Joyce Barker Bukat
—¿Te acuerdas de Benito? Ayer lo vi.
—Ana,
teníamos siete años, y mira en qué terminó eso: no dejaron que me juntara más
contigo, y tus padres se pelearon con los míos. No te he visto en siglos y
vienes con esto. Yo también lo vi varias veces, solo que no le conté a nadie.
Tú hiciste exactamente lo contrario y bueno, para qué seguir. —María recordó el
día en que le prohibieron verla, y a la semana siguiente se cambiaron de casa y
de colegio.
—Benito
era bien callado, y a veces me daba la impresión de que no le caía muy bien,
pero después supe que no —rio, sin darle importancia a lo que decía María—. En
todo caso, nosotras pudimos vernos después, pero no lo hicimos. Supongo que
cada una tendrá sus razones ¿no? Al menos, yo sé las mías.
Ana
y María solían juntarse después de clases a jugar, en casa de una u otra, eran
vecinas y generalmente estaba Benito, el amigo de Ana, con ellas. Así pasaron
dos años, antes del cambio de casa y de colegio de María. Después de eso, no
supieron más de la otra, hasta el día en que Ana le envió un mensaje por
Facebook, un par de años atrás. Esa vez solo se saludaron.
Un
día, décadas después, se encontraron caminando por la calle. Se alegraron de
verse, y se pusieron al día contando sus vidas: María se había casado con su
novio de la universidad y Ana se había separado hacía cinco años y ahora estaba
viviendo con su novio en la casa de sus padres, que ya no estaban vivos.
Ninguna tuvo hijos.
—Siento
lo de tus padres —le dijo María.
—Gracias.
—¿Cuándo
pasó?
—El
año pasado. Eran ancianos, mucho más viejos que los tuyos… y estaban enfermos.
—Había
olvidado que eran mayores, tienes razón, no se puede vivir para siempre —
suspiró—. Oye, ¿y con quién estás de novia? ¿Lo conozco?
—Sí,
es Benito.
—Ah,
vas a seguir con tus bromas de mal gusto.
—Jaja,
sí, perdóname, no lo puedo evitar. Mejor te invito a mi casa mañana, es la
misma que conociste, no te costará llegar. ¿Tienes aún la estrella de juguete?
Tráela.
María
estacionó el auto afuera de la casa de Ana. Esperó unos minutos contemplando
los rincones vegetales que solían ser escondites en su infancia. Se le apretó
el pecho. "¿Cómo es posible que Ana haya visto a Benito de nuevo?".
Respiró hondo y se bajó. Caminó hasta la puerta de entrada y tocó el timbre.
—¡Pasa!
—gritó María—. Está abierto.
—¿Adónde
estás? ¡Traje la estrella! Me costó encontrarla.
—¡Qué
bueno que la trajiste! Estoy acá, arriba.
María
subió las escaleras y fue hacia la habitación donde se escuchaban pasos. Había
un niño jugando en el piso con una estrella de plástico azul, idéntica a la que
había traído María. "¿Será el hijo de su novio?” pensó, mientras buscaba a
Ana con la vista.
—¡Hola!
Ana me dijo que estaba por acá—. Pero el niño hizo caso omiso al saludo de
María, y siguió jugando. Luego se levantó del piso y caminó hacia la ventana.
—¡Mira!
—exclamó el niño, apuntando con el dedo.
—¿Que
mire qué? A ver —María se acercó a la ventana.
Afuera,
su auto estacionado y ella tirada en la vereda, con las llaves en la mano y la
cartera desparramada. María se miraba, atónita: "No puede ser". La
gente que pasaba por ahí comenzó a rodear el cuerpo sin vida. Al poco rato
llegó la policía y la ambulancia.
—¡Ana!
¡Ven, por favor! — gritó María, despavorida.
—¡Aquí
estoy! ¿Acaso ya no sabes jugar a las escondidas? —Salió por debajo de la
cama—. Tardaste en llegar, pero hubiera pasado exactamente lo mismo, Benito no
miente nunca. Él sabía que ibas a tener un paro cardíaco. Ven, siéntate con
nosotros y giremos la estrella. Deja de mirar por la ventana.
María
escuchó a Ana, que ahora era una niña, pero no le dijo nada, no le importó.
Respiró hondo y se sentó con los niños en el suelo. "Estoy muerta, y ahora
qué". Ana comenzó a girar el juguete. Al hacerlo, un destello azul salió
expulsado de la estrella.
Ahora
María tenía puestos unos zapatitos de charol negro y unos soquetes blancos con
vuelitos. Miró a Ana y a Benito, y sonrió.
—¿Así
que este era tu novio, Ana? —dijo arreglándose los chapes.
—¡No!
¡Cómo se te ocurre! Es feo y tonto —respondió colorada—, te dije eso no sé por
qué.
—¡Te
gusta, te gusta! —cantaba María, burlándose de su amiga, olvidando por completo
que alguna vez fueron adultas.
Joyce Barker Bucat es arquitecta y escritora. Nació y vive en Santiago de Chile. Se dedica a los cuentos cortos de ficción. Ha publicado en antologías y en el fanzine Estrellita mía.

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