sábado, 27 de diciembre de 2025

LA DAMA DE SHALOTT

Ana Cristina Rodrigues

 

“She has a lovely face;

God in his mercy lend her grace,

The Lady of Shalott."

 

Antes del inicio del reinado de Arturo, toda Inglaterra se arrastraba en las tinieblas. Existía entonces un pequeño castillo cerca del lugar donde después se alzaría la más bella de las ciudades. Era un castro fortificado, antiguo punto de defensa contra las invasiones. Su guardián no tenía ascendencia noble, pero su cargo y su gentileza lo habían hecho respetado por los pocos que habitaban allí. Así fue como obtuvo el título de Señor de Shalott, pues su dominio se extendía a lo largo de la orilla del pequeño arroyo de ese nombre, que desembocaba en el lago de Camelot.

Aquel buen Señor estaba casado con una mujer de corazón y voluntad sencillos. Desde hacía mucho deseaban un hijo, y el primer embarazo de la Señora llenó de alegría a todos. Lamentablemente, ella no sobrevivió al nacimiento de la niña. La criatura creció recluida entre los muros grises del castro, pues su padre temía por la frágil salud de la nueva Dama del Río Shalott.

Ella no vio cómo, a cada lado del pequeño río, el trigo y el centeno vestían la tierra y tocaban el cielo. Lirios acuáticos y otras plantas rodeaban la isla donde se alzaba el castillo, bordeaban la orilla por donde un camino llevaba a las personas hacia la brillante y recién construida Camelot.

Nada de eso le importaba a Liliane. Quienes pasaban junto a los muros de piedra del antiguo castillo –los hombres del campo que empuñaban sus hoces por la mañana y al anochecer, en el trayecto entre el trabajo diario y el descanso nocturno– podían oírla cantar, protegida por las murallas, como un ángel. Y aun sin haberla visto jamás, sabían que era hermosa, la recluida Dama de Shalott.

Y entre los setos adornados con rosas y el sonido amado y constante del río, ella vivía sin saber nada del mundo. No supo de Arturo ni de sus caballeros, ni de la espléndida Camelot.

Aprendió a coser y a bordar, y le enseñaron cómo comportarse en un salón, aunque jamás saliera de la casa de su padre. Tocaba el arpa y tejía. Así pasaron los años y así creció la Dama de Shalott.

La noche en que cumplió quince años, la paz del castillo se quebró. Pues el Señor, su padre, temía a la vejez y a la muerte, y que su hija quedara desamparada. Le anunció que había llegado la hora de casarse y abandonar el castillo junto al río. Tal vez con alguno de los caballeros del rey. Así, Liliane sería llevada a Camelot.

Comenzaron los preparativos. El rey envió emisarios y organizó las comitivas. A Liliane se le asignó la tarea de tejer un vestido para ser presentada ante el rey. Se dedicaría a ese trabajo, pues debía ser una prenda digna de la Dama de Shalott.

La joven obedecería a su padre y señor sin cuestionar ni entristecerse. Sin embargo, esa misma noche una voz susurró en su corazón mientras elegía el hilo con el que tejería su primer vestido de baile: “La maldición caerá sobre ti si miras directamente a Camelot.”

No dijo nada a nadie. No sabía qué podía ser esa maldición, pero sí sabía cómo evitarla. Pasaron meses mientras escogía los hilos más preciosos, que su padre mandó traer de tierras lejanas. Pidió un telar nuevo, un huso más afilado… incluso solicitó un espejo nuevo, para iluminar mejor su habitación en la torre más alta de Shalott.

Prosiguió su vida tranquila y se dedicó a tejer lentamente un ajuar completo, no solo para ella, sino también para su padre y sus sirvientes. Pero ahora su atención se dispersaba y miraba el espejo. En los espacios vacíos donde reflejaba el paisaje de la ventana, sombras del mundo entraban en la habitación. Vio a un grupo de doncellas vestidas con colores alegres jugando, a un abad de negro montado a caballo, a un joven paje con un traje de un rojo tan brillante que incluso en el espejo relucía en el camino hacia Camelot.

Aun así, seguía tejiendo. La vida que jamás había conocido se entrometía en las sombras del espejo. Durante horas dejaba de tejer y observaba el reflejo de las luces de un funeral o las flores de una boda. Y bordaba lo que veía, las imágenes borrosas y distantes, adornando las mantas y las ropas de montar que usaría. Un día dejó la capa en la que trabajaba, se reclinó y suspiró largamente.

—Estoy casi hastiada de sombras —dijo.

En otra oportunidad, mientras estaba en su telar, oyó a alguien cantar una canción alegre al pie de su ventana. Alzó los ojos hacia el espejo. Un caballero de armadura reluciente, de cabellos negros como el carbón, montado en un caballo blanco, cabalgaba por el camino. Por el reflejo observó, encantada, su perfil distinguido y su sonrisa sincera, mientras la música llegaba a sus oídos. Su escudo llevaba los símbolos del rey; avanzaba despreocupado. Pero una serpiente asustó a su montura, y en el espejo ella presenció la violenta caída de sir Lancelot.

Aterrada, soltó el telar y el tejido. Se levantó, dejando caer los hilos al suelo. Dio tres pasos en su pequeño cuarto y se dirigió a la ventana. Vio las plantas acuáticas floreciendo, al caballero inconsciente mientras el río corría tranquilo, el camino ascendiendo sin nadie que lo recorriera… y sus ojos se fijaron en Camelot.

De la nada surgió un viento que barrió la estancia. El tejido bordado voló por la ventana, espantando a un cuervo que graznó con un sonido terrible y de mal augurio. Un estallido, el tintinear de vidrios rotos sobre las piedras frías… el espejo se había quebrado de lado a lado.

—¡La maldición ha caído sobre mí! —se lamentó la Dama de Shalott.

Sabiendo que estaba presa y condenada, nada más podía hacer. Llamó a los criados y sirvientes, avisó a su señor y padre. Desde el salón del castillo siguió con la mirada cómo salían para socorrer al caballero. Acompañó a los criados cuando lo llevaron a una habitación de huéspedes y, desde ese momento, no se apartó más del lecho de sir Lancelot.

Durante dos días y dos noches veló la inconsciencia del caballero. Su mente era constantemente asediada por el recuerdo del espejo roto, mientras seguía con la mirada los rasgos firmes del hombre dormido. Parecía apenas un muchacho, aunque ella ya había oído relatos de sus hazañas y batallas. ¿Cuánto tiempo permanecería allí antes de regresar al rey, a la ciudad de Camelot?

Al amanecer del tercer día, él abrió los ojos. Al principio se asustó, sin saber dónde estaba. Se pasó la mano por el cabello, como si de verdad fuera un niño. Y se sorprendió al ver cerca de sí a la Dama de Shalott.

Ella, con voz dulce y suave, le explicó todo. Le contó cómo lo había visto a través del espejo y oído su canción, y cómo se había asustado al verlo caer inerte tras el sobresalto de su montura. Le relató cómo había pasado los dos últimos días junto a su cabecera.

Pasaron algunas semanas antes de que ella lo dejara partir. Aun sabiendo que nunca lo tendría, Liliane se entregó al caballero, convirtiéndose en su amante y su amiga hasta el día en que finalmente él partió hacia Camelot.

Dentro de sí, tenía la certeza de que jamás regresaría. Entristecida, se encerró en el antiguo cuarto, ahora ya sin el espejo, compañero de tantas tardes. Fue entre aprensión y alegría cuando la Luna cambió y descubrió que llevaba en su seno a un heredero del castillo de Shalott.

No podía ocultar tal acontecimiento a su padre y fue a buscarlo. El buen hombre se desesperó y clamó a los antiguos dioses por lo que había sucedido. Había oído todas las historias de su tiempo, de la pasión del primer caballero por la reina blanca, y sabía que nada bueno podía provenir de la estirpe de sir Lancelot.

Insistió en que su hija se sometiera a los cuidados de la partera y regresara a la vida de antes: que cantara dentro de los muros de la fortificación, encantando a los transeúntes al atardecer; que tejiera su manto con las imágenes del mundo que solo entreveía. Ella no aceptó, y antes de que el anciano pudiera hacer algo, fue llamado a servir al señor de Camelot.

Eran tiempos de guerra. Los invasores empapaban los campos de sangre. Y la joven sabía que su padre no volvería. Vio al primer hombre que había amado cubierto de hierro, en su piel y en su caballo. Estuvo allí cuando le entregaron el escudo con los colores de la casa. Recibió un beso en la frente cuando su padre, ya montado, olvidó la decepción para demostrarle su amor. Se despidió al fin, y antes de que pasara un mes, ella se convirtió en la Señora de Shalott.

Sola, rodeada de criados fieles, pasó a dirigir la casa. Continuó su reclusión, pero ahora voluntaria. Recibía los tributos de las tierras que le pertenecían y concedía los derechos de sus vasallos. Volvió a tejer, pero en lugar de sombras reflejadas por el espejo, bordaba la vida cotidiana, a la sombra del gran castillo de Camelot.

Al cumplirse el tiempo debido, sintió los dolores que esperaba. El parto fue largo; la Señora era frágil y menuda. El niño era robusto y fuerte, y gritó al llegar al mundo. Sabía qué nombre elegir, pues quería llamarlo como a un hombre de la tierra de su padre, pero el apellido debía ser el suyo. Así, el niño fue bautizado como Phelippe Riverson, hijo de Shalott.

Los años pasaron y así crio a su hijo. De la misma manera aislada y distante, como si el viejo castillo fuera el único lugar del mundo. No supo de las batallas que su padre libró, de su traición y su redención, de las hazañas de su hermano, ni siquiera de la gran batalla que su rey combatió contra su propio hijo. A pesar de su aislamiento, el joven recibió la educación de un noble, como su madre había sido instruida para ser una dama; y Liliane, siempre que el hijo dormía, volvía al bordado, con manos menos firmes y la vista más cansada. En el centro del gran manto que había comenzado a hacer, estaba el castillo de Camelot.

Una noche, en plena madrugada, despertó inquieta. Con el corazón oprimido, fue al cuarto de su hijo. Cada vez más parecido a su padre, el joven dormía tranquilamente. Miró por la ventana de su habitación, en dirección al castillo, y en ese instante un viento helado sopló como si proviniera de los muros de piedra. Un cuervo graznó a lo lejos, y una certeza se hundió profundamente en el alma de la Señora de Shalott.

El amanecer del día siguiente le trajo pocas certezas y ninguna tranquilidad. Sin embargo, con el correr de los días, los rumores comenzaron y las noticias confirmaron poco a poco su sospecha. El rey Arturo anunciaba al reino el asesinato de sir Lancelot.

No derramó lágrimas ni entonó su lamento. Respetó el luto ordenado por el rey. Pero ella sabía lo que debía hacer, independientemente de las órdenes de Camelot.

Llamó a su hijo y le ordenó que se armara. Vestido con sus mejores ropas, lo encontró en el patio, ansioso. De una sola vez le relató toda su historia: su vida aislada y su pasión por uno de los más valerosos caballeros del reino; la muerte de su padre y el nacimiento del joven Phelippe. Solo omitió la maldición que había atraído sobre la casa de Shalott.

Le habló también de la muerte del caballero, con los pocos detalles que habían llegado a sus oídos. Para su inmensa tristeza, vio el rostro del hijo crisparse y jurar venganza. Sabiendo que su destino estaba trazado, Liliane escuchó el pedido de Phelippe de unirse a los caballeros en Camelot.

Por segunda vez se hicieron preparativos. Debían partir en comitiva, con empleados y sirvientes, con la pompa de una pequeña casa noble. Ella dejó que el hijo lo organizara todo. Pero al amanecer del día en que partirían, lo llamó fuera de los muros, a la orilla del pequeño río. Le mostró una pequeña barca, forrada con una hermosa tapicería bordada, y le dijo que así llegarían al castillo, descendiendo por el río Shalott.

Por primera vez, la Señora vio los sauces brillantes y los álamos temblorosos en la brisa suave y fría. Sintió un escalofrío al ver su rostro, hermoso pero ya envejecido, en las aguas que corren para siempre, fluyendo hacia Camelot.

El trayecto duró poco. En menos de una hora se acercaban al embarcadero de la ciudad. Los inmensos muros de piedra eran mucho más grandes de lo que había imaginado, aunque los hubiera bordado con precisión. Entrecerró los ojos y vio una barca y un grupo de personas noblemente vestidas en el lugar donde debían atracar. Vio los rostros sorprendidos al notar la llegada de la embarcación de la Señora de Shalott.

Un hombre ya anciano pero aún imponente preguntó quiénes eran y qué deseaban. Sin salir de la barca, sentada sobre su tapicería, Liliane contó toda su historia, deteniéndose exactamente en el punto en que daba a luz al hijo de sir Lancelot.

La corte quedó atónita. Arturo pareció no creer sus palabras, pero se acercó y observó con atención al joven frente a él: rostro fuerte, ojos que atravesaban el alma, ansia de combate en el corazón y cabellos negros como alas de cuervo. Le preguntó qué deseaba, y el joven respondió que había venido a unirse a los nobles caballeros de Camelot.

Arturo permitió que desembarcara y se volvió para ayudar a Liliane a hacer lo mismo. Ella sonrió y rechazó la mano extendida. Dijo que no había venido para quedarse, que solo había acompañado a su hijo. Intrigado, el rey preguntó si ella regresaría al castillo de Shalott.

El mismo viento inexplicable que había sentido dos veces recorrió su piel. Sonrió con tristeza y dulzura mientras explicaba a Arturo la maldición que había caído sobre su casa, y cómo siempre había sabido lo que significaba haberse enamorado de Lancelot.

La maldición no era solo suya, dijo, sino también la de todas las mujeres de aquella tierra tan sufrida. ¿Cuántas madres, hijas, esposas, amantes, enamoradas habían perdido a los hombres que amaban en las guerras? ¿Cuántas, como ella, habían perdido en sucesión al padre, luego al amante y, por último, veían partir al hijo para morir por el ideal de Camelot?

La barca comenzó a moverse, alejando a Liliane del viejo rey. Ella le sonrió por última vez, saludó a su hijo y, mientras la embarcación se alejaba, comenzó a cantar. Los colores se desvanecieron de su rostro y, cantando, murió. Al contemplar su figura, envuelta en tela blanca y coronada por cabellos dorados, Arturo negó con la cabeza, consciente del mal que causaba a su tierra para traerle un bien mayor. Puso la mano sobre el hombro de Phelippe y dijo a modo de epitafio:

—Tenía un rostro hermoso, y Dios, en su sabiduría, te la concedió como una de sus gracias. Despídete de tu madre, la Dama de Shalott.

Ana Cristina Rodrígues nació en São Sebastião do Rio de Janeiro, Brasil, en 1978. Es historiadora, una perfecta coartada para pasarse la vida leyendo y escribiendo. Profesionalmente ha publicado dos artículos: "Visões da morte na História dos Francos de Gregório de Tours" (2004) y "Os Votos do Faisão: ideais de cavalaria na corte borgonhesa do século XV" (2004). En materia de narrativa publicó en Sci Pulp, Scriptonauta, Blocos Online, Scarium e Inpempol. En materia de ficción literaria, publicó en Sci Pulp, Scriptonauta y Blocos Online. Dos de sus cuentos se tradujeron al castellano y se publicaron en Axxón.

 

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