domingo, 19 de mayo de 2024

UN BESTIARIO EN MI COCINA

Víctor Lowenstein

 

Suena el despertador a las seis en punto en el dormitorio del señor Gutiérrez, quien se despierta, y extiende el brazo con cautela fuera de las frazadas para acallar al aparato sin dañarlo por accidente, ya que sus ojos permanecen aún cerrados. Se toma unos segundos para despabilarse. Sale de la cama procurando que cada pie calce en la pantufla que le corresponde. Ya levantado, saca frazadas y sábanas que sacude en el aire, y rehace la cama hasta que no queda un pliegue sin alisar. Satisfecho, se dirige al cuarto de baño a higienizarse.

Antes de abandonar la toilette, envuelto en un toallón, Pascual Gutiérrez repasa los espejos del botiquín hasta desempañarlos. Luego de revisar que todo el sanitario ha quedado en orden, vuelve al dormitorio para vestirse.

Se toma su tiempo para para seleccionar la ropa y calzado que usará durante el día. Prefiere las prendas almidonadas, que huelan a recién retiradas de la lavandería, y los zapatos lustrados de antemano. Ya trajeado se examina rigurosamente en el espejo de puerta del placard; quita alguna mota de polvo (imaginaria o no) de una hombrera; alisa la corbata y por último comprueba si su cabello está prolijamente peinado. Odia despeinarse. Conforme con la revisión, apresura sus pasos hacia la cocina para prepararse el desayuno.

Allí todo cambia. No le sorprende, pues el cambio viene sucediendo desde hace añares, casi desde que se mudó a ese departamento de soltero que le resultaba tan limpio y discreto.

La cocina está llena de gente, si es que se puede hablar de “gente” en sentido genérico. Humanos o no, sin duda se los puede denominar invasores, aunque sería imposible denunciarlos a causa de sus peculiares naturalezas. Por fortuna para Pascual, no solo no han robado una sola taza o cuchara sino que limitan su estadía al espacio de la cocina. Por alguna razón no pueden o no quieren acceder a ninguna otra habitación del departamento de tres ambientes. Esto supone una ventaja, pero no por ello dejan de ser invasores.

Por fortuna, también, no sucede como en cierto cuento de Cortázar, en el que unos intrusos van tomando las habitaciones de una casa que habitan dos hermanos, hasta desalojarlos de la misma, dejándolos en la calle. Pascual lamenta no tener hermanos. Al menos uno, a quien confiar la extraña situación que lo aqueja. No hay nadie a quien poder consultar acerca del fenómeno que tiene lugar en su cocina. Lo llamarían loco y no sin razón, pues; ¿quién albergaría en una parte de su casa una multitud de criaturas tan raras y diferentes entre sí? 

Al principio, creyó que se trataba de animales pequeños, o insectos grandes. Como esas aparentes libélulas que no dejan de sobrevolar la mesa y posarse en los respaldos de las sillas. Hubo que mirarlas bien de cerca para ver sus cuerpecillos de mujer; esos bracitos rosados unidos a la membrana transparente de sus alas y esas caritas angelicales, para descubrir que se trataba de verdaderas sílfides y hasta avergonzarse de haberlas confundido con vulgares paleópteros.  

O los dragoncillos de doble cola que juegan entre las patas de la mesa; ¡cuidado con pisarlos! Han de ser especies únicas, nada que ver con lagartijas corrientes. Estos pequeñuelos verdosos gruñen y se dan coletazos entre ellos, de puro juguetones que son. Al unicornio y a la mantícora los vio una sola vez asomando tras las puertas entreabiertas de la alacena, lo que no lo inquietó: eran tan diminutos que apenas si hacían ruido al rozar con sus cuerpos los platos y la loza. Justo debajo, en la mesada, sí debió poner orden más de una vez ante los cronopios y famas que se entretienen abriendo los grifos y tirándose agua entre ellos en permanente carnaval. Las verdes y anaranjadas criaturas (verdes cronopios, anaranjadas famas) se divierten de lo lindo resbalando por la bacha de acero mojado y arrojándose agua con las palmas de sus manitas; ¡y cómo ríen! Tanta algarabía irrita a Pascual, que pide silencio como lo haría un maestro en el jardín de infantes, pues cronopios y famas corren el albur de ser niños toda su vida, privilegiados ellos…

Podríamos continuar enumerando especies que habitan la cocina, más los especímenes que se van sumando sin que Pascual lo advierta siquiera; podemos detenernos en los gnomos azules, el niño tritón o el anciano leviatán, por no nombrar a las arquiméndulas, los ortinoflagios o las mancupsias… no vale la pena. Tantas maravillas acabarían por aburrir al lector, de la misma forma que aburren a Pascual.

El único ser que le molesta de verdad y lo irrita sobremanera es el cuasi humano a quien nos referiremos próximamente. Examinemos antes un poco de la vida de nuestro protagonista, el señor Pascual Gutiérrez…   

Trabaja en una oficina céntrica en calidad de empleado administrativo. Sus jefes y compañeros lo consideran un individuo respetuoso, eficiente, algo parco para el diálogo y decididamente maniático para la higiene de su escritorio, que repasa constantemente con toallitas embebidas en alcohol. Fuera de eso, es un modelo de responsabilidad. Cumple sus labores con acostumbrado buen desempeño, se diría que felizmente; ya que su hora de salida de la oficina marca también el comienzo de su tristeza. Con casi cincuenta años de edad, la soledad pesa sobre Pascual Gutiérrez, aunque no es compañía lo que le falta…

Su cocina está repleta de basiliscos que se arrastran, lémures que trepan por las paredes y homúnculos voladores. No es el tipo de compañía adecuada para un hombre, pero el tiempo madura la aceptación de lo que a cada cual toca. Pascual se despide cortésmente del portero del edificio de oficinas en que trabaja luego de la jornada, aborda un primer colectivo hasta un distrito del suburbio, donde baja para pasear largo rato por cierta feria de artesanías en la que a veces adquiere alguna chuchería de puro aburrido; luego aborda el ómnibus hasta su propio barrio, donde bajará para caminar las ocho cuadras que lo separan de su hogar. No le agobia el largo viaje, pues prefiere llegar al hogar lo más tarde posible. Le cuesta enfrentar al “bicherío”, tanto como afrontar el hecho de tener que convivir con una situación tan anómala e inexplicable.

Humano al fin, más de una vez se atrevió a vociferar desde el único ángulo de la mesa en que le permiten ubicarse para la cena: “¡maldito zoológico!”; algunos de los seres lo miraron extrañados, quizá entendiendo el exabrupto, pues es indudable que muchos de ellos poseen algún tipo de inteligencia, como el elfo gris que despega las etiquetas de las latas de conserva y recorta con los dientecillos las letras, con las que arma frases sueltas; todo un lingüista. Finalmente, Pascual aceptó que todo aquello era un bestiario, no un vulgar zoológico. Experiencias y reflexiones ulteriores abonan esa verdad. 

El peor engendro de los que habitan la cocina, verdadero motivo de la angustia de Pascual, el único de apariencia casi humana y no por ello menos desagradable que el resto, es quien le ha sugerido en todo su oprobioso aspecto y manifestaciones el concepto de “bestiario”.

Es un individuo de baja estatura. Va cubierto con una burda túnica que alguna vez fue blanca y que encapucha una faz que sabe ocultar por medio de una grotesca máscara de pájaro, de las que usaban los peregrinos en las procesiones medievales durante la peste negra en Europa. Su rostro es un misterio. No así su voz, pues habla y repite mucho de lo mismo. Va con los pies descalzos y sangrantes a causa del roce de cadenas con que se amarra las pantorrillas. Pascual está cansado de trapear el piso con lavandina por donde pasa el penitente, como le llama al ser que ronda la cocina con su cantilena insoportable. Que proviene del medioevo lo supo por el olor. Cada vez que le pasa cerca desprende un efluvio a podredumbre. Es sabido que en la edad media la higiene no era muy habitual; eso, y la jerga del desconocido terminaron por convencer a Pascual de que se trata de uno de esos predicadores o flagelantes que se paseaba por las aldeas infestadas de la peste negra en la Florencia del siglo trece, instando a las masas a arrepentirse del castigo indudablemente divino.

Repite, constantemente, las palabras o admoniciones peccatore y pentirisi, mezclando latín e italiano, elevando un sucio dedo por encima de la multitud de engendros que transitan la cocina, que Pascual debió concluir que sólo puede tratarse de algún monje perdido de la Italia florentina de Boccaccio en plena peste negra. Como sus monsergas iban dirigidas también al locatario de la casa, Pascual ha tomado en las últimas semanas la prevención de procurarse la biblia que le regaló su madre cuando niño; se trata de una antigua edición Reina Valera con un crucifijo dorado pintado en la cubierta, que logra en el negro monje un efecto similar a la flor de ajo en los vampiros. En cuanto lo ve a través de su máscara, se persigna y aleja todo lo que puede de Pascual, que puede así beber su té o cenar con algo de tranquilidad.

La cena es otro tema, del que el monje medieval no queda afuera. Al volver del trabajo a casa, Pascual se prepara algún guiso que pone a calentar mientras se va a duchar. Al retornar a la cocina, no le es raro ver al penitente husmear la olla levantando un poco la tapa con sus dedos sucios.

—¡Fuera de ahí! —grita Pascual, pues basta un grito para que el encapuchado se aparte al extremo más alejado de la cocina murmurando sus “pagniterae” y “pentirisi” ya con trémula voz; no es lo que se dice un monje temerario. Pascual apaga la hornalla espantando a las salamandras que se han quedado jugando en el fuego y se toma su tiempo para cenar tranquilo entre el siseo de las sílfides y los murmullos de alguno de los cronopios rezagados en la porta vajilla. Al terminar, suele verter lo que quedó en el plato dentro de la olla, que al día siguiente estará vacía. No le preocupa: los restos de una cena son un tributo razonable por mantener cierta convivencia amigable con esa fauna desconocida, monje incluido.

Antes de retirarse a su dormitorio, fija su mirada sobre el penitente, que ha quedado en un rincón junto a la alacena.

 —Alguna vez podrías lavar la olla y el plato, digo —le recrimina—; para mostrar algo de gratitud o por mera cortesía, si no es mucho pedir. —El aludido baja la cabeza encapuchada pero nunca responde, ni cumple el amable pedido de Pascual, que se acostará a dormir resignado, habituado al bestiario del que, sin sospecharlo, es parte.


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015. 

3 comentarios:

  1. Me gustó mucho. tu cuento, Víctor.
    Bestiario en la cocina.
    Es surrealista y, pesar de no tener diálogos, es muy fluida la lectura; lo cuál es muy difícil de lograr.

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  2. Me gustó mucho. tu cuento, Víctor.
    Bestiario en la cocina.
    Es surrealista y, pesar de no tener diálogos, es muy fluida la lectura; lo cuál es muy difícil de lograr.

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  3. Me gustó mucho. tu cuento, Víctor.
    Bestiario en la cocina.
    Es surrealista y, pesar de no tener diálogos, es muy fluida la lectura; lo cuál es muy difícil de lograr.

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