domingo, 14 de abril de 2024

EL VECINO DE ENFRENTE

Lidia Nicolai


Ese día llegué a casa antes de lo acostumbrado. Encontré a Débora enhebrando la máquina de coser y vi una tela de color carmín sobre la mesa del comedor; pone mucha dedicación en su ser modista. Me vio y se acercó a besarme, contenta. Puse a calentar la pava para el mate; nos sentamos a la mesa de la cocina y sonó el timbre. Nos levantamos los dos.

—Voy —dije.

En la puerta encontré un desconocido. Traía en sus brazos a Felipe, nuestro gato.

Quedé petrificado: la cabeza de Felipe colgaba, como separada del cuerpo.

—Lo atropelló una moto, que no se detuvo dijo, y me entregó al gato, mirando por sobre mi hombro hacia el interior de la casa—. ¿Está su mujer? —me preguntó––. Soy Mario, el vecino de enfrente. Acabo de mudarme.

Aclaró esto con una sonrisa acompañada de un “lo siento”; dio media vuelta y cruzó la calle.

Acaricié al gato. Cuando palpé su cuello, supe que lo tenía roto.

 

Débora rompió en llanto al tomar en brazos a Felipe y se sentó.

––Lo crie desde bebé ––dijo, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

Le conté que el vecino había preguntado por ella. Apretó al gato contra el pecho y me miró sorprendida.

Es el tipo que vive justo enfrente de nuestra casa ––expliqué.

No lo conozco —dijo, y se inclinó, apoyando la mejilla enrojecida sobre el cuerpo del gato—. Creo que nunca lo vi. ¿Cómo es?

—Se llama Mario. Tiene más o menos mi edad; es alto, de pelo negro muy enrulado y en la cara…

—Tiene una cicatriz abajo del ojo —completó mi frase sin mirarme y acariciando al gato.

—Entonces lo conocés.

Negó con la cabeza. Todavía llorando, me aclaró que lo de la cicatriz sólo había sido una ocurrencia. Ella a menudo adivinaba lo que yo iba a decir, pero esta vez me hizo dudar. Permaneció callada unos cuantos minutos, siempre acariciando a Felipe apoyado en su falda. Después habló con la cabeza inclinada hacia el animal en tono muy bajo y entrecortado por los sollozos. Le preguntaba al gato si recordaba la muerte del hermano de ella, cómo lo habían estrangulado,

Fue lo único que dijo antes de dar vuelta la cabeza, mirarme, y sobresaltarse. Sorprendida, se llevó la mano a la boca abierta.

—Estás acá —dijo retirando la mano de la boca, y me dedicó una sonrisa cansada.

Me pregunté si habría relación entre la muerte de su hermano y la de Felipe. No era momento de hablar de eso, pero tuve la impresión de que había alguna.  

Desde ese instante, Débora —que hasta ese día era mi Débora— pareció mudarse a un mundo del que no quería hacerme partícipe, un mundo que sí compartía con el gato muerto. Una nube oscura, tan invisible como presente, la cubría. Y la negrura ––yo estaba seguro–– no era sólo pena, sino también terror. Terror a algo que yo no podía ni imaginar. Tomé consciencia de la brevedad de nuestro noviazgo, de lo poco que la conocía, de mi afán posesivo y –lo más difícil de soportar– de que ella guardaba un secreto que no pensaba compartir conmigo. La miré y vi a una extraña.

No sé cuántos días pasé con esa sensación. Me costaba sonreírle, y estoy casi seguro de que a ella le pasaba lo mismo. Esa oscuridad casi material nos separaba. Tal vez siempre había estado ahí, sólo que ahora la muerte de Felipe la había puesto al descubierto.

El ánimo de Débora fue declinando; su espalda se encorvaba día a día un poco más, su andar era el de alguien que lleva una pesada carga. Mi estado no era mucho mejor, y hasta la casa tomó un tono sombrío. Una noche, sentados a la mesa, le dije que yo también extrañaba mucho al gato. Me miró con los mismos ojos con los que me había mirado cuando le traje muerto al gato, y me dijo casi en un susurro:

—Lo extraño mucho, es cierto, pero no es eso sólo.

Y me suplicó que no le hiciera preguntas.

Esa noche no pude comer nada. Algo andaba mal. Si no se trataba sólo de la muerte del gato, ¿qué otra cosa podría haberla ensombrecido así? Me sentía perplejo: de pronto mi vida había dado un giro doloroso. Débora sufría en silencio.

A partir de ese momento, tal como el gato acostumbraba a rodear el cuerpo de Débora de mil y una maneras, yo empecé a rodearla con mi mirada: algo que jamás había hecho con nadie. Me transformé en un perseguidor silencioso, en un merodeador.

—Me andás rondando —me dijo un día. Y agregó algo que no comprendí—: me siento como enlazada, me da miedo. Vos no entendés.

Me llamó la atención que se sintiera enlazada. Me afligía no entender.  

Por entonces Débora tenía poco trabajo –al menos fue lo que me dijo–, y no recibía clientes ni los visitaba. Una tarde –volvía yo del taller–, la descubrí espiando por la ventana al vecino de enfrente. El hombre agitaba los brazos en alto frente a los eucaliptos; pensé que estaría practicando algún tipo de gimnasia. Débora me vio, acomodó la cortina. En la fracción de segundo que duró ese gesto, me pregunté qué la llevaba a ocultar lo que hacía. Me había visto, estaba seguro y, sin embargo, no me había abierto la puerta.

Al entrar en casa, encontré la máquina de coser tapada con su funda, nada raro en esos días. Pero lo que sí podía llamarse raro –y también sobrecogedor– fue que los hilos de coser, que Débora solía acomodar amorosamente por tonos en su costurero, ahora formaban una maraña multicolor sobre la mesa del comedor. Imaginé a mi mujer presa de un ataque de nervios o de furia: ninguna de las dos cosas yo le conocía. Decidí no darle cabida a la inquietud, y no hablar de los hilos.

Tomé impulso, y entré en la cocina. Débora me besó con aire ausente y, mientras yo ponía a calentar el agua para el mate, preguntó cómo me había ido. No intercambiamos más que unas pocas palabras. Esa era ahora nuestra realidad cotidiana: una versión desteñida de la que habíamos vivido antes de la muerte de Felipe.

 

Durante la cena, le conté que esa mañana el vecino de enfrente le había dejado el auto a mi socio para revisar el motor. Débora me miró con los ojos y la boca muy abiertos otra vez cuando le dije que el hombre resultó ser un chismoso. Le había preguntado a Germán si nos conocía de hace tiempo y si estábamos casados. Pensé que ella iba a decirme algo. Lejos de eso, me dio la espalda y se puso a lavar los platos.

Y ahí me acordé: el día que trajo al pobre Felipe, el vecino me preguntó por mi mujer. Pero Débora dijo que nunca lo había visto. De pronto ahora irrumpía en mi consciencia la intuición fugaz que tuve en aquel momento: ella y el hombre se conocían de antes. Yo había desestimado esa intuición. ¿Por qué me mentía?  

 

Al día siguiente vi otra vez al vecino agitando sus brazos en alto frente a los eucaliptos. Movía las manos como si con cada una estuviera remontando un barrilete distinto. Y de pronto sucedió algo extraordinario. Como si el movimiento de los brazos del hombre se trasmitiera a la copa del eucalipto que tenía más cerca, las ramas se movieron hacia donde él estaba. No sé por qué, me estremecí. Entré rápido en mi casa. No le comenté nada de esto a Débora: temí inquietarla todavía más. Con toda seguridad existía una explicación racional para lo que había visto: no faltaría ocasión de preguntarle al hombre.

 

Un tarde, yo volvía del taller y el vecino cruzó la calle hacia mí.

—Buenas tardes —dijo extendiéndome la mano—. Vengo a despedirme. Los dueños vendieron la casa y me mudo mañana. Quería decirle que quedé muy conforme con el arreglo del auto. —Le agradecí el comentario y debo haber sonreído, porque él agregó—: Usted se sonríe, yo estoy triste: ya me estaba acostumbrando al barrio. —Me disculpé. Pensé en Débora—. No tiene por qué disculparse —siguió diciendo—. Usted es el único vecino con el que hablé en este tiempo. Y si no hubiera sido por su gato, no hubiera hablado ni siquiera con usted. —¿Y con mi mujer no habló nunca?, pensé. Pero no pude decirlo—. Bueno, no lo molesto más ––dijo.

De ninguna manera me molesta, Mario —era la primera vez que lo llamaba por su nombre. —Me miró con sorpresa, y me pregunté si le habría molestado que usara su nombre de pila, o si habría puesto yo demasiado énfasis en mis palabras. ¿Saber que se mudaba me había puesto eufórico a tal punto de no poder dominar mi ansiedad?—. No me mire así ––dije, como para salir del trance––. Estoy sorprendido: ¿tan pronto se muda? —Y rogué que Débora no saliera a la puerta; el hombre miraba hacia mi casa. El corazón me latía muy rápido­. ––¿Me permite una pregunta? ––continué. El hombre asintió––. Me extrañó verlo el otro día alzando los brazos ahí, al lado de los eucaliptus. ¿Qué es lo que hacía? Era algo raro. Disculpe mi curiosidad, pero me intrigó y…

Frunció la cara. La aparente amabilidad de la charla se quebró.

—¿Algo raro? ¿Qué vio usted de raro en lo que yo hacía?

—Por empezar, las ramas de uno de los eucaliptos se movían mucho. Más movía usted los brazos, más se movían las ramas. Y no había nada de viento…

 ––¿Usted está seguro de querer saber qué hacía yo?

Miré hacia mi casa: no quería que Débora me viera hablando con él. Y él pareció leer mis pensamientos.

—No tenga miedo: ella nunca salió a la calle desde el día en que mataron al gato. —Lo miré directo a los ojos. Y él volvió a preguntar—: ¿De veras quiere saber?

—Sí. Y ahora más que nunca.

El hombre movió su mano derecha dibujando un firulete en el aire y la introdujo en el bolsillo de su campera. La sacó con lentitud, sus ojos puestos en la proximidad entre las yemas del pulgar y del índice. Me recordó a Débora enhebrando una aguja. Una mano rodeó a la otra varias veces. Después, levantó la derecha, la hizo girar varias veces y la lanzó hacia mí en un ademán brusco. Algo apretó mi cuello, y estuve a punto de gritar. Él señaló mi casa, y negó con la cabeza. Entendí muy bien: no debía gritar. De todas maneras, en pocos segundos ya no hubiera podido: algo invisible me estaba ahorcando. Sólo podía suplicar con la mirada. Y cuando tuve la certeza de que finalmente me mataría, mi vecino hizo otro gesto con la mano y cesó la presión en mi cuello.

Me masajeé con fuerza, sin decir nada. Estaba azorado. Él volvió a rodear la mano derecha con la izquierda varias veces. Después metió la derecha en el bolsillo de la campera, como guardando algo. Y por primera vez me miró con una sonrisa que podía calificarse de cálida.

—A veces, amigo, es mejor no preguntar. ¿No le parece? —No contesté. Seguía profundamente turbado: el tipo hubiera podido matarme. En esta ocasión también, él pareció leer mis pensamientos—. Pude haberlo matado. Nunca tuve intención de hacerlo. Un día, hace tiempo, me juré no hacerlo nunca más. —Permanecí mudo—. Le pido algo, ya que estamos. Cuídela mucho a Débora. Se ve que usted es un buen hombre, y sé que lo va a hacer. —Un gato saltó a la vereda desde la ventana de una casa vecina. Recordé a Felipe con su cuello roto. El hombre miró al gato y después a mí—. Dígale a Débora que a su gato lo mató una moto a toda velocidad. Sé lo que ella debe haber pensado. 


Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires.


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