Luciano Lara
Quizás a esta altura no haga falta aclarar que la investigación nunca fue mi fuerte; mucho menos en aquel tiempo en el que a causa de mis carencias de atención se me dificultaba la lectura. Fue por ello que, ante la oportunidad de viajar a Viena, no dudé: el contacto con el espacio en el que transcurrió la historia era la única oportunidad que tendría para entender a quién había sido el hombre que transformó mi vida con su música. Pensaba que posar mis manos sobre su tumba; caminar por las mismas calles que él caminó y visitar algún museo, me pondrían en contacto con él y me darían la luz que una película inexacta y miles de biografías interminables no me habían dado.
Como de costumbre, no tuve demasiada paciencia para hacer averiguaciones acerca de qué lugares debía visitar. Al llegar a la ciudad, me enteré que Beethoven había vivido en más de sesenta casas durante su estadía en Viena y que muchas de ellas ya no existían. La decepción fue total cuando supe que el teatro en el que se estrenó la novena sinfonía había sido demolido; entrar en contacto con la historia del músico se me haría un tanto más dificultoso de lo que alguna vez había soñado. Sin embargo, prisionero de un optimismo casi brutal, tomé mi cuaderno de notas, me recosté sobre el respaldar de la cama y comencé a organizar las visitas. Intenté poner los museos en orden cronológico: “Eroicahaus” (donde compuso su sinfonía N°3); “Heiligenstad” (ahí escribió el famoso testamento); “Pascualatihaus” (compuso la quinta y séptima sinfonía); dejando para lo último, la visita al Cementerio Central.
A la casa de Heiligenstad se ingresa desde un patio interno en el que hay un árbol inmenso; el piso empedrado, colocado de manera no muy simétrica, fue lo primero que me hizo notar que se trataba de una construcción antigua. La vivienda, ubicada unos diez escalones por encima del patio, es luminosa, con habitaciones bastante amplias a pesar de los techos bajos. No hay demasiado para ver acá, pensé mientras recorría el lugar hasta que una máscara del rostro de Beethoven tomada en su lecho de muerte llamó mi atención. Subí el volumen de la música y me paré frente a él.
—Ludwin van Beethoven —susurré mirándolo fijo; la imagen era tan real como el segundo movimiento de la Heroica que sonaba en mis auriculares. El corazón me latía con fuerza. Me perdí en la música y cerré los ojos que a esa altura estaban cargados de lágrimas; esas que la consciencia nunca llega a explicar.
No puedo precisar cuánto tiempo duró aquel estado de trance; una mano que se posó sobre mi hombro derecho me sobresaltó. Al abrir los ojos, a mi lado había un hombre de mediana estatura, cabellos oscuros y tez no muy clara, que me hablaba como si no se percatase de que yo no podía oírlo. Me quité los auriculares de muy mala gana y lo escruté mientras lo maldecía en silencio por haber interrumpido mi glorioso momento.
—¿Me habla a mí? —le dije en un tono un tanto seco, pero amable.
—Estamos solos —respondió con una mueca irónica.
—¿Qué desea?
—¿Por qué llora? —Si bien la pregunta me pareció impertinente, la sorpresa fue tal que no llegué a tiempo a reaccionar:
—No puedo controlar la emoción que me provoca estar frente a…
—Un hombre común —interrumpió mientras señalaba la máscara con su palma derecha y posaba su antebrazo izquierdo en la parte posterior de la cintura.
—¿Cómo se atreve? —pregunté elevando el tono.
—Aquí todos dicen conocer la historia, pero solo son unos miserables que no saben nada —siguió sin siquiera detenerse en mi estado de ánimo—. No hay un solo hombre en la tierra que haya podido comprender la cruda verdad.
—Mire, señor —le dije mientras clavaba una mirada furibunda en sus ojos grises—, yo no sé quién es usted y qué hace aquí hablando…
—Tranquilo —volvió a interrumpirme mientras posaba nuevamente su mano en uno de mis hombros—, su rechazo es lógico, pero carece de importancia. Más adelante advertirá que está equivocado; todos lo están.
Casi que no podía creer lo que estaba oyendo; por un instante imaginé que mi rostro no estaría reflejando adecuadamente mis sensaciones: el hombre proseguía con su discurso dando por hecho mi interés hacia sus palabras, mientras lo único que yo deseaba era que dejara de hablarme para volver a Beethoven.
—En aquellos años fue la envidia y más tarde, la solemnidad —dijo en un tono firme. Luego se quedó en silencio por unos segundos.
—¿Cómo dice? —pregunté un poco apabullado por esa afirmación que parecía venir de ninguna parte.
—Claro, no lo ve —tiró una frase al aire como si hablara con alguien más—. Digo, que la envidia y la solemnidad son obstáculos entre la verdad y el mundo.
—El mundo en sí mismo —la respuesta me brotó del alma.
—El mismísimo mundo —ratificó. Confieso que a esa altura, el sujeto ya había logrado captar mi atención.
—A ver —dije de modo más amable y relajado—, ¿qué es precisamente lo que usted busca?
—Acompáñeme. —Volvió a apoyar su mano en mi espalda como invitándome a salir de la casa.
Apenas estuvimos en la calle, se adelantó un par de pasos y me hizo señas para que lo siguiera; caminaba rápido y de manera atolondrada. Intenté ponerme a su lado, pero me era difícil mantener el ritmo; no se detenía ante los transeúntes que venían de frente, como si no se percatara de su existencia. Cada tanto giraba la cabeza para asegurarse de que fuera tras él o para soltar alguna frase:
—Por estas calles caminaban los grandes señores, pero hace tiempo que ya no existen, o al menos no los podemos identificar con facilidad —hizo un gesto irónico—; no se crea que el mundo ha cambiado tanto.
Asentí, pero no alcancé a emitir palabra alguna; todo sucedía demasiado rápido y me había quedado sin capacidad de reacción.
—Porque hoy nos quieren hacer creer que han abolido la esclavitud —siguió con su exposición ensimismado—, pero déjeme decirle que esas son puras mentiras. ¡Mírelos! ¿Acaso no se da cuenta de que son esclavos modernos? El mayor de los logros de estos tiempos es haberlos convencido de que son libres.
—Quizá tenga razón —respondí un tanto resignado.
—Ya se lo dije —insistió—, la envidia y la solemnidad.
Al doblar en una esquina, el extraño aminoró el paso. Ingresamos a una plaza, esas típicas de la antigua Europa; de inmediato me recordó a la Plaza Mayor en Madrid. Ya ubicados en un bar, ordenó dos cervezas. Si bien que no me consultara me pareció un tanto desubicado, imaginé que quizá tuviera que ver con las costumbres de la ciudad.
Ambos permanecimos callados hasta beber el primer sorbo; la caminata había sido larga y agitada. Apoyé el vaso sobre la mesa y mirándolo profundo a los ojos, en ese momento verdes, corté el silencio:
—Bueno, ya lo he seguido hasta aquí. Ahora le pido que me cuente su verdad sobre la vida de Beethoven.
—Mire —suspiró un tanto más calmado—, todo lo que tenía para decir ya lo he dicho; han pasado tantos años desde aquella última vez, que le juro que ya no recuerdo cuántos son.
—¿A qué se refiere?
—Bueno —continuó mientras inclinaba el cuerpo hacia adelante—, hay algo en su mirada que lo hace merecedor de una aclaración.
—Disculpe, pero no lo entiendo.
—Y lo que voy a contarle, puede ser aplicado a cualquier cuestión relacionada con la verdad y el mundo.
—El mundo en sí mismo —otra vez la respuesta que me brotó del alma.
—Los seres humanos transitan la vida sin darse cuenta que la verdad está siempre a la vista; que es palpable como la textura de las hojas de un árbol; que para encontrarla, solo hace falta despojarse de la envidia y la solemnidad.
—¿Y Beethoven? —pregunté deseando que no volviera a esquivar el tema.
—Dígame usted —me inquirió elevando un poco el tono— ¿Qué sentido tiene detenerse en el carácter, la personalidad y las ideas de un artista?
—Es lógico que nos interese saber quién es…
—¿Acaso la personalidad, el carácter y las ideas que haya tenido tal o cual artista, a usted le cambia algo?
—No, pero…
—¿Dígame qué sentido tiene analizar desde la consciencia y la razón, algo que surge desde lo más profundo del alma?
La pregunta me dejó sumido en el silencio por unos cuantos segundos; lo que acababa de oír no era ni más ni menos que la cruda verdad. Quizás este hombre parezca un loco, o se comporte con modales poco amables, pensé. Sin embargo, escucharlo me ponía cada vez más cerca de develar la razón de mi búsqueda.
—Tiene razón, carece de sentido —respondí—. Aunque no puedo negar mi interés por saber quién fue.
—Fíjese lo que ocurre —continuó mientras hacía ademanes con las manos—, estos necios miserables creen que pueden concientizar los sentimientos de alguien que jamás lo ha hecho; y para ello, utilizan una herramienta tan limitada como el lenguaje. ¡Por favor le pido que lo entienda! Solo el ser humano es capaz de semejante estupidez. ¡Observe, amigo mío! —elevó la voz captando la atención de la mayoría de los clientes del bar— Ahí están, esclavizados, intentando explicar dónde nació, cómo vivió, cuántos hijos tuvo, si fue pobre o rico, si tuvo una o diez amantes, cómo murió, etcétera.
De repente golpeó la mesa con ambos puños; se puso de pie y abrió los brazos como si fuese un predicador interpelando a todos los presentes:
—¿Acaso no se dan cuenta que ninguna de esas cuestiones tiene que ver con la trascendencia? ¿Pueden ser tan necios?
Observé uno por uno los rostros de los clientes: algunos reían, otros susurraban en secreto o seguían en su mundo sin prestar demasiada atención a mi compañero de mesa, que gritaba como un desquiciado y repartía miradas penetrantes:
—Aquí, a los que nos negamos a aceptar pasivamente la esclavitud, nos llaman locos; cuando la vida se nos acaba y nos negamos a morir, nos llaman genios.
A esa altura, la situación había comenzado a avergonzarme; no estaba psicológicamente preparado para ser el acompañante de un loco que le gritaba a la gente. Ya había escuchado demasiado y era hora de seguir camino. Aproveché su distracción y sin que se diera cuenta, dejé un poco de dinero debajo del vaso vacío y me levanté de la silla. Caminé de manera presurosa hasta salir de la plaza y apenas alcancé la primera avenida, paré un taxi y le pedí que me llevara directo al Cementerio Central.
Los restos de Beethoven están enterrados debajo de un imponente monumento blanco con forma de obelisco. Me senté frente a la tumba del más célebre de todos los músicos y me coloqué los auriculares; había planificado tomarme una hora para escuchar ahí, la novena sinfonía completa. Sin embargo, antes de que pudiera cerrar los ojos, lo tenía nuevamente frente a mí. ¿Cómo era posible que me hubiera seguido si me escabullí sin que se diese cuenta?
—La estupidez humana es tan previsible —dijo en tono reflexivo.
Una sensación de calor insoportable me tomó el rostro de repente; tanta fue la vergüenza que me dejó sin aliento y sin posibilidad de emitir palabra alguna.
—¿Qué es lo que hace aquí? —me inquirió con un gesto provocador — ¿Se da cuenta que no entiende? ¿Qué busca?
—¡Busco a Beethoven! —grité mientras me ponía de pie— Ya se lo he dicho varias veces, pero parece que usted se ha pasado toda la tarde sin prestar atención a mis palabras.
Se me acercó y me tomó de los hombros con ambas manos.
—Yo sé muy bien lo que usted busca —dijo en voz baja, casi susurrando— y lo ha tenido siempre delante de usted; pasa que no ha podido despojarse de la envidia y la solemnidad.
El hombre tenía una mirada penetrante y apasionada; sus ojos, otra vez grises, se habían llenado de lágrimas mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa que me llenó de felicidad; el cuarto movimiento de la novena retumbaba en mis oídos iluminándome el alma. Luego me soltó y sin siquiera despedirse, comenzó a caminar; la música sonaba cada vez más fuerte.
—Gracias —le dije y al dar el primer paso tratando de alcanzarlo, pisé los auriculares que había olvidado tirados en el pasto.
Levanté la vista y volví a caminar hacia él; lo alcancé y le puse la mano sobre el hombro. Se detuvo y me miró a los ojos.
—Gracias —repetí—, le confieso que si usted fuese sordo, hubiera creído que estoy frente al mismísimo Beethoven, incluso sabiendo que han pasado casi ciento noventa años desde su muerte. No quisiera dejar la ciudad sin saber su nombre, amigo.
—Déjeme contarle un secreto —me dijo susurrando al oído—, algo que aún no le he revelado a ningún hombre —hizo una pausa y respiró profundo—: a los que hemos elegido no escuchar al mundo, simplemente porque creemos que no tiene nada interesante para decir, estos necios, nos llaman sordos…
Luciano
Lara es un músico que nació en Quilmes en mayo de 1975, que desde hace unos
años decidió lanzarse a la literatura con una propuesta provocadora. El
contacto con la literatura le llegó casi por casualidad; agobiado por el
trabajo en una corporación multinacional y al borde del colapso, en enero de
2013 durante un viaje a la Patagonia, inspirado por la lectura de los libros Crítica del Oficinismo y Cinco cuentos cobardes, del filósofo
H.G. Johannes (amigo y maestro de Luciano), escribió su primera ficción
"Tránsito hacia la libertad", enseguida la segunda,
"Absurdo" y durante los meses siguientes, las cinco historias que
integran su primer libro, Apasionadas,
editado por Sinergia en 2015 bajo el seudónimo Köller. Desde aquel inicio
literario, en 2013, ha participado de varios proyectos. Uno de sus textos
apareció en Grageas 3, otro en la
antología mexicana Fútbol en breve,
otros tres en Cien páginas de amor,
uno en la antología mexicana Nocauts,
otros tres en Minimalismos y uno en Extremos. Su primera novela, Resistencia, se encuentra en proceso de
corrección.
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