Lidia Nicolai
Con la luz del atardecer, desde la perspectiva del observador que reposa sobre la playa, el lago es un cuenco repleto de plomo fundido. La brisa, poco a poco, va convirtiéndose en viento helado y el bosque de coihues se inclina hacia el agua encrespada. Algunos retazos de troncos muertos yacen sobre la arena, otros en el agua. Se destacan dos de ellos, gruesos y curvos. Sus extremos, cruzados uno sobre otro, remedan la proa de un barco encallado que apunta hacia la orilla. Uno de ellos es hueco y soporta el embate del agua agitada por el viento.
Es la mejor hora para disfrutar del paisaje: los turistas van abandonando el lago. Por momentos el silencio se acrecienta, y algo mueve al escalofrío en el rumiar de la marea que lame la playa. Sobre el murmullo apagado del agua, una ráfaga de viento sorprende al observador acercándole las risas de una mujer y su hijo que suben al auto una mesa y sillas de camping. Detiene los ojos en ellos unos instantes, luego los vuelve hacia el lago.
Un par de bultos saltan sobre el agua, tal vez una pareja de truchas en viaje a su refugio nocturno. Las ondas que engendran se entrelazan iluminadas de soslayo por el sol que cae tras las crestas montañosas. Entonces el observador descubre que algo se acerca flotando a la orilla. Parece un tronco grueso que se sumerge y emerge en una danza fantasmal. Las zambullidas y afloramientos se van haciendo cada vez más bruscos al ritmo de las ráfagas. Cuando está cerca de la improvisada proa, se lo ve con más claridad. No es un tronco, sino una cosa que el observador demora en identificar. El agua la golpea, y en un momento la levanta por el aire. Al caer, se inserta en el tronco hueco, que la alberga en su interior. Ahora sólo asoma una parte redondeada.
El observador piensa que quizá la vista lo esté engañando. Decide cerciorarse, y ya más cerca, comprende que no es víctima de ningún engaño. Ve con claridad lo que se ha alojado en el tronco hueco, y se detiene: la parte que sobresale es una cara hinchada, con la boca abierta en un grito mudo.
El barco imaginario ha adquirido un inesperado mascarón de proa.
El niño grita muy cerca de él: “Mami, un señor está adentro del tronco”. La mujer retira al niño tironeándolo de la camisa. “Vamos al auto, no mires eso”, dice, con la respiración agitada. El niño insiste. La madre, con los labios tirantes en un gesto de repulsa, arrastra ahora al hijo agarrándolo de la mano. El observador presencia la escena, muy quieto. Está parado justo en la línea entre la madre, el niño y el auto, pero no atina a moverse. Y ellos, sencillamente, lo atraviesan.
Recién entonces reconoce el cadáver.
Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires.
No hay comentarios:
Publicar un comentario