Sergio Gaut vel Hartman
Los primeros disparos parecieron llegar de la colina, aunque con
los globus nunca se sabe, y le dieron a Ibbuby antes de que lograra averiguar
con qué nos tiraban.
—¡Chiwas amarillas! —gritó Artis, nuestra jefa de
pelotón, veterana de Bremen y Ticrit, tres veces reciclada. Yo no recordaba qué
eran las chiwas amarillas, si alguna vez lo supe, pero me imaginé. Los
extraterrestres cambian de municiones y armas todo el tiempo, por lo que
nuestros tecnos tienen que limitarse a meter nanos y fluidos en los efectivos
muertos para poder mandarlos de nuevo al frente. A veces reciclan la mitad de
uno y la mitad de otro, o usan brazos y piernas artificiales, o conectan la cabeza
de una mujer en el cuerpo de un hombre, según y conforme con qué miembros u
órganos cuentan. El asunto es recuperar un soldado y no aflojarles a los hijos
de puta, mientras los cerebros de CyT, en el laboratorio de los Urales, tratan
de encontrar el punto vulnerable de los globus.
—Atento, Levi. —La voz de Artis suena como un viejo
concierto de Pink Floyd—. Esto no es la tridi; la batalla es de verdad, Levi.
Al principio, antes de saber que había sido reciclada
tres veces, me preguntaba si Artis era una mujer al cien por ciento, si tenía
partes ajenas o artificiales. No es que el asunto fuera especialmente
importante en un momento en que las chiwas estallaban contra las corazas de
fibra de diamante y pedazos de humanos saltaban por todas partes como ranas
epilépticas. Pero empezaba a serlo cuando la batalla remitía, a la noche,
cuando nos metíamos en los refugios a esperar el siguiente ataque. Esa era la
clase de preguntas que nos hacíamos, la mayoría de las cuales quedaban sin
respuesta, o recibían respuestas imprecisas, seguramente falsas. Como siempre
dice Burmeister, nuestro terapeuta, hay que poner la cabeza en otra cosa para
disipar el horror.
—¡Viene una ola de fukas por la derecha! ¡Cubrirse!
—Los barredores neutralizaron la mayoría de las fukas, pero algunas hicieron
impacto y quebraron las armaduras como si fueran de cartón. Los brazos y
piernas de Funes y Memory, desprendidos del tronco, golpearon contra el
blindaje de un tanque y quedaron doblados en posiciones absurdas. No sé por qué
reparo en esa clase de cosas cuando ocurren; mis profesores han dicho que tengo
una mente “pólipo”, capaz de dispersarse en mil direcciones, pero yo sostengo que
se trata de mi herencia judaica y la excesiva práctica del pilpul. ¿Saben qué
es el pilpul? No importa. Ya se irán dando cuenta.
—¡Recicladores! —aulló Artis en el micro, aunque en
realidad no hacía falta. Todos usábamos pulseras y tobilleras que nos mantenían
conectados a un centro de monitoreo y servían para denunciar desmembramientos y
defunciones. Los recicladores, unos artefactos eficientes y prolijos, tan
compactos que resultaban inmunes a los proyectiles de los globus, hacían su
trabajo en el campo de batalla o congelaban los restos útiles para ser usados
en las unidades de restauración. No era raro ver a los compañeros “muertos”
empuñando de nuevo las armas y disparando con mayor eficiencia que en sus
primeras vidas. Todos sospechamos que los recicladores agregan elementos y
perfeccionan el material preexistente, por lo que los soldados que vuelven a la
acción son un poco menos humanos y un poco mejores soldados. Pero todo esto no
deja de ser una conjetura alimentada por el deseo de explicar lo inexplicable.
La batalla del 2 de junio de 2039 solo dejó cinco muertos
definitivos en los trece pelotones de la VII brigada de choque. De los
nuestros, la única que no pudo ser restaurada fue Ferris, una morena bonita
poco afecta a los intercambios sexuales. Quedó tan destrozada que no sirvieron
ni las muelas. A eso de las veintiuna, y tras ingerir las tabletas proteínicas,
estuvimos listos para empezar la sesión de terapia con Burmeister. Cada pelotón
tiene su psicólogo porque el Alto Mando supone que las guerras modernas, y en
especial la guerra contra unos alienígenas que parecen globos inflados con
helio, deben ser libradas por soldados de mente limpia y corazón contento. Pero
mentiría si dijera que escuché una sola palabra de las muchas que se
pronunciaron. Mi mente estaba en otra parte, en el cuerpo de Artis, para ser
preciso, en cómo lograr que Artis, por una vez, se fijara en mí. Sería poco
ético decir que las otras mujeres del pelotón no valen nada, aunque debo
confesar que mi deseo siempre estuvo enfocado en nuestra jefe; otro ridículo
atributo de la herencia judaica: el perfeccionismo. Pasó la hora de juegos y
las luces se atenuaron. Las cortinas de estera corrieron por los rieles y cada
uno de nosotros dispuso de unos minutos para buscar pareja nocturna o esperar a
que alguno de los compañeros lo beneficie (o perjudique) con su elección. Y fue
entonces que supe que era mi día de suerte: no había muerto en el campo, o algo
peor, y Artis se metió en mi palacio de dos por uno.
—¿Te gusta? —dijo Artis tocándome con suavidad. Tragué
en seco un puñado de nueces, sin masticar, y le miré los pechos sin preguntarme
si eran los originales o unos implantes sintéticos, producto de la
reconstrucción. De cualquier modo eran hermosos, duros, firmes, grandes.
—Claro que me gusta —logré articular—. ¿Por qué me
elegiste?
Se encogió de hombros. —Solo azar, y un poco tu olor.
—¿No huelo a muerto?
—Exacto; es el olor que más me gusta. —Me volvió a
tocar y yo hice lo mismo. Metí la mano por debajo de la camisa y en la yemas de
mis dedos se dibujó la cicatriz de una gran herida.
—Me excita pensar en eso —murmuré.
—Me imagino; a todos les excita mi condición de tres
veces reciclada. Tengo un corazón Hartborg, pulmones Brest, páncreas de Meyer
& Gambler y una vagina Labbial-Plax que supera en sensibilidad a cualquier
aparato genital fabricado por la Madre Naturaleza. —Hizo una pausa para
potenciar el cierre—. Jamás penetraste algo así en tu vida, te lo garantizo.
Volví a tragar en seco y dije algo estúpido. —No está
mal; podría ser la última noche del mundo. —Pero Artis pensaba más o menos lo
mismo. Dejó de tocarme y me miró con dureza.
—No podemos ganarles —dijo—. Los globus van a probar y
probar hasta dar con el arma que nos aniquile. Quieren el planeta vacío, no les
interesan los esclavos y no comen carne.
—¡Carne! —exclamé—. Como si los nuevos humanos
fuéramos de carne. —Artis lanzó una carcajada estruendosa. Por lo visto mis
disparates le causaban gracia.
—Aunque sea poca, esta noche es toda tuya —dijo
tumbándose boca arriba a la vez que se bajaba el minipant reglamentario; no
usaba nada más—. Quiero que comas la poca carne que puedo ofrecerte, bombón.
Pero no fue la última noche del mundo y sí, tal vez, la más
tranquila en mucho tiempo, una noche casi bucólica. Como si dieran por
descontado que nuestras horas estaban contadas, los globus no dispararon las
habituales salvas de nictis y tampoco explotaron las minas implantadas en el
interior de los muertos que los invasores dejaban en el campo de batalla. A la
mañana, muy temprano, antes de que saliera el sol, llegaron los blindados de la
CyT y presentaron las nuevas armas, unos prototipos que ni siquiera habían sido
probados.
—Son los disruptores Jakubowicz-Renard —explicó un
sargento cuya mayor virtud no era la simpatía—. Están basados en un principio
recién descubierto y hacen algo en las células de los globus sin afectarnos a
nosotros. —No lo entendí y tampoco puedo explicárselo a ustedes, pero
funcionaba. Por otra parte, estaba demasiado absorto en los recuerdos de mi
encuentro carnal con Artis, aunque no hace falta repetir que había poca carne
involucrada en la fiesta. Y de todos modos no habría comprendido la explicación
del sargento. Lo mío es el pilpul, como ya dije, mi prioridad era evitar
morirme en esa guerra. Por eso prefiero exponer solo aquellos asuntos que
tienen que ver con Artis. Y eso sí que está claro como el agua. La jefa se
movía con el pulso perfecto de una cyborg, pero entrenada por la mejor geisha
de Japón. Lo único lamentable era que si llegaba vivo a la noche siguiente
cualquier otro u otra sería el acompañante sexual de Artis, tan azarosamente
como yo lo había sido. Hasta Burmeister tenía algunas posibilidades, a pesar de
que su estatus profesional no lo aconsejaba. Mientras hacía estas reflexiones,
un pensamiento transversal irrumpió con fuerza en mi mente. ¿Acaso la jefa era
la única hembra del pelotón? Las otras también eran atractivas, deseables y
estaban tan aterradas y aburridas como yo. No había muchas otras posibilidades.
El asunto merecía ser profundizado, pero no fue posible hacerlo porque un okus
de los globus estalló a mi lado y me arrancó el brazo derecho con prolijidad de
cirujano. Contemplé el hombro ensangrentado casi indiferente, y los gritos de
Minujin, que también había sido alcanzado, me llegaron envueltos en toneladas
de lana oscura.
—¡Ayuda!
—¡Recicladores! —exclamó Robles, que estaba a escasos
dos metros del miembro arrancado. Los artefactos no se hicieron esperar y en
poco más de media hora estaba reparado y empuñando de nuevo mi AK57. Todo
ocurría con suma rapidez en esa guerra de mierda. Los disrups salieron
disparados en oleadas y por lo visto estaban surtiendo efecto, ya que los okus
dejaron de caer y no volvió a estallar uno solo en el resto de la mañana. Al
mediodía habíamos ganado tres colinas. Los técnicos capturaron algunas armas
globus, pero por desgracia, como casi siempre, ningún cuerpo intacto. También
pudieron atrapar a un globus herido, algo bastante inusual, ya que los cuerpos
de los invasores contenían un explosivo que los hacía estallar en cuanto se los
tocaba. La importancia de este logro no podía ser medida por nosotros, aunque
todos sabíamos que la guerra más dura se libraba en los laboratorios.
Para mi sorpresa, la noche siguiente tampoco fue la última. ¿Era
posible que, a fin de cuentas, tuviéramos alguna posibilidad de ganar? Y ese no
fue el único motivo de asombro. Artis volvió a elegirme; dos noches
consecutivas le quitan el aliento a cualquiera, no solo al afortunado que tiene
sexo con la jefa del pelotón. Evitaré ser reiterativo y pasaré por alto los
detalles de mi segundo encuentro íntimo con Artis. Me limitaré a consignar que
el resultado superó con creces el de la primera noche. Recuerden que estábamos
disfrutando las delicias de la vagina Labbial-Plax que supera en sensibilidad a
cualquier aparato genital fabricado por la Madre Naturaleza. Si tal cosa fuera
posible, hubiera querido casarme con Artis en ese mismo momento, ser su
par para siempre, compartir la vida y esperar que los genios del reciclaje nos
ayuden a burlar la muerte una y otra vez. Pero el soldado propone y los globus
disponen...
Como si aquel par de noches de vacaciones hubieran
sido los elementos básicos de una estrategia tan efectiva como imposible de
entender para los cerebros humanos, tuvimos una semana seguida de ataques con
armas nuevas. Sobre nosotros cayó una lluvia de phosphito, una sustancia cien
veces más efectiva que el napalm; sufrimos la invasión de unas ondas que se
dedicaban a impedir nuestra coordinación para caminar, hablar o disparar y como
cereza del postre recibimos la visita de unas grageas neutrónicas que los
escudos de antitom solo podían neutralizar en un treinta por ciento. Artis fue
una de las víctimas, y quedó tan destrozada que tuve la certeza de que ninguna
tecnología podría devolvérmela. Perdonen la rudeza al consignar estos hechos,
pero no se me ocurre ningún modo de endulzarlos. En eso, el pilpul juega en
contra.
Pero no hay malas sin buenas. Los laboratorios de los
Urales produjeron un arma tan lesiva para los globus que el 19 de junio terminó
la guerra. Barrimos a los invasores de un modo absoluto, los aniquilamos, los
destruimos por completo y les sacamos las ganas de regresar a la Tierra.
Entonces la vida cotidiana recobró su ritmo y todos
los que participamos en las acciones bélicas pudimos volver a nuestros
trabajos, ver a nuestros hijos y compañeros. En mi caso, encandilado por las
luces de la efímera relación con Artis, decidí dejar a Lucila, irme del país y
afincarme en un ashram cercano a Lhasa en el que la meditación y la
espiritualidad lograran hacerme olvidar lo vivido. El Tíbet no es un lugar
confortable, debo admitirlo, pero mi estabilidad emocional, que dejaba
muchísimo que desear, no reparaba en esos detalles. Los médicos me habían
metido en el amplio casillero de las víctimas de la denominada —no deja de ser
un eufemismo— fatiga de combate, y yo, incapaz de rehacer mi vida, con buen
dinero en el bolsillo y ningún proyecto, no me consideraba otra cosa que un
deshecho, un subproducto de la invasión globus. En eso coincidía con los que
estudiaban el fenómeno. Como no podía morir, o por lo menos no era fácil
lograrlo por culpa de las nuevas leyes de conservación de la especie y los avances
tecnológicos en materia de reciclado de personas, me dediqué a transformarme en
un vegetal con patas, algo que no abunda en las inhóspitas cumbres que había
elegido como lugar de retiro. No sé si logro expresar con claridad lo que
sentía: deambulaba, me movía entre rocas y curioseaba alrededor de los lamas,
tal vez esperando que se abriera un tercer ojo en mi frente o que una
iluminación íntima me revelara una desconocida condición de mesías, elegido o
lo que fuera.
En uno de esos paseos, me detuve ante una estatua de
Buda que unas adolescentes ornamentaban con camelias y tulipanes importados de
Holanda a veinte solares el ramo. Me detuve, lo que no significa que prestara
atención a lo que ocurría a mi alrededor. De pronto, inesperadamente, sonó un
grito.
—¡Levi! —La que había gritado era una de las jóvenes y
yo, que estaba casi muerto, sentí una estridencia espinal, como si una mano
callosa me hubiera arrancado la piel de la espalda para dejar las vértebras al
descubierto y pulsarlas una por una, sin compasión ni talento.
—¿Quién? —Supongo que la perplejidad debió haber
convertido mi rostro en una especie de máscara de carnaval, rígida y sombría.
Pero la chica, lejos de asustarse, reprimió una carcajada tapándose la boca.
—¡Soy Artis, estúpido! —Y sin mediar aviso se lanzó
sobre mí, me abrazó y, tras unir sus labios a los míos, me metió en la boca una
lengua fría, salada, tan áspera que parecía fabricada con piel de tiburón.
—¿Artis? ¿No...? —murmuré separándola de mí, aunque
ella quedó colgada de mi cuello como una marioneta de trapo. No pesaba casi
nada.
—¿No morí? Morí, claro que morí, pero los tecnos
lograron rescatar mi cerebro y suficiente material genético. Me reconstruyeron,
Levi, ¿no es maravilloso?
—¿Te clonaron?
—Más o menos. Vamos, te invito a tomar algo y luego
podremos revolcarnos como en los viejos tiempos.
Era demasiado y todo junto. Artis parecía ser la
última persona que hubiera esperado encontrar en el techo del mundo.
—Supongo que no te sorprende que esté tan sorprendido
—balbuceé.
—Te quería sorprender —dijo ella, burlona—. Rastreé tu
anillo de localización gracias a que conservo amigos en la Fuerza. Ellos me
dijeron que habías venido a morir aquí, al Tíbet. Pero —palmeó las manos con
fuerza— ya no hace falta que mueras. Cuando te elegí dos noches seguidas marqué
el destino. ¿No te parece maravilloso?
¿Me parecía maravilloso? Había disfrutado como loco
las noches de sexo patrocinadas por la vagina Labbial-Plax, y ser el elegido
entre tantos machos excitados ante la posibilidad de morir o ser reciclados
luego de que sus partes quedaran desparramadas por el campo de batalla era todo
un acontecimiento. Pero me gustaba el dolor producido por la perspectiva de no
volver a ver a Artis. Los momentos vividos formaban parte de mi único activo, y
esta adolescente reconstruida no estaba para nada en mis planes.
—Marcaste el destino, pero no me diste la posibilidad
de elegir. —Soné agrio, repugnante. Artis dio un paso atrás y me contempló
extrañada.
—¿No te gusto?
—¡Por supuesto, mi niña! Ni en mis mejores sueños
logré conquistar a una belleza así. Imagino que al clonar los tejidos hicieron
algunas mejoras, ¿verdad?
Artis recuperó la sonrisa. —¡Claro! Pero ya no hay
nada artificial en mí. —Tomó mi mano y la obligó a palpar los pechos, en los
que unos pezones como aceitunas parecían dispuestos a perforar la tela—. Te
vine a buscar, Levi.
—¿Nada tecnológico, de veras? —Pasé el brazo alrededor
de la cintura y la atraje hacia mí—. Ni corazón Hartborg, ni hígado Lever Plus,
ni glándulas de Fulcinelli...
—Ni pulmones Brest, nada de nada. Tengo una vagina
natural que se humedece, pero solo cuando me excito. ¿No te parece fantástico?
Me parecía fantástico y al mismo tiempo aterrador.
¿Acaso me resultaba más natural aquella mujer casi electrónica que se había
acostado conmigo durante la guerra? ¿Qué era lo que agitaba en mí una suerte de
vaga e indefinible inquietud? Nunca fui demasiado intuitivo, pero la
permanencia en el Tíbet me había abierto, parece, algunos canales perceptivos
antes cerrados.
—Bueno, acepto esa invitación.
Artis se detuvo. —No te noto entusiasmado. ¿No te
gusto? Nunca me vi tan bonita, femenina, deseable. Vuelvo locos a los hombres,
aunque preferí reservarme...
—No es eso, no es eso. —Una marea densa y caliente
empezó a formarse en mi estómago. Ya no era una intuición, sino un presagio.
¿Qué tenía que ver esta Artis de cuerpo joven y fresco con la veterana de cien
combates que me había elegido dos noches consecutivas?
—Quiero ir a Shanghai —dijo Artis—; estamos cerca. Y
después a Tokio. Me gustaría pasar unos días en las playas de Tonga y luego San
Francisco. Por lo que sé, el dinero no es problema; ambos tenemos de sobra.
Quiero comprarme vestidos, carteras, zapatos; quiero lucir femenina, excitar a
los hombres y ser solo tuya. —Emitió una risita infantil y se colgó de mi
brazo. Y así marchamos, apretados como sardinas en lata, hasta la residencia de
Artis. Ni siquiera volvió la vista atrás para despedirse de sus compañeras, de
las camelias, de los tulipanes holandeses y del mismísimo Buda.
Tomamos té de Ceylán (Sri Lanka, para los puristas), hicimos el
amor, comimos thukpa y momos, dormimos la siesta, volvimos a
hacer el amor, paseamos a la luz de la luna y sacamos pasajes para Shanghai,
Tokio, Tonga y San Francisco. Maravilloso, bucólico, una caricia para el
espíritu y los sentidos. ¿Puedo decir “la perfección”?
Los globus regresaron en marzo, como golondrinas; cayeron sobre
nosotros con armas nuevas y energía decuplicada. Millones de personas murieron
antes de que fuéramos capaces de calzarnos las corazas. El Alto Mando rearmó
los equipos de combate en el menor tiempo posible, las fábricas de armas de los
Urales se lanzaron a producir a pleno los mejores y más efectivos artefactos de
la guerra anterior y se crearon nuevos grupos de diseño y producción en Santa
Cruz de la Sierra y Nairobi. La humanidad se abocó, como en la primera
invasión, a vencer o cobrarles a los globus un altísimo precio si nos tocaba
perder... aunque eso a ellos no parecía importarles demasiado. Victoria y
derrota, para esas vejigas inmundas, no implicaba una gran diferencia. Lo que
querían era matar, destruir, desmembrarnos y esparcir los pedazos por toda la
galaxia. Empezamos a perder personal a lo loco y ni siquiera el “pinchaglobos”,
como llamábamos en familia al Crash-out de Kirilenko, que había sido tan
efectivo para destruir a los globus y terminar con la invasión anterior,
parecían surtir ningún efecto. Por lo visto los científicos de los alienígenas
habían encontrado un modo de protegerse de nuestros ataques y a la vez contaban
con nuevas armas, más eficaces y destructivas que las anteriores.
Artis, junto con Peña, Vilgdover, Branco y Batalla,
murieron en el segundo ataque de pikas de los globus. Las pikas eran esporas
que se te metían por todos los orificios del cuerpo y actuaban como nanos,
destruyendo órganos y tejidos. Yo morí durante el cuarto ataque, un par de
meses antes que en el laboratorio subterráneo de Wichita, Félix Erevián
descubriera el antipika de acción inversa, un dispositivo que cambiaba la
polaridad de los agentes agresores, o algo así, y los devolvía al punto de
partida, causándoles a los globus un daño aún mayor que el que provocaba en los
humanos. Pero la guerra siguió durante esos dos meses, y yo fui devuelto a mi
unidad, reconstruido y mejorado. No solo eso: cuando regresé, Artis ya estaba
allí.
—No puedo decir que me guste vivir y morir como un
péndulo —le dije—, pero me hace feliz verte de nuevo. —Ella se encogió de
hombros y miró hacia otro lado. A pesar de que seguía pareciendo una
adolescente, había recuperado la aspereza que caracterizaba a su primer cuerpo.
—¡Fender!
¡Jaimovich! ¡Zalazar! ¡Atentos! Esto no es la tridi; es una batalla de verdad.
—Tampoco habían cambiado otros rasgos de carácter de nuestra jefa. Ni las
muletillas que usaba para azuzar a la tropa—. ¡Levi, conmigo! Vamos a limpiar
el terreno. Los de tecno necesitan pellejos frescos.
Esa era nueva. Por lo general mandaban bots para
recoger los pellejos. ¿Por qué arriesgar humanos? Artis pareció leer mis
pensamientos y contestó sin necesidad de que yo verbalizara.
—Somos lo más barato que existe, soldadito. Es más
fácil criar tejido en un biotanque que ensamblar las piezas de un autómata. Es
lo que llamo divina perfección.
—¿Volvieron a ponerte una vagina Labbial-Plax? —dije
arropándome en un manto de hojas y barro en el momento justo en que una racha
de las viejas y predecibles chiwas amarillas soplaba sobre mi cabeza.
—Sí, o no. —respondió de mal modo—. ¿Qué te importa?
Esto es una guerra, Levi; no un burdel en Estambul. Los pellejos. Ahí hay dos.
—Estuvimos juntos en Tokio —protesté—, también en San
Francisco, y después fuimos a París; hicimos el amor en Le Meurice, cenamos a
orillas del Sena... Te compraste toneladas de...
—¡Al suelo, idiota! Viene otra racha de chiwas.
—Praga...
—Eso fue en otra vida, Levi. Ahora hay que liquidar a
los globus.
Aquella noche, cuando los invasores se llamaron a
sosiego, las cortinas de estera corrieron por los rieles y cada uno de nosotros
buscó pareja para jugar al único juego que nos da un poco de paz, supe que mi
suerte se había terminado. Artis se metió en el palacio miniatura de Zalazar,
una peruana maciza como una roca de los Andes; dos días después nuestra jefa
fue capturada por una nueva máquina de los globus, el último intento del
enemigo por torcer el rumbo de la guerra, y yo morí por tanto tiempo que, cuando
desperté embutido en un cuerpo de cultivo, la invasión había terminado. Nunca
devolvieron a Artis ni a ninguno de los capturados. Es posible que la tercera
sea la vencida y esta vez los alienígenas regresen con algo que no podamos
neutralizar. Pero esa es otra historia. Y no me interesa regresar al Tíbet
mientras dure la tregua; Zalazar quiere que nos casemos en Chiclayo. Allí nos
esperan su familia, sus amigos y una serie de ritos ancestrales que han de ser
bastante divertidos. Por ahora no pienso usar el pilpul; tal vez no lo vuelva a
usar nunca. La vida empieza de nuevo y quiero vivirla sin pensar en nada.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es un escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novela corta Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS.

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