viernes, 10 de mayo de 2024

POR HONOR

Laura Irene Ludueña

 

—¡Tengo que salir de aquí! ¡Déjenme salir!

El hombre, completamente ofuscado, movía los brazos y la cabeza, tironeaba y se contorsionaba para liberarse de la camisa de fuerza que le habían puesto los enfermeros para que no se dañara o dañara a otros.

—Tranquilícese —dijo el doctor Gruder—. Lo hemos internado para… uh… solucionar, eso mismo, para solucionar… este… solucionar, digamos, los problemas que usted tiene, ¿comprende?

El doctor intentaba encontrar las palabras adecuadas mientras observaba al paciente, que no dejaba de retorcerse nervioso en la silla. La habitación olía a desinfectante y a madera vieja, las cortinas pesadas apenas dejaban pasar la luz del exterior. Virok seguía luchando, impotente, incapaz de dejar de moverse hasta que decidió ceder para acabar con esa locura.

—Comprender, comprendo, los que no me comprenden son ustedes —respondió el presunto paciente con voz temblorosa, agotado e intentando no mirar al psiquiatra. Este se ajustó los lentes y se aclaró la garganta, en un intento de transmitirle algo de seguridad. Aunque no creía que alguien con esa desviación entendiera nada.

—Mire, sé que esto puede ser difícil de aceptar, pero lo que está experimentando... bueno, no es algo que deba enfrentar sin asistencia. No está solo en esto. Estamos aquí para ayudarlo. Usted bien sabe que sus acciones están prohibidas —afirmó con seguridad.

Virok se encogió un poco más en su asiento e intentó que las manos llegaran al borde de la sábana que cubría sus piernas.

—Pero... pero ¿cómo puede ayudarme? ¿Qué puede hacer por mí? No he hecho nada malo.

El doctor le ofreció una sonrisa tranquilizadora, aunque por dentro sentía una mezcla de frustración y compasión.

—Lo primero que debemos hacer es entender qué está causando estos sentimientos, estas... inclinaciones, si quiere llamarlas así. No es algo nuevo, créame. Muchas personas han pasado por lo mismo que usted, pero la ciencia sabe que es algo que hay que combatir si pretendemos seguir siendo lo que sabemos que somos.

Virok asintió lentamente, como si procesara las palabras del psiquiatra.

—Entiendo. Pero... ¿qué pasa si no puedo cambiar? ¿Qué pasa si esto es lo que soy? ¿Acaso me van a encerrar como si fuera un loco? ¡No estoy loco! Solo soy un hombre enamorado… —dijo casi en un susurro. El doctor tomó una pausa antes de responder, escogiendo sus palabras con cuidado.

—No se trata de cambiar quién es, sino de comprenderse mejor a sí mismo. Quizá, con el tiempo, pueda encontrar formas de manejar esto, de vivir con ello, pero no aquí ni ahora. No todos los problemas tienen una solución definitiva, pero siempre hay formas de encontrar paz y aceptación. ¿No ha considerado entrar al mundo eclesiástico? Es una buena manera de esconder lo que le ocurre —dijo el médico con lo que Virok consideró el sumun del cinismo.

Casi resignado, asintió de nuevo, aunque su expresión seguía siendo sombría. El doctor Gruder sabía que esa conversación estaba siendo registrada por gente del partido, pero más no podía hacer por ayudar a ese pobre muchacho que ni siquiera era un hombre. Quería salvarle la vida, por eso le permitiría irse al día siguiente. No creía que se la perdonaran si se quedaba más tiempo allí. Con ese tema el partido era inflexible. Lo medicaría y haría que se vaya. Ya había sufrido bastante.

—Tomará estos medicamentos, descansará durante todo el día y mañana le permitiré volver a su casa. —Firmó un par de recetas y le pidió a los enfermeros que lo lleven.

—¿No me quitarán esto? —preguntó señalando la camisa de fuerza.

—Quizá, cuando los medicamentos hagan efecto.

Lo llevaron a una pieza oscura, lo inyectaron y el mundo dejó de existir para él. Al mañana siguiente temprano, despertó dolorido, pero sin nada en el cuerpo. Una enfermera con cara de ogro entró a la habitación le entregó su ropa y le dijo que ya podía irse. Así, sin nada en el estómago. Estaba tan mareado que apenas podía caminar. Desde la habitación al portón de entrada del loquero, lo escoltaron dos enfermeros que lo miraban con cara de odio. Lo empujaron al exterior y cerraron enseguida como si tuvieran miedo de contagiarse de algo. Virok se sentó un momento en el piso, apoyó la espalda en la pared y pensó. ¿Y ahora qué? Iría a la casa de su madre, sabía que ella, a pesar de haber pasado tanto tiempo sin verla, lo aceptaría.

Cuando llegó, la madre lo recibió con un abrazo a pesar de la mirada recelosa de sus otros  dos hijos. Virok sabía que sus hermanos no lo querían porque no respondía a las normas binarias y socioculturales de género que regían sus vidas. No le importaba, su madre lo protegería. Esa misma noche, acostado en su catre sintió que uno de los hermanos lo llamaba, diciendo que necesitaba lo acompañe a un lugar. Le pareció extraño, pero lo siguió. Así, engañado lo subieron a un auto, lo llevaron a un descampado y gritándole que era la vergüenza de la familia, lo mataron a golpes.

Al día siguiente el mismo hermano que lo había sacado de la cama le dijo a su madre:

—Hemos hecho justicia. Por el honor de la familia y el partido hemos matado a tu hijo, puedes encontrar su cadáver en la ladera, a la salida del pueblo.

Con esas palabras cada uno volvió a su rutinaria vida de siempre.


Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.

 

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