Iván Bojtor
Sólo llevaba una armadura de cuero. Era uno de
aquellos jefes bárbaros que veneraban a dioses bárbaros.
Había oído ya
muchas historias, contradictorias entre sí, acerca de la construcción ciclópea
de piedras toscas amontonadas al pie de un acantilado, del tamaño de una
colina, a la que acababa de ingresar. Se decían mil cosas sobre ella: que en su
interior moraba un dios gigantesco, o un monstruo; que allí se abría el
descenso al inframundo; que en su interior se extendía un laberinto del cual
jamás salía quien se aventuraba a entrar sin pensar… Y, por último, que al
final de sus cámaras entrelazadas, en la última de todas, reposaba una espada
maravillosa, capaz de volver invencible en la batalla a quien la poseyera.
El angosto
corredor desembocaba en una vasta sala. A la luz de su antorcha distinguió una
estatua colosal que llegaba hasta el techo: la figura de una divinidad. Entre
las dos piernas de la imagen se abría una puerta, y delante de ella, un altar
de piedra lleno de ceniza.
Sin saber qué
ofrenda podía granjearle el favor del dios, arrojó sobre el altar un puñado de
cebada, unas flores marchitas que había recogido el día anterior y, por si
acaso, se pinchó el dedo con la punta del puñal, dejando caer tres gotas de
sangre. Encendió el sacrificio con su antorcha, fijó la mirada en la puerta
cerrada y esperó.
No vio –no podía
verlo– que en un pequeño nicho tallado en la roca, a un lado del corredor por
donde había entrado, se alzaba la estatua de un enano grotesco. Tampoco pudo
ver cómo, mientras su ofrenda se consumía ante el gran ídolo, la boca del enano
se curvaba en una mueca burlona.
Sobre el altar
chisporrotearon aún algunos granos de cebada, y entonces la puerta se abrió.
El hedor lo golpeó apenas cruzó el umbral. En el suelo, por todas partes,
yacían huesos, jirones de ropa, armas rotas y otras intactas. Avanzó hacia la
puerta cerrada que se veía enfrente, pero un sonido irreconocible resonó a su
espalda. No pensó, reaccionó: giró sobre sí mismo y blandió su hacha en el
aire. Algo –una especie de lagarto escamoso y enorme– se deslizó junto a él y
se tendió frente a la puerta. Detrás del monstruo, apoyada contra el muro, se
alzaba una espada tan alta como un hombre. Habría jurado que antes no estaba
allí.
¿Sería aquella la
espada maravillosa de las leyendas, la que había venido a buscar?
Estaba seguro: si vencía al monstruo, el arma sería suya.
Mientras se
acercaba, notó que la criatura giraba la cabeza a un lado y otro: comprendió
que el brillo de la antorcha hería los ojos de la bestia, acostumbrada a la
oscuridad. Con la antorcha en la izquierda y el hacha en la derecha, se
abalanzó y descargó el golpe sobre su cráneo. El monstruo se estremeció unas
veces y cayó de costado.
Vaciló.
¿Era todo? La
victoria le pareció demasiado fácil. Pero no se detuvo a pensarlo.
Extendió la mano hacia la espada… y antes de tocarla, se disolvió en el aire,
como una bruma.
Al instante, se
abrió otra puerta detrás de él.
La siguiente
cámara era más larga que la anterior; al entrar, no alcanzaba a ver su extremo.
Escarmentado por su encuentro con el lagarto, avanzó con más cautela. Llegó sin
contratiempos a la puerta siguiente, ante la cual, sentado en un trono de
piedra, descansaba un guerrero acorazado. En la hoja de la puerta pendía una
espada, aunque no la misma que había visto desaparecer en la sala anterior.
El guerrero se
estremeció como quien despierta de un sueño. Se incorporó con estrépito
metálico y, empuñando su arma con ambas manos, avanzó hacia él.
Bastaron unos
instantes para que el bárbaro comprendiera que, con su armadura ligera, era
mucho más veloz.
El caballero
descargó golpe tras golpe; él los esquivó todos. Finalmente, se colocó a su
espalda y asestó el suyo. El guerrero cayó. Las piezas de la armadura rodaron
por el suelo, vacías: no había nadie dentro.
Dudó antes de
tocar la espada. Ya no se sorprendió cuando, al extender la mano, el arma se
desvaneció ante sus ojos, y tampoco cuando la puerta volvió a abrirse por sí
sola.
La cámara
siguiente era aún más larga; parecía más bien un pasadizo ancho. A lo lejos
titilaba una luz verde, que se fue intensificando mientras avanzaba. Podría
haber arrojado su antorcha, ya consumida hasta el mango, pero no se atrevió.
¿Qué lo esperaba?
Lo que lo esperaba
era una última puerta, y sobre ella, clavada en cruz, una espada
resplandeciente de luz verdosa. De ella emanaba el resplandor que inundaba la
sala.
Delante, sobre una alfombra, estaba sentado un niño.
El bárbaro se
detuvo. Miró al niño, luego al arma.
¿También debo
matar al niño?, pensó.
Durante un rato se
miraron en silencio.
Luego el hombre se
dio media vuelta y emprendió el camino de regreso.
La sonrisa del
enano de piedra se borró, y su cabeza se inclinó levemente, como si hubiera
empezado a reflexionar.
Cuando el bárbaro
salió de la cámara, una luz cegadora lo envolvió, y cayó al vacío.
Al recobrar el
sentido, se encontró tendido en un barranco, al aire libre. El edificio había
desaparecido.
Se frotó los ojos, se incorporó, y vio a su lado una espada sobre la hierba.
Parecía una hoja
común, sencilla.
La levantó, la
probó, la blandió hacia un lado y otro.
Por accidente,
pasó demasiado cerca de la roca: pero, en lugar de chocar o sacar chispas, la
espada atravesó la piedra como si fuera manteca.
Así lo cuentan.
Quizá ocurrió de
verdad, quizá no.
Las tradiciones
más antiguas dicen que las armas de los dioses eran forjadas siempre por enanos
deformes: Hefesto para Zeus, Ptah –representado a menudo como un pigmeo
monstruoso– para Horus, Tvastar para Indra, y Regin, el enano que volvió a
forjar la espada rota de Odín, la Gram.
Sí, en aquellos
tiempos cada arma extraordinaria tenía su propio nombre.
Las sagas aseguran
que también San Olaf, unificador de Noruega y propagador de la fe cristiana,
tuvo una espada semejante.
Tal vez sea
cierto, tal vez no.
Pero los anales
coinciden en algo: Olaf jamás perdió una batalla.
Título original: A kard
Traducción: Sergio Gaut vel Hartman
Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300, GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

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