miércoles, 17 de diciembre de 2025

BAILA

Asya Mikheeva

—Buenas noches —dijo cortésmente el jinete.

—Buenas noches, San Lamuerte —respondió Gaby.

El jinete guardó silencio. Su silueta parecía terciopelo negro recortado contra el cielo anaranjado.

—Te pediría permiso para sentarme junto a tu hoguera, pero veo no está encendida —dijo al fin.

—Sólo quería ver la puesta de sol —replicó Gaby—. La leña ya está recogida, no cuesta nada encenderla. Toma asiento.

El jinete desmontó y casi desapareció en la oscuridad que inundaba el terreno. Junto a las ramas negras, a través de las cuales brillaba el cielo moribundo, sólo eran visibles la silueta del caballo y el ancho sombrero.

Mientras San Lamuerte ataba al caballo, las nubes del oeste se fueron volviendo blancas hasta desvanecerse y en el cenit aparecieron frías estrellas. Gaby encendió el fuego, y este dio pequeños saltos en el fondo del montón de leña, que aún era demasiado grande para él.

San Lamuerte tiró la manta al suelo y se sentó, suspirando con cansancio.

Gaby le entregó la cantimplora en silencio.

—¿Cómo me has reconocido? —preguntó San Lamuerte.

—Ibas al trote —respondió Gaby con sencillez—, en la oscuridad. Yo, entre estos matorrales, intento ir al paso, incluso de día. No es un camino, ya sabes.

San Lamuerte asintió con la cabeza, pensativo. A la luz del fuego, su rostro era el de un hombre corriente, no demasiado joven, pero si corpulento y enjuto. Cejas pobladas, bigote fino y elegante.

—Supongo que tienes razón. Por mucho que me esfuerzo, olvido cómo se debe comportar un ser humano.

Le ofreció a Gaby un cigarrito. Luego él mismo encendió una picadura casera. Posteriormente comieron, bebieron té y, cuando ya casi amanecía, San Lamuerte habló con voz soñolienta, levantándose el sombrero de la cara.

—Oye, Gaby, ¿te importaría que viaje contigo durante algún tiempo?

Gaby se llevó la mano al corazón, que le latía frenéticamente.

—Oh, amigo mío. Claro que no me opongo...

Por la mañana, Gaby preparó el equipaje lentamente. San Lamuerte seguía durmiendo o esperaba ver qué decidía su nuevo compañero de viaje. El gateado percibía la ansiedad de su amo y roncaba nervioso. Por fin, Gaby decidió no desviarse por el momento y seguir hacia el este como hasta entonces. Ya veremos. Y en cuanto se decidió, San Lamuerte se puso en pie.

—Hay un pequeño pueblo a un día de camino, y podríamos pasar la noche allí —dijo con naturalidad, ensillando su caballo negro.

—Si está en el camino, ¿por qué no? —dijo Gaby, sin perder la calma.

San Lamuerte resultó ser un agradable compañero. Conocía cientos de historias divertidas, que fluían una tras otra como el agua en los arroyos. También esperó pacientemente a que Gaby encontrara la herradura que había perdido el gateado. Cuando Gaby encontró el manantial, San Lamuerte hizo lo mismo que Gaby: primero le dio de beber a su caballo y luego bebió él mismo. Su cuerpo delgado se adaptaba a la montura con naturalidad. En resumen, a Gaby le gustaba San Lamuerte. En otras circunstancias, aquel podría haber sido un excelente paseo.

Cuando ya anochecía ataron los caballos en la casa comunal del pequeño pueblo que se autodenominaba orgullosamente ciudad. Gaby esperó fumando a su compañero, pero este, bregando con el arnés, le hizo un gesto con la mano.

—Adelante, no me esperes. —Gaby entró al mesón.

Sobre la mesa, en penumbras, frente al pequeño bajorrelieve de la virgen de Guadalupe, se amontonaban varias velas encendidas. Una bandeja de hojalata estaba totalmente ocupada, en la otra aún sobraba espacio. Gaby sacó una vela, la encendió usando otra y la puso sobre la bandeja. «Aquí está mi alma, entre los hombres, ante tus ojos, bajo tu amparo» murmuró mecánicamente. La afectuosa sonrisa en el rostro negro de Guadalupe se distorsionaba a la luz temblorosa de las velas: por momentos era una mueca de pena, en otros una burla amarga. Gaby hizo una reverencia y entró en el salón.

—Mira —susurró San Lamuerte por encima de su hombro—, ¿no es una belleza?

Había unas cuantas chicas sirviendo vino y aperitivos. Pero todas las miradas –las largas de los hombres, las agudas de las mujeres, como rayos de sol– convergían en un solo punto: la mujer bonita que trabajaba detrás del mostrador. Un rizo negro en una mejilla suavemente sonrosada, una falda ruidosa, una sombra rosácea en el hueco del escote, una orejita....

—Es preciosa —coincidió Gaby con placer y la admiró un poco más.

Si Ramona se pusiera este vestido, pensó, se vería... Tonterías. Le quedaría como a un perro un collar de fiesta. Pero Ramona sin duda usaría un cuello de encaje como ese. Sí, le sentaría de maravilla a su delicado cuello. Gaby imaginó a Ramona probándose el encaje frente a un pequeño espejo antiguo, y no pudo evitar que se le dibujara una sonrisa dichosa.

—Ahí, mira, dos asientos. —San Lamuerte le dio un codazo a Gaby y la sacó de su ensueño. La hermosa mujer los miraba con aire burlón y satisfecho, como un gato que contempla la crema que se han olvidado de cubrir.

San Lamuerte ordenó tantas cosas que la muchacha tuvo que ir y volver varias veces. Cada vez entraba más gente al mesón; los que no encontraban asiento se ubicaban de pie a lo largo de las paredes. La luz de las lámparas de parafina distinguía algún que otro rostro entre las sombras. Sólo cuando la mesa estuvo casi llena de viandas y bebidas, Gaby por fin reunió valor y tiró del delantal de la camarera

—Y yo... —empezó, pero San Lamuerte pateó a Gaby por debajo de la mesa.

—¿Qué haces? ¿Crees que todo esto es solo para mí? ¿Quién te crees que soy, muchacho? Saca la cuchara, que se enfría la comida...

Gabi miró atentamente a San Lamuerte. Y además, ¿acaso es el tipo de persona que cuenta dinero según los estándares humanos? Si te invita, gracias. Gabi asintió y se acercó un plato de tamales.

La hermosa mujer les trajo vino, en persona.

—Hola, San Lamuerte —murmuró, sirviendo el vino en tres jarros—, ¿me presentas a tu compañero?

—En verdad —dijo San Lamuerte y se atusó el bigote—, él no es mi compañero, yo soy el suyo. —Hizo una pausa gozosa y apartó los ojos de la mujer.

—Gabriel, te presento a Pepa.

Pepa bebió un sorbo de vino y agitó las pestañas en dirección a Gaby.

—¿Así que San Lamuerte es solo tu escolta, Gabriel? No... ¡No voy a preguntarle nada! Creo que es una historia que tiene que madurar antes de que se caiga de la rama. Pero cuando lo haga, dame un trozo, ¿vale?

—Eres un encanto —dijo Gaby con sinceridad—, ¿por qué estás sola?

—Ay, qué clase de chicos tenemos —arrugó la nariz—, ¿de qué estás hablando? Alguno, claro, a veces me visita —agregó lanzando una mirada socarrona hacia San Lamuerte.

—Bueno, Pepa. —La voz de San Lamuerte se volvió de pronto viscosa y zalamera—, mi abejita, ya sabes quién me dijo que ni siquiera te mirara...

Pepa retrocedió involuntariamente, pero el escalofrío del miedo desapareció rápidamente de su rostro.

—Me acuerdo, me acuerdo. Y no sólo a ti –y de nuevo una mirada furtiva, pero hacia algún lugar de la puerta trasera–, no, no solo....

—Veo que esta noche hay baile, cariño —intervino San Lamuerte—, ¿quieres bailar?

Pepa sonrió coqueta.

—Esperaba que me lo pidieras algún día... Pero me están reclamando.

—¿Qué te parece? —preguntó San Lamuerte mirando alejarse a Pepa.

—Pues no solo es atractiva, también es lista —contestó Gaby y le dio un mordisco pensativo a su tortilla.

—¿Pepa? Tonta como un ladrillo —respondió la San Lamuerte con energía—. Con todos los años que lleva viva, se le podrían enseñar buenos modales a un cerdo.

—¿Muchos? —cuestionó Gaby.

—Allí, detrás del mostrador... ¿ves? Es la nieta de Pepa. Y no la mayor —señaló San Lamuerte con pereza.

Gaby se rascó la nuca.

—He oído algo... Guadalupe la bendijo, ¿no?

—No sé si «bendita» es la palabra adecuada —San Lamuerte se rio entre dientes—, pero ordenó que ni yo ni doña Senilidad toquemos a las personas que no han conocido el amor.

—¿Y qué hay de... la nieta?

—Eso es amor, amigo mío —dijo San Lamuerte suavemente—, no cama…

Se tomaron su tiempo para terminar de cenar. Gaby se alegró de que su mesa contra la pared, la del centro, estuviera siendo despejada por hombres jóvenes y fornidos, que apremiaban a los rezagados. Se estaba preparando el baile.

—Quédate —dijo de pronto San Lamuerte.

—¿Cómo?

—Estabas a punto de decir que te ibas a la cama. Te pido que te quedes.

—Hay un baile. ¿Qué voy a hacer en el baile?

—Bailarás con Pepa.

Gaby se rio.

—¡Solo para que la concurrencia se burle de mí!

—Nada. —San Lamuerte sonrió suavemente—, hoy te pido eso... y mañana me pedirás algo, ¿no?

—Claro —respondió Gaby tragando saliva.

Bebieron el vino en silencio, observando cómo los músicos se acomodaban y afinaban los instrumentos. Las chicas se apiñaban a lo largo de una pared, los chicos a lo largo de la otra, y solo Pepa se paseaba perezosamente por la sala, intimidando a unos, animando a otros, bebiendo una copa con los demás. La gente mayor del público se había desplazado casi hasta la puerta trasera, donde una fila de ancianas estaba sentada en un banco bajo.

—Gabriel, ¿estás seguro de que no sabes bailar? —La voz iridiscente de Pepa llegó justo por encima del oído de Gabriel que casi dio un salto.

—Bailará, cariño, esta noche bailará. No puedo prometer que lo haga con destreza, pero lo intentará —murmuró San Lamuerte. Gaby se encorvó.

—¿Qué gracia tiene bailar con alguien que baila por obligación? —refunfuñó Pepa.

—Sin compulsión —resopló San Lamuerte—, él bailará voluntariamente, yo me dejaré caer voluntariamente sobre él... —Gaby levantó la cabeza—. Verás, mi incomparable amiga —continuó San Lamuerte—, nuestro compañero mató a su único hermano hace seis meses... en su propia casa. Y dio la casualidad de que durante esos seis meses no había podido visitar su pueblo.

Pepa chilló llevándose la mano a la boca y miró a Gaby horrorizada.

—¡Seis meses! No me extraña que te hayas vuelto errante.

—No, no —dijo Gaby con un suspiro—, no la estoy pasando mal con Juan. Sí, claro que está enojado. Pero en su posición, ¿quién no estaría enfadado? Pero Ramona parirá dentro de un mes. Es duro para ella. Antes no se llevaban bien, y ahora... sí que la llevé a casa de su hermana. Y fui a buscarle... Es él.

Pepa miró interrogante a San Lamuerte.

—No entiendo. ¿Quién es Ramona?

—Es mi mujer —dijo Gaby con un suspiro—, y Juan era mi hermano. Él la violó. Yo iba caminando a casa. La oí gritar. Entré corriendo. Lo vi... Aquí. Saqué un cuchillo y le corté la garganta.

—¿Cómo sabes que fue una violación? —preguntó Pepa burlonamente.

San Lamuerte se apoyó en el codo y asintió con la cabeza dispuesto a escuchar.

Gaby gruñó.

—¿Cuál es la diferencia? Uf. Pepa, si tienes un granero en llamas y las chispas vuelan hacia el establo, ¿cuál apagas primero?

—El establo, por supuesto —respondió Pepa—, eso lo que se puede salvar.

—Pues eso. Sea lo que sea, Juan sin duda me hizo daño… Todo lo que yo tenía, era suyo. Solo una cosa no quería compartir…, y justo esa me la robó. Y ya fuera con su consentimiento, como se dice, o sin él… ¿qué diferencia hay? Para Ramona sí que la hay. Así que si le crees, la estás salvando, pero si le crees a Juan, no lo estás salvando a él... Ahí lo tienes.

Pepa arqueó las cejas.

—Tienes una curiosa forma de pensar, Gabriel. Vaya, vaya. Pero yo llevo mucho tiempo viviendo. Seguro que ya lo has oído. Y te lo aseguro: hasta que la perra no quiere, el perro no salta.

Gaby apartó los puños de la mesa y se enderezó. Pepa retrocedió un poco.

—San Lamuerte —dijo Gaby lentamente—, acabo de escuchar algo absolutamente imposible. La hermosa Pepa acaba de llamar perros a mis personas favoritas. Dime que he bebido mucho vino y que me estoy imaginando cosas.

—Lo siento, Gabriel —respondió Pepa rápidamente—, claro que no ha sido eso. Yo también bebí mucho, mi lengua se apoderó de mi mente.

Caminó graciosamente de un lado a otro de la mesa, terminando casi a las espaldas de San Lamuerte.

—Compañero, te prometí un baile...

—¿Tengo que bailar con... esta? — Gaby sacudió la cabeza.

—No bailaré contigo —se enfadó Pepa—, ve a bailar con doña Senilidad; esa es la bailarina que te conviene.

—Con eso bastará —dijo San Lamuerte con calma, y señaló el banco que había junto a la puerta trasera.

Gaby se levantó, terminó su copa de vino y atravesó el círculo de parejas bailando, directo al banco.

—Es interesante —le dijo San Lamuerte a Pepa— que nuestro simplón amigo vea bien la diferencia entre hombre y animal, cosa que tú aún no tienes clara.

—¿El alma? —preguntó Pepa con ironía.

—Es difícil describirlo con una sola palabra, querida —respondió San Lamuerte con pereza—. No te vayas, vamos a echarle un vistazo.

Pepa sonrió, se sentó en la silla vacía y se sirvió una copa.

Gaby hizo una profunda reverencia y extendió la mano hacia la única anciana que le ocultaba el rostro. La cabeza emergió lentamente, como una tortuga, del capullo de varias capas de pañuelos gastados. Sus ojos acuosos se esforzaron por enfocar a Gaby en medio del desorden de la sala.

—Baila conmigo, doña Senilidad —dijo Gaby en voz baja—, ahora la música es lenta; no te será difícil.

Ella masticó con su boca desdentada, dejando caer un hilillo de saliva, y asintió.

Gaby esperó hasta que la anciana se hubo despojado de sus chales y limpiado el abrigo de piel sin mangas; luego tiró suavemente de sus dos manos. Su rostro se iluminó.

Gaby exhaló un silbido.

—¡Oh, doña Senilidad! —Ella soltó una pequeña risita—. ¿Tenía razón? ¿Ramona tendrá este aspecto? —Doña Senilidad asintió—. He visto esa arruga antes —dijo Gaby en voz baja, guiándola con cuidado por la sala—. Cuando llora. Esta arruga es más fina que las otras, así que puedo esperar....

—¿Qué? —preguntó doña Senilidad con voz un poco más clara.

—Que no tenga que llorar mucho.

—Más despacio —refunfuñó doña Senilidad.

—¿Las piernas? —preguntó Gaby.

—Sí. Sobre todo después del quinto parto...

Gaby estaba radiante.

—¡Gracias, doña Senilidad!

—¿Por qué? —preguntó la anciana con los ojos brillantes.

—Porque Ramona no muriera en el parto. Y las piernas, ¿qué pasa con las piernas? Las salvaremos.

Pepa observó desconcertada cómo los jóvenes se separaban delante de la extraña pareja, un hombre que se movía con sorprendente gracia, llevando a su compañera de modo que los pies de ella no tocaban el suelo.

—Parece como si estuviera rejuveneciendo.

—No, es que su carga es más ligera para los que la quieren —dijo San Lamuerte. Pepa se dio la vuelta con dificultad, se sirvió vino con mano temblorosa y se lo bebió de un trago.

Su mirada chocó con la de San Lamuerte. En ellos, Pepa vio su propio reflejo. En la mejilla tersa, junto a la comisura de la boca, apareció una sombra amarillenta… o no, aún no una arruga, apenas una sombra.

—Nadie te prometió —dijo San Lamuerte pensativo— que el amor sería tuyo. O para ti. Los que te quisieron fueron suficientes; tú no los reconociste. La sentencia de Guadalupe la cumples tú, muchacha.

—¿Me llevas? —preguntó Pepa con voz débil, retrocediendo un paso.

—Noooo —dijo la San Lamuerte arrastrando las palabras—, noooo, mi incomparable amiga. Ahora nuestro ingenuo amigo terminará el baile, sentará a su pareja... saldrá y se irá inmediatamente a casa. Yo lo seguiré y no volveré por aquí en mucho tiempo. —Sonrió fría y aterradoramente—. Mucho tiempo.

Asya Mikheeva es el seudónimo literario de Anna Vladimirovna Mikheeva, doctora en filosofía y profesora de Novosibirsk. Nació el 6 de noviembre de 1973. Es poeta y autora de relatos de ciencia ficción. Mikheeva se inició en la escritura de ciencia ficción a principios de los 90 bajo la tutela de E. R. Trank, pero posteriormente se dedicó a los juegos de rol antes de retomar su carrera literaria. Sus obras se pueden encontrar en las revistas Mir Fantastiki (El mundo de la ciencia ficción), Konets Epokhi (El fin de la época), y en las las colecciones Tsvetnoy Den (Día de color), Zemlya Zhivykh (La tierra de los vivos) y en la antología Verbarium. Actualmente vive en San Martín, provincia de Buenos Aires, Argentina.

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