miércoles, 1 de mayo de 2024

PERDÓN PARA BERTA


Víctor Lowenstein



 

¿En qué piensa Berta mientras hace hervir el agua, preparando el té para padre? Por supuesto, intenta recordar lo afortunada que es. Madre falleció hace cinco años; la vida desde entonces no ha sido fácil, pero sabe que tiene esa casa y su renta por discapacidad y por supuesto, tiene a padre.

¿Por qué sus ojos se han detenido en la hornalla, ahora que ha cerrado el gas? A través de esas lentes de enorme aumento, ahumadas por el vapor de agua, se ha quedado absorta en la imagen de un fuego que se apaga abruptamente. Ayer nomás, aunque pudo ser hace veinte años, Berta soñaba con una vida como la de las demás. Un novio guapo, profesión, hacer una familia. Acariciar alguna de sus muñecas conllevaba el acto mágico de saberse madre y esposa en un tiempo no muy lejano.  

El tiempo es una estafa. Lo sabe ahora. Mientras llena la tetera con el agua hervida convalida con gestos de asentimiento esa verdad fatal. Las burbujas explotan como vidas breves, muertas tras existencias efímeras. Coloca la tapa sellando de algún modo una verdad que la lastima desde esos ojos cansados. La piel reseca de su rostro que acaricia con falso cariño hacia sí misma. “Estoy vieja y fea” piensa Berta, sin equivocarse. Berta, a quien el tiempo ha estafado. 

¿En qué piensa en tanto acomoda una servilleta sobre la fuente, y coloca una sobre otra las tostadas, hasta formar una pila recta que cubre con otra servilleta plegada? En un orden que padre gusta seguir y acatar como norma de vida. En su observancia de las formas, de la higiene, de la correcta manera de presentar el servicio de té. Berta se alisa el chabeau bajo el cuello y la falda plisada en torno a sus piernas. Ya ha limpiado la casa. Ha ordenado las cuentas para pagar; las compras antes de mediodía y la llamada al abogado que le encomendó padre el día de ayer. Se lo recordará seguramente en unos momentos, cuando suba a su estudio con la bandeja del desayuno.

¿En qué piensa Berta al retirar el saquito de té del agua hervida, lo arroja al cesto de basura y vierte el té en la taza, bien oscuro como le gusta a padre? Ah, sí; en el horror que le provocó la semana pasada, que aún le da escozores en la piel. Aquella pequeñísima cucaracha que asomó sus antenas bajo el aparador del comedor. Los gritos de padre, desaforados, coléricos, acusando a su hija de sucia y negligente. Ella se disculpó como pudo, aduciendo que le costaba demasiado esfuerzo agacharse para limpiar bajo los muebles. Pero padre ya le había dado la espalda y volvía a subir a su estudio, para enfrascarse como siempre entre sus papeles y olvidarse de todo lo demás.   

No hay que adivinar en qué piensa Berta, moviendo los labios, cuando echa dos terrones de azúcar en la taza de té. Ni cuando vierte varias gotas de carbamato sódico en la infusión y apura otros dos terrones, revolviendo la bebida vigorosamente con una cucharilla para disimular el amargo sabor del veneno letal. Ni cuando cierra el frasco y lo vuelve a ocultar en la despensa, tras la caja del té.  Ni hace falta entender que ya no piensa nada, al cargar la bandeja sobre sus manos para dirigirse al estudio de padre. Solo hay un instante de reconvención, al llegar al pie de las escalinatas de mármol. Sabe Berta que con su renguera deberá subir muy despacio, como lo hace cada mañana y cada atardecer, para evitar un posible accidente. Solo una vez, hace años, fue que pisó en falso y rodó, peldaños abajo, junto con los enseres y la bandeja, que hizo un estrépito al caer hasta el piso. Alarmado, padre había salido para observarla sin hacer nada, para volverse mascullando una maldición de nuevo a su estudio.

Cuando Berta logró levantar su adolorido cuerpo del suelo para rehacer el desayuno y llevárselo, padre le reprochó como siempre lo hacía. Por su negligencia y esta vez, por una taza rota.

A menudo, Berta sonreía de vergüenza al recordarlo, como sonríe tras haber subido las escalinatas felizmente y sin tropiezos y entra al estudio. Padre ni siquiera nota su sonrisa cuando se lleva un primer sorbo de té a los labios, y termina de escribir con prolija caligrafía una extensa anotación. Parece satisfecho de haberla concluido, y se bebe toda la taza sin haber probado todavía una tostada. Sonríe a su hija, pero son dos sonrisas que no concuerdan, como dos miradas que nunca se han entendido entre sí. La cabeza del anciano cae entonces sobre los papeles, con los ojos muy abiertos. Nunca sabremos qué pensó Berta, cuando aún sonriente se acercó a padre para bajarle los párpados, tomar con curiosidad las hojas manuscritas y leer el testamento entero a su favor, más una carta pidiendo su perdón. Perdón para Berta. 

 

Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015. 

1 comentario:

  1. Ese cuestionamiento en comienzo de parrafo le da mycha sustancia y alimenta el final.

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