martes, 11 de noviembre de 2025

LA ESPADA

Iván Bojtor

 

Sólo llevaba una armadura de cuero. Era uno de aquellos jefes bárbaros que veneraban a dioses bárbaros.

Había oído ya muchas historias, contradictorias entre sí, acerca de la construcción ciclópea de piedras toscas amontonadas al pie de un acantilado, del tamaño de una colina, a la que acababa de ingresar. Se decían mil cosas sobre ella: que en su interior moraba un dios gigantesco, o un monstruo; que allí se abría el descenso al inframundo; que en su interior se extendía un laberinto del cual jamás salía quien se aventuraba a entrar sin pensar… Y, por último, que al final de sus cámaras entrelazadas, en la última de todas, reposaba una espada maravillosa, capaz de volver invencible en la batalla a quien la poseyera.

El angosto corredor desembocaba en una vasta sala. A la luz de su antorcha distinguió una estatua colosal que llegaba hasta el techo: la figura de una divinidad. Entre las dos piernas de la imagen se abría una puerta, y delante de ella, un altar de piedra lleno de ceniza.

Sin saber qué ofrenda podía granjearle el favor del dios, arrojó sobre el altar un puñado de cebada, unas flores marchitas que había recogido el día anterior y, por si acaso, se pinchó el dedo con la punta del puñal, dejando caer tres gotas de sangre. Encendió el sacrificio con su antorcha, fijó la mirada en la puerta cerrada y esperó.

No vio –no podía verlo– que en un pequeño nicho tallado en la roca, a un lado del corredor por donde había entrado, se alzaba la estatua de un enano grotesco. Tampoco pudo ver cómo, mientras su ofrenda se consumía ante el gran ídolo, la boca del enano se curvaba en una mueca burlona.

Sobre el altar chisporrotearon aún algunos granos de cebada, y entonces la puerta se abrió.
El hedor lo golpeó apenas cruzó el umbral. En el suelo, por todas partes, yacían huesos, jirones de ropa, armas rotas y otras intactas. Avanzó hacia la puerta cerrada que se veía enfrente, pero un sonido irreconocible resonó a su espalda. No pensó, reaccionó: giró sobre sí mismo y blandió su hacha en el aire. Algo –una especie de lagarto escamoso y enorme– se deslizó junto a él y se tendió frente a la puerta. Detrás del monstruo, apoyada contra el muro, se alzaba una espada tan alta como un hombre. Habría jurado que antes no estaba allí.

¿Sería aquella la espada maravillosa de las leyendas, la que había venido a buscar?
Estaba seguro: si vencía al monstruo, el arma sería suya.

Mientras se acercaba, notó que la criatura giraba la cabeza a un lado y otro: comprendió que el brillo de la antorcha hería los ojos de la bestia, acostumbrada a la oscuridad. Con la antorcha en la izquierda y el hacha en la derecha, se abalanzó y descargó el golpe sobre su cráneo. El monstruo se estremeció unas veces y cayó de costado.

Vaciló.

¿Era todo? La victoria le pareció demasiado fácil. Pero no se detuvo a pensarlo.
Extendió la mano hacia la espada… y antes de tocarla, se disolvió en el aire, como una bruma.

Al instante, se abrió otra puerta detrás de él.

La siguiente cámara era más larga que la anterior; al entrar, no alcanzaba a ver su extremo.
Escarmentado por su encuentro con el lagarto, avanzó con más cautela. Llegó sin contratiempos a la puerta siguiente, ante la cual, sentado en un trono de piedra, descansaba un guerrero acorazado. En la hoja de la puerta pendía una espada, aunque no la misma que había visto desaparecer en la sala anterior.

El guerrero se estremeció como quien despierta de un sueño. Se incorporó con estrépito metálico y, empuñando su arma con ambas manos, avanzó hacia él.

Bastaron unos instantes para que el bárbaro comprendiera que, con su armadura ligera, era mucho más veloz.

El caballero descargó golpe tras golpe; él los esquivó todos. Finalmente, se colocó a su espalda y asestó el suyo. El guerrero cayó. Las piezas de la armadura rodaron por el suelo, vacías: no había nadie dentro.

Dudó antes de tocar la espada. Ya no se sorprendió cuando, al extender la mano, el arma se desvaneció ante sus ojos, y tampoco cuando la puerta volvió a abrirse por sí sola.

La cámara siguiente era aún más larga; parecía más bien un pasadizo ancho. A lo lejos titilaba una luz verde, que se fue intensificando mientras avanzaba. Podría haber arrojado su antorcha, ya consumida hasta el mango, pero no se atrevió. ¿Qué lo esperaba?

Lo que lo esperaba era una última puerta, y sobre ella, clavada en cruz, una espada resplandeciente de luz verdosa. De ella emanaba el resplandor que inundaba la sala.
Delante, sobre una alfombra, estaba sentado un niño.

El bárbaro se detuvo. Miró al niño, luego al arma.

¿También debo matar al niño?, pensó.

Durante un rato se miraron en silencio.

Luego el hombre se dio media vuelta y emprendió el camino de regreso.

La sonrisa del enano de piedra se borró, y su cabeza se inclinó levemente, como si hubiera empezado a reflexionar.

Cuando el bárbaro salió de la cámara, una luz cegadora lo envolvió, y cayó al vacío.

Al recobrar el sentido, se encontró tendido en un barranco, al aire libre. El edificio había desaparecido.
Se frotó los ojos, se incorporó, y vio a su lado una espada sobre la hierba.

Parecía una hoja común, sencilla.

La levantó, la probó, la blandió hacia un lado y otro.

Por accidente, pasó demasiado cerca de la roca: pero, en lugar de chocar o sacar chispas, la espada atravesó la piedra como si fuera manteca.

Así lo cuentan.

Quizá ocurrió de verdad, quizá no.

Las tradiciones más antiguas dicen que las armas de los dioses eran forjadas siempre por enanos deformes: Hefesto para Zeus, Ptah –representado a menudo como un pigmeo monstruoso– para Horus, Tvastar para Indra, y Regin, el enano que volvió a forjar la espada rota de Odín, la Gram.

Sí, en aquellos tiempos cada arma extraordinaria tenía su propio nombre.

Las sagas aseguran que también San Olaf, unificador de Noruega y propagador de la fe cristiana, tuvo una espada semejante.

Tal vez sea cierto, tal vez no.

Pero los anales coinciden en algo: Olaf jamás perdió una batalla.


Título original: A kard

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

 

 

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