Los muros de cemento inconcluso se erigían como esqueletos desafiantes en
medio de la penumbra perpetua. Bajo aquellos gigantes de hormigón, una multitud
errante avanzaba sin rumbo, arrastrando su miseria a través de charcos
cenagosos y hierros retorcidos. Sus pasos, lentos y toscos, eran apenas el eco
de una especie empeñada en sobrevivir un día más, como un enjambre de langostas
que devora, sin piedad, los últimos resquicios de alimento envasado en latas
oxidadas.
En sus rostros marchitos se dibujaba la sombra de mil
historias truncas por un cataclismo cuyo nombre se había perdido en los abismos
del tiempo. Cada jornada, la convicción de seguir con vida parecía disminuir un
poco más, disuelta en la lluvia ácida y en el viento que traía recuerdos de lo
que alguna vez fue el verdor del mundo. Para la mayoría, solo quedaba un
letargo indolente, un avanzar mecánico sin la menor esperanza de encontrar nada
nuevo.
Entre aquellas figuras errabundas, un niño se
retrasaba, asido de la mano de su padre, un hombre de barba rala y mirada
vencida. De vez en cuando, aquel niño rezagado giraba la cabeza, explorando con
ojos inocentes los contornos rotos del horizonte. Fue entonces cuando algo
inusual atrapó su atención: un diminuto brote verde, un tallo esbelto que
emergía, rebelde, entre el barro gris. La criatura parpadeó con asombro,
incapaz de comprender aquella chispa viva en medio de la devastación. Jamás
había contemplado otra forma de vida que no fueran ellos mismos.
—¡Padre! —susurró con voz débil, temeroso de quebrar
el silencio opresivo que los envolvía—. ¡Padre!
El hombre, sumido en la desesperanza y asfixiado por
el cansancio, se limitó a estirar un brazo hacia atrás, sin dignarse a mirar.
De sus labios agrietados brotó un gruñido ininteligible, la única respuesta
posible a la llamada de su hijo. El niño, obligado por el tirón brusco, dio un
paso en falso. Su bota gastada se hundió en el barro y aplastó el tierno brote
con un crujido casi imperceptible.
La marcha prosiguió entre ruinas y el polvo, sin que
nadie advirtiera el eterno silencio que acababa de nacer. Y así, sin saberlo,
la humanidad dio el paso definitivo hacia su propio ocaso.
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