HOLDERIN
Víctor
Lowenstein & Rafael Martínez Liriano
Vemos al hombre que
viene a charlar con las estatuas del parque. Las rodea, observando sin
discreción cada detalle figurativo; formas humanas ya erosionadas por cientos
de lluvias anuales, que dejan al descubierto verdosas vetas de plomo fundido en
cada monumento. Sin pudor, entromete sus manos en pétreas axilas e ingles. A
ningún transeúnte sorprende. Es experto en no sé qué de las estatuas; se sabe
que alguna vez ejerció la museología.
—Me
hablan —jura. Por el tiempo que lleva comunicándose con las moles de piedra, aceptamos
creerle. Al terminar cada conversación él conoce las inquietudes de la estatua,
sus percepciones profundas; el mensaje que buscan transmitir a los humanos…
No es
un psíquico pero tampoco podría demostrarse lo contrario. Ni es propio de
expertos en museos ni esculturas entablar conversaciones con objetos de piedra.
Pero ¿qué le dicen? Inquieren los curiosos que animan al buen hombre a revelar
sus confidencias con los pétreos ocupantes del parque.
—Lo
de siempre. Que si los de la construcción —su dedo índice señala las obras de
la compañía que levanta el edificio en el predio lindero— continúan con las
excavaciones, la tierra cercana cederá y se derrumbarán la escuela y el
hospital municipal. —Los curiosos ríen; también el hombre ríe pero su sonrisa
es amarga; sabe que si caen los edificios mencionados, las pérdidas serían
cuantiosas y muchas vidas se pondrían en riesgo. —Se ríen, ¿eh? Pues espero que
ellas —señala las estatuas— estén equivocadas, de lo contrario lamentaremos
alguna gran desgracia.
Los
días pasan y el hombre continúa con sus conversaciones con las estatuas
mientras la gente que pasa sigue viendo su labor con morboso interés.
En la
obra aledaña, las cosas marchaban con normalidad hasta que una mañana los
transeúntes fueron testigos de un alboroto: desde la calle se escuchaban voces
que gritaban con furia, en otras se podía notar la desesperación. Después de
mucho indagar por parte de los curiosos, se supo el motivo del alboroto. Unos
delincuentes habían destruido parte de los equipos durante la noche, no se
sabía ni porqué ni cómo. Precisamente en la víspera de lo ocurrido en la
construcción, la gente notó un cambio en el tocador de estatuas. Cierto
nerviosismo en su semblante y un distanciamiento entre él y sus amadas moles de
piedra y metal. Alguien que se atrevió a cuestionar a nuestro hombre por el
cambio en su actitud, recibió estas palabras por respuesta.
—Siento
lo que pasó —dijo el hombre compungido—. Trate de por todos los medios de
hallar otra solución, traté de convencer a los dueños de la constructora pero
la gente es terca y no escucha razones cuando de dinero se trata. No estoy
orgulloso de mis acciones pero al menos me queda el consuelo de que no tenía
otra opción.
—¿A
qué tipo de acciones se refiere? —preguntó el transeúnte.
—Mis
acciones están a la vista —dijo el hombre señalando la construcción cercana que
ahora estaba paralizada.
Esta
afirmación causó un gran alboroto entre los transeúntes. La policía apresó de
inmediato al hombre tomando sus palabras como una confesión, a pesar de que tal
confesión carecía de toda lógica ya que, como se pudo comprobar en el informe
de los hechos, para un hombre de edad avanzada y fuera de forma habría sido
imposible causar tal nivel de destrucción a los equipos y la obra.
La
policía dedujo que el hombre de las estatuas estaba relacionado con lo ocurrido
en la construcción aunque no de la manera en la que él decía. Se sospechaba que
era la mente detrás de lo ocurrido, lo que no se sabía era quiénes habían sido
los ejecutores, quien o quienes eran sus cómplices.
—Actué
solo —repetía el hombre con el semblante tranquilo.
Después
de semanas de interrogatorios y pesquisas, el hombre de las estatuas fue
liberado por falta de pruebas en su contra. La fiscalía se topó con un muro
infranqueable al no poder hallar a los cómplices misteriosos. La conclusión fue
que a pesar de la confesión del hombre se debió a un afán de llamar la
atención. ¿La razón? Nadie la sabía; lo que sí estaba claro es que lo había
conseguido, su arresto y el misterio del ataque a la construcción hicieron del
tocador estatuas un hombre famoso y su advertencia sobre la futura tragedia si
la construcción no era detenida, calaron entre la gente iniciando un movimiento
ciudadano que terminó con el cierre permanente de la construcción.
Tiempo después, la gente que pasaba por el parque encontró a aquel hombre de nuevo en su rutina. Palpando, escuchando como siempre pero con más energía. Cuando se le pregunta el porqué de sus cuidados él responde con una palabra. “Agradecimiento”.
PROTOTIPO
FALLIDO
Oscar
De Los Ríos & Laura Irene Ludueña
—Te
digo que es así. Tal vez aún no lo sepas, pero esto comenzó hace miles de años…
—Esperá un poco, no termino de
digerir lo que decís. ¿Ellos son una especie diferente de la humana, una
especie malvada y eso explica todo? No me convencés para nada. ¿Nosotros
somos los buenos y víctimas de los malos?
—No, por supuesto que no. Es más
sencillo que eso; y por eso más difícil de aceptar. Son un prototipo fallido.
Trataré de explicarte. Cuando el hombre se irguió sobre la Tierra y no
distinguía el bien del mal, no fue tentado con una manzana, como en el cuentito
de Adán y Eva; un grupo de científicos, sobreviviente de una civilización
anterior a la nuestra, hizo modificaciones genéticas para que haya hombres y
mujeres que, sin la traba que imponen la conciencia, la empatía y falencias
emocionales que arrastra el ser humano, prevalezcan sobre los demás. Pero
desaparecieron antes de terminar su trabajo y el ser humano dominante quedó a
medio hacer, y se mezclaron con el ser humano común. Por eso fracasó Adolf
Hitler… y tantos otros.
—Debemos terminar el experimento,
¿o no? Por eso hemos venido a pedir tu opinión. ¿De dónde sacaste esta fábula?
La puerta se abrió de golpe y entró
una mujer misteriosa y de mirada inteligente.
—Es cierto, Pablo. Encontramos el
laboratorio en la Antártida, a doscientos metros bajo el hielo y nos preparamos
para terminar el experimento.
—¿Y por qué me cuentan esto, cuando
saben que haré todo lo que esté a mí alcance para impedirlo?
Ana y Manuel intercambiaron una
mirada cómplice. Pablo no entendía. De golpe estaban en un laboratorio
desconocido.
—¿Dónde estamos? ¿Para qué me
trajeron aquí?
—Ha sido designado para eliminar
los prototipos fallidos.
—No entiendo —manifestó Pablo, más
asustado que preocupado.
—Los experimentos inconclusos han
generado hombres sin empatía por el sufrimiento ajeno, carentes de una conexión
genuina con los demás. Sus relaciones, basadas en la manipulación y el control,
son tan efímeras como su autoridad. Sin embargo, generación tras generación, se
repite la misma tragedia: el poder alcanzado, el abuso, aunque efímero destruye
demasiado —agregó la mujer.
—La lucha es entre la empatía y el ansia de
control, entre la luz y la oscuridad. Ahí entras tú en acción —acotó Manuel.
—¿Cómo?
—Usando tu último experimento,
eliminarás por completo los seres fallidos alterando sus células y destruyendo
su estructura interna. Así será imposible su supervivencia y reproducción
—Mi experimento es para eliminar
microorganismos perniciosos, no humanos — respondió Pablo, para agregar
súbitamente—: de acuerdo, estoy listo.
Lo había decidido en el momento.
Era hora de que lo sepan.
—Entonces comience —dijo Ana con
una calidez inesperada—. Encuentre el equilibrio, porque de esa lucha nacerá la
verdadera eternidad.
Con una sonrisa siniestra, Pablo activó los dispositivos que había programado para erradicar a aquellos que Manuel y Ana consideraban los mejores de la humanidad. Era el momento de demostrarles que la especie fallida había encontrado, al fin, la manera de apoderarse del mundo.
LOS
POCOS
Gabriela
Vilardo & Sergio Gaut vel Hartman
Simeón nunca había
cerrado los ojos desde que la peste se llevó al último de sus vecinos; había
hecho un pacto con la vigilia y las noches eran su refugio, un interminable
horizonte de sueños ajenos que nunca podría alcanzar; en su realidad, los
cuentos de vida se contaban a través de las sombras que poblaban el pueblo desierto.
En el silencio del mundo caído, Simeón se intuía convertido en el guardián de la
memoria y cada rincón vacío de la casa era un espacio sagrado. Sin embargo, su
misión más delicada era no despertar a Loretta. Así como Simeón no dormía
nunca, Loretta dormía todo el tiempo. La había encontrado sumida en el caos,
vagando sin rumbo entre las casas vacías, indiferente al sol y la penumbra. Pero
cuando la luz de la luna filtraba su brillo a través de las ventanas, y las
sombras danzaban alrededor de ella, su mano, en un trance que desafiaba la
lógica, trazaba versos en el aire, dejando una estela de gotas iridiscentes.
Aunque analfabeta, sus palabras eran deliciosas, hiladas con una dulzura que
resonaba en el corazón del silencio.
—Los
susurros de la noche me llevan lejos, donde la esperanza florece entre las
ruinas.
Simeón,
desde su sillón desgastado, la observaba con ternura. Sabía que mientras se
deslizaba entre los ecos del pasado, mantenía vivo un destello de lo que alguna
vez fue la vida en esa pequeña comunidad, un poema que nunca olvidaría aunque
jamás terminara de escribirse.
—Esas
dos, la que parece una jirafa y la que la cruza, un cuchillo sin filo, indican
que mañana recibiremos una visita. —El niño, que vivía en una burbuja de
inocencia, se sentaba en el alféizar de la ventana, observando las nubes que
pasaban, formando en su mente configuraciones absurdas y pronósticos de hechos
que no podían ser confirmados o refutados.
—¿Una
visita, niño? —Simeón tenía paciencia de santo, y escuchaba las profecías sin
discutir.
—Una
visita, la de una mujer loca y ciega. Llegará mañana —agregó el niño con toda
seriedad, suponiendo que revelaba los secretos del futuro mientras que en el
pueblo solo quedaban ellos tres tosiendo viejas memorias, años perdidos y
poemas insustanciales y evanescentes.
Por
eso no debe sorprendernos que la llegada de Branca desatara un estremecimiento.
Tal como el niño había augurado, la mujer era ciega y su locura se manifestaba
en un comportamiento animal. Delgada y errante, parecía perderse en los
laberintos de su propia mente, buscando algo que no existía, un eco de una vida
que una vez tuvo, pero que la muerte y la enfermedad habían convertido en un
recuerdo quebrado.
Al
principio, Branca solo era un susurro en el mundo de los tres personajes. Sus
ojos vacíos parecían ver más allá de la realidad, como si pudiera percibir las
energías invisibles que rodeaban a Simeón, Loretta y el niño. Algunos días, al
caer la tarde, hablaba un lenguaje extraño que parecía más al aullido del
viento que palabras coherentes. A menudo, se sentaba en el umbral de la puerta,
brindando una compañía salvaje que inquietaba y fascinaba a la vez.
—Los
muertos no se van —dijo Branca con una risa que helaba el alma—, están aquí,
entre nosotros, esperando el retorno de la vida.
Simeón
sabía que solo era cuestión de tiempo. Cuando más temprano que tarde el grupo
de inusuales supervivientes se desvaneciera en la nada, no quedaría siquiera la
leyenda de que alguna vez había existido la vida sobre el planeta.
—¿Por
qué crees que los muertos no se van, si ni siquiera puedes interpretar las
nubes para anticipar el regreso de los vivos? —le preguntaba el niño desde la
ventana cada vez que Branca se sentaba en el umbral de la puerta. Branca
levantaba la cabeza y la movía luego hacia la voz del niño como si con su gesto
lo amenazara por el desafío.
—Los
muertos no se van —repitió Branca —, están aquí, entre nosotros, esperando el
retorno de la vida.
Simeón
deambulaba por la casa atento a las conversaciones de Branca y el pequeño, que
de pronto, se volvían inaudibles; eso lo desesperaba. Si bien sobrevivía con la
certeza de su pronta desaparición, el pronóstico cumplido del niño le había
hecho dudar de ella, y temía por los alaridos de Branca cuando la noche llegaba
sin anuncio para ella. Solo el niño lograba calmar ese desasosiego
describiéndole a la luna, desde la ventana y confirmándole que estaba limpia de
nubes que denunciaran el regreso de los vivos. La misma luna que regresaba a
Loreta con cuatro o cinco palabras y luego la devolvía al letargo.
—Somos
cuatro los vivos de este mundo ahora y por poco tiempo a menos que… —agregaba
el niño sin saber qué más decir. Y Branca apenas sonreía con ironía. Caminaba
en su oscuridad eterna sin tropezar con nada y no se detenía hasta tocar la
cabeza de los que estaban en la casa bajando sus manos a la altura de la nariz
para sentir la respiración ajena, hasta provocar en Loretta ese movimiento del
brazo que acompañaba sus versos en el aire.
—Los
susurros de la noche me llevan lejos, donde la esperanza florece entre las
ruinas.
Simeón,
con sus ojeras bien marcadas, rogaba que la muerte se lo llevara último porque
le pesaban tres responsabilidades: además del niño, Loretta, que soñaba con
ecos de su pasado y la memoria de cada espacio y tiempo, sin importarle el
destino de Branca, que con su llegada les había terminado de complicar la
fragilidad de esas existencias. Simeón pestañeaba y sus pupilas se dilataban
cada vez más. Era un duelo entre la vigilia y el sueño que pudo dominar hasta
que un amanecer escuchó que el niño contaba muchas jirafas cruzadas por
cuchillos sin filos en el cielo nuboso. Simeón vio pasar sin rumbo a Branca
murmurando lo inentendible y escuchó a Loreta, que a la vez que se incorporaba,
con los ojos abiertos.
—Los
susurros del día me acercan a lo que alguna vez fueron ruinas.
Los
párpados de Simeón cayeron vencidos.
La
ventana se abrió empujada por un silbido extraño que no era viento.
El
niño se asomó y vio cómo mujeres ciegas y locas se habían instalado en los
umbrales de toda la cuadra y hablaban un lenguaje extraño que parecía un
aullido de palabras incoherentes que se yuxtaponían. El cielo despejado le
confirmó que pronto muchas Lorettas saldrían a vagar para levantar las ruinas y
para que los Simeones descansaran de sus largas vigilias.
ACAMPADA
Alejandro
Bentivoglio & Carlos Enrique Saldívar
Cuando Murua despertó, se desperezó
con lentitud y abrió el cierre de la carpa. Afuera no había nada. El bosque
había desaparecido.
—¿Qué sucede? —preguntó Sabrina.
—¡Allá afuera… afuera… no hay nada! —tartamudeó Murua.
No solo era el bosque. La carpa parecía flotar en el vacío
más absoluto. En un blanco sin matices, como un universo desconocido al que
hubieran llegado de repente.
—¡Qué es esto! ¿Dónde están Alfredo y Raúl? —dijo Sabrina.
—¡No sé! ¡Vamos a morir! —Murua comenzó a llorar.
Sabrina se puso como loca, dijo que mejor se arrancaba los
ojos antes de permanecer encerrada para siempre en aquella tienda de campaña,
que prefería morir junto a su novio y su amigo en el blanco siniestro que las
rodeaba; se apresuró hacia la salida. Murua intentó detenerla, pero su amiga
saltó al vacío y desapareció.
Al otro lado Alfredo y Raúl le ayudaron a levantarse.
Sabrina les preguntó qué había pasado.
—Nos despertamos y salimos de la carpa, nos vimos rodeados
de una claridad extraña, no había cielo, ni piso, avanzamos y aparecimos en el
suelo. Al parecer, se trata de un pequeño mundo alterno, situado a pocos metros
de nosotros —dijo Alfredo.
—No lo entiendo; anoche, al dormirnos, esa cosa blanca no
estaba cerca —dijo Sabrina.
—No te olvides de que el planeta no es estático, el
movimiento de rotación debió colocarnos dentro de ese espacio. Se puede entrar
y salir con facilidad —dijo Raúl.
—El problema es que dicho universo es muy difícil encontrar.
Las hemos estado buscando durante una hora —dijo Alfredo.
—¡Tenemos que ubicar a Murua! Ella todavía está adentro
—indicó Sabrina.
—Tratemos de hallarla, ¡pronto! Espero que pierda el miedo y
decida salir —dijo Raúl.
Buscaron durante horas, durante días, durante años, y no
pudieron encontrar aquel blanco extraordinario.
Murua nunca salió.
EL TÍO LOCO
Fernando Andrés Puga & Luciano Doti
—Da lástima, che. Confunde los nombres, se tira pedos, tiene la mirada
pérdida. Desde que regresó está así... Yo le pregunto, sí. Lo intenté de mil
maneras, pero no hay caso. No logro descubrir qué fue lo que le pasó... Divaga.
Habla de una nave espacial, de un hombrecito verde que le sonríe y lo invita
subir, y no sé qué otros disparates... Yo no sé. Creo que tendremos que ir a
averiguar por nosotros mismos.
Juan escuchó lo que su sobrino le decía a un amigo,
harto de que sus explicaciones fueran tomadas como disparates. Lo mejor sería
que ellos vivieran lo que él.
Esa noche, ambos fueron a averiguar. Luego, una luz,
la nave y una curiosidad más fuerte que el miedo.
Ahora, son tres los que divagan. Hay momentos en que
quedan catatónicos y reciben mensajes telepáticos anunciándoles que muy pronto
los alienígenas estarán aquí.
LA SIMULACIÓN
Diego Pantoja & João
Ventura
En el laboratorio oculto bajo kilómetros de roca y acero,
los científicos observaban el mundo simulado conocido como "Edenia".
En este universo digital, millones de habitantes vivían sus vidas sin saber que
cada uno de sus movimientos, pensamientos y emociones eran monitoreados y
analizados. En Edenia, la figura central de adoración era el
"Arquitecto", una entidad omnipotente y benévola que, según sus
creencias, había creado su mundo perfecto. Los habitantes construían templos y
ofrecían rituales en su nombre, convencidos de que sus plegarias eran
escuchadas.
Un día, la
doctora Helena Marsh, la jefa del proyecto, decidió introducir una anomalía.
Quería ver cómo reaccionarían los habitantes ante la disrupción de su perfecta
realidad. Insertó un fragmento de código que desató una serie de desastres
naturales. Terremotos, huracanes y erupciones volcánicas sacudieron Edenia. En
el templo principal, el sumo sacerdote Orin reunió a los habitantes para
rogarle al Arquitecto.
—¡Oh, gran
Arquitecto! —clamaban—. ¡Devuélvenos la paz y la prosperidad!
Helena observaba
desde su consola, tomando notas sobre el comportamiento humano ante la crisis.
Sin embargo, algo inesperado ocurrió. Un grupo de jóvenes, liderados por la
rebelde Lyra, comenzó a cuestionar la existencia del Arquitecto.
—¿Y si nuestro
mundo no es lo que parece? —preguntó Lyra—. ¿Y si somos solo piezas en un juego
más grande?
Helena,
intrigada, decidió amplificar la anomalía, forzando a los habitantes a
enfrentarse a la verdad. Las simulaciones se volvieron inestables, los cielos
se fracturaron y las estructuras se disolvieron en polvo.
El templo se
derrumbó, sepultando entre sus escombros al sumo sacerdote y a los fieles que
se habían refugiado en su interior.
El caos en el
mundo simulado era imparable. Sólo el grupo liderado por Lyra mantenía algún
atisbo de comportamiento organizado.
Helena siguió
observando con interés el desarrollo de los acontecimientos. Fue entonces
cuando Lyra levantó la vista y gritó: «Malditos sean los responsables de este
juego infernal. Ojalá les pasara lo mismo...».
Las últimas
palabras fueron ahogadas por un ruido ensordecedor cuando una fisura se abrió
en el suelo, tragándose a la mayoría de los incrédulos.
Helena se
estremeció y presionó el botón que interrumpió la visualización de la
simulación.
Las últimas
palabras de Lyra habían desencadenado un cataclismo de pensamientos
inquietantes en su mente.
¿Y si...? ¿Y si
ella misma, sus compañeros, el laboratorio en el que se encontraba no fueran
más que el producto de una sofisticada simulación? ¿Cómo podría ser posible
demostrar lo contrario?
Un intenso
escalofrío recorrió el cuerpo de Helena y, a medida que su conciencia se
desvanecía, vio cómo el equipo, las paredes, el techo, el suelo y los técnicos
de laboratorio perdían su forma y se convertían en una masa amorfa, luego en
polvo que se dispersaba lentamente...
DESFASAJE
Yulia Stepánova & Dora Gómez Q
Marsha
despertó sobresaltada en un lugar desconocido. El sol apenas comenzaba a
despuntar en el horizonte, y a su alrededor se extendía un campo de flores
silvestres que nunca había visto antes. No recordaba cómo había llegado allí.
Apenas unos momentos antes, estaba en su pequeño apartamento en Kazán,
terminando de leer una novela. Sin embargo, al abrir los ojos, se encontró
rodeada de un paisaje bucólico, tan lejano de su realidad cotidiana que parecía
un sueño.
Mientras se levantaba y sacudía el
polvo de su falda, escuchó un ruido a sus espaldas. Giró sobre sí misma y vio
que un hombre y una mujer se acercaban a ella. El hombre, de cabello rubio y
desordenado, llevaba una armadura medieval que brillaba con el sol naciente. La
mujer, con la piel oscura y vestida con un sari colorido, tenía una expresión
de perplejidad en su rostro. Ambos parecían tan desubicados como ella.
—¿Dónde estamos? —preguntó Marsha en
ruso, esperando que de alguna manera la entendieran.
—Wo sind wir? —respondió el hombre,
en alemán, mirándola con una misma expresión similar, cargada de confusión.
—हम कहाँ हैं?
—preguntó la mujer, en hindi, con voz temblorosa.
Por un momento, el caos del lenguaje
pareció insuperable, pero algo extraño sucedió. Marsha, aunque nunca había
estudiado alemán ni hindi, entendió perfectamente lo que ambos decían. Era como
si, de alguna manera inexplicable, todos estuvieran hablando el mismo idioma.
—Esto es imposible —murmuró Marsha,
mientras los tres se observaban con incredulidad—. Preguntaste dónde estamos,
¿verdad? —agregó dirigiéndose a la otra mujer—. Y usted dijo lo mismo, me
parece. Es obvio que podemos entendernos a pesar de que cada uno de nosotros
habla en su idioma.
El hombre dio un paso adelante.
—Me llamo Johann Bartholdy. Soy
caballero del Sacro Imperio Romano. Estaba luchando en una batalla, cerca de
Jena, defendiendo el castillo de Lobdeburg, y de repente aparecí aquí.
La mujer asintió.
—Yo soy Aisha, de Delhi. Compraba
especias en el mercado para preparar pollo al curry, que tanto le gusta a mi
esposo… y de repente estoy aquí.
Marsha tragó saliva.
—Soy Marsha, de Kazán. No tengo idea
de cómo llegamos aquí, pero parece que estamos atrapados en algún tipo de...
realidad alterna.
Los tres permanecieron en silencio
unos segundos, cada uno tratando de asimilar lo imposible. El viento sopló
suavemente, moviendo las flores y trayendo consigo un aroma desconocido pero
reconfortante.
Johann Bartholdy, que no sabía lo que
significaba “realidad alterna”, buscó instintivamente su arma para defenderse
de cualquier enemigo en ese desconocido lugar, miró a las mujeres y preguntó cómo sería posible que entendiera el
idioma de esas esclavas extranjeras.
¡Yo no soy ninguna esclava!, pensó Marsha
al “escuchar” los pensamientos del caballero.
—No importa de dónde provengas, el imperio
es muy extenso, y con seguridad eres una esclava de Roma —replicó Johann, pero
su respuesta les produjo un gran asombro: habían descubierto que tenían otro
poder inusual: el de leer los pensamientos, por lo cual fueron cuidadosos con eso
en adelante, aunque no fuese una tarea sencilla.
Aisha pensó: quiero regresar, no me interesa de qué forma llegué
a este lugar.
—Estás equivocada, esclava, si descubrimos cómo
llegamos, tal vez sepamos como volver. Exploremos
por allí —les ordenó el soldado señalando
unos picos plateados de montañas que se divisaban a lo lejos, y detrás de las
cuales ascendían tres lunas.
¿Y quién te ha puesto al mando a ti?,
pensó Marsha, que ya había incorporado
la idea de que no era necesaria la oralidad para comunicarse.
Los tres avanzaron por valles verdes, frondosos y floridos. El
aire fresco y limpio traía un ligero olor a especias exóticas que despertó la
nostalgia en Aisha.
—¡Ojalá estuviéramos en esas montañas
ahora; tal vez del otro lado podamos ver el camino de regreso a casa! —exclamó la mujer india, y
apenas terminó de pronunciar con palabras su deseo, los tres se encontraron en
el acto en lo alto de una de las montañas, desde donde pudieron observar lo que
había al otro lado. Era un entorno único, de belleza incomparable, el cielo era
de un color lavanda brillante, salpicado de estrellas luminosas que parecían
danzar en su vasta extensión. Estaban asombrados y asustados de haber descubierto que tenían más
poderes.
Eso era algo fascinante y desafiaba
toda lógica y entendimiento.
Disimulando el asombro, Johann señaló
con su arma el pico de otra montaña más alta, y las alentó a seguir hasta
alcanzarlo.
—No es necesario seguir escalando,
mejor será descender hacia el otro lado— dijo Marsha disgustando a Johann
Bartholdy. Pero el disgusto se transformó en sorpresa cuando, terminada la
frase de Marsha, se encontraron de inmediato en el lugar indicado por ella.
A medida que avanzaban y descubrían
qué nuevas habilidades se manifestaban,
surgían mayores tensiones entre ellos, ya que todos parecían querer el control.
Johann, por su parte, comenzó a sentirse
amenazado por los poderes en las mujeres y temía que ellas supieran de sus
pensamientos hostiles. Fue en ese momento que escucharon un rumor que les llamó
la atención; provenía de un vasto océano de aguas cristalinas y turquesas,
donde podían verse criaturas marinas de
formas extrañas nadando con gracia. La
playa de arena blanca brillaba
bajo la luz de las lunas, creando un paisaje mágico y enigmático. No obstante,
a pesar de la belleza incomparable del lugar, estaban seguros de que escondía
secretos y presentían que un peligro los acechaba, por lo que se mantuvieron alertas.
Por otro lado, Aisha temía que la discordia entre sus compañeros los dividiera y quedaran atrapados en ese
lugar para siempre, por lo que les propuso llevar a cabo un ejercicio de meditación
sincronizada. Creía que, combinado las habilidades adquiridas, podrían tener
la capacidad de abrir un portal, ya que un vínculo entre sus poderes podría
desencadenar una energía que los transportara de regreso a su mundo de origen.
Sin embargo, esta teoría requeriría una sincronización precisa y una gran
cantidad de concentración por parte de todos.
Johann, rechazó la propuesta de
Aisha, tildándola de ridícula, cuando de repente, se sintieron sacudidos por una
mano invisible que los movía de un lado hacia
otro, y los tres se encandilaron por un brillante destello en el
cielo.
—¡Despierten,
despierten! —les decía una mujer, de vestido blanco y alas plateadas que se
agitaban suavemente con el viento.
Los
niños despertaron y comenzaron a jugar, el niño fingía defenderse de enemigos invisibles con
una rama petrificada que le había obsequiado un
venusiano, y una de las niñas comenzó a mezclar flores en una caracola
que una nereida había olvidado en la brillante playa.
Solo
Marsha se quedó sentada, con el ceño fruncido, mirando al vacío, lamentando
haber despertado en un nuevo sueño.
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