Laura Irene Ludueña
—¡Tengo que salir de aquí! ¡Déjenme
salir!
El hombre,
completamente ofuscado, movía los brazos y la cabeza, tironeaba y se
contorsionaba para liberarse de la camisa de fuerza que le habían puesto los
enfermeros para que no se dañara o dañara a otros.
—Tranquilícese —dijo el doctor Gruder—. Lo hemos internado para… uh… solucionar, eso mismo, para solucionar… este… solucionar, digamos, los problemas que usted tiene, ¿comprende?
El doctor intentaba
encontrar las palabras adecuadas mientras observaba al paciente, que no dejaba
de retorcerse nervioso en la silla. La habitación olía a desinfectante y a
madera vieja, las cortinas pesadas apenas dejaban pasar la luz del exterior. Virok seguía luchando, impotente, incapaz de dejar de moverse hasta que decidió
ceder para acabar con esa locura.
—Comprender, comprendo,
los que no me comprenden son ustedes —respondió el presunto paciente con voz
temblorosa, agotado e intentando no mirar al psiquiatra. Este se ajustó los
lentes y se aclaró la garganta, en un intento de transmitirle algo de
seguridad. Aunque no creía que alguien con esa desviación entendiera nada.
—Mire, sé que esto
puede ser difícil de aceptar, pero lo que está experimentando... bueno, no es
algo que deba enfrentar sin asistencia. No está solo en esto. Estamos aquí para
ayudarlo. Usted bien sabe que sus acciones están prohibidas —afirmó con
seguridad.
Virok se encogió un
poco más en su asiento e intentó que las manos llegaran al borde de la sábana
que cubría sus piernas.
—Pero... pero ¿cómo
puede ayudarme? ¿Qué puede hacer por mí? No he hecho nada malo.
El doctor le ofreció
una sonrisa tranquilizadora, aunque por dentro sentía una mezcla de frustración
y compasión.
—Lo primero que debemos
hacer es entender qué está causando estos sentimientos, estas... inclinaciones,
si quiere llamarlas así. No es algo nuevo, créame. Muchas personas han pasado
por lo mismo que usted, pero la ciencia sabe que es algo que hay que combatir
si pretendemos seguir siendo lo que sabemos que somos.
Virok asintió
lentamente, como si procesara las palabras del psiquiatra.
—Entiendo. Pero... ¿qué
pasa si no puedo cambiar? ¿Qué pasa si esto es lo que soy? ¿Acaso me van a
encerrar como si fuera un loco? ¡No estoy loco! Solo soy un hombre enamorado… —dijo
casi en un susurro. El doctor tomó una pausa antes de responder, escogiendo sus
palabras con cuidado.
—No se trata de cambiar
quién es, sino de comprenderse mejor a sí mismo. Quizá, con el tiempo, pueda
encontrar formas de manejar esto, de vivir con ello, pero no aquí ni ahora. No
todos los problemas tienen una solución definitiva, pero siempre hay formas de
encontrar paz y aceptación. ¿No ha considerado entrar al mundo eclesiástico? Es
una buena manera de esconder lo que le ocurre —dijo el médico con lo que Virok
consideró el sumun del cinismo.
Casi resignado, asintió
de nuevo, aunque su expresión seguía siendo sombría. El doctor Gruder sabía que
esa conversación estaba siendo registrada por gente del partido, pero más no
podía hacer por ayudar a ese pobre muchacho que ni siquiera era un hombre. Quería
salvarle la vida, por eso le permitiría irse al día siguiente. No creía que se
la perdonaran si se quedaba más tiempo allí. Con ese tema el partido era
inflexible. Lo medicaría y haría que se vaya. Ya había sufrido bastante.
—Tomará estos medicamentos,
descansará durante todo el día y mañana le permitiré volver a su casa. —Firmó
un par de recetas y le pidió a los enfermeros que lo lleven.
—¿No me quitarán esto?
—preguntó señalando la camisa de fuerza.
—Quizá, cuando los
medicamentos hagan efecto.
Lo llevaron a una pieza
oscura, lo inyectaron y el mundo dejó de existir para él. Al mañana siguiente
temprano, despertó dolorido, pero sin nada en el cuerpo. Una enfermera con cara
de ogro entró a la habitación le entregó su ropa y le dijo que ya podía irse.
Así, sin nada en el estómago. Estaba tan mareado que apenas podía caminar.
Desde la habitación al portón de entrada del loquero, lo escoltaron dos
enfermeros que lo miraban con cara de odio. Lo empujaron al exterior y cerraron
enseguida como si tuvieran miedo de contagiarse de algo. Virok se sentó un
momento en el piso, apoyó la espalda en la pared y pensó. ¿Y ahora qué? Iría a
la casa de su madre, sabía que ella, a pesar de haber pasado tanto tiempo sin
verla, lo aceptaría.
Cuando llegó, la madre
lo recibió con un abrazo a pesar de la mirada recelosa de sus otros dos hijos. Virok sabía que sus hermanos no lo
querían porque no respondía a las normas binarias y socioculturales de género
que regían sus vidas. No le importaba, su madre lo protegería. Esa misma noche,
acostado en su catre sintió que uno de los hermanos lo llamaba, diciendo que necesitaba
lo acompañe a un lugar. Le pareció extraño, pero lo siguió. Así, engañado lo
subieron a un auto, lo llevaron a un descampado y gritándole que era la
vergüenza de la familia, lo mataron a golpes.
Al día siguiente el
mismo hermano que lo había sacado de la cama le dijo a su madre:
—Hemos hecho justicia.
Por el honor de la familia y el partido hemos matado a tu hijo, puedes
encontrar su cadáver en la ladera, a la salida del pueblo.
Con esas palabras cada uno volvió a su rutinaria vida de siempre.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.
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