Myriam Goluboff
En mi casa hay mil bichitos de luz, ni uno más,
ni uno menos. Afuera, la oscuridad y un quejido que amplifica el quejido de las
olas cuando rompen y acarician la orilla. Ya ha pasado el momento en que el sol
se sumerge y las aguas unifican el color con el del cielo. Es la hora en que
vuelvo a mi refugio, envuelta en el olor a mar que ha quedado adherido a mi
cuerpo.
No necesito encender una luz, allí están mis
bichitos. Vuelan sin descanso dibujando, en el espacio, trazos de color
amarillo, muy claro, casi blanco. Cuando alguien me acompaña, forman un lazo a
nuestro alrededor y cran una isla de intimidad que facilita la comunicación;
pero si estoy con Julio y buscamos que esa intimidad sea absoluta, se rebelan,
comienzan a girar de forma caótica, chocan contra las paredes, se embisten unos
a los otros y generan destellos brillantes.
En el preciso instante en que me levanto del
sillón dispuesta a preparar la cena para cuando vuelva Julio de la ciudad, oigo
un motor de coche que se acerca por el camino. Al llegar junto a la entrada se
detiene, se escucha el ruido seco de la puerta cuando cierra y luego unos pasos
por el sendero y tres nítidos golpes de la aldaba de bronce.
Mi casa no está en un lugar de paso, nadie me
había avisado de una posible visita. Es un hecho extraño pero me gusta que
surjan, cada tanto, situaciones inesperadas. Me siento más tranquila que
cuando, desde el apartamento, padecía el rugir de los coches, los gritos de los
borrachos en la noche, las discusiones que se colaban a través de los muros.
Estoy más indefensa, pero me siento más segura.
El teléfono móvil me da tranquilidad, no hay forma de silenciarlo antes de que
puedan quitármelo. Mando un mensaje a Julio para que sepa que voy a atender esa
insólita llamada. y, con decisión, me acerco a la puerta.
—¿Quién es?
—pregunto con tono tranquilo.
—Busco a Margarita Díaz —me contesta una voz muy
grave.
—Soy yo —respondo al instante.
—Le traigo un paquete.
—¿De dónde?
—De Joaquín Fernández.
Me separé de Joaquín hace ya tres años y desde
entonces no hemos tenido comunicación. Aparece como un fantasma, con la forma
de ese paquete que llega en la noche. No es tarde, pero se acerca la Navidad y
los días se acortan cada vez más.
Al escuchar su nombre abro la puerta y me
encuentro de bruces con Joaquín, que trae un enorme cilindro lleno de
agujeritos en sus brazos. No había reconocido su voz aunque la descubriría
entre un millón. Había distorsionado el timbre y yo caí en la trampa.
—Pasa —le digo. No me siento capaz de dar un
portazo y dejarlo fuera. Al verme dice:
—Eres otra persona. Tienes otra cara, otra
mirada y ¡esta casa!
Los bichitos dan vueltas por la sala. Joaquín
observa, atónito, la estancia sin otra iluminación que la que esos diminutos
seres emiten. Su mirada es inquisitiva.
—Fueron llegando —le contesto—. Ahora no estoy
nunca sola, nunca a oscuras. Siento que me cuidan, que me protegen, que me
acompañan.
—Te traigo un regalo —me dice.
No me atrevo a preguntar por el niño. Cuando me
fui, Joaquín se hizo cargo de Paquito y nunca hice nada por saber de ellos.
¡Extrañas paradojas del destino! Yo, que tanto lo había deseado, luego no pude
soportarlo. Me asfixiaba la casa, me asfixiaba Joaquín, me asfixiaba ese hijo.
Necesitaba estar sola, sentir el viento, la lluvia, el mar, lejos de todos. Un
año después, cuando llegó Julio, mi vida cambió, pero nunca tuve la necesidad
de conectar con aquel pasado.
Me invaden los recuerdos frente a esa presencia
inquietante y aparece nítida, ante mis ojos, la imagen del niño prendido a mi
pecho. En torno a Joaquín, los bichitos dejan un gran vacío y se agrupan
alrededor de mí, protegiéndome. Sienten mi desconfianza, mi angustia ante el
inevitable diálogo.
Apoya en el suelo el extraño envoltorio. Cuando
lo abre, salta hacia afuera un niño de cuatro años con sus grandes ojos bien
abiertos. Pega un grito y corre tratando de cazar algún bichito. Pero ellos se
escapan, lo rodean formando zig-zag luminosos, crean una estela tras él,
ascienden y se lanzan en picado sobre su cabeza.
—Te lo traigo —dice Joaquín—. Ya lo tuve estos
tres años, ahora te toca a ti ocuparte otro tanto. —Al escuchar sus palabras me
pongo pálida y me tiemblan las piernas. Lo había quitado de mi memoria, de mi
vida. Para mí, ese pasado había dejado de existir—. Creo que ya es hora
—insiste—. Un niño debe tener madre.
Lo miro, los miro, sin articular palabra.
Adivino lo que piensa, que va a dejar a su hijo en una cueva de locos, invadida
por un enjambre de lucecitas voladoras.
En ese momento entra Julio. Debió decidir volver
a casa en cuanto leyó mi mensaje. Nunca le había hablado de mi hijo, no porque
lo hubiera querido engañar, sino porque no hubo ocasión. Nunca hablábamos de
nuestros respectivos pasados.
Los bichitos de luz nos rodean. Afuera del
círculo queda Joaquín, expectante, y Paquito que se ríe cuando forman dibujos
sobre su cabeza.
Tengo que decir algo, explicarle. Él sabe que había habido un Joaquín, pero no todo lo que habíamos compartido, el embarazo, ese año en que me miraba con ternura cuando ya amamantaba a Paquito, los paseos por el parque, la cena a la luz de las velas mientras el niño dormía tranquilo a nuestro lado. Hasta que empecé a sentir que esa vida me agotaba, que sólo quería estar sola, descansar, no escuchar más los llantos del niño ni ver la cara de Joaquín. Era una sensación cada vez más fuerte, cada vez más prolongada. Hasta que un día abrí la puerta, sin nada en mis manos, crucé la calle y comencé a caminar… caminé hasta que se dejó de ver la ventana de nuestro cuarto piso, hasta cuando doblé por una esquina y desaparecí para siempre.
No se cómo
Joaquín ha podido encontrarme, pero Joaquín está ahí, de pie, frente a mí.
Los dos hombres se miran con desconfianza, hablan sólo unas palabras. Julio descubre quien es el niño, y en ese corto lapso los bichitos los van rodeando, abren el círculo alrededor de mí, cada vez más exiguo.
No puedo hablar, no puedo explicarle, como si el niño fuera algo irreal, como si fuera el personaje de un cuento.
Siento que sobro. Este era mi refugio. pero lo están invadiendo: mi pasado, mi presente, Joaquín, Paquito, Julio. Imagino otra vez una vida con exigencias, sin libertad, y siento que me falta el aire, igual que entonces, la misma asfixia.
Mientras, ellos siguen ahí, de pie, uno frente a otro, escudriñándose mutuamente.
Necesito salir, escapar, alejarme. Me acerco a la puerta, la abro, camino por el sendero y luego por la carretera. Sin prisa, pero sin la menor duda, me alejo. Un halo de fieles lucesitas me acompaña. El resto queda allí, con Joaquín, con Julio, con Paquito.
Myriam Goluboff, Bs As 1935, arquitecta UBA, en Coruña desde 1975, profesora de proyectos en la ETSA, a partir de su interés por descubrir la energía en el arte, sigue un periplo que la lleva a investigar en la calidad de los lugares para la vida y la sumerge en la relación de la arquitectura con el medioambiente, la ecología y la salud. En el año 2002 un encuentro fortuito la conecta con la página literaria Ficticia, allí nace “miriam chepsy” que se zambulle en la mundo de la minificción. El contacto con los escritores Levrero y Onetto la conecta con su subconsciente y pasa sus noches tecleando relatos y poemas que vuelca en la red y en su chepsy.net En el año 2011 Araña editorial publica su libro Mundos imaginados. Participa en diversas antologías y en 2015 publica su novela Selva. En 2017 publica para sus amigos una primera versión de Ciudades imposibles, libro de relatos que Medulia editorial publicaría luego en 2021.

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