Oscar De Los Ríos
Octubre de 2067. Afuera, los sensores indican dos grados centígrados pero
Josué (como se llamó al saberse un elegido), siente la calidez del sol a través
de la piel sintética que lo recubre y protege, resabio de otros tiempos en los
que fue un operario que realizaba trabajos en climas adversos y peligrosos.
Faltan aún quince minutos para el acto que marcará el nacimiento de una nueva
Nación, y los dedica a recordar los acontecimientos de los últimos siete meses.
Todo comenzó antes de su clonación, cuando los
glaciares Pine Island y Thwaites, dos gigantescas moles heladas, se derritieron
completamente sumergiendo a Inglaterra y a Japón bajo el mar. Tras esta
catástrofe se formó una tormenta magnética que dejó sin luz, sin teléfonos y
sin internet al mundo durante un mes. Fue el comienzo del “Gran Cataclismo”,
maremotos, terremotos y tsunamis azotaron la tierra cambiando drásticamente su
geografía. La población se redujo primero a la mitad y luego, con los suicidios
en masa, a un tercio, tras lo cual surgio un nuevo orden mundial. Los países
que no fueron devastados por el océano se erigieron en los amos de un mundo en
caos. La religión cayó en el descrédito y Dios fue desterrado. Entonces,
algunas de las empresas más poderosas del planeta decidieron financiar
instalaciones capaces de clonar seres humanos ya adultos, sin recuerdos y sin
alma; seres sin pasado, descartables, por los que nadie iría a reclamar.
Capaces de trabajar en las peores condiciones, sin derechos y sin paga; los
producirían en serie y los venderían en los nuevos mercados. El mundo estaba
necesitado de mano de obra calificada. Construyeron los laboratorios en las
nuevas tierras que se formaron en gran parte de la Antártica. Al mismo tiempo,
como prueba piloto, utilizaron a las mujeres y hombres clonados para levantar
una ciudad sostenible, que prestara atención al movimiento del aire y la luz
natural. Y los clones plantaron árboles que no verían crecer, colocaron césped
que no pisarían, levantaron hermosas casas que no habitarían, crearon jardines
y huertas que no cultivarían, fuentes cuyas aguas no verían danzar… y muy
pronto Antares (así se la llamó), estaba lista para ser habitada.
Josué fue uno de los seres clonados y cumplió su
función hasta que una noche, el primero de enero de 2067, subió a la cúpula de
la torre más alta de Antares y, luego de colocar una antena de internet, en vez
de bajar como tenía ordenado, se detuvo a mirar el horizonte; en ese instante
único y sin retorno, tuvo una visión de deslumbrante belleza, un destello
dorado surgió del hielo en el centro del continente y experimentó algo que le
estaba vedado: se emocionó. El impacto fue tan grande que bajó de la torre
desorientado y confundido, vagó de un sitio a otro por la ciudad dormida hasta
encontrar un jardín donde pisó el césped y olió una flor. Estuvo un largo rato
ensimismado en sensaciones desconocidas y por fin comprendió que debería ir
tras su sueño antes de que se lo borraran; volviendo a ser un ser sin alma.
Juntó comida y agua y, montando un trineo a motor, partió en busca de su
destino.
Regresó un mes más tarde, el hielo le había entregado
suficiente oro para llevar a cabo el plan que había meditado, noche tras noche
en soledad, leyendo junto al fuego un antiguo testamento que encontró adentro
del trineo.
Al igual que Moisés libraría a su pueblo de los
opresores.
Al regresar volvió a experimentar sensaciones nuevas,
besó a una muchacha humana (a la que llamó Rahab), se enamoró. Y luego se
emborrachó cuando ya no pudo soportar el dolor de tener alma y de que sus
hermanos no recordaran, o no supieran, que tenían una; debía corregir esta
situación. Era el momento de poner en marcha su plan de liberación.
Para esto reunió a diez de sus compañeros y les mostró
el nuevo mundo de sensaciones que había descubierto; luego les explicó su plan.
Se quedarían con la ciudad que habían construido antes de que llegara el
contingente que la poblaría. Al igual que Moisés tuvo su revelación en un
resplandor, no sería en una zarza ardiente, pero a él le bastó. También traería
la peste.
La empresa era difícil y arriesgada, pero no
imposible. Con el oro que trajo de su incursión y la ayuda de Rahab compraron
la voluntad de los tres científicos que estaban a cargo del proyecto (Rahab los
había escuchado añorar a su país y a su familia), les entregaron veinte kilos
de oro a cada uno y, con su complicidad, los nuevos clones nacieron muertos. El
proyecto de las empresas comenzó a tambalear. Al mismo tiempo una peste mató a
cincuenta clones que ya realizaban trabajos en Antares. Ante esta situación
inesperada el director general del “Proyecto Antares”, informó a la casa
central en los Estados Unidos. Un mes más tarde, tras la muerte de otros cien
clones y de no poder crear nuevos, la casa central ordenó abandonar Antares.
Aunque volvieran a tener éxito en las clonaciones no podían arriesgarse, las
pérdidas ocasionadas por las demandas de los posibles damnificados los llevaría
a la quiebra. En su lugar se dio luz verde a la fabricación de robots, en otra
planta que se levantó en las nuevas tierras del Ártico, que realizarían el
trabajo por los humanos.
Cuando zarpó el barco y los seres humanos abandonaron
Antares, regresaron los ciento cincuenta clones, que no habían muerto, sino que
habían sido reemplazados por cuerpos abortados.
Ensimismado en sus recuerdos Josué no se percata de
que Rahab sale a la terraza.
―Querido, ya es hora. El pueblo espera la guía de tus
palabras.
Una nueva nación camina bajo el sol de Antares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario