miércoles, 22 de enero de 2025

BIFICCIONES (CATORCE)

 

HOLDERIN

Víctor Lowenstein & Rafael Martínez Liriano

 

Vemos al hombre que viene a charlar con las estatuas del parque. Las rodea, observando sin discreción cada detalle figurativo; formas humanas ya erosionadas por cientos de lluvias anuales, que dejan al descubierto verdosas vetas de plomo fundido en cada monumento. Sin pudor, entromete sus manos en pétreas axilas e ingles. A ningún transeúnte sorprende. Es experto en no sé qué de las estatuas; se sabe que alguna vez ejerció la museología.  

—Me hablan —jura. Por el tiempo que lleva comunicándose con las moles de piedra, aceptamos creerle. Al terminar cada conversación él conoce las inquietudes de la estatua, sus percepciones profundas; el mensaje que buscan transmitir a los humanos… 

No es un psíquico pero tampoco podría demostrarse lo contrario. Ni es propio de expertos en museos ni esculturas entablar conversaciones con objetos de piedra. Pero ¿qué le dicen? Inquieren los curiosos que animan al buen hombre a revelar sus confidencias con los pétreos ocupantes del parque.  

—Lo de siempre. Que si los de la construcción —su dedo índice señala las obras de la compañía que levanta el edificio en el predio lindero— continúan con las excavaciones, la tierra cercana cederá y se derrumbarán la escuela y el hospital municipal. —Los curiosos ríen; también el hombre ríe pero su sonrisa es amarga; sabe que si caen los edificios mencionados, las pérdidas serían cuantiosas y muchas vidas se pondrían en riesgo. —Se ríen, ¿eh? Pues espero que ellas —señala las estatuas— estén equivocadas, de lo contrario lamentaremos alguna gran desgracia. 

Los días pasan y el hombre continúa con sus conversaciones con las estatuas mientras la gente que pasa sigue viendo su labor con morboso interés.

En la obra aledaña, las cosas marchaban con normalidad hasta que una mañana los transeúntes fueron testigos de un alboroto: desde la calle se escuchaban voces que gritaban con furia, en otras se podía notar la desesperación. Después de mucho indagar por parte de los curiosos, se supo el motivo del alboroto. Unos delincuentes habían destruido parte de los equipos durante la noche, no se sabía ni porqué ni cómo. Precisamente en la víspera de lo ocurrido en la construcción, la gente notó un cambio en el tocador de estatuas. Cierto nerviosismo en su semblante y un distanciamiento entre él y sus amadas moles de piedra y metal. Alguien que se atrevió a cuestionar a nuestro hombre por el cambio en su actitud, recibió estas palabras por respuesta.  

—Siento lo que pasó —dijo el hombre compungido—. Trate de por todos los medios de hallar otra solución, traté de convencer a los dueños de la constructora pero la gente es terca y no escucha razones cuando de dinero se trata. No estoy orgulloso de mis acciones pero al menos me queda el consuelo de que no tenía otra opción. 

—¿A qué tipo de acciones se refiere? —preguntó el transeúnte. 

—Mis acciones están a la vista —dijo el hombre señalando la construcción cercana que ahora estaba paralizada. 

Esta afirmación causó un gran alboroto entre los transeúntes. La policía apresó de inmediato al hombre tomando sus palabras como una confesión, a pesar de que tal confesión carecía de toda lógica ya que, como se pudo comprobar en el informe de los hechos, para un hombre de edad avanzada y fuera de forma habría sido imposible causar tal nivel de destrucción a los equipos y la obra.  

La policía dedujo que el hombre de las estatuas estaba relacionado con lo ocurrido en la construcción aunque no de la manera en la que él decía. Se sospechaba que era la mente detrás de lo ocurrido, lo que no se sabía era quiénes habían sido los ejecutores, quien o quienes eran sus cómplices.  

—Actué solo —repetía el hombre con el semblante tranquilo.  

Después de semanas de interrogatorios y pesquisas, el hombre de las estatuas fue liberado por falta de pruebas en su contra. La fiscalía se topó con un muro infranqueable al no poder hallar a los cómplices misteriosos. La conclusión fue que a pesar de la confesión del hombre se debió a un afán de llamar la atención. ¿La razón? Nadie la sabía; lo que sí estaba claro es que lo había conseguido, su arresto y el misterio del ataque a la construcción hicieron del tocador estatuas un hombre famoso y su advertencia sobre la futura tragedia si la construcción no era detenida, calaron entre la gente iniciando un movimiento ciudadano que terminó con el cierre permanente de la construcción.  

Tiempo después, la gente que pasaba por el parque encontró a aquel hombre de nuevo en su rutina. Palpando, escuchando como siempre pero con más energía. Cuando se le pregunta el porqué de sus cuidados él responde con una palabra. “Agradecimiento”.


PROTOTIPO FALLIDO

Oscar De Los Ríos & Laura Irene Ludueña

 

—Te digo que es así. Tal vez aún no lo sepas, pero esto comenzó hace miles de años…

—Esperá un poco, no termino de digerir lo que decís. ¿Ellos son una especie diferente de la humana, una especie malvada y eso explica todo? No me convencés para nada. ¿Nosotros somos los buenos y víctimas de los malos?

—No, por supuesto que no. Es más sencillo que eso; y por eso más difícil de aceptar. Son un prototipo fallido. Trataré de explicarte. Cuando el hombre se irguió sobre la Tierra y no distinguía el bien del mal, no fue tentado con una manzana, como en el cuentito de Adán y Eva; un grupo de científicos, sobreviviente de una civilización anterior a la nuestra, hizo modificaciones genéticas para que haya hombres y mujeres que, sin la traba que imponen la conciencia, la empatía y falencias emocionales que arrastra el ser humano, prevalezcan sobre los demás. Pero desaparecieron antes de terminar su trabajo y el ser humano dominante quedó a medio hacer, y se mezclaron con el ser humano común. Por eso fracasó Adolf Hitler… y tantos otros.

—Debemos terminar el experimento, ¿o no? Por eso hemos venido a pedir tu opinión. ¿De dónde sacaste esta fábula?

La puerta se abrió de golpe y entró una mujer misteriosa y de mirada inteligente.

—Es cierto, Pablo. Encontramos el laboratorio en la Antártida, a doscientos metros bajo el hielo y nos preparamos para terminar el experimento.

—¿Y por qué me cuentan esto, cuando saben que haré todo lo que esté a mí alcance para impedirlo?

Ana y Manuel intercambiaron una mirada cómplice. Pablo no entendía. De golpe estaban en un laboratorio desconocido.

—¿Dónde estamos? ¿Para qué me trajeron aquí? 

—Ha sido designado para eliminar los prototipos fallidos.

—No entiendo —manifestó Pablo, más asustado que preocupado.

—Los experimentos inconclusos han generado hombres sin empatía por el sufrimiento ajeno, carentes de una conexión genuina con los demás. Sus relaciones, basadas en la manipulación y el control, son tan efímeras como su autoridad. Sin embargo, generación tras generación, se repite la misma tragedia: el poder alcanzado, el abuso, aunque efímero destruye demasiado —agregó la mujer.

 —La lucha es entre la empatía y el ansia de control, entre la luz y la oscuridad. Ahí entras tú en acción —acotó Manuel.

—¿Cómo?

—Usando tu último experimento, eliminarás por completo los seres fallidos alterando sus células y destruyendo su estructura interna. Así será imposible su supervivencia y reproducción

—Mi experimento es para eliminar microorganismos perniciosos, no humanos — respondió Pablo, para agregar súbitamente—: de acuerdo, estoy listo.

Lo había decidido en el momento. Era hora de que lo sepan.

—Entonces comience —dijo Ana con una calidez inesperada—. Encuentre el equilibrio, porque de esa lucha nacerá la verdadera eternidad.

Con una sonrisa siniestra, Pablo activó los dispositivos que había programado para erradicar a aquellos que Manuel y Ana consideraban los mejores de la humanidad. Era el momento de demostrarles que la especie fallida había encontrado, al fin, la manera de apoderarse del mundo. 


LOS POCOS

Gabriela Vilardo & Sergio Gaut vel Hartman

 

Simeón nunca había cerrado los ojos desde que la peste se llevó al último de sus vecinos; había hecho un pacto con la vigilia y las noches eran su refugio, un interminable horizonte de sueños ajenos que nunca podría alcanzar; en su realidad, los cuentos de vida se contaban a través de las sombras que poblaban el pueblo desierto. En el silencio del mundo caído, Simeón se intuía convertido en el guardián de la memoria y cada rincón vacío de la casa era un espacio sagrado. Sin embargo, su misión más delicada era no despertar a Loretta. Así como Simeón no dormía nunca, Loretta dormía todo el tiempo. La había encontrado sumida en el caos, vagando sin rumbo entre las casas vacías, indiferente al sol y la penumbra. Pero cuando la luz de la luna filtraba su brillo a través de las ventanas, y las sombras danzaban alrededor de ella, su mano, en un trance que desafiaba la lógica, trazaba versos en el aire, dejando una estela de gotas iridiscentes. Aunque analfabeta, sus palabras eran deliciosas, hiladas con una dulzura que resonaba en el corazón del silencio.

—Los susurros de la noche me llevan lejos, donde la esperanza florece entre las ruinas.

Simeón, desde su sillón desgastado, la observaba con ternura. Sabía que mientras se deslizaba entre los ecos del pasado, mantenía vivo un destello de lo que alguna vez fue la vida en esa pequeña comunidad, un poema que nunca olvidaría aunque jamás terminara de escribirse.

—Esas dos, la que parece una jirafa y la que la cruza, un cuchillo sin filo, indican que mañana recibiremos una visita. —El niño, que vivía en una burbuja de inocencia, se sentaba en el alféizar de la ventana, observando las nubes que pasaban, formando en su mente configuraciones absurdas y pronósticos de hechos que no podían ser confirmados o refutados.

—¿Una visita, niño? —Simeón tenía paciencia de santo, y escuchaba las profecías sin discutir.

—Una visita, la de una mujer loca y ciega. Llegará mañana —agregó el niño con toda seriedad, suponiendo que revelaba los secretos del futuro mientras que en el pueblo solo quedaban ellos tres tosiendo viejas memorias, años perdidos y poemas insustanciales y evanescentes.

Por eso no debe sorprendernos que la llegada de Branca desatara un estremecimiento. Tal como el niño había augurado, la mujer era ciega y su locura se manifestaba en un comportamiento animal. Delgada y errante, parecía perderse en los laberintos de su propia mente, buscando algo que no existía, un eco de una vida que una vez tuvo, pero que la muerte y la enfermedad habían convertido en un recuerdo quebrado.

Al principio, Branca solo era un susurro en el mundo de los tres personajes. Sus ojos vacíos parecían ver más allá de la realidad, como si pudiera percibir las energías invisibles que rodeaban a Simeón, Loretta y el niño. Algunos días, al caer la tarde, hablaba un lenguaje extraño que parecía más al aullido del viento que palabras coherentes. A menudo, se sentaba en el umbral de la puerta, brindando una compañía salvaje que inquietaba y fascinaba a la vez.

—Los muertos no se van —dijo Branca con una risa que helaba el alma—, están aquí, entre nosotros, esperando el retorno de la vida.

Simeón sabía que solo era cuestión de tiempo. Cuando más temprano que tarde el grupo de inusuales supervivientes se desvaneciera en la nada, no quedaría siquiera la leyenda de que alguna vez había existido la vida sobre el planeta.

—¿Por qué crees que los muertos no se van, si ni siquiera puedes interpretar las nubes para anticipar el regreso de los vivos? —le preguntaba el niño desde la ventana cada vez que Branca se sentaba en el umbral de la puerta. Branca levantaba la cabeza y la movía luego hacia la voz del niño como si con su gesto lo amenazara por el desafío.

—Los muertos no se van —repitió Branca —, están aquí, entre nosotros, esperando el retorno de la vida.

Simeón deambulaba por la casa atento a las conversaciones de Branca y el pequeño, que de pronto, se volvían inaudibles; eso lo desesperaba. Si bien sobrevivía con la certeza de su pronta desaparición, el pronóstico cumplido del niño le había hecho dudar de ella, y temía por los alaridos de Branca cuando la noche llegaba sin anuncio para ella. Solo el niño lograba calmar ese desasosiego describiéndole a la luna, desde la ventana y confirmándole que estaba limpia de nubes que denunciaran el regreso de los vivos. La misma luna que regresaba a Loreta con cuatro o cinco palabras y luego la devolvía al letargo.

—Somos cuatro los vivos de este mundo ahora y por poco tiempo a menos que… —agregaba el niño sin saber qué más decir. Y Branca apenas sonreía con ironía. Caminaba en su oscuridad eterna sin tropezar con nada y no se detenía hasta tocar la cabeza de los que estaban en la casa bajando sus manos a la altura de la nariz para sentir la respiración ajena, hasta provocar en Loretta ese movimiento del brazo que acompañaba sus versos en el aire.

—Los susurros de la noche me llevan lejos, donde la esperanza florece entre las ruinas.

Simeón, con sus ojeras bien marcadas, rogaba que la muerte se lo llevara último porque le pesaban tres responsabilidades: además del niño, Loretta, que soñaba con ecos de su pasado y la memoria de cada espacio y tiempo, sin importarle el destino de Branca, que con su llegada les había terminado de complicar la fragilidad de esas existencias. Simeón pestañeaba y sus pupilas se dilataban cada vez más. Era un duelo entre la vigilia y el sueño que pudo dominar hasta que un amanecer escuchó que el niño contaba muchas jirafas cruzadas por cuchillos sin filos en el cielo nuboso. Simeón vio pasar sin rumbo a Branca murmurando lo inentendible y escuchó a Loreta, que a la vez que se incorporaba, con los ojos abiertos.

—Los susurros del día me acercan a lo que alguna vez fueron ruinas.

Los párpados de Simeón cayeron vencidos.

La ventana se abrió empujada por un silbido extraño que no era viento.

El niño se asomó y vio cómo mujeres ciegas y locas se habían instalado en los umbrales de toda la cuadra y hablaban un lenguaje extraño que parecía un aullido de palabras incoherentes que se yuxtaponían. El cielo despejado le confirmó que pronto muchas Lorettas saldrían a vagar para levantar las ruinas y para que los Simeones descansaran de sus largas vigilias.


ACAMPADA

Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldívar

 

Cuando Murua despertó, se desperezó con lentitud y abrió el cierre de la carpa. Afuera no había nada. El bosque había desaparecido.

—¿Qué sucede? —preguntó Sabrina.

—¡Allá afuera… afuera… no hay nada! —tartamudeó Murua.

No solo era el bosque. La carpa parecía flotar en el vacío más absoluto. En un blanco sin matices, como un universo desconocido al que hubieran llegado de repente.

—¡Qué es esto! ¿Dónde están Alfredo y Raúl? —dijo Sabrina.

—¡No sé! ¡Vamos a morir! —Murua comenzó a llorar.

Sabrina se puso como loca, dijo que mejor se arrancaba los ojos antes de permanecer encerrada para siempre en aquella tienda de campaña, que prefería morir junto a su novio y su amigo en el blanco siniestro que las rodeaba; se apresuró hacia la salida. Murua intentó detenerla, pero su amiga saltó al vacío y desapareció.

Al otro lado Alfredo y Raúl le ayudaron a levantarse. Sabrina les preguntó qué había pasado.

—Nos despertamos y salimos de la carpa, nos vimos rodeados de una claridad extraña, no había cielo, ni piso, avanzamos y aparecimos en el suelo. Al parecer, se trata de un pequeño mundo alterno, situado a pocos metros de nosotros —dijo Alfredo.

—No lo entiendo; anoche, al dormirnos, esa cosa blanca no estaba cerca —dijo Sabrina.

—No te olvides de que el planeta no es estático, el movimiento de rotación debió colocarnos dentro de ese espacio. Se puede entrar y salir con facilidad —dijo Raúl.

—El problema es que dicho universo es muy difícil encontrar. Las hemos estado buscando durante una hora —dijo Alfredo.

—¡Tenemos que ubicar a Murua! Ella todavía está adentro —indicó Sabrina.

—Tratemos de hallarla, ¡pronto! Espero que pierda el miedo y decida salir —dijo Raúl.

Buscaron durante horas, durante días, durante años, y no pudieron encontrar aquel blanco extraordinario.

Murua nunca salió.


EL TÍO LOCO

Fernando Andrés Puga & Luciano Doti

 

—Da lástima, che. Confunde los nombres, se tira pedos, tiene la mirada pérdida. Desde que regresó está así... Yo le pregunto, sí. Lo intenté de mil maneras, pero no hay caso. No logro descubrir qué fue lo que le pasó... Divaga. Habla de una nave espacial, de un hombrecito verde que le sonríe y lo invita subir, y no sé qué otros disparates... Yo no sé. Creo que tendremos que ir a averiguar por nosotros mismos.

Juan escuchó lo que su sobrino le decía a un amigo, harto de que sus explicaciones fueran tomadas como disparates. Lo mejor sería que ellos vivieran lo que él.

Esa noche, ambos fueron a averiguar. Luego, una luz, la nave y una curiosidad más fuerte que el miedo.

Ahora, son tres los que divagan. Hay momentos en que quedan catatónicos y reciben mensajes telepáticos anunciándoles que muy pronto los alienígenas estarán aquí.

 

LA SIMULACIÓN

Diego Pantoja & João Ventura

 

En el laboratorio oculto bajo kilómetros de roca y acero, los científicos observaban el mundo simulado conocido como "Edenia". En este universo digital, millones de habitantes vivían sus vidas sin saber que cada uno de sus movimientos, pensamientos y emociones eran monitoreados y analizados. En Edenia, la figura central de adoración era el "Arquitecto", una entidad omnipotente y benévola que, según sus creencias, había creado su mundo perfecto. Los habitantes construían templos y ofrecían rituales en su nombre, convencidos de que sus plegarias eran escuchadas.

Un día, la doctora Helena Marsh, la jefa del proyecto, decidió introducir una anomalía. Quería ver cómo reaccionarían los habitantes ante la disrupción de su perfecta realidad. Insertó un fragmento de código que desató una serie de desastres naturales. Terremotos, huracanes y erupciones volcánicas sacudieron Edenia. En el templo principal, el sumo sacerdote Orin reunió a los habitantes para rogarle al Arquitecto.

—¡Oh, gran Arquitecto! —clamaban—. ¡Devuélvenos la paz y la prosperidad!

Helena observaba desde su consola, tomando notas sobre el comportamiento humano ante la crisis. Sin embargo, algo inesperado ocurrió. Un grupo de jóvenes, liderados por la rebelde Lyra, comenzó a cuestionar la existencia del Arquitecto.

—¿Y si nuestro mundo no es lo que parece? —preguntó Lyra—. ¿Y si somos solo piezas en un juego más grande?

Helena, intrigada, decidió amplificar la anomalía, forzando a los habitantes a enfrentarse a la verdad. Las simulaciones se volvieron inestables, los cielos se fracturaron y las estructuras se disolvieron en polvo.

El templo se derrumbó, sepultando entre sus escombros al sumo sacerdote y a los fieles que se habían refugiado en su interior.

El caos en el mundo simulado era imparable. Sólo el grupo liderado por Lyra mantenía algún atisbo de comportamiento organizado.

Helena siguió observando con interés el desarrollo de los acontecimientos. Fue entonces cuando Lyra levantó la vista y gritó: «Malditos sean los responsables de este juego infernal. Ojalá les pasara lo mismo...».

Las últimas palabras fueron ahogadas por un ruido ensordecedor cuando una fisura se abrió en el suelo, tragándose a la mayoría de los incrédulos.

Helena se estremeció y presionó el botón que interrumpió la visualización de la simulación.

Las últimas palabras de Lyra habían desencadenado un cataclismo de pensamientos inquietantes en su mente.

¿Y si...? ¿Y si ella misma, sus compañeros, el laboratorio en el que se encontraba no fueran más que el producto de una sofisticada simulación? ¿Cómo podría ser posible demostrar lo contrario?

Un intenso escalofrío recorrió el cuerpo de Helena y, a medida que su conciencia se desvanecía, vio cómo el equipo, las paredes, el techo, el suelo y los técnicos de laboratorio perdían su forma y se convertían en una masa amorfa, luego en polvo que se dispersaba lentamente...


DESFASAJE

Yulia Stepánova & Dora Gómez Q

 

Marsha despertó sobresaltada en un lugar desconocido. El sol apenas comenzaba a despuntar en el horizonte, y a su alrededor se extendía un campo de flores silvestres que nunca había visto antes. No recordaba cómo había llegado allí. Apenas unos momentos antes, estaba en su pequeño apartamento en Kazán, terminando de leer una novela. Sin embargo, al abrir los ojos, se encontró rodeada de un paisaje bucólico, tan lejano de su realidad cotidiana que parecía un sueño.

Mientras se levantaba y sacudía el polvo de su falda, escuchó un ruido a sus espaldas. Giró sobre sí misma y vio que un hombre y una mujer se acercaban a ella. El hombre, de cabello rubio y desordenado, llevaba una armadura medieval que brillaba con el sol naciente. La mujer, con la piel oscura y vestida con un sari colorido, tenía una expresión de perplejidad en su rostro. Ambos parecían tan desubicados como ella.

—¿Dónde estamos? —preguntó Marsha en ruso, esperando que de alguna manera la entendieran.

—Wo sind wir? —respondió el hombre, en alemán, mirándola con una misma expresión similar, cargada de confusión.

हम कहाँ हैं? —preguntó la mujer, en hindi, con voz temblorosa.

Por un momento, el caos del lenguaje pareció insuperable, pero algo extraño sucedió. Marsha, aunque nunca había estudiado alemán ni hindi, entendió perfectamente lo que ambos decían. Era como si, de alguna manera inexplicable, todos estuvieran hablando el mismo idioma.

—Esto es imposible —murmuró Marsha, mientras los tres se observaban con incredulidad—. Preguntaste dónde estamos, ¿verdad? —agregó dirigiéndose a la otra mujer—. Y usted dijo lo mismo, me parece. Es obvio que podemos entendernos a pesar de que cada uno de nosotros habla en su idioma.

El hombre dio un paso adelante.

—Me llamo Johann Bartholdy. Soy caballero del Sacro Imperio Romano. Estaba luchando en una batalla, cerca de Jena, defendiendo el castillo  de Lobdeburg, y de repente aparecí aquí.

La mujer asintió.

—Yo soy Aisha, de Delhi. Compraba especias en el mercado para preparar pollo al curry, que tanto le gusta a mi esposo… y de repente estoy aquí.

Marsha tragó saliva.

—Soy Marsha, de Kazán. No tengo idea de cómo llegamos aquí, pero parece que estamos atrapados en algún tipo de... realidad alterna.

Los tres permanecieron en silencio unos segundos, cada uno tratando de asimilar lo imposible. El viento sopló suavemente, moviendo las flores y trayendo consigo un aroma desconocido pero reconfortante.

Johann Bartholdy, que no sabía lo que significaba “realidad alterna”, buscó instintivamente su arma para defenderse de cualquier enemigo en ese desconocido lugar, miró a las mujeres y  preguntó cómo sería posible que entendiera el idioma de esas esclavas extranjeras.

¡Yo no soy ninguna esclava!, pensó Marsha al “escuchar” los pensamientos del caballero.

—No importa de dónde provengas, el imperio es muy extenso, y con seguridad eres una esclava de Roma —replicó Johann, pero su respuesta les produjo un gran asombro: habían descubierto que tenían otro poder inusual: el de leer los pensamientos, por lo cual fueron cuidadosos con eso en adelante, aunque no fuese una tarea sencilla.

Aisha pensó: quiero  regresar, no me interesa de qué forma llegué a este lugar.

 —Estás equivocada, esclava, si descubrimos cómo llegamos, tal vez sepamos como  volver. Exploremos  por allí —les ordenó el soldado señalando unos picos plateados de montañas que se divisaban a lo lejos, y detrás de las cuales ascendían tres lunas.

¿Y quién te ha puesto al mando a ti?,  pensó Marsha, que ya había incorporado la idea de que no era necesaria la oralidad para comunicarse.

Los tres avanzaron por  valles verdes, frondosos y floridos. El aire  fresco y limpio traía un  ligero olor a especias exóticas que despertó la nostalgia en Aisha.

—¡Ojalá estuviéramos en esas montañas ahora; tal vez del otro lado podamos ver el camino  de regreso a casa! —exclamó la mujer india, y apenas terminó de pronunciar con  palabras su deseo, los tres se encontraron en el acto en lo alto de una de las montañas, desde donde pudieron observar lo que había al otro lado. Era un entorno único, de belleza incomparable, el cielo era de un color lavanda brillante, salpicado de estrellas luminosas que parecían danzar en su vasta extensión. Estaban asombrados y  asustados de haber descubierto que tenían más poderes.

Eso era algo fascinante y desafiaba toda lógica  y entendimiento.

Disimulando el asombro, Johann señaló con su arma el pico de otra montaña más alta, y las alentó a seguir hasta alcanzarlo.

—No es necesario seguir escalando, mejor será descender hacia el otro lado— dijo Marsha disgustando a Johann Bartholdy. Pero el disgusto se transformó en sorpresa cuando, terminada la frase de Marsha, se encontraron de inmediato  en el lugar indicado por ella.

A medida que avanzaban y descubrían qué nuevas  habilidades se manifestaban, surgían mayores tensiones entre ellos, ya que todos parecían querer el control. Johann, por su  parte, comenzó a sentirse amenazado por los poderes en las mujeres y temía que ellas supieran de sus pensamientos hostiles. Fue en ese momento que escucharon un rumor que les llamó la atención; provenía de un vasto océano de aguas cristalinas y turquesas, donde  podían verse criaturas marinas de formas extrañas nadando con gracia. La  playa de arena blanca  brillaba bajo la luz de las lunas, creando un paisaje mágico y enigmático. No obstante, a pesar de la belleza incomparable del lugar, estaban seguros de que escondía secretos y presentían que un peligro los acechaba, por lo que se  mantuvieron alertas.

Por otro lado, Aisha  temía que la discordia entre sus compañeros  los dividiera y quedaran atrapados en ese lugar para siempre, por lo que les propuso llevar a cabo  un ejercicio de  meditación  sincronizada. Creía que, combinado las habilidades adquiridas, podrían tener la capacidad de abrir un portal, ya que un vínculo entre sus poderes podría desencadenar una energía que los transportara de regreso a su mundo de origen. Sin embargo, esta teoría requeriría una sincronización precisa y una gran cantidad de concentración por parte de todos.

Johann, rechazó la propuesta de Aisha, tildándola de ridícula, cuando  de repente, se sintieron sacudidos por una mano invisible que los movía de un lado hacia  otro, y los tres  se  encandilaron por un brillante destello en el cielo.

—¡Despierten, despierten! —les decía una mujer, de vestido blanco y alas plateadas que se agitaban suavemente con el viento.

Los niños despertaron y comenzaron a jugar, el niño  fingía defenderse de enemigos invisibles con una rama petrificada que le había obsequiado un  venusiano, y una de las niñas comenzó a mezclar flores en una caracola que una nereida había olvidado en la brillante playa.

Solo Marsha se quedó sentada, con el ceño fruncido, mirando al vacío, lamentando haber despertado en un nuevo sueño.

 

 

 

 

 

 

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