Lídia Fedina
Estaba allí, junto
a la baranda del Puente de las Cadenas, admirando la vista del Castillo
iluminado. Sentí un escalofrío. Había algo extraño en su postura… como si se
preparara para hacer algo. De pronto se volvió hacia mí.
—¡Qué ciudad tan hermosa! —Lo dijo
como si ya nos conociéramos—. Me alegra encontrar por fin a alguien que
entiende lo que está pasando —continuó con la mayor naturalidad, acercándose un
paso—. Somos pocos, ¿sabe? Y cada vez menos…
—¿Pocos? —pregunté, desconcertada.
—Claro. Antes todos lo sabían.
Bueno, al menos los que tenían entendimiento. Usted sabe a qué me refiero…
¡Está loco!, pensé. Respiré hondo:
la verdad, por difícil que sea de pronunciar, siempre es mejor que el completo
desconcierto.
—No, no sé —le dije.
Me miró fijamente, luego soltó una
carcajada.
—¡Ah, claro! Usted solo lo intuye.
Precisamente de eso hablo: antes todos lo sabían. —Movió la cabeza, perdido por
unos segundos en sus pensamientos. Me maldije por haber entablado conversación
con un desequilibrado y estaba por marcharme cuando volvió a mirarme—. Es como
un videojuego —dijo—. Pero al revés. Los videojuegos fueron copiados de esto.
Podría decirse que todos juegan con esas copias, sobre todo en sus teléfonos
inteligentes.
Asentí. Bien, eso al menos era
comprensible: me había topado con un fanático enemigo de los smartphones.
—Perdón, pero yo… —Intenté irme,
pero ya era tarde.
—Por favor, solo un minuto. Sé que
lo entenderá. Lo recordará. ¡Por favor! —El miedo y la curiosidad se mezclaron
en mí. ¿Recordaré…?—. Lo sabe —continuó—: Game over. Start a new game?
En todos los idiomas significa “El juego ha terminado. ¿Iniciar una nueva
partida?” Todos los juegos terminan así. Incluso si uno los interrumpe, siempre
que salga de forma correcta, la máquina ofrece automáticamente un nuevo juego.
—Sí, claro —respondí—. No hay nada
extraño en eso, sobre todo en los juegos de monedas…
—Exacto —sus ojos brillaron con un
destello travieso—. Porque eso significa libertad. La libertad de elegir.
Continuar o no. Repetir el mismo juego o elegir otro.
—O no jugar —añadí, porque desde mi
adolescencia no jugaba ni en computadora ni en el móvil.
El desconocido se ensombreció.
—Hay que jugar. Todos juegan,
aunque no lo sepan. —Al ver mi mirada escéptica, se apresuró a añadir—: No con
máquinas, no me refiero a eso. Hablo de la vida. El mundo es un escenario y
todos somos actores en el teatro de la vida —citó libremente Shakespeare. —El
extraño sonrió—. Él sí lo sabía.
De pronto me harté de todo aquello.
¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué me había puesto a hablar con él?
—¿Qué sabía? —pregunté con tono
desafiante.
Él retrocedió.
—Perdón. Siempre olvido que usted
también solo intuye la verdad. —Estaba por decirle que ya bastaba, pero levantó
las manos en gesto conciliador—. Por favor, no se enoje. Le estoy realmente
agradecido por haberme visto, por haberme hablado. Lo he intentado tantas
veces, pero nunca logré transmitirlo… —hurgó en su bolsillo y sacó un pequeño
aparato, como un teléfono móvil—. Esto. —No tuve tiempo de reaccionar antes de
que sacara otro igual—. Este es mío. Pero el otro… Hace tiempo que busco a
quién entregárselo. Es una especie de misión, de encargo, si quiere. Cuando lo
acepté, no imaginé lo difícil que sería hallar a alguien: alguien aún
consciente. Mire, tengo más de cuarenta años, y dejando de lado la infancia,
llevo mucho tiempo viviendo aquí. Varias veces quise interrumpir el juego, pero
siempre me detenía… no sé, la sensación de que debía quedarme hasta encontrar a
alguien a quien pudiera ayudar. Alguien que aún recordara, o al menos tuviera
la capacidad de hacerlo, aunque le faltara la herramienta. Así que me quedé.
Pero ahora… quiero entregarlo. Quiero que lo acepte.
Antes de comprender lo que hacía,
ya tenía el aparato en la mano. Lo tomé como si fuera lo más natural del mundo,
aunque no entendía gran cosa de lo que me decía. En el fondo, un pensamiento
brilló fugazmente.
—¿Usted no es humano?
Él estalló en carcajadas.
—¡Por Dios! No soy ningún
superhéroe ni un extraterrestre. Soy tan humano como usted. Solo que yo aún
juego conscientemente. La mayoría… ni siquiera sospecha que podría modificar
las reglas del juego o salir. —Su voz se encendió con un entusiasmo febril—.
¿Entiende lo trágico que es? ¡Las personas creen que el destino las arrastra de
horror en horror! Pero podrían reprogramar el juego en cualquier momento, o
salir de él. ¡Tienen su destino en las manos! El destino solo existe para
quienes ya no saben jugar. ¡Game over! ¿Lo entiende? Game over en
cualquier momento, y puede comenzar un nuevo juego, ir al menú, cambiar los
ajustes… ¡sería tan sencillo! Pero la mayoría ya no puede controlar su juego,
porque ha olvidado la realidad. Su propia partida los devora: la creen
absolutamente real. O no tienen los dispositivos adecuados. Por eso sufren
enfermedades, desgracias, horrores de todo tipo. Terrible. Este aparato –me lo
mostró– sirve para controlar. Es muy sencillo. Si el juego actual no le gusta…
Perdón, veo que no lo entiende. Vida y juego son lo mismo, sinónimos. Creamos
nuestra realidad, moldeamos nuestras circunstancias. ¡Eso es libertad
ilimitada! Lo dicen todas las escrituras sagradas. Todo depende de nosotros;
podemos hacer cualquier cosa, pero creemos que no podemos cambiar nuestro
destino. Pensamos que la voluntad ajena nos empuja por un camino fijo. ¡No! No
es así. El juego –la vida– puede reprogramarse o detenerse en cualquier momento
y empezar otro. Siempre. Y si se termina uno, se inicia otro. Solo no se debe
morir… Quien muere, queda fuera. Pero eso es otro asunto, parte de la
existencia biológica. ¿Lo comprende ya? Es así de simple. Presiona el botón: Game
over. ¿Termina el juego? Sí. Luego aparece el mensaje: Start a new game?
¿Iniciar nuevo juego? Sí, y se eligen los parámetros. ¿Está claro?
Sí, clarísimo: no tenía sentido
alguno. ¿Qué quería de mí? ¿Matarme?
El miedo me recorrió la espalda
como hielo. Miré alrededor: del lado de Pest se acercaba un grupo de turistas.
No podía hacerme daño con tantos testigos. Suspire de alivio… aunque enseguida
volvió la ansiedad. ¡Justo ahora se detienen a sacarse fotos!
—¿Se ha quedado sin palabras,
verdad, señora? —preguntó con tono amable, aunque no por eso menos demente—. Me
alegra tanto haber podido entregarle el control. —Me sonrió feliz, luego
presionó unos botones en su dispositivo—. Ahora detendré mi juego. Ya era hora.
Voy a salir. Luego empezaré otro, pero no en una civilización tecnológica. ¡Ya
tuve bastante de objetos hostiles! ¡Siempre termino lleno de moretones!
Rio, y volvió a pulsar algo.
Listo, pensé, ahora explotará y nos
volará a los dos. Un suicida, y yo tan estúpida que me puse a hablarle. ¡Me lo
merezco! Los turistas seguían posando, así que ellos al menos se salvarían.
El extraño me guiñó un ojo.
—No lo olvide: cualquier cosa, en
cualquier momento.
Estaba a un paso de la baranda. No
sé cómo lo hizo, ni qué pasó, pero de pronto el agua me azotó el rostro. El
Danubio se alzó y golpeó el puente mientras absorbía el cuerpo que caía… o al
menos eso creí. Tal vez me lo contaron los rescatistas. Yo no vi nada. Amnesia,
diagnosticaron. Pérdida de memoria a corto plazo. Pero no hubo ningún lapso.
Los turistas seguían divertidos en la entrada del puente. El extraño me guiñó,
pulsó algo en su aparato y… el espacio lo tragó. No el agua: el espacio. El
agua solo salpicó, pero tan violentamente que acabé empapada. Imposible que el
cuerpo humano causara tal ola. Nadie me creyó que estaba mojada por el Danubio.
Los policías dijeron que era una ilusión, aunque no supieron explicar por qué
tenía el cabello húmedo. Alguien debió arrojarme agua, quizá para reanimarme
cuando me desmayé del shock.
Pero yo no me desmayé. Y él… no se
suicidó. Eso es un hecho.
—No veo un motivo valedero para
mantenerla ingresada —dijo al día siguiente el joven médico—. Pero si prefiere
que la derivemos a psiquiatría, solo dígalo.
—No, gracias.
Ni siquiera quería entrar al
hospital, pero las buenas almas me obligaron. Sufrió un trauma severo,
repetían. Y tenían razón, en cierto modo: mis pensamientos estaban enredados.
—No es muy habladora —comentó el
médico amablemente.
—No, la verdad —le sonreí
débilmente—, pero estoy bien.
Asintió.
—Le prepararé el alta. Recoja sus
cosas en la sala; las enfermeras la ayudarán.
Fui a la sala de enfermería por mi
bolso. Lo tomé, esperé el informe, y me iría. La pesadilla había terminado.
¿Pesadilla? ¿Por qué lo decía?
¿Porque todos lo repetían?
Estaba segura: no encontrarían
ningún cuerpo. Y no porque el río lo arrastrara lejos. No. El extraño
simplemente salió del juego. Game
over. Pasó a otro juego.
La enfermera me entregó el bolso y
mi cárdigan y se marchó. En el bolsillo del tejido ligero pesaba algo: el
“móvil” que me había dado. O algo que se le parecía. Bajo unos signos extraños
se leía “Gamo”. Sin marca reconocible. Pequeña pantalla, pocos botones. El
modelo más simple imaginable. Instintivamente presioné el botón Menú.
La pantalla se iluminó. Un
escalofrío me recorrió la espalda. ¿Iniciar nuevo juego? Botón izquierdo: sí.
Derecho: no. ¿Nuevo juego? ¡Para mí eso no es una pregunta! ¡Nunca juego! ¿Y si
ahora sí…? ¿Y si inicio una nueva partida, o reprogramo la actual, cambio las
condiciones de mi vida y así evito todos los problemas…? Entonces ¿también a mí
me absorbería el espacio? ¿O de pronto aparecería en otra vida? Pero no es tan
fácil salir: miles de hilos, que creemos irrompibles, nos atan aquí. ¿Qué
pasaría con los demás participantes del juego, es decir, de mi vida? ¿Serán
simples programas, accesorios? Si salgo, ¿desaparecerán, se transformarán? ¿O
también son jugadores, y vamos modificando las partidas de los otros? Al fin y
al cabo, éramos varios en el puente cuando el extraño desapareció –o, como dijo
él, pasó a otro juego– y ni los turistas ni yo sufrimos daño… salvo que mis
ideas quedaron hechas un nudo, y tambaleó toda mi noción de la realidad.
El extraño me había dicho que él
todavía jugaba conscientemente. Y que yo podía recordar… ¿Iniciar nuevo juego? ¡De
ninguna manera! Si elijo “no”, será “no”, y punto.
Presioné: NO
—¿Continuar partida anterior?
¡Esa no es mi partida! ¡Ni hablar
de continuarla!
NO
—¿Iniciar nuevo juego?
¡Maldita sea! A alguna pregunta hay
que responder “sí”… Pero ¿a cuál? Si no comienzo una nueva, continuaré la
vieja…
¡No y no! ¡No juego, y se acabó! Nunca,
jamás, en mi vida había hecho algo semejante, pero entonces… ¡Arrojé basura por
la ventana! Desde el segundo piso del hospital lancé el “móvil”. Ojalá se haya
hecho añicos. Y sin embargo, al deshacerme de él, en lugar de alivio sentí una
punzada, un eco que latía dentro del cráneo. ¿Realmente no juego?
Desde entonces sueño a menudo que
la diminuta pantalla parpadea ante mis ojos con la pregunta: ¿Iniciar nuevo
juego? Sí – No.
Y ni siquiera en sueños me atrevo a
decidir…
Título original: Game over
Traducción: Sergio Gaut vel Hartman
Lídia Fedina vive en Budapest, Hungría. Además de libros infantiles y de cuentos de hadas, ha publicado novelas para jóvenes, ensayos científicos, novelas policiales e históricas. Entre sus libros de ciencia ficción y fantasía se destacan A bűn kódja, Virokalipszis, Idiótazás, Az elfelejtett varázsigék. También participó en varias antologías y publica cuentos con regularidad en revistas como Galaktika y SF.Galaxis, lo que le ha permitido recibir el Premio Zsoldos de ciencia ficción, siendo la primera mujer en su país que recibe tal galardón.

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