miércoles, 1 de mayo de 2024

LA ORILLA DE LA LUNA

Cristian Mitelman

 

 

Las vi por primera vez en el aeropuerto de Salta, en la puerta de vidrio que precede al hall central: siete fotos en blanco y negro. Una de ellas comenzaba a mostrar las marcas del tiempo: los bordes amarillentos denunciaban una largo tiempo de exposición frente a los pasos indiferentes de cientos de viajeros. Pero fue la segunda, contando a partir de la izquierda, la que inició mi nueva vida. (De algún modo tengo que explicar lo que sucedió conmigo ese día, mientras esperaba el regreso a Buenos Aires, donde me aguardaba un matrimonio que estaba en pleno derrumbe y un trabajo absurdo.)

La segunda imagen era la de una joven que miraba con expresión ajena, como si hubiera comenzado a desaparecer mucho antes de perderse fácticamente. El que la había retratado así (¿la madre?, ¿un hermano?, ¿un novio?) parecía entender que el destino de la chica era desvanecerse de este plano de la realidad para convertirse en una mancha difuminada del mundo.

Ya he dicho que tengo un trabajo absurdo. Lo digo porque esto forma parte esencial de mi historia. Soy visitador de una compañía que se dedica a las salsas y al adobo de pizzas. Tengo que ir por las provincias para convencer a otros comerciantes de la bondad de los productos a los que represento. Soy un embajador de objetos. Años atrás quise dedicarme a la pintura. Después de varios talleres y de muestras a las que solo concurrieron los familiares, supe que el universo de la pintura estaba clausurado. Nunca determiné si era bueno o malo. Uno desconfía del juicio de la familia y la fauna pictórica jamás emitió opinión sobre mis trabajos, de modo que los cuadros comenzaron a amontonarse en el sótano de casa.

El último gesto lo tracé una tarde de abril. Bajé al sótano y di vuelta cada cuadro. Decenas de imágenes pasaron entonces a darle la espalda al mundo. Me alegró pensar que existía una ciudadela inversa creada por mí, un mundo ínfimo mostrando su indiferencia a la realidad mayor que la había engendrado.

A pesar de todo, puedo decir algo en favor de la pintura: me provocó una manera diferente de ver las cosas. En un bar, por ejemplo, puedo pasar minutos disfrutando el pliegue de vidrio de una copa. En las calles admiro la sombra que generan los portones de hierro que aún subsisten en San Isidro. Formas mutables: las copas se rompen y son reemplazadas por otras; las sombras de hoy difieren de las de ayer porque el aire refracta la luz con otra intensidad.

Mis ojos acumulan cientos de esbozos que ya no intentaré dibujar. Son una especie de reservorio inútil, un museo íntimo al que yo solo puedo acudir.

Se entenderá que soy un hombre triste. Se entenderá el previsible fin de mi matrimonio. Quise evitar la cursilería de sentirme incomprendido. Isabel me ha acompañado siempre; ha sido la persona que más fervorosamente me ha amado. He presenciado su batalla contra mis silencios; la he visto esforzarse para que continuáramos juntos. Era un trabajo condenado a la erosión. Me conozco demasiado bien. ¿Por qué habría de arruinar su vida?

Y además, viendo aquellas fotos en el aeropuerto vislumbré que mi mundo empezaba ramificarse. Había algo que unía a los siete rostros: la distancia infinita que provocaban en el que se detenía a observarlos con cuidado. Sin embargo, la imagen de la jovencita guardaba una sorprendente familiaridad: yo estaba seguro de haberla visto poco tiempo atrás. Hice memoria; intenté relacionar lugares con fechas: en ese primer esfuerzo no logré nada.

 El avión despegó con tres horas de retraso. Llegué a casa con dolor de cabeza; Isabel (como siempre) adivinó la neuralgia en mi palidez. Me preparó un Migral; fui a ducharme y después cenamos. De noche me desperté a eso de las cuatro; el dolor no había cedido como otras veces. Caminé un poco por la casa; abrí la ventana que da el jardín y entonces, como una pequeña epifanía nacida en alguna galería de la mente, recordé que había visto a la muchacha en el parque General Belgrano. Allí hay una pequeña laguna artificial donde los chicos suelen pasear en botes; en la orilla se vende algodón azucarado, manzanas asadas, chupetines: toda esa clase de porquerías que constituyen una especie de lumpenaje alimenticio. Sí, estoy seguro de que la joven estaba allí. La gente subía en grupo a los botes. Ella, en cambio, estaba sola. Parecía una novia abandonaba que se empeñaba en realizar los viejos rituales del fin de semana. No podía ser otra. No era otra.

Yo deambulaba para hacer tiempo; no quería regresar al hotel muy temprano. Aunque era domingo y debía viajar al otro día, la idea de estar metido en una habitación mirando algún canal de cable me parecía enfermiza. Lo mejor era caminar o meterse en algún café: evadirse como se pudiera.

En los ojos de la chica recordé una antigua pintura. Consulté el tomo primero de la vieja Historia del Arte publicada por Peuser. Es un libro que heredé de mi padre; en todas las mudanzas que tuve siempre fue el que primero acomodé en la biblioteca.

Consulté el capítulo de arte helenístico. Allí encontré unos frescos funerarios que enseñan los rostros de gente común. No eran dioses; no eran generales descendientes de las glorias de Alejandro, sino gente simple pintada para que se conservara algo de ellos a través de los siglos. Había algo vidrioso en aquellas miradas, como un llanto que fluía hacia adentro.

Tendría que haber hecho alguna denuncia, pero a la siguiente mañana el mundo impuso su ritmo. En el trabajo redacté informes, expliqué detalladamente qué productos eran los preferidos en cada zona; cuáles eran las fluctuaciones estacionales en las ventas; qué estrategias habían adoptado las marcas de la competencia y cómo podíamos contrarrestar esas estrategias. Lo que no había logrado en el arte surgía con lamentable facilidad en el área de ventas. Tomaban apuntes, escuchaban lo que decía; los gestos de los ejecutivos aprobaban mis palabras. Me había convertido en mi propia mueca.

Ya en casa me quedé estudiando los frescos milenarios. En otra época los hubiera convertido en un boceto: ahora pasaban a formar parte de ese museo privado que se construía desde el caos.

 

Tres meses después volví a experimentar lo mismo en el aeropuerto de Santa Rosa. Esta vez fue la imagen de un chico que no llegaría a los doce años. Yo sabía que lo había visto en otra ocasión. Y todo convergía en una soledad única. A aquel chico lo había visto en la nada casi absoluta de la ruta que une Mercedes con Iberá. Era de noche, la combi que me llevaba pasó junto a él con una lentitud casi deliberada. Él iba en una bicicleta que me pareció algo antigua, igual a las que se usaban hace tres décadas. Yo tuve una parecida: fue uno de los últimos regalos de Reyes de la infancia. Tal vez por eso me haya llamado tanto la atención. Era ver un recuerdo de mí mismo en un paraje inesperado de Corrientes. Cruzamos las miradas y enseguida nos perdimos.

Ya en Santa Rosa volví a sentir que estaba cometiendo una omisión. Si fuera un buen ciudadano debería ir ya mismo a la comisaría para avisar que el chico está en otra provincia. Pero enseguida vinieron los contrapensamientos con los que buscaba consolarme: La imagen es idéntica, lo que no quiere decir que sea el mismo chico. Además, las fotos son tan borrosas, tan imprecisas, y más estas, que nadie sabe a ciencia cierta cuándo fueron tomadas. Y entre La Pampa y Corrientes median más de mil de kilómetros; no hay ninguna posibilidad de que sea la misma persona…

Por más que las dos corrientes de pensamientos se cruzaran, yo sabía que estaba cometiendo una velada traición.

Tomé el vuelo, me dediqué a la lectura de la revista que provee la compañía, vi fotos de destinos exóticos, hoteles, tragos de todos los colores, atardeceres furiosamente rojizos en no sé qué lugar del Trópico.

Unos días después, mientras cenaba con Isabel, le pregunté cómo desaparecía la gente. En realidad no estábamos hablando de ese tema ni de nada que remotamente tuviera algún punto de contacto, por lo que se quedó observándome con el asombro de quien en menos de un segundo es llevado a un mundo que no le pertenece.              

—Algunos hablan del robo de órganos —dijo entonces—; es algo en lo que no quiero pensar.

—Sí, es una hipótesis lógica, ¿pero alguna vez te pusiste a pensar que cuando nosotros éramos chicos también la gente se perdía? Entonces no existían los transplantes, ni los bancos de órganos ni nada parecido. La gente desaparece desde siempre. En mi barrio se perdió una señora mayor: era la madre de una señora que trabajaba en una fábrica de telas de Barracas. Son esas cosas que pasan de chico y que se quedan para siempre con nosotros. Recuerdo que se hizo la denuncia, que todo el mundo intentó aportar algo (la gente era más solidaria entonces), pero nada. Esa mujer se esfumó y todo quedó en un expediente que alguna vez habrán tenido que tirar.

—¿Adónde querés llegar con todo esto?

—A que hay dos formas de morir: dejar de ser y dejar de estar. Esta gente deja de estar o pasa a estar bajo otro estatuto: una especie de segunda vida, una capa superpuesta a otra. Solo que el que vive esa vida entiende la lógica que media entre la capa anterior y la siguiente.

Admito que el diálogo me sorprendió más a mí que a ella; hacía mucho tiempo que no pronunciaba más de sesenta o setenta palabras en casa. En vano Isabel intentó mantener la chispa de la conversación encendida; sé que buscó algún argumento lógico para continuar, pero lo que dijo me habrá parecido inútil porque ya no necesité seguir indagando. Sin embargo, había aprendido algo: hay personas que dicen tener el poder de la clarividencia. En mi caso tenía la habilidad de dar con gente desvanecida tiempo atrás. Las rutas argentinas (no hablo de las rutas turísticas, esas que son parte de las estadísticas veraniegas en cuanto al movimiento de rodados), sino las solitarias, las que solo visitan los viajantes de comercio o los que viven en la periferia de la realidad, son el lugar donde muchas de esas existencias vuelven a materializarse en una cronología distinta.

Pasaron los meses; Isabel y yo nos separamos sin que mediaran excesivos reproches de su parte. Decidí alquilar un departamento de dos ambientes en Congreso. Era un interno que daba a una boca de luz, hecho que me importaba porque los fines de semana seguía frecuentando mis viejos libros de arte. Además, disponía de un sótano que estaba separado por compartimentos que correspondían a cada unidad. Cuando la casera vio que yo depositaba allí mis viejos cuadros dejó escapar el primer gesto de molestia. Habrá pensado que estaba delante de algún estudiante o de un artista prometedor, lo cual suele traer problemas para el pago de expensas, pero una vez que le dije que me dedicaba al comercio y que los cuadros eran recuerdos de familia (técnicamente estaba diciendo la verdad) se sintió mejor.

La última pintura que acomodé era un autorretrato de mi juventud. En esa época me fascinaban los matices oscuros de Rembrandt, esa noche profunda que se despeña en el fondo de todas las imágenes. Con las pretensiones de la juventud, había intentando un efecto parecido. Al principio uno se contenta con imitar las formas; cree que el cielo es un recinto de imágenes arquetípicas. Lo único que en verdad podía rescatar de aquel cuadro era la evanescencia de las pupilas; una especie de prefiguración de mis años futuros.

Dos días después fui hasta la comisaría barrial por un motivo secreto. En el portón que da a la calle pegan otras imágenes de personas desaparecidas. El oficial que hacía la guardia habrá pensado que estaba por hacer una denuncia o prestar algún dato. ¿Qué hubiera dicho en caso de saber que estaba ahí casi por un motivo estético?

Llegué a casa. Después de mucho tiempo intenté el boceto de uno de esos rostros. Había perdido práctica. No me importó: lo que hacía no era para ser exhibido. Intentaba establecer el común denominador de aquellos ojos.

No sé cuánto tiempo estuve: dos o tres horas. Rompí antiguas hojas canson que había conservado, borré cientos de veces las facciones; era una especie de silencioso delirio sin fe.

Luego fui hasta el teléfono. Habían dejado muchos mensajes: todos eran de la empresa. Me llamó la atención, porque parecía que había asombro en la voz. ¿Sietes días sin aparecer por las oficinas? Se habían equivocado; el miércoles había pasado. O tal vez el martes. Lo cierto es que tenía trabajo adelantado, de modo que no podían quejarse de mi desempeño. Ya había viajado al Oeste de Buenos Aires. El Partido de la Costa me tocaba la siguiente semana. Y los informes, ¿qué podían objetar esos cretinos de mis informes? Eran pequeñas joyas científicas de estrategia comercial. ¿Quién de ellos era capaz de redactar con la precisión quirúrgica de mis palabras? Es cierto, no había pedido el franco compensatorio que correspondía al semestre. Decidí tomarlo como un acto de reivindicación personal. Llamé; previsiblemente atendió una contestadora (ya no quedaba nadie en la oficina central); dije que por unos días no iba a ir, que todo mi trabajo estaba sobre los carriles normales.

Aquella noche fui a Retiro; saqué un pasaje para Basavilbaso (hacía años que quería volver); me quedé en la estación hasta la una y media, momento en que el Chevallier arrancó. Viajé en el piso superior, donde solo había una pareja y una anciana que leía un diario extranjero.

Me adormecí. Fue el auxiliar del chofer quien me despertó.

—Ya llegamos a su destino; tenemos que seguir. ¿Tiene valijas para despachar?

Había ido nada más que con un bolso de mano, lo que hizo que todo fuera breve. La anciana tenía los ojos cerrados; los jóvenes escuchaban música con auriculares. No buscaban nada. Eran felices.          

El micro arrancó y yo me quedé en la más perfecta soledad. Fui hasta uno de los mostradores de información. Había otras fotos. En todas las estaciones hay fotos. Por fin encontré la mía: yo también había ganado esa diáfana acuosidad en las pupilas.

Salí por una de las puertas laterales. La ruta se extendía monocorde y polvorienta entre las tierras blancas. Comencé a caminar.


Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.


1 comentario:

  1. El sindrome de desaparecer, cin una prosa que lo va sombreando mientras el proceso se acrecienta.

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