Luis Saavedra
Un
día, al final de la tarde, llegaron los visitantes. Al principio fueron motas
en la distancia de los cerros y luego insectos negros que se hacían más grandes
hasta que se cruzaban con el primer campesino. Lo único que hacían era recorrer
el pueblo y su única calle. Tres años habían pasado desde el primer verano y
nadie podía explicárselo.
Vestían de gabardina, con las manos
en los bolsillos y pantalones que llegaban hasta zapatos negros de horma
angosta. Altos, más bien estilizados, se movían con un pie adelante del otro
pero la gente nunca decía que caminaban, no hablaban y no demostraban interés
en nada. Lo más inquietante en ellos eran las máscaras: gatos, perros,
corderos, solamente animales, que dejaban al descubierto las pálidas orejas que
parecían recubiertas de un plástico brillante. Al atardecer, todos se volvían a
mirar el cielo, a un punto fijo en el espacio profundo.
Roberto era el hijo menor de los
Castro y desde los once vivía en la casa de los abuelos. A las cuatro volvía de
la escuela siguiendo el camino rural, se cambiaba de ropa y salía a jugar. La
rutina se hacía agradable esos días porque venía la navidad y después las
vacaciones de verano. Su abuela preparaba los mejores alfajores y su abuelo
contaba las mejores historias. La más terrorífica fue aquella cuando el abuelo
vio a su primer visitante, arrodillado sobre una oveja.
Entonces solo eran un rumor, un punto
por debajo de las apariciones del cola’e flecha y la novia que llora en las
noches de luna llena. Pero el viejo ya lo conocía y la gente como él es
cautelosa con los rumores. Se detuvo en el límite del claro donde lo vio y no tuvo
miedo porque era mediodía y más allá estaba el camino a Pueblo de las Arañas. Pero
al ver la oveja muerta con la mirada opaca y la boca entreabierta de dientes
amarillos, supo que estaba en el momento equivocado. Tenía el vellón del
estómago negro de su propia sangre y la tierra estaba húmeda. El extraño había
dejado los órganos internos alrededor de la oveja y se movía con curiosidad de
uno a otro, las manos enguantadas teñidas del carmín intenso. Tomó el intestino
pálido y lo observó como leyéndolo, y luego el hígado, acercándolo a su máscara
hasta casi tocar el plástico. Luego vino lo más extraño: acercó sus manos a la
cabeza ovina y el cadáver se sacudió como los perros cuando tienen sueños de
muerte. El aire se llenó de malos humores y la intensidad de la luz se hizo débil.
La oveja soltó un balido bajo e intenso que se metió en la nuca del viejo y reverberó
en su pecho hasta helarle el corazón. El espacio palpitó, los árboles se contrajeron
como garras cerrándose y la hierba que rodeaba al viejo fueron tensas cuerdas
de guitarra. Duró solo hasta que el aire en los pulmones del animal se acabó y
volvió a la paz de su muerte. Entonces el viejo escuchó al perro y su amo
viniendo por el otro lado del claro. El visitante se irguió y luego buscó la
mirada del viejo, que por primera vez reparó en la máscara que llevaba. El
tigre de caricatura sonreía con una lengua roja y colmillos, donde estaban los
ojos alcanzó a divisar algo parecido al brillo de la mirada de los gatos en la
oscuridad. El visitante retrocedió y se perdió entre las sombras de la maleza
sin siquiera agitarla, y justo después, el amo del perro encontró al viejo
pálido y temblando. Era don Matías, también dueño de la oveja, que lo
tranquilizó y le explicó que la habían matado por la noche una jauría de perros
vagos del basural, al otro lado del pueblo.
Era la mejor historia, la que hacía
que Roberto no durmiera en la noche, la que se contaban los chiquillos al final
de las pichangas, cuando se sentaban al atardecer y la luz se moría de a poco.
Roberto no esperaba que su abuelo le contara una mejor historia y le rogaba al
Niño Jesús y la Virgen María jamás cruzarse con un visitante.
Hacía tanto calor que caminaba en
forma automática y no se dio cuenta hasta que la insistente sensación en la
nuca lo obligó a darse vuelta. No vio nada, pero algo le dijo que la maleza
estaba muy quieta y los pájaros no volaban sino que huían. Roberto continuó
otro rato por el camino árido que ondeaba en la distancia y se puso a pensar
que el día siguiente le tocaba irse con los papás, a Santiago. Un niño en un
viaje de dos horas se aburría, pero había encontrado la forma de seguir el
ejemplo de su abuelo dibujando historias en un cuaderno con una portada de Ben10.
Llevaba cinco cuentos en los que aparecían muertos, caballos del diablo, gente
malvada que caía en grietas ígneas y heroínas que terminaban medio desnudas. Un
cuento contaba la historia del Berto, que vivía en el campo porque sus papás no
podían tener a todos sus hijos en la casa, y que prefería quedarse en Pueblo de
las Arañas con los muertos, la gente malvada y las heroínas. Cuando pasó frente
a la chacra del Negro Mañaña, lo vio arrancando lechugas y le gritó un saludo.
El hombre traía desde chico el paladar escindido y nunca pudo pronunciar bien
una frase sin intercalar eñes, por eso el apodo, por eso tampoco esa vez pudo
entender lo que dijo ni por qué se puso tan serio. Solo cuando el Mañaña apuntó
hacia un espacio detrás suyo y miró, entendió tanta seriedad.
La máscara era de una de las Urracas
Parlanchinas y estaba como a veinte metros, vestía una polera de mangas largas
que le cubrían las manos y pantalones negros que le cubrían los pies. Inclinó
la cabeza hacia un lado, como si le preguntara algo, y luego se comió la
distancia de una sola zancada quedando a un metro escaso del niño. Era muy alto
y pensó en un arco que se curvaba sobre él hasta casi tapar el sol. Roberto no
se movió, no podía, y solo se acordó de rezar mirando dentro de los agujeros
negros de la máscara, donde debían estar los ojos. El Mañaña retrocedió un par
de pasos, le gritó histéricamente al niño que iba a buscar a sus abuelos e
inició una huida rodeando la casa. Podía escuchar la respiración del visitante
y ver el cabello negro y liso pegado al cráneo, las orejas eran apéndices
irreales de porcelana. La brisa paró por completo y el calor se volvió más intenso
y hasta el sonido de la naturaleza hizo una pausa como una inhalación, como si
esperara. Intentó un tímido hola que subió como acidez por su garganta y no
alcanzó a salir. El visitante entonces fue levantando un brazo, dejando que la
manga retrocediera hasta descubrir una mano blanca y esquelética llena de
pequeñas arrugas que la cruzaban como una superficie lunar. El niño se puso a
sollozar y a mover la cabeza, intentó huir pero el otro fue más rápido y lo
aferró de un brazo con esa mano terrible y pétrea. El dolor le impidió zafarse
y solo atinó a llorar más fuerte hasta que apareció la otra mano, en el centro
de la palma tenía un espolón pequeño y azul que fue a clavarse con violencia en
la palma del brazo secuestrado de Roberto. Un horror animal y doloroso sacudió
el cuerpo del niño con espasmos y sonidos guturales que iban en intensidad. Las
funciones cognitivas dejaron de darle sentido al mundo y vio tres fogonazos de
luz intensa que previeron el colapso de la sinapsis. Un muro de ladrillo negro
sepultó su cerebro.
Rojo, rojo intenso. Ultravioleta.
Verde, amarillo. Una oleada de oscuridad que le lamió el rostro. Blanco
violento arañó sus ojos. Colores pulsátiles que transmitían el frío del espacio
entre átomos y el calor del centro de una estrella de neutrones. Fue apuñalado
por un arco-iris que transmitía exaflops de datos y sobrecargaba su interfaz
sensorial. El caos se transformó en un mundo de tonos azules, fríos y eléctricos,
y volvió a haber cierta coherencia. Roberto despertó en el fondo del mar,
aunque seguía al lado del visitante y reconocía la chacra y el viejo camino.
Pero las cosas eran diferentes, como si alguien hubiera reconstruido todo,
alguien que no conocía un árbol y seguía las instrucciones de un libro. Los
detalles eran precisos: de alguna manera conocía todo a su alrededor en una
mirada de 365 grados, de alguna manera podía sentir las fluctuaciones de
energía trasponiendo la materia. Sabía que detrás de la casa estaba el Mañaña
corriendo a una velocidad increíblemente lenta y que la Abuela estaba detenida
con las manos hundidas en la masa del pan y que su Abuelo venía por el otro
camino viejo. Y también veía los millones de enlaces entre esas tres personas y
el resto y su entorno hasta llegar a la Gestalt planetaria. Luego estaba el
visitante y, donde hubo máscara, ahora solo existía una singularidad de información
que no soportaba “ver” directamente. Pero seguía atado a él en más de un
sentido y su presencia se filtraba hasta su ser. Sin embargo, Roberto no
entendía, pero tampoco tenía miedo porque no le importaba. Su experiencia era
distante como si estuviera detrás de un cristal grueso, un pez mirando el
acuario de enfrente.
La percepción se agitó como si fuera
una cortina de agua interrumpida por una piedra y cambió de foco. Se disgregó y
Roberto cayó entre los espacios moleculares hasta una planicie hecha de pelotas
de ping-pong, bañada en una luz crepuscular. Arriba, el cielo era una bóveda
que lo envolvía como en una ilustración medieval. En el horizonte había un
evento difuso, que presentía inestable, caótico, y que recombinaba cada tanto las
pelotas de ping-pong de la planicie, dejando escapar volutas microscópicamente
gigantes de energía que se manifestaban en lenguas fantasmales y radiactivas de
colores ultraterrenos, que vivían solo un par de violentos microsegundos. De
alguna manera, sabía que acercarse significaba exponerse a una zona en la que
las leyes físicas eran inmaduras o no-constantes o limítrofes o caprichosas. No
logró fijar el concepto, pero la advertencia la presentía con cada pico de
actividad: se erizaba involuntariamente como si su cerebro reptil lograra
descifrar la falta de orden natural. Sin prisa, se alejó del evento hacia
ninguna parte, pero las oleadas lo alcanzaban con mayor regularidad e
intensidad estrellándose en su espalda, hasta que se encontró corriendo justo
por delante de la onda recombinatoria que devoraba la planicie. Entonces, divisó
los diamantes que irradiaban una luz lechosa y que se encontraban alineados uno
al lado del otro como una frontera imaginaria. Apretó la carrera y cayó al otro
lado, se dio vuelta y ahí estaban los diamantes conteniendo el caos. Estaba a
salvo, la frontera era más bien un cerco que evitaba el avance. Alguien lo
había puesto allí, alguien que sabía que existía ese error infinitesimal,
potencialmente destructor.
Otra vez el foco saltó las escalas y
viajó atravesando nubes cósmicas y soles chillones, dejó atrás la última
definición de objeto luminoso hasta alcanzar una roca oscura. Antigua y
degradada se había convertido en una ceniza etérea que bailaba en el borde del
universo. Se internó por sus bóvedas laberínticas hasta encontrar ángeles con
forma de mantarraya que lo acompañaron hasta una cámara central. También ellos
eran extranjeros, también llegaron atraídos por una intuición que no sabían
explicar. En la cámara, miles de auroras boreales circulares latían
superpuestas en forma asíncrona, una luz tan pura pero cansada que solo era la sombra
de algo glorioso. El fantasma de un púlsar. Un reflejo en un espejo empañado. Y
otra vez su cerebro reptil se erizó, reconociendo el caos aterrador. Los ángeles
se abrieron paso a través de los campos pulsátiles hasta comprender el
mecanismo de relojería que realmente era y cayeron en la cuenta de que las
cenizas pertenecieron a un primer ser: el creador falible cuyo único error
yacía en un corazón devorador. Maravillados, descerrajaron la trampa y los
pequeños cristales que formaban la frontera se esfumaron en una lluvia de
lentejuelas. Roberto gritó una advertencia y luego la gloria del dragón fundió
los exploradores y la roca negra.
Se alejó huyendo hasta dar con el espacio
civilizado de los ángeles: un planeta hecho de sus cuerpos de mantarraya con una
noosfera saturada de ideogramas aterrados. El dragón se acercaba al universo
masticando enloquecido su margen y no sabían cómo detenerlo. Bandas de colores
violentos recorrieron el planeta hasta alcanzar un acuerdo y millones de
esferas ígneas saltaron al aire hacia todas las galaxias conocidas. Se unió a la
estela de un grupo y como en una película que se acelera a cada segundo,
atravesó el espacio de regreso al Sol, a la Tierra, América, Chile. Bajó por
las faldas de los cerros y adquirió forma local y siguió al animal pequeño e incomprensible
y se unió a él para preguntarle.
El visitanteroberto rompió su
consistencia.
El shock lo atravesó con látigos
eléctricos que flagelaron su córtex. Perdió el control total de su cuerpo
azotándose contra el suelo, mientras volvía al mundo de origen. Fue acribillado
por las imágenes del visitante retirando la mano pétrea-alejándose-perdiéndose.
Cuando la abuela lo encontró y miró dentro de sus ojos y encontró un vacío
intenso, ella supo, con toda esa carga de vieja crecida entre mito y campo, que
no podía seguir en Pueblo de las Arañas. Lo arropó y miró fijamente al Mañaña
durante un feroz segundo: “Aquí no pasó ná, ya sabís, o te las vai a ver
conmigo si hablai”. El hombre se limitó a mover afirmativamente la cabeza, clavado
por el horror religioso. A los papás les dijeron que fue el shock eléctrico de
una línea de alta tensión y que el niño podía tener daño colateral más
adelante, pero sobrevivió milagrosamente.
Roberto volvió a Santiago e ingresó
en un internado. Nadie conoció su historia, nadie quería conocerla de boca de un
pendejo hosco y expectante. Sobre todo en los atardeceres, se quedaba mudo y
escuchaba, aunque reconocía que no sabía qué. A veces respondía que en sueños
veía un dragón que no era un dragón, sino algo mucho más grande y que también había
que temer más. O que soñaba que preguntaba a la gente una forma de crear una
nueva corona de diamantes y, aunque todos huían de él, sabía que en alguna
parte existía la respuesta. Cuando cumplió dieciocho, se compró una máscara del
gato Tom y no volvió a la Institución, impulsado por una angustia quemante de
no quedarse quieto, siempre hablando de diamantes.
Todos los veranos, los visitantes bajan
al Pueblo de las Arañas, merodean dando tumbos en su caminar que no es caminar y,
al final del día, se van, convirtiéndose en insectos negros y luego en motas en
la distancia de los cerros.
Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta.

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