Ana Cristina Rodrigues
“She has a lovely
face;
God in his mercy lend
her grace,
The Lady of Shalott."
Antes del inicio
del reinado de Arturo, toda Inglaterra se arrastraba en las tinieblas. Existía
entonces un pequeño castillo cerca del lugar donde después se alzaría la más
bella de las ciudades. Era un castro fortificado, antiguo punto de defensa
contra las invasiones. Su guardián no tenía ascendencia noble, pero su cargo y
su gentileza lo habían hecho respetado por los pocos que habitaban allí. Así
fue como obtuvo el título de Señor de Shalott, pues su dominio se extendía a lo
largo de la orilla del pequeño arroyo de ese nombre, que desembocaba en el lago
de Camelot.
Aquel buen Señor estaba casado con
una mujer de corazón y voluntad sencillos. Desde hacía mucho deseaban un hijo,
y el primer embarazo de la Señora llenó de alegría a todos. Lamentablemente,
ella no sobrevivió al nacimiento de la niña. La criatura creció recluida entre
los muros grises del castro, pues su padre temía por la frágil salud de la
nueva Dama del Río Shalott.
Ella no vio cómo, a cada lado del
pequeño río, el trigo y el centeno vestían la tierra y tocaban el cielo. Lirios
acuáticos y otras plantas rodeaban la isla donde se alzaba el castillo,
bordeaban la orilla por donde un camino llevaba a las personas hacia la
brillante y recién construida Camelot.
Nada de eso le importaba a Liliane.
Quienes pasaban junto a los muros de piedra del antiguo castillo –los hombres
del campo que empuñaban sus hoces por la mañana y al anochecer, en el trayecto
entre el trabajo diario y el descanso nocturno– podían oírla cantar, protegida
por las murallas, como un ángel. Y aun sin haberla visto jamás, sabían que era
hermosa, la recluida Dama de Shalott.
Y entre los setos adornados con
rosas y el sonido amado y constante del río, ella vivía sin saber nada del
mundo. No supo de Arturo ni de sus caballeros, ni de la espléndida Camelot.
Aprendió a coser y a bordar, y le
enseñaron cómo comportarse en un salón, aunque jamás saliera de la casa de su
padre. Tocaba el arpa y tejía. Así pasaron los años y así creció la Dama de
Shalott.
La noche en que cumplió quince
años, la paz del castillo se quebró. Pues el Señor, su padre, temía a la vejez
y a la muerte, y que su hija quedara desamparada. Le anunció que había llegado
la hora de casarse y abandonar el castillo junto al río. Tal vez con alguno de
los caballeros del rey. Así, Liliane sería llevada a Camelot.
Comenzaron los preparativos. El rey
envió emisarios y organizó las comitivas. A Liliane se le asignó la tarea de
tejer un vestido para ser presentada ante el rey. Se dedicaría a ese trabajo,
pues debía ser una prenda digna de la Dama de Shalott.
La joven obedecería a su padre y
señor sin cuestionar ni entristecerse. Sin embargo, esa misma noche una voz
susurró en su corazón mientras elegía el hilo con el que tejería su primer
vestido de baile: “La maldición caerá sobre ti si miras directamente a
Camelot.”
No dijo nada a nadie. No sabía qué
podía ser esa maldición, pero sí sabía cómo evitarla. Pasaron meses mientras
escogía los hilos más preciosos, que su padre mandó traer de tierras lejanas.
Pidió un telar nuevo, un huso más afilado… incluso solicitó un espejo nuevo,
para iluminar mejor su habitación en la torre más alta de Shalott.
Prosiguió su vida tranquila y se
dedicó a tejer lentamente un ajuar completo, no solo para ella, sino también
para su padre y sus sirvientes. Pero ahora su atención se dispersaba y miraba
el espejo. En los espacios vacíos donde reflejaba el paisaje de la ventana,
sombras del mundo entraban en la habitación. Vio a un grupo de doncellas
vestidas con colores alegres jugando, a un abad de negro montado a caballo, a
un joven paje con un traje de un rojo tan brillante que incluso en el espejo
relucía en el camino hacia Camelot.
Aun así, seguía tejiendo. La vida
que jamás había conocido se entrometía en las sombras del espejo. Durante horas
dejaba de tejer y observaba el reflejo de las luces de un funeral o las flores
de una boda. Y bordaba lo que veía, las imágenes borrosas y distantes,
adornando las mantas y las ropas de montar que usaría. Un día dejó la capa en
la que trabajaba, se reclinó y suspiró largamente.
—Estoy casi hastiada de sombras
—dijo.
En otra oportunidad, mientras
estaba en su telar, oyó a alguien cantar una canción alegre al pie de su
ventana. Alzó los ojos hacia el espejo. Un caballero de armadura reluciente, de
cabellos negros como el carbón, montado en un caballo blanco, cabalgaba por el
camino. Por el reflejo observó, encantada, su perfil distinguido y su sonrisa
sincera, mientras la música llegaba a sus oídos. Su escudo llevaba los símbolos
del rey; avanzaba despreocupado. Pero una serpiente asustó a su montura, y en
el espejo ella presenció la violenta caída de sir Lancelot.
Aterrada, soltó el telar y el
tejido. Se levantó, dejando caer los hilos al suelo. Dio tres pasos en su
pequeño cuarto y se dirigió a la ventana. Vio las plantas acuáticas
floreciendo, al caballero inconsciente mientras el río corría tranquilo, el
camino ascendiendo sin nadie que lo recorriera… y sus ojos se fijaron en
Camelot.
De la nada surgió un viento que
barrió la estancia. El tejido bordado voló por la ventana, espantando a un
cuervo que graznó con un sonido terrible y de mal augurio. Un estallido, el
tintinear de vidrios rotos sobre las piedras frías… el espejo se había quebrado
de lado a lado.
—¡La maldición ha caído sobre mí!
—se lamentó la Dama de Shalott.
Sabiendo que estaba presa y
condenada, nada más podía hacer. Llamó a los criados y sirvientes, avisó a su
señor y padre. Desde el salón del castillo siguió con la mirada cómo salían
para socorrer al caballero. Acompañó a los criados cuando lo llevaron a una
habitación de huéspedes y, desde ese momento, no se apartó más del lecho de sir
Lancelot.
Durante dos días y dos noches veló
la inconsciencia del caballero. Su mente era constantemente asediada por el
recuerdo del espejo roto, mientras seguía con la mirada los rasgos firmes del
hombre dormido. Parecía apenas un muchacho, aunque ella ya había oído relatos
de sus hazañas y batallas. ¿Cuánto tiempo permanecería allí antes de regresar
al rey, a la ciudad de Camelot?
Al amanecer del tercer día, él
abrió los ojos. Al principio se asustó, sin saber dónde estaba. Se pasó la mano
por el cabello, como si de verdad fuera un niño. Y se sorprendió al ver cerca
de sí a la Dama de Shalott.
Ella, con voz dulce y suave, le
explicó todo. Le contó cómo lo había visto a través del espejo y oído su
canción, y cómo se había asustado al verlo caer inerte tras el sobresalto de su
montura. Le relató cómo había pasado los dos últimos días junto a su cabecera.
Pasaron algunas semanas antes de
que ella lo dejara partir. Aun sabiendo que nunca lo tendría, Liliane se
entregó al caballero, convirtiéndose en su amante y su amiga hasta el día en
que finalmente él partió hacia Camelot.
Dentro de sí, tenía la certeza de
que jamás regresaría. Entristecida, se encerró en el antiguo cuarto, ahora ya
sin el espejo, compañero de tantas tardes. Fue entre aprensión y alegría cuando
la Luna cambió y descubrió que llevaba en su seno a un heredero del castillo de
Shalott.
No podía ocultar tal acontecimiento
a su padre y fue a buscarlo. El buen hombre se desesperó y clamó a los antiguos
dioses por lo que había sucedido. Había oído todas las historias de su tiempo,
de la pasión del primer caballero por la reina blanca, y sabía que nada bueno
podía provenir de la estirpe de sir Lancelot.
Insistió en que su hija se
sometiera a los cuidados de la partera y regresara a la vida de antes: que
cantara dentro de los muros de la fortificación, encantando a los transeúntes
al atardecer; que tejiera su manto con las imágenes del mundo que solo entreveía.
Ella no aceptó, y antes de que el anciano pudiera hacer algo, fue llamado a
servir al señor de Camelot.
Eran tiempos de guerra. Los
invasores empapaban los campos de sangre. Y la joven sabía que su padre no
volvería. Vio al primer hombre que había amado cubierto de hierro, en su piel y
en su caballo. Estuvo allí cuando le entregaron el escudo con los colores de la
casa. Recibió un beso en la frente cuando su padre, ya montado, olvidó la
decepción para demostrarle su amor. Se despidió al fin, y antes de que pasara
un mes, ella se convirtió en la Señora de Shalott.
Sola, rodeada de criados fieles,
pasó a dirigir la casa. Continuó su reclusión, pero ahora voluntaria. Recibía
los tributos de las tierras que le pertenecían y concedía los derechos de sus
vasallos. Volvió a tejer, pero en lugar de sombras reflejadas por el espejo,
bordaba la vida cotidiana, a la sombra del gran castillo de Camelot.
Al cumplirse el tiempo debido,
sintió los dolores que esperaba. El parto fue largo; la Señora era frágil y
menuda. El niño era robusto y fuerte, y gritó al llegar al mundo. Sabía qué
nombre elegir, pues quería llamarlo como a un hombre de la tierra de su padre,
pero el apellido debía ser el suyo. Así, el niño fue bautizado como Phelippe
Riverson, hijo de Shalott.
Los años pasaron y así crio a su
hijo. De la misma manera aislada y distante, como si el viejo castillo fuera el
único lugar del mundo. No supo de las batallas que su padre libró, de su
traición y su redención, de las hazañas de su hermano, ni siquiera de la gran
batalla que su rey combatió contra su propio hijo. A pesar de su aislamiento,
el joven recibió la educación de un noble, como su madre había sido instruida
para ser una dama; y Liliane, siempre que el hijo dormía, volvía al bordado,
con manos menos firmes y la vista más cansada. En el centro del gran manto que
había comenzado a hacer, estaba el castillo de Camelot.
Una noche, en plena madrugada,
despertó inquieta. Con el corazón oprimido, fue al cuarto de su hijo. Cada vez
más parecido a su padre, el joven dormía tranquilamente. Miró por la ventana de
su habitación, en dirección al castillo, y en ese instante un viento helado
sopló como si proviniera de los muros de piedra. Un cuervo graznó a lo lejos, y
una certeza se hundió profundamente en el alma de la Señora de Shalott.
El amanecer del día siguiente le
trajo pocas certezas y ninguna tranquilidad. Sin embargo, con el correr de los
días, los rumores comenzaron y las noticias confirmaron poco a poco su
sospecha. El rey Arturo anunciaba al reino el asesinato de sir Lancelot.
No derramó lágrimas ni entonó su
lamento. Respetó el luto ordenado por el rey. Pero ella sabía lo que debía
hacer, independientemente de las órdenes de Camelot.
Llamó a su hijo y le ordenó que se
armara. Vestido con sus mejores ropas, lo encontró en el patio, ansioso. De una
sola vez le relató toda su historia: su vida aislada y su pasión por uno de los
más valerosos caballeros del reino; la muerte de su padre y el nacimiento del
joven Phelippe. Solo omitió la maldición que había atraído sobre la casa de
Shalott.
Le habló también de la muerte del
caballero, con los pocos detalles que habían llegado a sus oídos. Para su
inmensa tristeza, vio el rostro del hijo crisparse y jurar venganza. Sabiendo
que su destino estaba trazado, Liliane escuchó el pedido de Phelippe de unirse
a los caballeros en Camelot.
Por segunda vez se hicieron
preparativos. Debían partir en comitiva, con empleados y sirvientes, con la
pompa de una pequeña casa noble. Ella dejó que el hijo lo organizara todo. Pero
al amanecer del día en que partirían, lo llamó fuera de los muros, a la orilla
del pequeño río. Le mostró una pequeña barca, forrada con una hermosa tapicería
bordada, y le dijo que así llegarían al castillo, descendiendo por el río
Shalott.
Por primera vez, la Señora vio los
sauces brillantes y los álamos temblorosos en la brisa suave y fría. Sintió un
escalofrío al ver su rostro, hermoso pero ya envejecido, en las aguas que
corren para siempre, fluyendo hacia Camelot.
El trayecto duró poco. En menos de
una hora se acercaban al embarcadero de la ciudad. Los inmensos muros de piedra
eran mucho más grandes de lo que había imaginado, aunque los hubiera bordado
con precisión. Entrecerró los ojos y vio una barca y un grupo de personas
noblemente vestidas en el lugar donde debían atracar. Vio los rostros
sorprendidos al notar la llegada de la embarcación de la Señora de Shalott.
Un hombre ya anciano pero aún
imponente preguntó quiénes eran y qué deseaban. Sin salir de la barca, sentada
sobre su tapicería, Liliane contó toda su historia, deteniéndose exactamente en
el punto en que daba a luz al hijo de sir Lancelot.
La corte quedó atónita. Arturo
pareció no creer sus palabras, pero se acercó y observó con atención al joven
frente a él: rostro fuerte, ojos que atravesaban el alma, ansia de combate en
el corazón y cabellos negros como alas de cuervo. Le preguntó qué deseaba, y el
joven respondió que había venido a unirse a los nobles caballeros de Camelot.
Arturo permitió que desembarcara y
se volvió para ayudar a Liliane a hacer lo mismo. Ella sonrió y rechazó la mano
extendida. Dijo que no había venido para quedarse, que solo había acompañado a
su hijo. Intrigado, el rey preguntó si ella regresaría al castillo de Shalott.
El mismo viento inexplicable que
había sentido dos veces recorrió su piel. Sonrió con tristeza y dulzura
mientras explicaba a Arturo la maldición que había caído sobre su casa, y cómo
siempre había sabido lo que significaba haberse enamorado de Lancelot.
La maldición no era solo suya, dijo,
sino también la de todas las mujeres de aquella tierra tan sufrida. ¿Cuántas
madres, hijas, esposas, amantes, enamoradas habían perdido a los hombres que
amaban en las guerras? ¿Cuántas, como ella, habían perdido en sucesión al
padre, luego al amante y, por último, veían partir al hijo para morir por el
ideal de Camelot?
La barca comenzó a moverse,
alejando a Liliane del viejo rey. Ella le sonrió por última vez, saludó a su
hijo y, mientras la embarcación se alejaba, comenzó a cantar. Los colores se
desvanecieron de su rostro y, cantando, murió. Al contemplar su figura, envuelta
en tela blanca y coronada por cabellos dorados, Arturo negó con la cabeza,
consciente del mal que causaba a su tierra para traerle un bien mayor. Puso la
mano sobre el hombro de Phelippe y dijo a modo de epitafio:
—Tenía un rostro hermoso, y Dios,
en su sabiduría, te la concedió como una de sus gracias. Despídete de tu madre,
la Dama de Shalott.
Ana Cristina Rodrígues nació en São Sebastião do Rio de Janeiro, Brasil, en 1978. Es historiadora, una perfecta coartada para pasarse la vida leyendo y escribiendo. Profesionalmente ha publicado dos artículos: "Visões da morte na História dos Francos de Gregório de Tours" (2004) y "Os Votos do Faisão: ideais de cavalaria na corte borgonhesa do século XV" (2004). En materia de narrativa publicó en Sci Pulp, Scriptonauta, Blocos Online, Scarium e Inpempol. En materia de ficción literaria, publicó en Sci Pulp, Scriptonauta y Blocos Online. Dos de sus cuentos se tradujeron al castellano y se publicaron en Axxón.

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