Myriam Goluboff
“A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. (...) Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.”
Julio Cortázar: Ómnibus, 1951
Él ya no está, pero yo sí y he vuelto a recorrer el barrio. Un relámpago de luz dio en mi cara, como aquella mañana en que estaba con la pala en la man,o tan alta como yo misma. Escuché otra vez los pasos, escuché otra vez las voces, y escuché también el sonido agudo que salía de la ventana del piso cuarto, donde una figura muy alta se desdibujaba en la penumbra tras su trompeta plateada.
Anduve por las callejuelas curvas de casas iguales y entré, a través del hueco del seto vivo, a la zona de bloques: blancos, prismáticos, paralelos, organizados a un lado y otro de la ancha senda peatonal cubierta por las ramas de sus dos hileras de frondosos árboles. En el centro, el tanque de agua continuaba erguido sobre su torre, portando el afilado pararrayos que emergía por encima de todo; y algo más allá, podía oír las risas de los niños en las ya inexistentes hamacas.
Seguí deambulando por el barrio y al avanzar por la calle Artigas, escuché la voz de aquella viejecita menuda, la que peinaba su pelo cano en apretado rodete, que decía: “¡Hola, Julio! ¡Hola, muchacho!”
—Buenos días, abuela, deje que le lleve las bolsas —le contestaba él con tono amable.
Julio acostumbraba ayudar a su vecina cuando la encontraba volviendo de la feria, al llegar de sus noches de parranda, o de San Juan, donde daba clases. Al entrar en su pieza, en el último piso, se acercaba a la ventana; gustaba aspirar profundamente el aire saturado de aromas y se asomaba a mirar desde arriba la plaza, casi en su totalidad cubierta de verde, que estaba a los pies de ese bloque largo, de cuatro plantas, con ordenadas filas de ventanas. Enfrente, la enmarcaba la hilera de casitas bajas de techos a dos aguas; la de la esquina, que tanto le gustaba contemplar, estaba cubierta por la oscura trama que se adhería a la fachada y en verano por un espeso manto verde.
Los bloques y las casas individuales estaban segregados en zonas bien diferenciadas. Sin embargo, la plaza quedaba enmarcada por ambos, como si quisiera condensarse, en ese espacio urbano simbólico, toda la filosofía del barrio.
Julio se impregnaba de ese ambiente tranquilo de suburbio, que tanto apreciaba al llegar después de cruzar de oeste a este la pampa. En esos largos viajes, apuntaba ideas que quedaban a la espera; sabía que algún día podría usarlas.
Mientras contemplaba el paisaje de la plaza con sus dos senderos en cruz atravesando la superficie de hierba y el círculo en el centro con los bancos, respiraba el aire cuajado de perfume de campo. Porque los campos de la Facultad de Agronomía abrazan ese pequeño triángulo urbano y le dan carácter de frontera; es imposible que la vista alcance sus confines y descubrir a su través otro trozo de ciudad.
Y por entonces, no solo había árboles y plantas, y gallinas, sino que hasta un tambo surtía de leche fresca a los vecinos. Y cuando íbamos en busca de las hojas del árbol de la morera, nos llenábamos los bolsillos con los maníes calentitos, calentitos los maníes, de ese hombre eterno, sentado junto a su humeante hornillo al lado de la barrera; porque también pasaba el tren por dentro del Parque y tenía allí su pequeño apeadero.
Desde su atalaya, Julio podía sentir la voz del pescadero y veía asomar su silueta algo encorvada, cargado con las dos canastas colgando de las puntas del palo que apoyaba en su hombro, como si fuera la imagen de una gran balanza que equilibraba el peso de los pescados que las llenaban.. O podía ver llegar a los vendedores de hielo, siempre corriendo, con la bolsa colgada al hombro, donde apoyaban las barras que a su paso dejaban un surco mojado. Ese era su barrio, esos ruidos matinales eran el acompañamiento para sus sueños.
Aquel día no había llegado de ningún lado; no había bajado del tranvía 86, ni del ómnibus 168, al que convertiría en protagonista de un viaje mágico a Chacarita. La noche lo encontró trabajando con ansiedad; tenía que escribir rápido, le costaba seguir los dictados de su mente con los dedos. En la tranquilidad de esas horas, el teclado producía un martilleo suave pero constante que escapaba por la ventana iluminada. Un viernes, pocas semanas antes, había visto por primera vez, algo suyo en El Correo, algo en letras de molde, con su nombre estampado debajo: “Brujas”, su primer cuento publicado. Y ahora, nuevas ideas bullían en su interior, y no quería que se le perdieran. Así lo había encontrado el amanecer y así se había quedado dormido, vestido, sobre la cama.
Era un 29 de Agosto en esa plaza del barrio Rawson, óvalo tranquilo donde, de vez en cuando, se sentaba alguien a tomar el sol en alguno de los bancos. Las calles desiertas y las anchas veredas daban cobijo al juego de los niños, como prolongación de los pequeños jardines de las casas; los jazmines, helechos y madreselvas dentro, los árboles cuajaban las calles y los tréboles nacían entre la hierba, a sus pies. Y nosotros corríamos libremente, mientras la hipotenusa del triángulo que forma el barrio, la avenida San Martín, condensaba todo el tráfico.
Unas voces infantiles despertaron a Julio. Se asomó a la ventana y nos vio, un grupo de escolares con las tablas de los delantales almidonados, de pie, firmes, junto a un arbolito tirado sobre la hierba. Y también, al hombre que solemnemente cavó el hueco, introdujo con cuidado el árbol y nos entregó, uno a uno, la pala para que cubriéramos sus raíces. Y nuestras voces cantaban: “Es el árbol un amigo… que obliga a la gratitud… nos da leña, nos da abrigo… nos da cuna y ataúd…” Plantábamos un ceibo en el día del árbol y ese ceibo, que se había convertido en símbolo del país, era también el de la construcción de un nuevo mundo. Estábamos ahí, bien firmes, mirando atentamente la ceremonia; siendo la ceremonia, muy conscientes de la importancia de ese acto.
Así también el mástil, en el centro de la plaza, portador de la bandera, era un símbolo de pertenencia para tantos inmigrantes que habían bajado de los barcos; muchos de ellos artistas que buscaron el encanto, los aromas de ese rincón de Buenos Aires que estaba en los confines de la ciudad. Y a este barrio de casas baratas había llegado la familia de Julio cuando los abandonó su padre y debieron salir de la casona de Banfield.
Todo eso pensó Julio desde su ventana. Se sentía parte de ese espíritu. Él mismo, aunque por accidente, por razones de trabajo, había nacido fuera. Y quiso también expresarse con la música. Pero no con el himno al árbol; estiró el brazo, agarró la trompeta y empezó a tocar la suya, que contestaba a aquel canto. Y escaparon de ella las notas del jazz, queriendo darnos un mensaje, el mensaje de que había que mirar más allá…como esa música que ya era universal. Como si previera que todo cambiaría , y que él unos meses más tarde se vería un día en la cárcel y que pocos años después, al volver de un viaje a París, decidiría recalar en la vieja Europa de donde había arribado y no aceptar el rumbo que le marcaban...
Y fue así como nosotros escuchamos aquel sonido agudo, que salía de la ventana del piso cuarto, donde una figura muy alta se desdibujaba en la sombra tras su trompeta plateada…
Él ya no está, pero la calle Espinosa, que pasa tangente al óvalo de la plaza, lleva ahora su nombre: Julio Cortázar.
Myriam Goluboff, Bs As 1935, arquitecta UBA, en Coruña desde 1975, profesora de proyectos en la ETSA, a partir de su interés por descubrir la energía en el arte, sigue un periplo que la lleva a investigar en la calidad de los lugares para la vida y la sumerge en la relación de la arquitectura con el medioambiente, la ecología y la salud. En el año 2002 un encuentro fortuito la conecta con la página literaria Ficticia, allí nace “miriam chepsy” que se zambulle en la mundo de la minificción. El contacto con los escritores Levrero y Onetto la conecta con su subconsciente y pasa sus noches tecleando relatos y poemas que vuelca en la red y en su chepsy.net En el año 2011 Araña editorial publica su libro Mundos imaginados. Participa en diversas antologías y en 2015 publica su novela Selva. En 2017 publica para sus amigos una primera versión de Ciudades imposibles, libro de relatos que Medulia editorial publicaría luego en 2021.
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