Víctor Lowenstein
Despertarse con los ojos tapados y las manos atadas a la espalda no le produjo a Romualdo más que la certeza de haber llegado a la hora justa para pagar por sus errores. Sus piernas estaban libres; podía hasta patalear en el aire sobre la silla donde lo habían sentado, pero de poco servía. El silencio era casi absoluto. Una cadencia hecha de susurros suaves iba y volvía hacia sus oídos como un oleaje sereno. Romualdo soltó un sollozo sin querer. Friccionaba sus muñecas hasta sentir en la piel la aspereza de una inconfundible soga que lo maniataba por detrás del respaldo. Era tarde para llorar.
Casi un año distrayendo las ganancias fraccionadas de una
mesa de juego lo convencieron de que podría seguir haciéndolo indefinidamente.
“Somos tontos, los vivos” reflexionó con amargura. Había jugado con fuego ese
último mes; Vicenzo venía pesquisando el faltante en su club y tarde o temprano
iba a averiguar de los descuidos que pasaban a las manos de su hombre de
confianza, el mismo que se retorcía las manos anudadas ahora. De haberse
detenido hace unos días, estaría a salvo en algún lanchón del delta planeando
un largo viaje… la angurria lo perdió y estaba donde se merecía, en la silla
donde iba a morir.
Dónde
estarían Montoni, Franco, Luzzeti… siempre estaban cuando pasaba algo. Hubiera
o no hubiera orden de Vicenzo ellos sabían estar en el lugar indicado. Parecía
no haber nadie allí; no podía ver y solo escuchaba un lejano susurrar en medio
de un silencio de aguantadero. Porque tenía que estar en esa cueva que Vicenzo
les prestaba para usar de guarida de vez en cuando. No olía como el aguantadero
conocido. Olor a cemento y tierra húmeda.
Era raro todo; la silla en la que estaba atado se movía; a
un ritmo regular, como si el piso entero se moviera de izquierda a derecha. Era
un piso de madera. Lo constataba con solo sentirlo en la suela de los zapatos.
A lo mejor el bamboleo venía desde adentro de su cabeza. El golpe que habían
tenido que darle para desmayarlo era el causante del mareo que sentía, más allá
del dolor consistente y soportable en su cabeza.
Los ojos… no, no estaban vendados. No sentía la presión de
ninguna venda alrededor de las orejas. Los abrió despacio. Descubrió que el
desmayo, y la fuerte luz de ese lugar le habían obligado a cerrar los párpados
y legañas de lágrimas secas le pegoteaban las pestañas.
Ya podía ver. Delante suyo, una pared. No era la pared de
ladrillos del aguantadero, con su argamasa despareja y gris que tan bien conocía;
olía a cemento, pero era un aroma que se mezclaba con otro olor a malezas y
aguas estancadas, olor que parecía ir de la mano con el bamboleo que hacía
zarandear la pieza, y no su cabeza fatigada.
Era una pared de madera. Rústica, como el techo y el piso
de tablones. El olor a cemento salía de una bolsa abierta y echada junto a la
pared. Al lado había una pala y un balde de chapa.
La cabeza dejó de dolerle. Era otra cosa lo que lastimaba
los ojos, o algo entre los ojos y la realidad frente a ellos. Ese cuarto de
madera solo podía ser una sentina; y el bamboleo, un golpetear de aguas contra
el casco de ese barco o barcaza. Estaba en medio de algún río, y esa era una
mala noticia.
Oyó pasos a sus espaldas. Unos tipos bajaban alguna
escalerita haciendo crujir sus peldaños y pronto los tuvo de frente. Eran
Montoni, Franco y Luzzeti, sus amigos, pero se veían raros. Ninguno reía y los
tres, al unísono, masticaban las puntas de sus cigarrillos echando el humo por
entre los dientes. Romualdo los miró, sin encontrarles los ojos.
No entendía; no entendía porqué Franco, su mejor amigo, le
estaba sacando los zapatos y las medias mientras Luzzeti y Montoni, nerviosos,
revolvían cemento y agua dentro del balde de chapa. No quería entender porqué
no le hablaban y le hacían eso a él; qué era eso de meterle las patas en el
balde gruñendo como perros enojados.
¿Una broma, muchachos? No, si ahora entendía demasiado
bien. Ni Franco ni Montoni se animaban a mirarlo a la cara. Luzzeti sí; el
frío, el metódico Luzzeti le preguntaba con voz de acero si quería algo para el
final.
Por sobre el susurro del oleaje manso, Romualdo le pidió un
revólver. Luzzeti salió y volvió a bajar con un vasito de caña quemada en la
mano. Romualdo no entendió que eso era por piedad y lo bebió, de la mano de
Luzzeti, mientras Franco le sostenía la cabeza y Montoni miraba para otro lado,
ahogando un sollozo.
Los muchachos dejaron pasar quince minutos, entre gimoteos
pueriles y preguntas sin contestar. Es que Romualdo no terminaba de entender;
tal vez, tal vez todo tenía que ser así; en una de esas era lo mejor. En cuanto
el cemento estuvo seco, entre los tres lo subieron a la rastra por la
escalerilla. Puteando y gruñendo lo alzaron por cubierta hasta el borde de la
barcaza y, sabiendo que algo había que decir, lanzaron gritos propios de un
matasiete borracho, auque estaban más dolorosamente sobrios que nunca y,
nerviosos como nunca, dejaron que un inmovilizado Romualdo cayera por la borda.
El chapoteo del cuerpo en el agua sonó como un disparo en el pecho de los tres, que seguían masticando sus colillas. Atardecía en el litoral sombrío. Las aguas continuaban meciendo la barcaza. Los tres permanecieron en cubierta largo rato, sin saber qué hacer y sin animarse a mirar al otro.
Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”. Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird, y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.
Impecable es el primer adjetivo que me nace adjudicar al relato de temática mafiosa de Lowenstein; crudo y angustiante serían el segundo y el tercero.
ResponderEliminarDesde un principio el autor muestra con desfachatez todas sus cartas y condena al lector a conocer de antemano lo inevitable de un final que el protagonista se niega a reconocer en toda su obviedad.
Víctor no nos la hace fácil regalándonos un desenlace rápido, empujándonos a los tropezones por el vía crucis psicológico del condenado.
Terminada la lectura, nos quedamos con el sabor amargo de la impiedad y las últimas luces de un día muriendo en el cielo y sobre el espejo pardo del Río de la Plata.
¡Bravo compañero!