Victor Lowenstein
Me arrastran por las calles, me llevan… dos de ellos me sujetan por los brazos tironeando de mi cuerpo; los demás nos siguen insultándome, maldiciendo mi existencia y celebrando mi próxima muerte.
Todo el pueblo ha decidido mi condena. Todos. Porque todos piensan como un solo ser, hombres, mujeres y niños. Ellos también proclamaron mi sentencia. Calígula anhelaba un pueblo con una sola cabeza para cercenar un único cuello con su espada… Yo soy esa cabeza y el pueblo es un emperador romano y mi cuerpo es un Heliogábalo arrastrado por estas calles. Me suben por la pendiente que antecede la estación de trenes. Es un trecho escarpado, lleno de piedras que me laceran la piel pero los que me llevan tironean todavía más de mis brazos, respondiendo al apuro y la histeria de la mayoría. Protesto, pero mis gritos son silenciados por la vocinglería de una multitud que nos acompaña gritando y portando antorchas como si de una maldita procesión religiosa se tratara…
Pensar que hasta ayer eran cristianos devotos. Asistían a la parroquia y comulgaban cada año. Ponían flores a los pies del Jesús del altar… y se persignaban, como quizás lo vuelvan a hacer algunos de ellos después que yo muera, para lavar su pecado o quizá creer que la divinidad aprueba los homicidios.
Pensar que soy uno de ellos. Al menos lo fui alguna vez, aunque pronto deje de serlo. Soy parte de este pueblo; aquí nací. De hecho, fui uno de los tantos niños que acompañó a sus mayores en una de las “procesiones” que no se daban en los últimos treinta años atrás, por lo menos. Hallaron culpable a un fulano de ni recuerdo qué crimen, y lo condenaron por un tribunal popular a morir en la estación, también. Lo llevaron como a mí me llevan; los otros los seguían como yo lo seguí junto a los demás niños, calles adelante, cuesta arriba, camino abajo hasta las vías… reíamos locamente, era… una especie de celebración. La gente iba cargando antorchas y riendo a gritos rumbo a la estación, luego… se detienen mis recuerdos. Los niños quedamos atrás. No querían que viéramos lo que estaba por ocurrir. No sospechábamos que…
Volví hace muy poco al pueblo. La mayoría no me reconoció. Unos pocos sí, pero ni por ellos fui bien recibido. Estaban en medio de una epidemia, lo único que pude sonsacarles fue que apenas unos días antes de mi llegada todos empezaron a enfermar de una peste que les llagaba la piel y cubría el cuerpo de costras grises. Ya habían caído algunos muertos y se hallaban aislados de la ciudad, o sea indefensos. El confinamiento los volvía violentos. Reaccionaban a la adversidad cual ratas atrapadas en la trampera. Se agredían unos a otros; las mujeres entre sí, y a sus hijos, y los hombres las golpeaban en medio de cualquier calle. Eran una turba de animales, animales enfermos.
Uno de esos animales, posiblemente el párroco, fue quien sugirió que mi llegada era la causante de la epidemia. Sigue siendo una autoridad en un pueblo tan pequeño; les hizo decidir a todos mi culpabilidad y mi destino. Tras una parodia de juicio, en el cual alegué que la enfermedad preexistía a mi arribo, me sentenciaron a morir en la estación de trenes. No querían argumentos. Querían sangre, muerte, expiación a sus pecados.
Por eso es que fui golpeado, reducido y por eso es que me arrastran por estas calles que me vieron crecer hasta la estación de trenes que me verá morir… muy pronto.
Me arrastran, me patean… partí hace tiempo a la ciudad para estudiar leyes. Anhelaba diferenciarme de la ignorancia reinante que se extendía en esta comunidad donde lo que hoy se extiende es una peste que bestializa a todos por igual. Creo ser el único no infectado aún. Hubiera deseado ser quien civilizara estas gentes. Son ellas quienes halan de mí como de un perro sarnoso, al que hay que ultimar bárbaramente. Ahora soy eso en lo que me aterraba convertirme… un perro atrapado en una jauría salvaje, víctima de un populacho degenerado por la enfermedad.
Se detienen en la explanada, sobre el paso a nivel. Ya se puede observar la terminal. Odio esa palabra. Están agitados, se pasan botellas de aguardiente. Sonríen tontamente con las mejillas reventadas de pus que gotean sangre que les baña las mandíbulas descarnadas… gritan igual, gritan inarticuladamente los hombres, histéricamente las mujeres; gritan los niños a quienes nadie cuida pero es una sola voz que se alza entre las demás y anuncia, roncamente: “once menos cuarto”. Mi pueblo hace silencio. Saben lo que significa. Tanto como yo.
Nuestras miradas descienden desde el cerro hasta el panorama que se abre al pie del terraplén. Es la estación. Las líneas férreas brillan bajo las luces de los postes de cercado, como los focos de un maldito gueto. La estación es un campo de exterminio; un patíbulo y una última parada antes del infierno. Siempre fue así. Una vez a la semana pasa el tren de carga a las once de la noche. Nunca se detiene; pasa de largo con sus traqueteos, silbidos y humaredas pestilentes como aire de rastros. Cruza las vías sacándole chispas a los rieles, veloz, implacable, mortífero a veces. Porque todos aquí sabemos que sólo a veces el pueblo viene a hacer justicia. Es al tren y a su justicia inapelable que se le entrega un chivo expiatorio de turno. Es casi una tradición aceptada. Esta noche el pueblo viene a cumplirla, para intentar con ello alejar sus propios demonios.
Los veo. Desde el suelo y de rodillas con ambos brazos aferrados por manos sucias y aguerridas. Es un espectáculo horroroso. Sus caras están en pleno proceso de descomposición. El cabello se les cae a mechones, a hombres y mujeres por igual. La piel de sus rostros supura esa cosa gris, ese pus repugnante. Lo peor son sus ojos. Se les ponen transparentes, pierden la visión y deben girar con violencia las cabezas para orientarse, para guiarse por el oído…
Ahora todos giran sus cabezas histéricamente. Sus pobres miradas se dirigen hacia el norte, por donde llegará el tren. Un silbido lejano lo anuncia y su luz es perceptible desde la lejanía.
El párroco maldito me mira con uno de sus ojos traslúcidos. El otro debe conservar aún la visión, pues le acerca el reloj pulsera de su muñeca y declara, con la voz ronca, dirigiendo el rostro a la multitud primero, luego a mí: “once menos diez”. Todos saben, sabemos lo que eso significa. A las once pasa el tren, como cada semana. Implacable. En diez minutos estará aquí.
Es ineludible, inevitable, nada lo detendrá. El convoy en marcha es un ángel de la muerte con una espada de acero en cada mano y un ojo de luz en el centro. Un ángel verdugo. Pasará, pero antes me arrastrarán lo que falta para el borde del andén, unos veinte metros nada más, y seré arrojado bajo las ruedas de acero que triturarán mi cuerpo al instante. No puedo saber si moriré inmediatamente o si sufriré largos instantes de agonía. No lo sé y no saberlo me hace temblar de horror… Miro sus rostros convulsos; la piel se les cae revelando esa podredumbre gris y verdosa bajo las mejillas. Las encías negras, los ojos en blanco… están enfermos y muriendo. No me sirve saberlo; todavía conservan la fuerza y los instintos salvajes del populacho. Tardarán días en morir y a mí me quedan menos de diez minutos para perecer a manos de estos brutos.
Lloro de indignación. Mi rabia puede tanto o más que mis miedos. Si tiemblo también es de rabia. Me alzan y llevan otra vez. Un nuevo silbido del tren, más cercano los aviva; entre gritos de rabia o júbilo me arrastran el último trecho que falta hacia el andén.
Trato de demorar el fin cercano. Fijo mi atención en cada traspié, cada tramo que avanzamos pretendiéndolo más extenso y lejano en el tiempo. Me dejo deslumbrar por los focos eléctricos negando su fugacidad, queriendo evitar que transcurra lo inevitable, lo destinado a suceder… No sé cómo llegamos tan rápido al andén. Las luces del cruce están en rojo, por las vías… el silbato truena atrozmente cerca, un grito que puede ser mío resuena entre los otros… por las vías se acerca la gran máquina con su ojo encendido. Llega hasta aquí… se aproxima…
Ya viene el tren… se acerca…
Las manos me arrean con mayor premura mientras mis piernas reptan miserablemente en el suelo. El humo penetra mis pulmones. Quema mi garganta. Ya no puedo hablar. Apenas respiro y de todos mis sentidos solo conservo la vista. Son estos ojos obnubilados los que sigue cegando la luz blanca, la luz del vagón motor, el ojo del monstruo que llega para devorarme. La voz ronca acaba de decir: “once menos cinco” o creí oírla entre los ruidos del tren y el griterío de estas bestias que me rodean… el alboroto es caótico, no veo bien ni puedo pensar con claridad. Están a punto de…
La voz ha vuelto a bramar entre la barbulla de una multitud que parece que empezara a disgregarse. Apartan a los niños fuera del espectáculo. La voz ha dicho: “once en punto”. Le respondió un silbato menos agudo y estertores de gritos que se extinguen en el aire cargado de humo…
No entiendo qué ocurrió. Las manos me siguen aferrando. La formación de vagones pasa frente a nosotros y los veo uno a uno. Siento en las mejillas la ráfaga del convoy y cuando miro las vías, el tren se ha alejado rumbo a la próxima estación.
Miro alrededor. Hay menos humareda, menos gentío. Las manos de los brutos que ya no gritan, resuellan apenas, me siguen aferrando. Hay un destino que se niega a cumplirse y ellos lo saben o intuyen, acaso. Escucho el silbato de un tren. Desesperado giro el rostro en dirección contraria, de donde llegan las formaciones, por el norte. Y lo veo. Es el carguero de las once, como cada viernes, como cada semana… mis ojos se encandilan ante el ojo luminoso de la máquina, el estruendo del silbato me ensordece otra vez… ¡una vez más! Las manos me aferran con más fuerza y la multitud ambula por el andén como sonámbulos. Jadean, giran sus cabezas desorientados, tampoco comprenden; o seré yo quien no comprende lo que pasa… el pastor nos despabila con su voz bíblica: “las once y cinco, ya”.
Viene el tren. Se acerca. Ahora las manos me alzan por los sobacos y mi cuerpo es arrastrado al borde mismo del andén, al filo del vacío por sobre los rieles; mis pies se agitan sin encontrar el piso. No puedo gritar, aunque quisiera. Esa luz…cierro los ojos.
¡Ha pasado! Ha pasado por mis narices, he vuelto a sentir el hedor del acero raspando mi cara, el vértigo rampante…
Es un alivio verlo alejarse. Un silencio repentino llena la estación ahora. Algunos murmuran cosas muy por lo bajo; yo alcanzo a escuchar la brisa en las hojas de los árboles que rodean los cercos. Sé que pasará. Todos estos condenados que me rodean son el único presente que se perpetúa inexplicablemente. Quizá ellos estén provocando, sin saberlo, tan insana agonía, una agonía compartida, pues en definitiva todos vamos a morir aquí. O estamos muriendo ahora mismo, o ya estamos muertos. Es posible que lo estemos… ¿posible? Que las ruedas de acero hayan destrozado mi cuerpo en el último convoy de las once; que se repita la secuencia por capricho de un destino tan insano como este pueblo.
“Once y cuarto” ruge la voz del pastor, antes que su boca derrame un vómito de bilis y sus mejillas se deshagan en cuajarones grises que caen de un rostro que se vuelve irreconocible. Recorro con la mirada neblinosa el paisaje de caras que la humareda me permite ver. Todos iguales. Máscaras que se descomponen y caen sobre el andén; cráneos que se desprenden de tejido y piel hasta quedar en osamenta pura; restos humanos suspendidos en algún lugar entre la agonía y la muerte…
Veo muertos. Estamos-todos-muertos, pienso. ¿Lo estamos? Apenas puedo ver pero veo muertos a mi alrededor, veo hasta que mis ojos encuentran la luz que viene por las vías, la luz del norte, con su silbido y sus humos grises. Es el tren de las once. Ya viene, ya llega. Vuelve a pasar por donde ha pasado, y los hombres que me sujetan se preparan para arrojarme a los rieles… donde ya me habían tirado o debían haberlo hecho. Ya no sé. El tren se acerca. Ya viene.
Otro flash. Nueva ráfaga de viento metálico azota mi faz en tanto las manos me siguen sujetando. De nuevo pasa el bólido dejándome azorado y sin orientación. Se hace silencio. Luego un gorgoteo que parece querer decir algo como “once y…” tal vez ya sea medianoche. La fatiga taladra mi cabeza y ya no siento mi cuerpo. Soy algo que alguna vez fue un hombre con vida y ahora no estoy seguro; soy algo sostenido por manos anónimas de muertos que esperan mi muerte… siento temblores inefables en mi carne anestesiada. Hay retumbos en mis oídos. Giro mi cara hacia el norte. La gran luz. Es el tren de las once. Avanza raudamente a lo largo de las vías; se huelen sus humaredas y se escucha el traqueteo de los vagones y luego el silbato. Los hombres que me sujetan zamarrean de mi cuerpo y me arrastran al borde del andén… otra vez. Ya viene el tren… se acerca… llega… me arrastran… ¡Dios mío! ¡No otra vez! ¡El tren! ¡El tren!
Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”. Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird, y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.
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