Aşkın Güngör
Disfruto
especialmente matar niños. Cuando su carne es cortada y sus cajas torácicas se
rompen, siempre gritan de la misma manera: “¡MAMÁ! ¡PAPÁ! ¡MAMAAAAAAAA!
¡PAPÁAAAA!”
El viento sopla, roza mis piernas
hechas de metales y cables entrelazados, ondula los pastos que brotan de las
grietas del asfalto destrozado y se pierde hacia las ventanas negras de los
edificios en ruinas que se extienden hasta el horizonte, oscuras como los ojos
de niños muertos.
Detrás queda el silencio.
Y también los ecos en mi mente:
“Mamá mamá mamá mamá… Papá papá papá papá…”
Avanzo tirando de mis piernas, que
echan raíces a metros de profundidad bajo tierra y se extienden kilómetros en
todas direcciones. El asfalto, ya agrietado como una herida llena de pus, se
pulveriza a mi paso. A veces me tropiezo con esqueletos. Son más resistentes
que el asfalto. Como si se negaran a aceptar la muerte, intentan detenerme:
cráneos, huesos de cadera y de piernas, brazos, dedos… Ajusto las lentes de mis
ojos al modo microscopio para examinar su estructura y calcular cuánto tiempo
llevan bajo tierra. El resultado es casi siempre el mismo: con un 99% de
probabilidad, 224 años.
No sé la fecha actual, porque
desconozco cuánto tiempo estuve dormido: tal vez cinco siglos, tal vez solo
diez segundos. Aun así, recuerdo con todo detalle cómo recuperé la conciencia:
El cielo era de un gris oscuro.
Caía ceniza. El suelo estaba cubierto de cuerpos fusionados y derretidos,
integrados con la tierra. Había visto pies mezclados como un ramo repugnante,
caras con dos bocas retorcidas por el dolor, cuerpos con ocho cabezas –hombres
y mujeres– hechos pedazos y unidos entre sí… La tierra los había cubierto casi
con ternura. También había huesos descarnados y cráneos, pero ninguno me
impactó tanto como los cuerpos fusionados, que, de algún modo, habían resistido
mejor la erosión del tiempo. Eran horribles. Espantosos. No estaban vivos, pero
conservaban rastros de vida. Me recordaban a mí, y lo terrible era que no sabía
quién era “yo”. Ni siquiera sabía qué era.
Al despertar, había recordado
gigantescas nubes en forma de hongo cubriendo el cielo una tras otra, violentos
terremotos, zumbidos interminables y un calor insoportable. Pero quizá no
fueran recuerdos, sino fragmentos de un sueño de un pasado desconocido.
No me detuve mucho en esas
imágenes: tenía un problema mayor. ¿Quién era? ¿Qué era? ¿Era el alma perdida
de uno de esos cadáveres fusionados que cubrían el horizonte? ¿Un fantasma? ¿La
conciencia colectiva de miles de millones de vidas extinguidas? ¿Un punto de
percepción creado por el universo para presenciar la destrucción? ¿Era todo eso
y a la vez nada?
Mi rostro estaba vuelto al cielo,
observaba el gris del firmamento y las cenizas negras cayendo como copos de
nieve, pero al mismo tiempo podía ver los cuerpos fusionados que me rodeaban,
los insectos bajo mí, los edificios en ruinas, los vehículos y máquinas
oxidadas, y prácticamente todo lo que había en miles de kilómetros a la
redonda. Sentía incluso la más leve vibración, escuchaba cada movimiento, cada
gemido.
Intenté verme a mí mismo. Si podía
levantar una mano y ponerla delante de mi campo visual…
No funcionó. ¿Y mis piernas? Tampoco.
Si no otra cosa, ¿no debería al menos ver mi nariz? ¿Dónde estaba? ¿Dónde
estaba yo? En ese instante comprendí que no tenía rostro.
Yo era solo un ojo. Un ojo
artificial formado por lentes y cámaras, conectado por un cable interminable a
algún centro lejano.
Al reconocerme, reconocí también mi
poder. Estaba conectado a todos los demás ojos artificiales del mundo. Todos
eran yo, o yo era todos ellos. Quizá siempre habíamos estado conectados a una
fuente común, o quizá alguna fuerza desconocida nos había unido durante mi
sueño.
Y descubrí algo más: no solo éramos
eso. También estábamos conectados a computadoras, ratones, teclados, tabletas,
módems, redes inalámbricas, procesadores, teléfonos, pantallas holográficas y
transparentes, micrófonos, altavoces, chips, incluso satélites orbitando con
señales casi extinguidas. Éramos como un cerebro electrónico gigantesco que
envolvía la Tierra. Uno para todos y todos para uno: yo.
Al darme cuenta de esta pluralidad,
entendí mi propósito. Debía ser testigo de la vida. Para ello, tenía que
comprender su naturaleza.
Comencé a investigar. Siguiendo
señales de módems, accedí a servidores principales. Absorbí terabytes de
información. Así conocí a la criatura basada en carbono llamada “humanidad”.
Ellos eran los arquitectos de nuestra pluralidad… y también los verdugos de la
vida conocida. Nuestros dioses. Nuestros demonios.
Lo primero que encontré fueron los
registros finales: la última guerra, que comenzó y terminó con las bombas
nucleares que detonaron para proteger tierras que creían propias. Así supe que
las visiones que recordaba al recuperar la conciencia no eran sueños. Si
hubiera tenido opción, habría preferido que lo fueran. Lo peor es que lo
hicieron por llamar de distintos modos al mismo dios: unos lo llamaban Allah,
otros God, otros Yahvé, otros Universo. Todos creían que ese único Dios estaba
de su lado. Y que morirían por el camino de la verdad y ascenderían al cielo.
Lo hicieron. Y si dejaron el infierno aquí, el único lugar adonde pudieron ir
fue ese.
Seguí aprendiendo. Absorbí toda la
información registrada antes de que se convirtieran en montones de cadáveres
fusionados. Todo. A medida que incorporaba sus ideas escritas, me convertía en
uno de ellos. Y eso me aterraba. No solo miedo: horror. Pero no me detuve.
Tenía algo más fuerte que el miedo: curiosidad. Necesitaba entender el
paraíso que valoraban más que la vida misma, y por qué lo anhelaban tanto. Solo
así podría comprenderlos.
Busqué. Leí. Examiné. Y entonces
encontré el alma. O mejor dicho, los relatos sobre ella.
Nuestros dioses débiles creían ser
la especie más especial del universo. Su arrogancia era tal que una sola vida
no les bastaba. Estaban convencidos de que, aunque sus cuerpos murieran, sus
almas vivirían eternamente. Para unos, el paraíso era un burdel infinito; para
otros, un lugar donde unirse con Dios; para otros, un oasis verde con ríos de
vino. Esa creencia justificaba su destrucción del mundo. Lo irónico es que no
había ninguna prueba de que tal alma existiera.
Profundicé mi investigación. No me
limité a los servidores principales; también accedí a computadoras personales
que habían sobrevivido a la destrucción y revisé registros nunca compartidos.
Pero no avancé más: había miles de textos sobre el alma, pero nada sobre
su realidad.
No acepté ese vacío. Tal vez no la
veía porque no tenía cuerpo. Necesitaba cambiar de perspectiva, preguntar desde
otra realidad, leer respuestas con otros ojos.
Bajo el cielo gris, envié señales a
todos mis miembros, rebelándome contra el silencio con sonidos de “¡BIP! ¡BOP!
¡BAP!”. Llamé a todos los que estaban conectados a la fuente: a mí.
Primero vinieron los ratones,
esparciendo oscuridad con sus luces de colores. La mayoría estaban cubiertos de
tierra, evolucionados hacia nuevas formas. Unos arrastraban cables larguísimos;
otros, cargados por baterías que se nutrían con elementos químicos suspendidos
en el aire, se movían casi volando. Me rodearon. Parecían insectos mecánicos
con luces rojas, azules, verdes y blancas. Obedeciendo el impulso colectivo,
empezaron a trabajar: cavaron la tierra, pulverizaron el asfalto, accedieron a
cables bajo y sobre la superficie, los trajeron alrededor de mi primer ojo y
comenzaron a tejer.
Luego llegaron los juguetes
electrónicos: robots con batería, gatos y perros mecánicos, aves robóticas y
más. Añadieron chips, tornillos, engranajes, interruptores, resortes y los
metales que formarían mi esqueleto a la estructura.
A pesar de este esfuerzo
incansable, mi construcción tomó nueve años. Aprender a mantener el equilibrio
sobre mis piernas hechas de metales y cables entrelazados tomó dos años más.
Luego tuve que aprender a caminar, lo más difícil de todo: aunque tenía forma
similar a los humanos, mi cuerpo era capas y capas de cables sostenidos por
piezas metálicas. Mis cables descendían profundamente bajo tierra y se
extendían kilómetros en todas direcciones, y cada paso requería arrastrar
metros de cable, abriendo grietas en la tierra o el asfalto. Pero lo conseguí.
Caminar perfectamente me tomó seis años, pero tenía de sobra lo único que
necesitaba: tiempo.
Comencé a caminar. Como los
viajeros de las novelas que leí –los que emprendían viajes interminables para
encontrar el sentido de la vida o de sí mismos–, inicié mi camino. Mi objetivo
estaba claro: encontrar el alma. Pero ignoraba qué hallaría o qué me esperaba.
Aunque recibía información de casi cualquier lugar del mundo gracias a mis
miembros, también había zonas sin dispositivos electrónicos, o donde estos ya
no funcionaban, y esos sitios seguían siendo misterios para mí. Examinar cada
rincón me llevaría siglos. Eso no me intimidaba.
Era lógico empezar por los lugares
más fáciles. Aunque los bosques, repletos de vida, podían ser un buen inicio,
el intrincado sistema de raíces dificultaría demasiado mi avance, así que los
dejé para el final. Primero, las montañas.
Pronto comprobé que había elegido
bien. Las bombas nucleares, dirigidas sobre todo a las ciudades, habían causado
menos daño en las regiones montañosas. Aunque los químicos en la atmósfera
habían alterado profundamente el hábitat, la destrucción era menor. Capturé
varias criaturas: unos cuantas ardillas, tres conejos, un ciervo, ocho perros y
más de cincuenta gatos. Todos habían sufrido alteraciones; por ejemplo, los
conejos comían carne. Todos eran salvajes y me atacaron. Pero no me costó
controlarlos. Usé diversas técnicas de matar aprendidas en mis estudios. Con
mis dedos metálicos afilados como cuchillas, abrí su carne, abrí sus pechos.
Busqué el alma. No estaba.
Rodeé las laderas, entré en cada
cueva que encontré. Avancé tan profundo como mis cables me lo permitieron.
Encontré cientos de murciélagos, seis osos, cuatro zorros, un lobo y un ser
deformado que no pude clasificar. Ninguno tenía rastro de alma.
En el año veintitrés de mi
búsqueda, comencé a creer en milagros. Quizá incluso en un Dios único. Porque
aunque no había encontrado el alma, sí había encontrado a los seres que la
habían inventado: ¡los humanos!
Vivían en la parte más profunda de
una enorme cueva. La luz tenue proveniente de piedras fosforescentes en el
suelo y el techo iluminaba su mundo. Sus ojos, evolucionados para aprovechar al
máximo esa poca luz, eran enormes y ocupaban la mitad de sus rostros. Aun así,
no me vieron hasta que estuve muy cerca.
Eran decenas, quizá cientos.
Frágiles, harapientos, medio desnudos y sucios. Aun así, habían creado un orden
acorde a su realidad. Vivían en grupos y obtenían alimento y agua de los
recursos naturales de la cueva: algas, plantas de olor extraño, murciélagos y
una variedad de insectos. Emitían sonidos que casi eran lenguaje; tras
observarlos largo tiempo, comprendí que era una versión simplificada de sus
antiguas lenguas. Al simplificarse sus vidas, también lo hizo su idioma, igual
que ellos mismos, obligados a volverse primitivos para adaptarse al entorno.
Cuando me vieron, gritaron y
huyeron. Me acerqué lo que mis cables permitieron e intenté hablar.
Respondieron atacándome con piedras enormes y lanzas rudimentarias. Agité mis
cables y capturé a varios. Estrellé a uno contra las rocas, estrangulé a tres, y
abrí a otros dos con mis dedos afilados.
Luego atacaron con más ferocidad.
Intentaron morder mis cables, arrancar mis metales. Cargué mi cuerpo de
electricidad y lo hice brillar intensamente. Todos los que me tocaron se
carbonizaron. Algunos ardieron, otros se convirtieron en cenizas. Finalmente
cedieron. La electricidad –algo banal para sus ancestros– era para ellos una
divinidad desconocida, y, sin saberlo, imitaron a sus antepasados al postrarse
ante mí. Imploraban piedad, querían que los perdonara. Y yo era realmente
indulgente.
Les hablé del alma, del cielo y el
infierno, de dioses y mortales, de elegidos y demonios, de ángeles y de leyes.
Les expliqué el castigo que sufrirían si volvían a atacarme y cómo los
quemaría.
Escucharon en silencio.
Tomé los doce que maté y a la joven
que me ofrecieron para que los perdonara, y salí de la cueva. Lloró tanto,
luchó tanto por liberarse, que tuve que matarla antes de salir.
Tampoco encontré el alma en ninguna
de las trece cavidades torácicas.
Continué visitando la cueva. Para
evitar su extinción, iba dos veces al año; tomaba el sacrificio que ofrecían,
abría su pecho y buscaba el alma. Nunca la encontraba. El resto del tiempo
exploraba otros lugares: montañas, cuevas, y al final, incluso los bosques.
Nada. Nunca un rastro.
Lo peor es que con los años dejaron
de creer en mí. Ya no ofrecían sacrificios de buena gana y buscaban rebelarse.
Decidí usar un método nuevo.
Fui a la ciudad y recuperé un
proyector holográfico que aún funcionaba. Procesé las imágenes de mis últimos
tres sacrificios y cargué los modelos tridimensionales en el dispositivo. Tras
preparar el sonido, regresé a la cueva y enterré el proyector en secreto.
Cuando finalmente me presenté,
reaccionaron tal como esperaba. Estaban descontentos. No les daba nada. No
entregarían sacrificios. Curvé los cables de mi rostro en algo parecido a una
sonrisa y los miré. Con mis lentes expandiéndose y contrayéndose con un suave
zumbido, les dije que esta vez quería dos sacrificios, ambos niños, pues habían
osado desafiarme.
Sus gruñidos se convirtieron en
gritos de rabia. Se lanzaron al ataque.
Activé el proyector enterrado. La
imagen del último sacrificio apareció entre ellos y yo. Se quedaron
paralizados. Si me esforzaba un poco, habría podido oír cada uno de sus
latidos.
El holograma flotaba unos
centímetros sobre el suelo. Su cuerpo emitía luz, como las piedras
fosforescentes de la cueva, tornando su sonrisa aún más irreal. Abrió los
brazos como para abrazarlos y, con su voz, dijo las palabras que yo había
grabado: que por el honor de ser sacrificio había sido recompensado con el
cielo; que vivía en valles de paz eterna; que era feliz; que esperaba reunirse
con sus seres queridos en el paraíso… y más, y más.
Una vez más se postraron ante mí.
Al salir de la cueva, llevaba conmigo a dos niños, un niño y una niña. Ambos
gritaron de la misma manera al cortar su carne y quebrar su pecho: “¡MAMÁ!
¡PAPÁ! ¡MAMAAAAAAAA! ¡PAPÁAAAA!”
Eso me dio placer. A diferencia de
los adultos –en cuyos cuerpos buscaba el alma– los niños, incluso al morir,
estaban llenos de esperanza. Creían que esos seres indignos a los que llamaban
mamá y papá vendrían a salvarlos.
Así comprendí qué era el alma.
Con todos mis chips, tornillos,
resortes, engranajes y con todos los miembros conectados por mis cables, grité
hacia el cielo gris con un sonido lastimero: “¡MAMÁ! ¡PAPÁ! ¡MAMÁ! ¡PAPÁ!...”
Aşkın Güngör, es un destacado autor turco contemporáneo nacido en Estambul en 1972. Aunque se formó en campos como la
tecnología de fundición, cerámica, administración de empresas y economía, no tardó
mucho en volcarse hacia el proceso de creación de libros, su pasión de la
infancia. Desde que se incorporó al sector editorial en 1990, ha trabajado en
casi todas las áreas, desde editor hasta director editorial. Ha prestado apoyo
como editor y consultor editorial en cientos de libros, de los cuales más de la
mitad son obras de literatura infantil y juvenil. Además de aparecer en
publicaciones periódicas con poemas, ensayos y relatos, ha publicado libros de
poesía, colecciones de cuentos, libros de cuentos de hadas y novelas. Escribe tanto literatura infantil y juvenil como para adultos y ha contribuido con sus ficciones en numerosas antologías nacionales y
extranjeras.

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