Ivana Milaković
Mis Hermanas me
encuentran en la biblioteca, donde irrumpen entre risas y codazos, seguidas por
las miradas reprobatorias de las Hermanas. Yo también las miro con
desaprobación, como corresponde, y cuando intentan levantarme de la silla para
llevarme con ellas, me resisto. Como marca la costumbre. Y además, realmente
debería quedarme sentada sobre el libro; los exámenes siempre son minuciosos, y
los errores no se toleran con indulgencia, no en nuestra Orden, donde una mala
evaluación puede costar la vida.
Y entonces cedo, y les permito que
me arrastren con ellas, como también marca la costumbre. Las Hermanas nos
observan ceñudas, pero sé que esas miradas ocultan una sonrisa.
Ellas también tuvieron sus propias Hermanas
alguna vez, hermanas con las que estudiaban, con las que reían a escondidas por
la noche después de que llegaba la orden de dormir, con las que esperaban, con
las que soñaban… Hermanas a las que despidieron para iniciar una nueva vida,
con un marido o en otra Orden, mientras ellas mismas permanecieron dentro de
los Muros.
Saben cómo se siente cuando se
acerca el día de la despedida, cuando algunas despedidas ya han ocurrido. Lo
saben todo, las Hermanas a las que me uniré si los dioses lo permiten.
Y yo sé que ellas lo saben, y que
no me reprochan en absoluto que siga a mis Hermanas fuera de los Muros, por las
callejuelas estrechas que descienden, bajan y bajan, hasta la Plaza del Honor.
Tras un largo y hambriento
invierno, la primavera acaba de empezar, despertando la vida y tentando a la
gente a salir de las habitaciones sofocantes, aunque al menos cálidas. Ahora,
desacostumbrados al aire frío, nos lanzan comentarios mientras pasamos, viendo
sólo a unas muchachas jóvenes con túnicas, sin prestar atención a los colores
que llevamos.
Ni a la Orden de la que soy
novicia.
Me doy vuelta ante un comentario
especialmente grosero dirigido a la Hermana más joven, asustada y confundida,
que apenas hace medio año empezó a hablar con nosotras. Veo cómo se le contraen
los hombros y cómo me mira con duda, sin saber cómo reaccionar. Me enderezo y
miro directamente al insolente y a su amigo. El insolente es obviamente un
idiota, pero su amigo por fin reconoce los colores que llevo, quizá entiende
también lo que significa mi mano derecha oculta entre los pliegues de la capa,
aunque mi rostro aún no esté cubierto por el velo. Pálido de repente, murmura
una disculpa apresurada y aparta al estúpido, que todavía no entiende nada.
Pero su amigo sí sabe. Sabe que un
día mi mano podría juzgarlo, y ruega que ese día jamás llegue.
Sonrío mientras vuelvo a seguir a
mis Hermanas por las callejuelas, y ellas, ya libres del miedo, parlotean cada
vez más alto, preguntándose qué escena encontrarán esta vez en la Plaza del
Honor. Por la mano de quién lucharán hoy los muchachos en edad de casarse, y
quiénes serán esos muchachos.
Porque en cuanto se derriten las
nieves, los jóvenes acuden a la plaza a competir por el honor de arrodillarse
ante la elegida de su corazón –o, mucho más frecuentemente, ante la doncella de
buen linaje que sus padres desean para su familia– y ofrecerle su hogar y su
lecho, con la esperanza de que se convierta en madre de sus hijos y aumente su
riqueza.
La tradición establece que los
combates sean sin armas, y la mayoría, si no han aprendido habilidades
especiales, elige los puños o la lucha cuerpo a cuerpo.
Según la tradición, los dioses
determinan al vencedor, y la doncella ante la que se arrodilla no debería
rechazarlo. Si lo hace, nadie la obligará a un matrimonio que detesta, pero
¿quién se atrevería después a pedir la mano de una joven que desafía a los
dioses?
Observo quiénes están esta vez en
la plaza y, aunque casi está llena, sólo hay dos combatientes.
Y ninguno me gusta. Sé de quién
buscará la mano el vencedor. Echo una mirada a mi Hermana, la de cabello color
trigo y piel dorada de Nortensera, de un linaje antiguo, empobrecido, sí, pero
eso a nadie le importa. En la sangre antigua aún vive el poder, y no existe
familia que no la quiera para sí.
Mi Hermana está pálida, con los
labios apretados. A ella tampoco le agrada la elección. El muchacho por quien
su corazón suspira no está allí; sin duda su familia le prohibió venir,
temiendo que, cojo como es, lo ridiculicen. Y sin embargo es bueno, de una familia
no muy influyente, pero sus ojos castaños brillan cada vez que ve a nuestra Hermana,
y la cuidaría como a una gota de agua en la palma.
Mientras que estos dos… Uno es hijo
de un comerciante que se enriqueció con la desgracia de las recientes guerras y
que ahora ansía emparentar con la nobleza, y el otro es de sangre noble, pero
de corazón negro.
Ahora devoran a mi hermana con la
mirada, burlándose –el comerciante incluso se relame– y yo imagino su sangre en
mis manos, pegajosa y viscosa.
Por fin alguien de la multitud les
grita, preguntando si van a babear todo el día o si lucharán por el honor; y
empieza la lucha.
Son buenos, ambos. Sus familias
claramente no escatimaron en los mejores maestros.
Y está claro que disfrutan causando
dolor.
Mi Hermana los observa con la
espalda recta, rígida, y por enésima vez lamento que los dioses no le hayan
otorgado más valor. Porque este no es el único modo en que una doncella puede
hallar esposo.
La tradición permite que una joven
de buen linaje “accidentalmente” deje caer un pañuelo con el monograma familiar
bordado, y que el joven que lo recoja pueda cortejarla. El cortejo no obliga ni
a él ni a ella –son las familias quienes deciden al final–, pero es un
comienzo.
Y todas pasearíamos encantadas con
ella por la ciudad mientras nos acercamos a donde esté su amor.
Pero ella tiene miedo. De no
lograrlo. De no encontrarnos con él. De que su familia considere tal acto
impropio.
A nuestra Orden envían muchachas no
tanto con la esperanza de que se conviertan en Hermanas –ninguna familia desea
eso, y en mi caso ayuda que no tengo familia– sino para que aprendan disciplina
y obediencia. Y coquetear con un joven de buen linaje, sí, pero cojo y de
escasa riqueza, no es ni disciplina ni obediencia.
Por enésima vez, echo de menos a la
manca, nuestra Hermana que ansiaba unirse a la Orden de las Hermanas Guerreras.
Una noche se escabulló de nuestros Muros, y con su única mano –la otra la había
perdido en un accidente de niña– llamó a las puertas de su Orden. Y las desafió
a todas a duelo.
Ellas aceptaron su desafío,
honrando su valentía. Perdió todos los combates, pero no se rindió. Y la
aceptaron, y ahora es una de las más aguerridas. No la mejor, por su juventud y
por su brazo faltante, pero incluso una guerrera manca puede luchar muy bien.
Nuestra valiente Hermana. No me
sorprendería que venciera fácilmente a estos dos. Sí, son buenos en la lucha,
pero los mueve la codicia –y la lujuria–, no el corazón. Desde luego no los
guía el amor, ni por mi Hermana, ni por nadie.
La lucha termina. Ha ganado el
noble, y por un instante pensé que no se detendría antes de asfixiar al
comerciante amoratado. Pero se detiene, al fin, no por misericordia, sino
porque matar en un combate por el honor está prohibido.
Y humillaciones como esta, burlas,
muecas, también deberían estar prohibidas. Un hombre honorable no se comporta
así. Un héroe no se comporta así.
Este joven noble, claramente, no es
ninguna de las dos cosas.
Se inclina ante los espectadores,
sonriendo y pavoneándose, antes de arrodillarse ante nuestra Hermana. No hay en
él ni un ápice de humildad, ni una chispa de gratitud hacia los dioses por
haberle otorgado la victoria a alguien tan indigno.
Mi Hermana está pálida, como si la
llevaran al cadalso. Ni siquiera oigo qué palabras pronuncia al pedirla en
matrimonio, sólo veo su mirada suplicante.
Me coloco detrás de él, le echó la
cabeza hacia atrás y le paso el filo por el cuello.
Indigno, repito para mis adentros,
y aguardo el juicio de los dioses mientras él cae al suelo.
Un dolor atroz corta mi mano
derecha y luego se extiende por todo el cuerpo. Caigo de rodillas, lo único
permitido. No sé cómo hago para no gritar. Si estuviéramos dentro de nuestros
Muros, gritar sería permitido, pero no aquí, no en una plaza llena de gente.
Vomitar no estaría permitido en ninguna parte. No vomitas mientras los dioses
te juzgan.
Poco a poco, el dolor retrocede,
aunque no dudo que lo sentiré durante días, quizá semanas. Con la mano
izquierda aparto los pliegues del manto de mi derecha.
Todos miran. Mis Hermanas, los
reunidos en la plaza, el comerciante derrotado. Me pongo de pie, procurando no
tambalearme. Levanto la derecha para que todos la vean.
Mi mano y el cuchillo curvo que he
llevado siempre desde que me convertí en novicia han quedado fusionados.
Los dioses han juzgado y me han
aceptado. Tras la ceremonia dentro de nuestros Muros, me convertiré
oficialmente en Hermana Mortalicia, la mano sacrificada para ejecutar justicia.
Después de esto –del juicio de los dioses ante una plaza llena, juicio que ha
mostrado que mi decisión está de acuerdo con su voluntad, que es justa– la
ceremonia será sólo una formalidad.
Lo cual no significa que no me
convenga volver a estudiar cuanto antes. A partir de ahora, ningún error me
será perdonado. Ninguno debe serlo.
Cuando abandonamos la plaza,
nuestra Hermana menor se acerca a la novia que no llegará a serlo y le pone en
la mano un pañuelo con monograma. La mira fijamente hasta que todas sonreímos.
La biblioteca tendrá que esperar.
Nos vamos a dar un buen paseo.
Ivana Milakovic es una escritora de
ficción especulativa de Belgrado, Serbia y autora de tres colecciones de
relatos cortos. Escribe en serbio e inglés. Sus obras han sido traducidas al
rumano. Trabajó como guionista, escritora independiente, traductora y
documentalista. Amante de los gatos. Solía ser amante del café y el té, pero ya
no se le permite beber esas infusiones. Solía hacer yoga, luego se convirtió en
esgrimista de HEMA, y ya no se le permite hacer ninguna de las dos cosas. Le
gustaría ser un gato.

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