vaso. Nada
peor que un espíritu lúdico para ocupar el puesto en pugna. Los compañeros de
antesala eran un modelo al respecto, la alegría se les había esfumado el día
que un cura les echó agua fría en una pila bautismal y desde entonces no habían
vuelto a oír hablar de ella. Dejé así el vaso sobre una de las tantas pilas de
papeles; engañé a mi cerebro haciéndole creer que era un posavasos situado a la
altura ideal para no romper la paz del espacio.
Olvidando el
tema que estábamos tratando cuando apareció mi providencial salvadora, Watson
me preguntó sobre mis expectativas en la empresa. Estaba preparado, los
tutoriales de internet son muy buenos para aprender las frases hechas que los
ejecutivos quieren oír. La regla es una sola: nunca decir la verdad, nunca
admitir que queremos trabajar en esa empresa porque carecemos de opciones, ya
que no hay otra que nos contrate. Inicié la perorata. Salté sobre los lentes de
Watson, elevé los ojos al cielo. Dicha coreografía no discordaba con el
palabrerío; mirar a lo alto ha sido siempre una forma de expresar que alguien
se dirige a Dios, y considerar Dios a la empresa es lo mínimo que se espera de
un solicitante de trabajo. El problema surgió porque el querido Watson,
sacerdote encargado de catequizar a los neófitos que pretenden acceder al
templo, había quitado una lamparilla y no se había tomado la molestia de
reemplazarla. ¿Qué clase de persona podía sentarse bajo dos apliques, uno de
ellos sin luz? ¿Cómo soportaba tamaño desequilibrio? ¿Cómo era capaz de
funcionar cuando tenía alumbrado un solo lado de la cara, la mitad del
escritorio, una pierna y un único brazo?
La náusea trepó
por el esófago, la sentí golpear el paladar. Watson, extrañado por el silencio,
miró al techo; ni siquiera se dio cuenta de la falta de una luz. ¿Cómo era
posible que tuviera éxito una empresa con ejecutivos tan descuidados? Me repetí
diez veces, en rápida sucesión: necesito el trabajo, necesito el trabajo. El
efecto sedante fue relativo, pero evité vomitar. Bajé la cabeza; pasé de largo
los zapatos y topé con el piso. Inaudito. Una baldosa roja en medio del
cerámico gris. Tenía que ser una trampa, imposible sostener otra explicación
para ese desorden inconcebible. Alguien deseaba mi separación conyugal, un tipo
caliente con Morena, uno con contactos. Enterado de la entrevista, había
dispuesto adrede ese desastre en el despacho de Watson para hacerme fallar. La
baldosa me hizo admitir que lo conseguiría, ya no poseía energía para
mantenerme incólume ante lo que veía ni ingenio para engañar a mi inconsciente.
—Es momento de
terminar la entrevista —dijo Watson.
Lo agradecí;
trabajo, no habría, pero conseguiría salir de esa endemoniada oficina sin
exhibirme con un maniático, calificativo que solía ser expresado en mis
encuestas laborales y no para referirse al entrevistador de turno. Watson se
puso de pie, lo imité. Mantuve los ojos cerrados; quería retirarme, al menos,
con la satisfacción de no haber perdido el control, aunque al llegar a casa me
encontrara con otra pérdida.
—Tendremos
tiempo para conversar más adelante, ahora haré pasar al resto. Mariana tiene
los datos, lo va a llamar para completar las formalidades.
Giré medio
cuerpo, me detuve. La frase no era la que esperaba. Mariana era la
recepcionista, si me llamaría era porque... Era fuerte, precisé asegurarme de
no entender mal.
—Eso quiere
decir...
—Que está
contratado, obvio. Es el único de los postulantes que sabe inglés, no tiene competencia.
Lo único que lo hubiera dejado afuera, es que estuviera loco. Ja, ja, ja.
Acompañé sus
carcajadas y estreché su mano con ganas. Lo había conseguido. Es decir, lo
hubiera conseguido, de no ser porque abrí los ojos al volverme para salir. En
la puerta, Watson había pegado un afiche impreso en azul, rompiendo el uniforme
verde que decoraba el resto del espacio; para peor, estaba despegado en una
esquina. Fue más fuerte que yo, grité ¡basta!, lo arranqué y lo hice pedazos.
No esperé la respuesta a mi acción. Abrí la puerta y escapé corriendo de la
empresa. La furia de Morena al enterarse podría terminar con nuestro
matrimonio, pero yo no podía arriesgarme a perder la razón, trabajando para
ejecutivos tan descuidados.
Juan Pablo Goñi Capurro es un escritor y actor argentino, radicado en la ciudad de Olavarría, nacido el 11 de octubre de 1966. Publicó: “Soltando la mano”, La Verónica Cartonera, España 2020; “El cadáver disfrazado”, Just Fiction, 2019; «Agosto», «Destino» y «Cabalgata» (Colección Breves), 2019; “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA 2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera, 2015. “Alejandra” y “Amores, utopías y turbulencias”, 2002. Ha publicado más de quinientos trabajos en antologías y revistas.
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