Ana Cristina Rodrigues
Siguió las instrucciones de la Bruja
Buena.
Golpeó tres veces los talones apretados en los zapatos duros
e incómodos, hechos con piedras preciosas. Escuchó, como un mantra, “no hay
lugar como nuestro hogar”. Repitió las palabras en un susurro y abrió los ojos.
Estaba exactamente en el mismo sitio de antes.
—¿Qué pasó? ¡Todavía no estoy en Kansas!
La única diferencia que logró percibir fue en las
expresiones de quienes la rodeaban. Donde antes veía cariño y afecto, ahora
había perplejidad y un toque de horror. El León, que se había estado jactando
de su valentía, se escondía detrás del Hombre de Hojalata, que permanecía
impasible. El Espantapájaros tenía cara de no entender nada.
Y la Bruja Buena la miraba mientras se rascaba la cabeza con
la estrella en la punta de la varita.
—¿Por qué me miran así? ¿Qué ocurrió?
La Bruja Buena respiró hondo antes de responder.
—Estás… estás verde, ¡Dorothy!
El León soltó un largo gemido.
—¡No me mates, por favor! Tengo la piel mala y la carne
dura...
Cansada y frustrada, Dorothy finalmente perdió la paciencia.
—¡Cállate! ¿Aún no te cansaste de quejarte? ¡Cielos! —Se
volvió hacia Glinda, apuntando con un dedo que terminaba en una larga uña negra
que no estaba allí antes—. ¿Qué me hiciste?
Glinda empezó a alejarse, caminando hacia atrás.
—Es que había un riesgo, un riesgo muy, pero muy pequeño, de
que el hechizo de los zapatitos... bueno, los zapatitos consideraron que tu
hogar ahora es... aquí.
Y en medio de una explosión brillante, Glinda simplemente
desapareció, dejando a Dorothy aturdida, mirando a sus compañeros de viaje.
Respiró hondo.
—Parece que ya no iremos a casa, Totó... —miró el cesto que
aún tenía en el regazo—. ¿Totó?
Tiró del pañuelo, aún incómoda con sus largas uñas negras.
Cuando el paño cayó al suelo, el contenido del cesto se reveló: era uno de los
monos alados. El color del pelaje era el mismo del pequeño perrito, y la miraba
con devoción a aquella que había sido Dorothy.
El grito que dio reverberó por toda la tierra de Oz.
Pasaron años, décadas, quizás
incluso siglos. Dorothy cazó y mató a todas las brujas, buenas y malas, de
todos los puntos cardinales. Ahora era solo la Bruja.
Miró por la ventana del palacio en la cima de la Ciudad
Esmeralda y suspiró.
Aún extrañaba mucho su casa, aquel lugar sepia y sin interés.
Era tan... desalentador tener que abrir los ojos cada día a aquel exceso de
colores chillones. Intentó por todos los medios hacer que la ciudad fuera menos
verde, los ladrillos menos amarillos, sin éxito alguno.
—Señora-majestad-su-brujencia... —Una voz la sacó de sus
divagaciones.
—Habla, chatarra inmunda —se volvió hacia la figura oxidada
y chirriante de su antiguo compañero de viaje. Caminó lentamente hasta su
trono, pisando con fuerza la alfombra de piel de león. El idiota había decidido
ser valiente justo cuando ella estaba a punto de matar a Glinda, la penúltima
bruja. Retrasó el momento en el que se iba a completar su dominio por... muchos
años.
—E-el-hombre-de-paja-llamó-encontró-algo-pidió-para-ir-allá.
La Bruja se irguió y golpeó los talones de los malditos
zapatos de rubí. Desde que había llegado allí no había podido quitárselos. ¿Lo
peor? Odiaba el rojo. Pero al menos eran una buena forma de transporte. Un
golpe de talones y estaba en medio del campo de cerebros.
Era una plantación donde antes había un maizal, pero los
largos tallos verdes habían sido sustituidos por estructuras metálicas con
cerebros en sus cimas, los mejores de aquel extraño lugar. Las máquinas estaban
todas conectadas a la cabeza del Espantapájaros.
El antiguo compañero de viaje de la niña de Kansas yacía
inmóvil en medio del campo, con su cuerpo prácticamente desprovisto de paja. Los
cuervos, muy abundantes en la región por las carnicerías de su gobernante, no
le temían a aquella criatura patética.
Pasaba sus días inmóvil, pensando y pensando en una manera
de sacarla de Dor, el nuevo nombre de Oz.
—¿Qué fue, inútil?
—La solución puede estar en un punto intermedio, entre
viajes por planos diferentes y realidades alternativas. Si creas una realidad
en la que tu historia sea influyente y alguien represente tu historia, podrías
sustituir a esa persona en el momento exacto, sacándola del flujo temporal y
ocupando su lugar.
Ya estaba acostumbrada al nuevo modo de hablar de aquella
criatura. Se detuvo y pensó, sosteniendo su barbilla puntiaguda y arrugada.
—Sí, podría funcionar. Solo necesito hacer que alguien cree
algo sobre mi historia que se convierta... en una obra de teatro o un
espectáculo de circo. Escribe.
—¿Cómo, señora?
—Pon esta historia mía tan rara por escrito. Pero en el
momento en que el hechizo de esos malditos zapatos –y golpeó los pies en el
suelo, como la buena niña caprichosa que aún era, pese a los años– salga mal,
tú serás el que cambie. Di que salió bien y que viví feliz para siempre.
—Señora, no puedo escribir —intentó levantar las mangas de
la camisa, sin éxito.
La Bruja puso los ojos en blanco, fastidiada, y vio al
Hombre de Hojalata allí, parado a su lado. Ya casi no servía para nada, de tan
viejo y oxidado. Podía perfectamente quedarse allí y servir de máquina de
escribir. Chasqueó los dedos y así fue. El Hombre de Hojalata quedó junto al
Espantapájaros, un hilo de cobre entrando en su cabeza para transmitir los
pensamientos de éste.
Pasó un tiempo más, no sabía cuánto, los días habían perdido
su significado hacía mucho. Pero finalmente un mono alado vino a llamarla. No
era Totó, que había vivido la vida normal de un perro-mono-alado, pero se le
parecía; era el más parecido del grupo actual, y por eso su favorito.
Le entregó un cuadrado de papel y se sentó sobre la alfombra
de león, ya bastante raída. La Bruja pensó si debía leerlo o no. Encogió los
hombros y sacudió la cabeza. Inmediatamente el libro desapareció frente a ella.
Fue casi inmediato. Sintió un escalofrío, un
estremecimiento, como si alguien pisara su tumba. Fue hacia el espejo que el
Mago farsante había usado y chasqueó los dedos. Allí, frente a ella estaba...
su historia. Sí, los escenarios eran falsos, el hombre de hojalata parecía más
de cartón. Y máquinas extrañas rodeaban a las personas disfrazadas. Pero era su
historia bien representada. Y en la escena exacta, la niña –si alguna vez fue
tan joven– se preparaba para cerrar los ojos y golpear los pies.
—No hay mejor lugar que nuestro hogar.
Hacía calor bajo aquellas luces fuertes y su piel picaba.
Abrió los ojos y vio que estaba en el escenario que había visto en el espejo.
Miró hacia abajo y sus manos ya no estaban verdes... y el perrito estaba en la
cesta. Iba a gritar, pero alguien se adelantó.
—¡Corte! Media hora de descanso y volvemos a intentarlo.
Una confusión a su alrededor, voces altas y risas, gente
quitándose partes del disfraz mientras otros ajustaban los decorados.
—¿Qué... pero… Kansas?
Una mujer se le acercó, sosteniendo una toalla mojada.
—¿Qué Kansas, niña? La escena de Kansas se filmó al
principio de la producción, ¿olvidaste? Ahora cierra los ojos que necesito
retocarte el maquillaje, tu frente brilla demasiado con esta luz.
Ella no estaba en casa. Aquello no era Kansas. Todo era
falso y vacío.
Sintió mucha, muchísima nostalgia de Oz y golpeó los
zapatitos.
Y nada pasó.
Dorothy ya no tenía hogar.
Título original: Lugar como a nossa casa
Traducción: Sergio Gaut vel Hartman
Ana Cristina Rodrígues nació en São Sebastião do Rio de Janeiro, Brasil, en 1978. Es historiadora, una perfecta coartada para pasarse la vida leyendo y escribiendo. Profesionalmente ha publicado dos artículos: "Visões da morte na História dos Francos de Gregório de Tours" (2004) y "Os Votos do Faisão: ideais de cavalaria na corte borgonhesa do século XV" (2004). En materia de narrativa publicó en Sci Pulp, Scriptonauta, Blocos Online, Scarium e Inpempol. En materia de ficción literaria, publicó en Sci Pulp, Scriptonauta y Blocos Online. Dos de sus cuentos se tradujeron al castellano y se publicaron en Axxón.

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