Leonardo Killian
La historia me llegó un
domingo por la tarde, aburrido y húmedo, en el bar Colón, a esa hora vacío o
casi, con la sola presencia de Macedo, dueño, cocinero y mozo quien leía la
Quinta, lapicera en mano, junto a la ventana que da a Triunvirato; vaya uno a
saber qué resultados o combinación timbera estaba anotando.
Me hizo
señas, sin hablar, para que pasara y, acercando una silla me dispuse a
escuchar. Las charlas de Macedo se remitían a un charlante, él, y un
escuchante, yo. Pero esa tarde valió la pena.
Todo comenzó
cuando le comenté no sé qué cosa sobre la plaza que estaban remodelando en el
barrio de su niñez y también la mía. Ahí me agarró del brazo y con esa mirada
entre jodona y alucinada que tan bien le conocía me preguntó:
—¿Te acordás
de Casablanca? ¿Viste cuando el avión
se va y Bogart se queda con el petiso? Bueno, ¿adónde va el avión? —Me quedé
mudo y con mi orgullo cinéfilo malherido al no poder contestar—. A Portugal.
Bueno, después de idas y vueltas, llegó a Portugal donde la policía de Salazar
lo tenía marcado a Lazlo y ahí nomás lo detuvieron. Al pobre tipo lo mandaron a
Alemania y hasta allí es lo que se sabe. Contra la rubia no tenían nada pero le
dieron veinticuatro horas para dejar Lisboa y el país.
»Un tal
Arnaldi, capitán de El Pampero, un barco mercante que salía al otro día para
Buenos Aires, la encontró en un café del puerto, adonde había ido a cenar y, no
sabemos si por compasión o calentura la invitó a embarcarse.
»Cuando
llegó traía solo lo puesto, un traje sastre, un sombrero y una valijita. No
hablaba castellano, no conocía a nadie y no tenía un centavo.
»Da la
casualidad que mi tía Angela había ido al puerto a buscar a unos primos lejanos
que venían de España y cuando la vio, parece que se imaginó el cuadro y la
invitó a la pensión que tenía en la calle Turín, acá, en Parque Chas.
»La tía,
chismosa y dueña de la lengua más envenenada de los alrededores me contó que
sus primeros tiempos fueron difíciles, pero la Argentina de entonces era un
paraíso. Dando clases particulares de francés y de inglés, la rubia salió
adelante enseguida, y la bruja debió admitir que a partir de entonces nunca
dejó de pagar en término y que jamás le pidió un centavo a nadie. Eso sí, nunca
le perdonó que fumara, hábito extraño en una mujer por esos años.
»Por lo
demás no recibía a nadie y prácticamente no se daba con ningún vecino. Buenos
días, buenas tardes, buenas noches y chau, eso era todo.
»Su única
salida eran unos paseos por el puerto, una o dos veces al mes. Se sentaba a
mirar el río y, sin dejar de fumar, paseaba mirando interesada el mundo
marinero que inundaba por esos años el bajo y Retiro.
»Los años
pasaban dulces. Se terminó la guerra y aparecía Perón.
»El cine
traía en los noticieros imágenes de un horror que descomponía. El mundo y la
Argentina cambiaban; Parque Chas cambiaba: polacos, húngaros, judíos,
ucranianos y más tanos se instalaban en el barrio. La feria de la esquina
parecía una reunión de las Naciones Unidas; todos a los gritos entendiéndose
como se podía pero sin duda, con ganas de entenderse.
»Si habían
salido de ese horror, peor no podrían estar jamás.
»Alguno de
estos rusos (para nosotros eran todos rusos) cruzaba alguna palabra con Ilsa
pese a lo cual, siguió sin hacer amigos y en su mundo. Un mundo donde había una
radio que tocaba óperas y música clásica; su única compañía era un gato que se
había encariñado con esas manos que lo acariciaban y que por las noches le acercaban
un tazón de leche.
»Hacia el
año 49 (los chismosos tienen una memoria de vigilante), llegó la primera carta.
»La gallega
no reconoció la estampilla, aunque Franco no era, y, cuando se la alcanzó, la
rubia, que estaba con su clase, cambió de cara.
»A partir de ese día fue otra. La rubia
(aunque también la llamábamos la rusa, o la inglesa, lo que demuestra el estado
de perplejidad de un barrio acostumbrado a conocer pelos y señales de todo el
mundo) cambió el destino de sus salidas. Ya no eran hacia el puerto sino al
correo.
»Todas las
semanas llevaba y todas las semanas, infaltable, el cartero acercaba un sobre
para “doña Ilsa” que, por primera vez desde su llegada, había empezado a
sonreír.
»La plaza
estaba a media cuadra de lo de mi tía, y yo, me pasaba todo el verano con la
barra jugando a la pelota de la mañana a la noche. Me acuerdo que paramos de
jugar para ver pasar el auto. Para algunos un Ford, para mí era un Buick
clarito color crema.
»El auto
paró frente a lo de la gallega que, para variar, estaba barriendo la vereda,
operación que le llevaba una larga media hora cada mañana y que, la ponía al
corriente de las novedades de la cuadra.
»El motor
quedó ronroneando unos segundos hasta que paró. Bajó despacio y con el andar
que durante muchos años le imité; algo más viejo, con las entradas más
pronunciadas cuando se sacó el sombrero para saludar a la enmudecida doña
Angela. Fumando cruzó el jardín y luego de unos minutos los vimos salir a los
tres. Algunos bultos y la valijita que él rápidamente metió en el auto.
»Las mujeres
se abrazaron supongo que llorando y así como en un sueño o una película los
vimos irse para no verlos nunca más.
»Mi tía
tenía el corazón más duro de España pero te juro que cuando me acerqué para
verla temblaba como una hoja y sé que, a pesar de que era casi una desconocida,
la extrañó hasta el último día de su vida.
»Como un
autómata entré en la casa y fui hacia la piecita que había sido el hogar de la
rubia y sin saber por qué ni para qué me guardé un sobre vacío que encontré
bajo la mesita de luz».
Macedo
suspendió el relato, se paró y fue hasta el mostrador, detrás del que
desapareció por unos segundos. Cuando volvió me mostró su tesoro, un sobre
amarillento con garabatos y algunas anotaciones que no entendí; con una letra
distinta se leía claramente “Rick”.
Volví tarde
esa noche. Noche de verano para whisky con hielo y cigarrillos. Por más vueltas
que daba no podía pegar un ojo.
La historia de Macedo aparecía una y otra vez,
así que, a eso de las tres, agarré los cigarrillos y me mandé. Caminé despacio
las cinco cuadras hasta esa casa que, salvo algún detalle, estaba como la
recordaba de chico.
No me iba a
poder dormir si antes no veía el cerco de ligustros, el jazmín y la puertita de
madera que hacía más de cincuenta años, Ilsa y Rick habían cruzado para subirse
al Ford (o era un Buick) para perderse en la memoria del barrio y, para irse,
esta vez juntos, para siempre.
Leonardo Killian es profesor de historia y egresado de la escuela de cine (CECINEMA) especializado en guión cinematográfico. Libros de cuentos editados: Cuentos y anticuentos y Cuentos del Gato Canoso. Hay infinidad de cuentos y relatos en una cantidad de antologías y algunos han sido traducidos al frances, turco, hungaro e italiano. Novelas: La sombra del General, La hermandad del arco, El enigma Moreno y El enviado (esta última junto a Gustavo Abrevaya) Antologías: Las 1001 noches peronistas (junto a Gustavo Abrevaya), Con la boina blanca (antología de relatos y cuentos sobre el radicalismo), Tu grato nombre, cuentos y relatos sobre River Plate junto a Hugo Barcia. Libros de historia del arco: El camino del arco, Historia del tiro con arco en el Río de la Plata, Tiro con arco para todos, Dioses, héroes, mitos y leyendas sobre arqueros y sus arcos. Todos estos junto a Héctor Cirigliano. Colabora con sus artículos en las publicaciones Todo es Historia, Aire libre y en diversas publicaciones sindicales de la Unión de Trabajadores de la Educación y ATE, Asociación de Trabajadores del Estado, entre otras.
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