Daniel Frini
Es
la típica fotografía de último curso de la secundaria: una fila de cuatro
mujeres de pie, atrás, y cinco sentadas en el frente, todas vestidas con camisa
blanca y pollera azul, levantada y sujeta por el cinturón hasta parecerse a una
minifalda. A la izquierda, de guardapolvo blanco impecable, también parada y
algo separada del grupo, la profesora Cervetti, de geografía. Abajo, escrito
con birome azul y límpida letra manuscrita, se puede leer «5to año “A”,
Promoción XXVI, Colegio de la Inmaculada Concepción». Pero no es la fotografía
oficial, siempre tan en foco, tan exacta. Esta es borrosa, como tomada con una
cámara familiar. Los colores están velados por el tiempo transcurrido. Además,
las fotografiadas, incluida Cervetti, se muestran al borde de la carcajada;
parecen reaccionar a una humorada hecha por alguien ubicado atrás de la cámara.
Todas, menos la joven que está sentada en el extremo derecho: obesa, rechoncha,
se la adivina de baja estatura aunque está sentada; su cabello, lacio y negro,
se ve descuidado; sus pies, que apenas rozan el piso, forman entre ellos un
ángulo extraño; una de sus medias tres cuartos llega casi hasta la rodilla, la
otra, caída, muestra una pierna fofa y manchada; tiene las manos cruzadas sobre
su falda y crispadas, como suplicando; su rostro regordete es una mueca de
angustia y sus ojos miran a sus manos. Es extraño, pero no cuesta imaginar que
la broma por la que todas ríen la tiene a ella como blanco.
Mil novecientos noventa y ocho
—…la fauna de la sabana africana está
constituida principalmente —dijo la
joven obesa, y tragó saliva— por
leones, eh…, jirafas, eh…, cebras, babuinos, leopardos y ele…
—¡Elefante! —dijeron, a coro, las ocho compañeras
restantes; y acompañaron las risotadas, festejo de una burla repetida, con una
lluvia de tizas.
—¡Jovencitas! —amonestó la Cervetti, sin
convicción y sin disimular la sonrisa.
«No doy más» pensó la
gorda. Solo eso. Giró su cabeza y miró a la ventana, límpida, brillante de sol,
a no más de cinco metros de donde ella estaba y a cuatro pisos de altura. Como
autómata, comenzó a correr, despatarrada, aumentando la risa de las otras; y
saltó a través del vidrio. «Miren, puedo volar», pensó mientras recorría un
aire cálido y salpicado de gotas de sangre y de piel cortada por los cristales.
Abajo, las baldosas del patio se hicieron oscuridad. No tuvo registro del
golpe, antes de que se le fuera la vida.
Dos mil ocho
—¡Diez años, ya!
—¡Cómo pasa el
tiempo!
—Che, tendríamos que
juntarnos más seguido.
—Y, viste cómo es:
los chicos, los maridos…
—Dejate de pavadas.
—Miren. Traje la foto
que les dije.
—¡Mirá vos!
—¡Qué jóvenes!
—¡Qué ropa de mierda
nos hacían usar!
—¡Mirá los peinados!
—¡Mirá la gorda,
pobrecita! ¡Y la Cervetti!
—¿Es cierto que la
Cervetti desapareció?
—Así dicen.
—Fue a cobrar la
jubilación al Banco y se esfumó. Me contaron que en el Banco dijeron que ahí
nunca llegó.
—Y, se habrá perdido.
De geografía, que digamos, mucho no sabía…
—¡Ja,ja! ¡Qué guacha
que sos!
Una de ellas abrió su
cartera, sacó un fibrón rojo, tomó la foto y dibujó dos equis; una sobre la
gorda y otra sobre Cervetti.
—¡Qué hija de puta!
—¡Parece un cartón de
bingo!
—¡Ja,ja!
—¡Ja,ja!
Dos mil dieciséis
En
el equipo de música sonaba Sachmo, con la versión de «Heebie Jeebies», de 1926.
El hombre salió de la habitación al pasillo sombrío, sin
cerrar la puerta. Sacudió sus brazos para desembarazarse de una humedad viscosa
que salpicó las paredes descascaradas y sucias de otras humedades incontables.
Entró a la «Sala de Operaciones», un cuartucho de tres por dos metros, con
pretensiones de cocina-comedor. Allí estaban los otros dos: uno estirado sobre
una silla, con la cabeza apoyada en el respaldo, los pies y las manos cruzados,
los ojos cerrados y un cigarrillo a medio fumar en la comisura de los labios.
El otro leía un diario de una semana atrás mientras dejaba enfriar un mate
sobre la mesa.
El recién llegado fue hasta la pileta lavaplatos, abrió la
canilla y metió sus brazos llenos de sangre bajo el chorro de agua. Los otros
lo miraron.
—Se me fue —dijo el que se estaba lavando—. ¡Carajo!
—¿Dijo algo nuevo? —preguntó el del cigarrillo
—Na. Ya había cantado todo. Fue al pedo exprimirlo más.
—A mí se me fueron dos, hoy. Está medio fuerte el voltaje.
Los tres rieron.
—Yo soy un sentimental —siguió el primero—. No me gusta esa
cosa moderna de la parrilla eléctrica. Prefiero derramar sangre….
—Sos un hijo de puta…
—Bueno —dijo el del mate—. Fin de la jornada. Ahora, a
casa, con la familia…
—¿Hoy es el cumpleaños de tu nena? —lo interrogó el
primero, mientras terminaba de secarse las manos con una camisa vieja y se
desabrochaba el overol ensangrentado.
—No. Mañana es.
—¿Le compraste algo?
—No se me ocurre qué.
—Claro. Tiene de todo la princesa.
—Y sí, es la mimada.
—¿Pasamos por el barcito, no? —dijo el del cigarrillo,
interrumpiendo a los otros.
—No puedo, tengo que llegar a casa temprano.
—Dale, pollerudo. Una cervecita, nomás.
—Bueh. Pero yo me voy enseguida.
Las luces de la calle estaban
recién encendidas. La mujer bajó del colectivo y se quedó parada bajo la
lluvia, intentando abrir su paraguas. Cuando lo logró, miró hacia ambos lados,
indecisa. Hizo dos pasos hacia su izquierda y se detuvo. Volvió un paso atrás
pero luego siguió caminando, despacio, hacia la dirección que había escogido
primero, aunque mirando hacia todos lados. El hombre se resguardaba del agua en
el umbral de una puerta, en la vereda del frente. Esperó unos segundos y cruzó
la calle para seguir a la mujer que dobló en la esquina. Cuando el hombre llegó
allí, ella había desaparecido. En el piso, el paraguas giraba llevado por el
viento. Más allá estaba la fotografía de fin curso. La equis, hecha con tinta
roja que se empezaba a diluir con el agua, tachaba el rostro de una jovencita a
punto de reír, versión joven de la mujer que acababa de esfumarse.
En
la pared del pequeño bar, el televisor mostraba, mudo, la imagen del Supremo
Líder dirigiéndose a unos periodistas, a la salida de la Casa de Gobierno.
Gesticulaba, como arengando a sus tropas.
Sentada en la barra, la mujer de unos veinte años miraba a
la pantalla leyendo los labios, en un ejercicio que le había ayudado a sortear
varios obstáculos. Más de lo mismo: «Salvar a la Patria de los invasores
ideológicos, del terrorismo apátrida y construir un país nuevo para un hombre
nuevo». Sonrió.
Los tres hombres entraron al bar. La mujer los siguió con
la mirada, a través del espejo, hasta que se ubicaron en la mesa de siempre: al
fondo, protegidos por dos paredes, los tres mirando hacia la puerta de entrada,
dominando la escena; tal como todos los días, como los últimos cuarenta días en
que la mujer repitió la rutina estudiándolos y haciendo que se acostumbrasen a
ella. Sin que los hombres hicieran ninguna seña, el mozo les llevó una bandeja
con tres porrones de cerveza. La mujer apuró la ginebra, bajó del taburete y se
dirigió hacia la salida. No miró hacia atrás al pisar la vereda. Subió al auto
que la esperaba.
—Están allí —dijo al conductor—. Todo va bien.
El auto arrancó, despacio.
Cinco minutos después, la explosión pulverizó la cuadra
entera en la que se encontraba el pequeño bar.
—Ya voy, hijo, ya voy.
El niño, de menos de
un año, estaba sentado en su silla alta, a un costado de la mesa. La madre le
alcanzó una mamadera con leche caliente.
Seis horas después
llegó el padre del trabajo. El niño lloraba, aún sentado en su silla. En la
casa no había nadie. En el piso, al lado de la mamadera caída, la fotografía
escolar mostraba a nueve compañeras y una profesora. El rostro de la esposa,
joven y sonriente, estaba tachado con una equis roja.
—¡Carajo!
—gritó el coronel—¡Hijos de remilputas! ¡García estaba ahí! ¡Salvatierra estaba
ahí! ¡Sosa estaba ahí! —miró a los integrantes de la custodia que estaban
pálidos—. ¡Inútiles! ¿Cómo mierda no se dieron cuenta de que el bar estaba
sembrado? ¡Fuera de mi vista! ¡Ahora!
Los hombres salieron de la oficina saludando de una manera
grotesca y chocándose entre ellos.
El coronel apretó los puños sobre el escritorio. Las uñas le
lastimaron las palmas de las manos.
—Benedetti —llamó en un tono bajo que no ocultaba la
tensión de su voz. El edecán se acercó a él y se agachó hasta que su oído quedó
a la altura de la boca del coronel, que se mantuvo rígido.
—¿Señor?
—Me los degrada a todos. Los quiero ver como soldados
rasos.
—Sí, mi coronel —dijo el edecán. Se incorporó cuadrándose y
se dirigió a la salida.
—¡Benedetti! —dijo nuevamente el jefe. El otro giró,
mirándolo a los ojos con un gesto de interrogación.
—¿Mi coronel?
—Asegúrese que estos ineptos mueran en el primer
enfrentamiento.
—¡Sí, mi coronel!
—Y quiero ese enfrentamiento esta misma noche.
—¡Sí, mi coronel! —e intentó girar, otra vez, para salir.
—¡Benedetti!!
—¿Sí, mi coronel?
—Encuéntreme a la reventada que hizo esto.
—Ella dijo «Sayonara» y me pareció extraño
porque es una de las palabras prohibidas, y ella lo sabía. Lo recuerdo bien. Al
otro día yo empezaba mi decimotercer período de confinamiento civil. No le
contesté. Nunca más supe de ella. Y sí, señor, me hablaron de la fotografía:
ella y sus compañeras cuando estaban en el secundario. Dicen que tenía su cara
marcada con una equis. No sé. Me dijeron. Nunca vi esa foto.
El
sol de la tarde intentaba calentar los asientos de cemento de la plaza. El
hombre de anteojos oscuros y pelo largo estaba sentado, casi envuelto en su
sobretodo, con el cuello levantado y las manos en los bolsillos. A unos treinta
metros otros dos hombres hablaban entre ellos, distendidos, mientras fumaban.
Un cuarto hombre se acercó, llevando un labrador sujeto por una correa, y se
sentó en el otro extremo del mismo banco donde estaba el de anteojos.
Unos quince minutos después llegó la joven. Se mostraba
desorientada. Llevaba un mapa turístico en sus manos y miraba hacia todos
lados, intentando ubicarse.
—Perdón —se dirigió al primer hombre—. Estoy buscando el
Viejo Teatro. ¿Me puede indicar dónde está?
—A ver —respondió éste, estirando el brazo para tomar el
mapa—. Permítame. ¿Qué busca?
La joven se sentó a su lado y señaló algo en la hoja.
—¿La siguieron? —preguntó el hombre.
—No. Tuve cuidado, capitán.
—Bien. Informe.
—No hubo inconvenientes. Todo salió según las órdenes.
—¿Alguien pudo identificarla?
—Es improbable. Cambié mi aspecto. Me teñí el pelo y esas
cosas.
—Perfecto. Ahora tendrá que desaparecer por un tiempo. Ya
sabe, por seguridad.
—Sí, capitán.
—El Comité Central está muy conforme con su desempeño.
—Gracias.
—Será condecorada y, seguramente, ascendida.
—No es necesario, capitán.
—Sí lo es. Por usted, y como ejemplo para los demás
combatientes.
El hombre se levantó y se fue caminando despacio. Con
intervalos de algunos minutos, se fueron, también, el hombre del perro y los
otros dos.
La mujer quedó sola.
A unos cien metros, dentro de un taxi, alguien bajaba la
cámara con teleobjetivo.
La filmación del cajero
automático del banco no es muy clara. Marca la hora una y veintiséis de la
noche. Se ve a la mujer que entra, introduce su tarjeta y digita la clave.
Luego, hay un corte en la grabación, una especie de salto, que dura menos de un
segundo. Cuando la imagen vuelve, la mujer ya no está y se ve una hoja de papel
cayendo, en vaivén, que desaparece por la parte inferior de la pantalla.
Al día siguiente, el
personal de limpieza encontró una fotografía en el piso del pequeño recinto de
los cajeros: varias jóvenes en una foto escolar. Una de ellas con su rostro
marcado en rojo.
La
tarde se estaba transformando en noche, las luces de la calle ya estaban
encendidas y, a pesar del frío, aún había movimiento de gente.
La joven caminaba por la vereda, del lado de la calle en el
que estaban estacionados los autos. —«Nunca se sabe cuándo será necesario
parapetarse», la habían instruido—. Al llegar a la altura de un utilitario, los
dos muchachos aparecieron de improviso, jugando a la pelea, entre gritos y
risas e impidiéndole el paso.
—Permiso —dijo la joven, tensa y sin mirarlos.
—No, preciosa—contestó uno de ellos—. Hasta acá llegaste.
El puñetazo en la boca del estómago la dejó sin aire y sin
posibilidad de pedir auxilio.
Paró en el semáforo y le llamó
la atención el descapotable deportivo que se estacionó a su lado. La mujer que
lo manejaba era madura y hermosa. Recordaría, después, que pensó en la
discordancia de esa mujer en ese auto. Dirigió su vista al cambio de luz, que
pasó a verde, puso primera y arrancó, despacio. Se sobresaltó por el ruido del
impacto del deportivo contra los autos estacionados. Notó que la mujer ya no
estaba. Apenas logró estacionar, se bajó a ver en qué podía ayudar. No prestó
atención a la fotografía que estaba en el asiento del acompañante.
—Está
detenida, mi coronel —dijo el edecán, mientras entregaba una carpeta a su jefe.
El coronel la abrió, pasó unos papeles y se detuvo en la
cara de una joven sonriente, al sol, en una plaza, junto con dos hombres y un
perro. La foto era grumosa.
—¿Seguro?
—Sí, mi coronel.
—¿Quién la agarró?
—La gente de Cardona.
—Bien. ¿Dónde está ahora?
—La tienen en el Pozo del Sur.
—Perfecto, Benedetti, perfecto. Dígale al chofer que
prepare mi auto. Vamos para allá.
El avión despegó a horario. La
mujer sentada en el diecinueve efe, del lado de la ventanilla, se durmió
enseguida. Estaba sola en su fila. Cuando, unos cuarenta minutos después, los
auxiliares de a bordo llegaron hasta su asiento con el refrigerio, ella ya no
estaba. Nunca volvieron a verla. Uno o dos días después, el encargado de
limpieza encontró la fotografía. No le dio importancia y la arrojó a la basura.
El
puño se estrelló en su rostro y su cuello se dobló hacia atrás cuando la
espalda golpeó con el respaldo de la silla de metal, fijada con tornillos al
piso. De su boca hinchada apenas escapó un gemido. Sus manos se crisparon y de
las heridas de sus muñecas, que estaban atadas con alambre a los apoyabrazos,
escapó un chorro de sangre que mojó las botamangas del pantalón del coronel,
que dijo:
—Escúcheme, señorita. Si fuese por mí, simplemente la
mataría. Después de lo que hizo, aún la muerte es una sanción escasa. Sin
embargo, podría decirse que somos gente de negocios: nos interesan los
resultados y no nos regodeamos en el castigo innecesario. Pero usted sabe:
nuestro Supremo Líder tiene una reputación que mantener y, además, debemos
dejar un mensaje para que todos entiendan que no deben imaginar, siquiera,
hacer lo mismo. Por eso es que me veo obligado a hacer que la torturen. Y
causarle el mayor daño posible antes de matarla. No es nada personal —y agregó,
dirigiéndose al subordinado que estaba a su lado—. Proceda, sargento.
Otra vez el puño.
La mujer llegó a la guardia
del hospital con dolores muy fuertes en la zona abdominal y el costado
izquierdo de su espalda. Lloraba. El médico la revisó y ordenó que la
internasen allí mismo, en observación, mientras le administraban suero y
calmantes.
—¿Se siente mejor? —dijo
la enfermera.
—No-o… ¿Qué…tengo?
—Unas piedritas,
chiquitas, en los riñones. No se preocupe, mamita: se van solas. Descanse.
Vuelvo enseguida ¿eh?
Cuando regresó, la
enfermera encontró la camilla vacía. La bajada de suero llegaba hasta el
catéter apoyado en las sábanas. La aguja señalaba la cara de una mujer, tachada
con una equis roja, en una fotografía, borrosa y vieja, de fin de curso.
—Era
la hija de la doctora Arancibia, mi coronel.
—¿Qué Arancibia, Benedetti? ¿La jueza?
—Así es, mi coronel.
—Apa. Así que el Poder Judicial también juega en este
partido.
—La doctora anda haciendo averiguaciones.
—¿Vio el cuerpo de la putita de su hija?
—Sí, mi coronel. Cardona cumplió su orden de dejarla donde
todos pudieran verla.
—Un buen ejemplo, ¿no? —acotó el coronel, con una sonrisa—.
Haga que levanten a Arancibia. La quiero para mí.
La
mujer estaba desnuda, su cuerpo amoratado. Los grilletes en sus muñecas,
sujetos con cadenas al techo, la mantenían de pie. La cabeza, ensangrentada,
caía sobre su pecho. En el sótano estaban solo ella y el coronel.
—Qué pena, doctora, que no supiera educar a su hija —dijo
mientras tomaba el pelo de la mujer, levantaba su cabeza y se preparaba para
golpearla en la zona hepática, una vez más, con una manopla de acero.
Advirtió, quizá en la mirada sorprendida de la jueza —a
pesar de sus ojos casi cerrados por los golpes— que, detrás de él, algo pasaba.
Giró, rápido, y vio a una jovencita obesa, rechoncha, de baja estatura y
piernas fofas; toda su piel pálida y tajeada.
—Ella me pertenece —dijo la aparición, mientras tomaba la
cabeza del Coronel con ambas manos y la giraba ciento ochenta grados.
Siete u ocho horas después, Benedetti bajó al sótano. El coronel
estaba tirado en el piso, muerto. Los grilletes colgaban del techo, vacíos.
Revisó todo el sótano, con parsimonia. No había forma de
salir, más que por la puerta que siempre estuvo cerrada y custodiada («Déjenme
solo», había dicho el coronel). Entre los papeles desparramados en la suciedad,
encontró, sobre una pila de libros desordenados, la fotografía de unas
muchachas posando con una profesora, típico retrato de fin de curso. Una equis
roja tachaba el rostro de una jovencita; que era, también, la jueza.
Daniel Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas antologías, entre las que merecen destacarse Visiones (2009), Grageas 2 (2010), Pupilas (2012), Tricentenario (2013), Lectures d'Argentine (2013), Primeros exiliados (2013), Circo Gallatico (2013), Todo el país en un libro (2014), Fútbol en breve, microrrelatos del jogo bonito (2014), Borrando fronteras (2014), Grageas 3 (2014), Il meglio di Pegasus (2015), El fantasma de las navidades presentes (2015), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Extremos (2016) y Espacio Austral (2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle (2017) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.

Excelente historia, felicitaciones.
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