Ciprian Mitoceanu
¿Cómo es la luz? No
tengo ni idea… De hecho, ni siquiera estoy seguro de saber cómo es la
oscuridad. ¿Es oscuridad lo que yo vivo? ¿O se trata de otra cosa? Algo
distinto de lo que sienten las personas que pueden ver. O, mejor dicho, que pretenden
que pueden ver.
El mundo está hecho a la medida de
las necesidades y habilidades de la mayoría. Así fue construido, para ser
exactos. Todo lo que se construyó, todo lo que fue modificado, se hizo para las
necesidades de los muchos. Solo cuando esas necesidades fueron satisfechas a un
nivel razonable, se les ocurrió que no estaría mal brindar un poco de
comprensión también a quienes tienen necesidades más particulares. No
especiales, sino particulares. Al menos así es para mí y para otros en mi
situación. Necesidades particulares, no especiales… Especial significa…
significa otra cosa. ¡Es mi opinión! Lo sé, es subjetiva. Sí, mi opinión es
subjetiva, pero perdón, no se puede tener una opinión objetiva a menos que
puedas analizar la situación desde todos los puntos de vista. Por desgracia,
eso es imposible en mi caso. Porque me falta el sentido de la vista…
¿Nací ciego? ¿Perdí
la vista poco después de nacer? No tengo idea y, sinceramente, no creo que ya
importe tanto; desde que puedo recordarlo, vivo en lo que la gente común llama
oscuridad. Así le dijeron y así le decimos nosotros. En la escuela para invidentes
donde aprendí a desenvolverme en un mundo hecho a la medida de la mayoría tuve
compañeros que afirmaban haber visto algo antes de que sus vidas se hundieran
para siempre en lo que terminaron aceptando como oscuridad total. Algo como un
relámpago… Un relámpago… ¿Qué es eso? Sinceramente, no puedo imaginarme qué es
un relámpago. Sé que mi imaginación funciona de manera diferente a la de otros.
No podría ser de otra forma. La imaginación es solo una prolongación de la
realidad que nos rodea. Dicen que no hay límites cuando se trata de imaginar,
que podemos imaginar lo que queramos y en la cantidad que queramos. Un mundo
nuevo, una vida nueva, venganza, amor… Podemos imaginar lo que queramos sin
trabas, sin miedo a las consecuencias. No hay consecuencias legales cuando se
trata de imaginar; los problemas solo aparecen cuando pasas de imaginar a
actuar. Eso si lo que imaginas puede ser ilegal. Venganza cruel, tortura, robo
y asesinato…
Nada más falso. La imaginación
tiene límites. Tiene límites muy estrictos, fronteras de las que la mayoría ni
siquiera es consciente; muy pocos saben cuán limitados estamos incluso en un
territorio tan vasto como la imaginación. Porque las creaciones de la mente
parten de lo que conocemos, lo que pensamos y, sobre todo, de la manera en que
hemos sido enseñados. Y sin olvidar cómo hemos elegido usar lo que hemos
aprendido a lo largo de la vida. Todo lo que debería ayudarnos a explorar
plenamente el territorio de la imaginación es, en realidad, como piedras de
molino atadas a los pies del pensamiento; obstáculos que nos mantienen en la
puerta de un dominio increíblemente vasto o, para la mayoría, apenas nos dejan
mirar por encima de las vallas de la ignorancia, construidas con empeño durante
miles y miles de años.
La imaginación tiene límites. Yo,
por ejemplo, no puedo imaginar cómo es un relámpago cuando para la mayoría es
algo ridículamente banal. Tan banal que ni siquiera son capaces de explicarle
qué es un relámpago a un ciego. El relámpago es un arco eléctrico luminoso
resultado de un proceso de descarga eléctrica entre nubes, causado por la
diferencia de potencial electrostático. Esa es la definición más insolente que
he escuchado jamás. Un imbécil con pretensiones intelectuales –decía ser
profesor de física en un liceo agrícola, y puede que no mintiera– me dijo que
esa era la definición del relámpago. Cuando le señalé que esa definición solo
era válida para quienes pueden ver el relámpago, no para quienes lo percibimos
de otra manera, se limitó a reír y pidió otro vaso de licor. El licor más
ordinario del bar; apesta tanto que te revuelve las tripas, aunque no conozco a
nadie que se haya quejado. Sí, también es el más barato, lo cual explica muchas
cosas.
No sé cómo se ve un relámpago, pero
puedo reconocerlo. Ese ruido de tela rasgada que atraviesa el espacio sobre
nosotros. Me dijeron que arriba está el cielo y así debe ser, pero para mí es
solo espacio, nada más. Espacio libre, donde no te tropiezas con nada, donde
eres verdaderamente libre. Vale, sé que por ahí hay pájaros, pero supongo que
están más dotados que yo en ciertos aspectos. Y no me refiero a que puedan
volar; yo también quisiera volar, incluso con el riesgo de que me derriben los
relámpagos. Ese sonido estridente de tela rasgada, el olor a aire ozonado… Sí,
y al final, el trueno… En cuanto al trueno, entendí enseguida cómo va la cosa.
El trueno es para el oído, el relámpago es para la vista. Si quiero saber cómo
es un objeto, debo tocarlo; la mayor parte de la información almacenada en mi
cerebro la he adquirido con los dedos. Luego viene el oído y después el olfato.
¿El gusto? Sí, también el gusto, pero la verdad es que el olor de este mundo es
mucho peor que su sabor. Y sin embargo, el olfato me ha ayudado más a descubrir
el mundo que el gusto. No puedes probarlo todo, pero oler, hueles incluso más
de lo que querrías. Y la mayoría de las veces este mundo apesta, apesta
horriblemente… No querrían saber cuán mal huele el mundo.
Mi mundo está lleno
de formas, olores y sonidos. Mis dedos me ayudaron a descubrirlo, pero también
a ganarme el pan. No creo que sea raro que la sociedad oriente a quienes
tenemos ciertas limitaciones hacia oficios que requieren un sentido artístico
más desarrollado que el de quienes disfrutan de todos los sentidos. Homero, el
poeta antiguo, era ciego. Disculpen, se dice que era ciego; las opiniones están
divididas y no entiendo tanto alboroto entre los listos. ¿Al final importa si
era ciego? ¿No es más importante que fuera Homero, el poeta que cantó la caída
de Troya y el regreso a casa del astuto Ulises? Yo creo que era ciego, pero eso
no le impidió conocer el mundo más profundamente que muchos otros. Oía hablar
de la guerra de Troya, reunía detalles, los juntaba y creó los poemas épicos
que han sobrevivido siglos. Pero al principio solo era un pobre músico ciego
obligado a ganarse la vida deleitando el oído de quienes tenían menos talento
auditivo que él. ¿No es irónico?
Desde la antigüedad, la sociedad se
ha encargado de orientar a los ciegos hacia los instrumentos musicales. No
existían otras alternativas. El alfabeto accesible para ciegos, los libros como
tal y muchas otras cosas no existían, pero sí laúdes y liras, más tarde gaitas
y pianos y lo que fuera. En la escuela, además de leer y descubrir el mundo,
aprendí también cómo vivir en él sin sentirme inútil o mantenido. Y me va
bastante bien. Puedo tocar el acordeón, la trompeta y el saxofón; también me
defiendo con la voz, pero mi favorito es el piano.
En la taberna de
Jerome, en el rincón izquierdo, a treinta y seis pasos de la entrada, está el
lugar del piano. Me dijeron que tiene teclas blancas y negras, pero para mí eso
no significa nada. No me interesan las teclas, me interesan los sonidos. Y para
alguien con un oído muy fino, el piano de Jerome suena lamentablemente
desafinado. Sé más o menos afinar pianos, pero Jerome no me deja meter la nariz
en el suyo. No puede entender que es necesario “ver” los sonidos, no las
cuerdas. Pero por lo demás es un buen tipo. Me deja tocar cuando quiero, lo que
quiero, y no se enfada cuando falto al trabajo. A veces simplemente no puedo
enfrentar el asalto del mundo a mis sentidos. Y entonces me tomo unos días
libres…
Sé qué son las
manzanas. Estoy seguro de que, si la vista despertara en mí como por milagro,
reconocería las manzanas sin tocarlas. Pero solo tocándolas podría decir de qué
color son. Puedo reconocer el color de las manzanas sin saber qué es el color.
Las verdes son duras y pesadas, las amarillas tienen la piel ligeramente
arrugada y las rojas son más livianas. A menudo las verdes y las amarillas
tienen pequeños pecas en la piel que solo mis dedos pueden percibir.
Me gustan las manzanas, pero más me
gusta el invierno. Porque en invierno los olores son menos agresivos. Y en la
taberna de Jerome, situada en una pequeña ciudad en la frontera con Canadá, hay
suficiente invierno. Sí, esto es Alaska, hermanos, si no les gusta, mala
suerte. A mí me encanta este lugar.
La ciudad goza de cierta fama
turística. Paisajes de ensueño, algunas rocas con formas extrañas y un lago
perfectamente circular al que le han puesto una leyenda enternecedora. Padres
que se entrometen más de la cuenta en el futuro de sus hijos, un amor infeliz y
un final bajo el agua. Sí, parece que a la gente le encantan esas historias.
Ah, y también está la temporada de esquí. La ciudad tiene pista, telesilla,
todo lo necesario, así que la taberna de Jerome casi siempre tiene clientes. Y
a mí eso me conviene. Toco, creo ambiente y…
Ocurrió un día de
enero. La noche anterior había nevado y eso me causó ciertos problemas. Es muy
fastidioso estar habituado a una determinada configuración del terreno y que
ésta cambie radicalmente durante la noche por los senderos que abre la gente en
la nieve. Además es resbaloso. Pero me las arreglé, siempre me las arreglo. No
tengo otra opción y tampoco la necesito. Puedo desenvolverme, mírenme. No puedo
verlos, pero ustedes sí pueden verme.
—Hola, Kevin…
Jerome me saludó de buen humor. Le
percibí la alegría en la voz. No tardé en enterarme por las conversaciones en
el local que la tormenta había bloqueado los caminos, estaban activas no sé
cuántas alertas de clima extremo, y los turistas que vinieron a esquiar se
vieron obligados a prolongar su estancia. No porque quisieran, no como habían
imaginado. Aunque en el pueblo aún se podía circular, afuera era un desastre.
¿Y qué pueden hacer los turistas bloqueados en una estación donde no pueden
utilizar la pista, aunque tenga más nieve de la necesaria? Se reúnen en la
taberna de Jerome y se inyectan fuego líquido en las venas. No sé cuánto les
sirve, pero sí sé que a Jerome episodios así le vienen de maravilla. Excepto
cuando los turistas quedan bloqueados en sus casas y no en la estación, pero
qué le vamos a hacer. No se puede tener todo; sé de lo que hablo.
—Hola, Jerome…
Jerome estaba empapado de sudor. No
necesito acercarme demasiado para olerlo; basta con oír su respiración
entrecortada. Esfuerzo, nada menos. Y el local no estaba ni a la mitad, pero
pronto estaría lleno.
—¿Una cerveza?
Negué con la cabeza, pero me di
cuenta de que tal vez Jerome no miraba hacia mí, así que dije:
—No, tal vez más tarde. Y quizá
prefiera un trago…
—Como quieras…
Sentí al borracho acercarse, lo
sentí antes de que me tocara. El hedor de licor barato y tabaco de pésima
calidad, la respiración sibilante… Me encogí, sin saber qué pasaría. Por lo
general, cuando se trata de aficionados al aguardiente barato, las cosas
terminan con la intervención de la policía.
—Oye, amigo, ¿quieres tocar algo
que me llegue al alma?
Tensé mi hombro derecho; ahí cayó
el golpe amistoso. Una mano como de oso, que me habría tirado al suelo si no hubiera
estado preparado. Pero nada agresivo, solo un individuo animado con ganas de
divertirse.
—¿Tiene alguna preferencia? —pregunté.
Sin falsa modestia, puedo tocar
cualquier canción; solo necesito oírla una vez. No tengo idea de lo que son las
notas musicales y tampoco me interesa; para mí la música está hecha de sonidos
y para los sonidos tengo un talento especial.
Olfateé su duda. Su duda olía a
eructo. Posiblemente también a algo de culpabilidad.
—Perdona, hermano, me gusta Stevie
Wonder, pero no creo que…
—No hay problema —me apuré a
asegurarle. No me gusta ver a la gente disculparse cuando ven mi bastón y mis
gafas oscuras. Si no prestaste atención a los detalles desde el principio, no
intentes arreglarlo, no tiene gracia y no ayuda a nadie.
Me senté al piano, levanté la tapa
y…
—El viejo Stevie será…
Y puse manos a la obra.
No duró mucho. La puerta de entrada
se abrió. El olor me golpeó y supe enseguida que se trataba de alguien extraño.
Extraño de verdad.
Era alto y corpulento. Aunque abrió
la puerta, el viento apenas entró al local. Pero fue suficiente para esparcir
por todas partes el olor del recién llegado. Mis dedos, normalmente firmes,
titubearon. Las teclas desafinaron terriblemente; menos mal que aún no llegaba
la parte donde debía lucirme con la voz. Pero algo me dijo que pronto todos
allí se enfrentarían a problemas peores que los errores de un pianista de bar.
El recién llegado olía a… No,
rechacé la palabra muerte, me pareció demasiado dura e inapropiada para alguien
que, al fin y al cabo, respiraba. Respiraba con dificultad y pestilencia, un
hedor peor incluso que el del borracho fan de Stevie Wonder. Olía a pus y
hospital. Pero no del tipo de hospital del que aún podrías salir caminando.
Hace dos años Terence, el antiguo
camarero de Jerome, tuvo una infección horrible. Algo en las glándulas
sudoríparas de las axilas. Ya no sudaba, solo supuraba pus. Lo admito, fui yo
quien le dijo a Jerome sobre el problema de Terence, y éste acabó en el
hospital con un diagnóstico que estuvo a punto de llevar a Jerome a la ruina.
Con las bacterias no se juega. Terence se recuperó, pero Jerome no lo volvió a
contratar. Le reprochó haber ocultado que estaba enfermo, y además de algo
infeccioso. Terence fue egoísta; trató de salvar su empleo ocultando algo que
podría haber dejado en la calle a todos. No estuvo bien de mi parte delatarlo,
pero por otro lado, mucha gente estuvo a punto de enfermar, incluyéndome.
Cuando Terence se infectó,
apestaba. Pero el olor del intruso era mucho peor. El hombre estaba enfermo y
aun así se movía con sorprendente salud. El recién llegado empezó a caminar
hacia la barra. Me di cuenta de que llevaba botas con tacón. El tacón golpeaba
primero el piso de pino, luego la suela. Un sonido duro, sonoro, seguido de uno
más apagado. Y algo que solo había oído en las películas. ¿Espuelas?
El tintineo metálico de unas
ruedecillas atadas a los tobillos del intruso. Sentí que me volvía loco y agucé
el oído, diciéndome que me estaba equivocando, que algo estaba mal en mí, no en
el forastero. Forastero, sin duda; puedo reconocer por el olor a todos los del
pueblo. Bueno, a todos los que pasan por la taberna de Jerome. Pero eso nunca
lo había olido antes. El tipo alto, carcomido por la enfermedad y calzado con
botas con espuelas, jamás había puesto un pie en la taberna. Tenía un bulto
pesado o voluminoso sobre el hombro izquierdo; su pie izquierdo golpeaba el
piso con más fuerza que el derecho. O quizás era cojo, no podía saberlo con solo
unos pasos.
Se apoyó en la barra. Era alto, lo
sentí. De la puerta a la barra, la mayoría da veintiocho pasos. Es porque
tienen altura y zancada medias. Los bajitos necesitan treinta, treinta y algo.
El recién llegado necesitó solo veinte. Dije que era alto. Supuse bien.
—¿Qué le servimos?
Jerome, querido…
Su voz normal, es decir, fingida.
Servicial hasta la sumisión. Así le gusta comportarse; está convencido de que
gracias a eso los clientes consumen más, no porque estén de buen humor, de mal
humor o simplemente sedientos. Tiene más que ver con las propinas. Lo sé; yo
recibo propinas mucho mejores si toco lo que ellos quieren, no lo que quiero
yo.
Sin vacilación, sin irritación o
recelo. Por tanto, el intruso no era tan extraño como pensé. ¿Jerome no
percibió su olor? ¿No vio sus espuelas? Bueno, tal vez exagero; si alguien
quiere llevar espuelas, ¿quién soy yo para pedirle que se las quite? Vivimos en
un país libre y hay que aprovecharlo.
—Cerveza con jengibre —dijo el
recién llegado.
Tenía una voz metálica, como una
sierra oxidada. Una voz enferma, pero llena de autoridad.
Arrojó sobre la barra tres monedas.
Dos de plata y una de acero. Puedo distinguir el sonido claro de la plata del
filo del acero. La moneda de acero resbaló hasta el borde de teca del bar. Sé
cómo es la teca bien pulida. Un borde que Jerome instaló para que las monedas
no cayeran al suelo. Las monedas de plata tintinearon en círculos cada vez más
pequeños hasta detenerse. ¿Qué moneda era la de acero? Nunca había escuchado
ese sonido. No, nunca…
—Que sea cerveza con jengibre —dijo
Jerome antes de que la melodía de las monedas terminara.
Me detuve también. Algo estaba
pasando.
—¡Eh! —oí al admirador de Stevie
Wonder. Decidí no hacerle caso.
El forastero arrojó su bulto sobre
la barra, sin ningún respeto por Jerome ni por los clientes. Metal y madera.
Más madera que metal, todo metido en una aljaba de cuero mal curtido. Y algo
con una cuerda. Una sola cuerda… Sentí su vibración hasta el estómago, como un
golpe.
Esperé que Jerome protestara, pero
no dijo nada. En algún lugar, detrás, alguien estornudó fuerte y muy líquido,
esparciendo saliva y mucosidad.
—Eh, Covid, menos con esparcir
virus…
Algunos se rieron, otro bufó con
desprecio. El hombre que había estornudado carraspeó como si tuviera la
garganta llena de flemas. Así, de repente… No lo había oído antes. ¿Habrá
vuelto esa enfermedad traicionera que nos mantuvo alejados unos de otros? En la
mesa de al lado alguien tosió ahogado, en el puño. Y carraspeó sonoramente. No,
no me gusta esto. Decidí que no me gustaba nada…
Jerome salió de detrás del bar. Es
un tipo gordo, muy por encima de lo soportable. Siempre escucho su barriga
rozando los muebles o la pared cuando pasa por espacios estrechos. Siempre gime
y suspira. Oigo sus rodillas crujir. Oí su jersey de lana rozar la caoba pulida.
¿A dónde va? Si no tenía cerveza de jengibre en la barra, debería haber ido al
almacén, no al salón. Pero entró al salón, restregando su panza contra la
barra. Siempre le pasa y aún no aprende. Debería adelgazar o reordenar el
lugar. Preferiblemente lo primero; cuesta menos y es más sano. Pero Jerome…
Otro turista comenzó a estornudar.
Y el aire exhalado, lleno de virus, saliva y moco, apestaba. Apestaba a perro
mojado.
—Su cerveza, señor…
Jerome regresó con la cerveza con
jengibre. ¿De dónde la sacó? La cerveza está en la parte de atrás, no en el
salón. Hay dos refrigeradores en la sala, pero suelen usarse para latas de cola
y energéticas. Quienes esquían necesitan mucha energía, siempre necesitan
energía extra. Pero la cerveza…
Siento el olor punzante del
jengibre. O más bien de químicos que pretenden oler a jengibre. Lo saben
incluso los que tienen olfato normal. El forastero murmuró su agradecimiento y
sorbió la cerveza. Sorbió ruidosamente, como una bomba, como alguien que quiere
ser grosero a propósito. Pero la boca que sorbe parece no tener labios, igual
que la cerveza no parece deslizarse por la garganta sino caer en un abismo.
Chasquea, pero no es la lengua la que hace el ruido. Me dio escalofríos…
La puerta se abrió.
De nuevo… Otro extraño, otra pesadilla.
Sentí el olor de hierba aplastada y
tierra recién removida. Hierba aplastada. No cortada. Hierba aplastada en pleno
invierno. Mi mente voló al cementerio del pueblo, donde a menudo me invitan
para honrar a alguien. “Amazing Grace”. Nadie canta como yo. Y en el cementerio
hay mucha hierba aplastada, sobre todo en primavera, después de la lluvia.
No fue casual que pensara en el
cementerio. No solo olía a hierba fresca aplastada, sino a tierra húmeda. Olía
a tumba removida. Todo el frío de afuera entró en mi cuerpo y se deslizó por mi
columna vertebral.
Y no me ayudó nada darme cuenta de
algo que había ignorado antes.
Aunque la clientela de la Taberna
de Jerome está formada sobre todo por turistas aficionados a las delicias
invernales, siempre hay lugareños. Su bar de cabecera, según ellos, aunque
nadie les pide opinión y la Taberna es más que un simple bar. Conozco a todos
los pilares del lugar. Chumlee, el tipo gordo y grasiento, que solo ríe con sus
propias bromas. Jackson, que huele siempre a serrín porque tiene un taller de
carpintería que funcionaría mejor si pasara más tiempo en él que entre
botellas. Norman, camionero, siempre gruñón y experto en teorías conspirativas.
Greg, ex shérif, arruinado por el juego; logró dejarlo, pero encontró
refugio en el alcohol. Greta, Dominic, Kyle… Alex, Nicholas y Bennett… Los
habituales.
Pues estaban todos. Todos los
habituales. ¿Dónde iban a estar en un día en el que nadie tenía ganas de nada?
Quizá solo de una taza de café y un trago, acompañados por la música del piano.
Sí, el piano es mi responsabilidad…
Cada habitual es único a su manera.
De hecho, pocas cosas los asemejan y muchas los diferencian. Pero todos
comparten un tic: siempre que alguien extraño entra en la taberna, giran en sus
sillas. Quieren ver, evaluar, juzgar…
Estaban presentes, pero no los oí
girar. No oí sus espaldas crujir suavemente, ni las sillas rechinar. No oí
nada. Y eso… Bueno, eso fue muy difícil de soportar.
El recién llegado avanzó hacia la
barra. Botas pesadas, con suelas reforzadas con acero. Botas capaces de
aplastar incluso el cráneo más duro. Pensé en cabezas caídas al suelo. Cabezas
sin vida o de las que la vida se escurría. Y el sonido enloquecedor de las
espuelas. ¿Solo los locos usarían algo así? No, era algo mucho peor…
Llegó a la barra y golpeó sobre
ella algo metálico, largo y muy afilado. Mi mente se negó a aceptar desde el
principio que pudiera tratarse de un arma. Un arma antigua, pero que hizo mucho
daño en el Mundo Viejo. Un arma afilada, portadora de muerte, aunque menos
aterradora que quien la portaba.
—Hola, Pestilence —dijo el recién
llegado. Obviamente, saludaba al tipo que había entrado antes. Mis dedos se
congelaron en las teclas. No que importara; ya no tenía fuerzas para dar vida a
las notas.
Tenía una voz ronca, como un
mecanismo gripado al que alguien insiste en dar cuerda esperando un milagro.
Antes de que el tal Pestilence respondiera, el recién llegado levantó la mano
derecha hacia la boca. La chaqueta de cuero chirrió inconfundiblemente, igual
que el guante al cerrarse en un puño. Tosió ruidosamente y la taberna se llenó
de un hedor espantoso a azufre y pólvora. No hace falta disparar para
identificar a los cazadores. El olor de su pasión mortal se impregna en la ropa
y en el pelo. No se quita con un buen baño y jabón fino.
¿Dije que el olor a azufre y
pólvora era insoportable? Solo duró un instante, hasta que descubrí uno aún
peor. El extraño tosió de nuevo y el aire, ya viciado, se llenó de la miasma
pútrida de la sangre. Sangre coagulada, sangre oxidada…
Nadie parecía molesto por lo que
estaba ocurriendo. ¿Acaso los que me rodeaban eran más ciegos que yo? ¿No
podían ver a los dos forasteros altos, vestidos de cuero y con espuelas, con
sus bagajes y miasmas horribles? Jerome había hablado antes con el tal
Pestilence. Éste pidió una cerveza con jengibre y la obtuvo sin protesta. Así
que Jerome lo vio, pero ¿vio lo que yo sentí?
—Un agua sin gas —pidió el que olía
a sangre. Sí, podría decir perfectamente que olía a muerte, pero prefiero decir
otra cosa.
Agua sin gas… Sinceramente me
pareció un buen chiste. Muy siniestro, pero buen chiste, dada la situación,
pero no reí. Nadie rio.
Cerca de la entrada alguien
carraspeó ahogado. La clase de carraspeo por la que se llama al 911, pero nadie
llamó. Y a lo lejos, demasiado lejos para saber si era real o fruto de mis
nervios, se oyó un ronquido espantoso.
Lo que más me alegró fue que el fan
de Stevie Wonder no insistió en que siguiera tocando. Quizás él logró ver lo
que otros no. O tal vez fue el ataque de tos que lo tomó por sorpresa. Una tos
asquerosa, completamente insoportable.
Pensé que sería bueno irme, pero
desistí. ¿Y si con ese gesto atraía la atención? Era absurdo temer que alguien
pudiera tener algo contra mí, pero eso valía en un día normal. En un día en que
los humanos eran humanos y nada más.
Me quedé en mi rincón, en el
taburete del piano, frotándome las manos. ¿Hacer algo? ¿No hacer nada? ¿Esperar
o irme? Con la nevada afuera no era prudente volver a casa y de todos modos
Jerome no me habría dejado. Lo oía charlando alegremente con Susan, la chica
nueva, que juró que solo se quedaría en la taberna el tiempo suficiente para
aprender el oficio y luego probaría suerte en el sur, en algún lugar caliente y
agradable donde los hombres fueran más guapos, no solo osos malhumorados.
Los dos bebían en silencio en la
barra. Chocaron las botellas una sola vez, sin decir nada, como dos viajeros
agotados que tienen mucho tiempo por delante para conversar. O más bien como
dos amigos que esperan al tercero. No se empieza una conversación sin que estén
todos; el tardón podría sentirse mal, aunque realmente es su culpa. Si quieres
disfrutar de toda la diversión, eres puntual, carajo…
Y el tardón llegó. La puerta golpeó
la pared, emitiendo un sonido hueco. Puerta maciza, de roble. Jerome aprecia
mucho esa puerta –es normal– le costó un dineral. Y entró alguien… Otro hombre,
pero extremadamente delgado, no corpulento como los dos anteriores. El viento
jugueteaba con él, inflándole la ropa demasiado amplia, que sonaba como paños
olvidados en una cuerda cuando viene la tormenta. Llegó a la barra en unos
pocos pasos, arrastrando algo con cadenas y discos metálicos. A medio camino
eructó, y como un puñetazo, el olor de podredumbre y moho me golpeó la nariz.
Grano descompuesto, olvidado bajo la lluvia y luego guardado en un rincón sin
aire. Cadenas y discos arrastrándose por el suelo…
¡Cielos! Quise gritar, pero las
palabras se congelaron en mi lengua. Las tripas de alguien gruñeron
sonoramente, pero nadie rio, como solía ocurrir antes.
Ante la puerta, que se cerró sola
golpeando con fuerza, relinchó un caballo. Y supe quiénes habían llegado y
quién faltaba llegar…
No he leído la
Biblia. No porque no quisiera, sino porque no es tan fácil para alguien en mi
situación. Hace mucho, un amigo me contó sobre una película. Sí, para mí las
películas son historias… Me contó sobre El libro de Eli, un filme
postapocalíptico en el que un hombre recorre las ruinas de un mundo
irrecuperable llevando un libro. La Biblia. Un libro que nadie puede leer
porque está escrito para quienes… Y ahí mi amigo dudó, pero yo entendí y no me
ofendí. Aunque hice una observación.
—Charlie, amigo, ese libro no podía
ser la Biblia. Al menos no esa Biblia de la que iba la película…
Y le expliqué por qué. Un libro
para ciegos es mucho, mucho más grueso que uno para quienes no necesitan dedos
para descifrar las palabras. El texto en relieve, con caracteres más grandes,
ocupa muchísimo más espacio. Charlie, buen amigo, me dio la razón, pero dijo
que la película le gustó igual. Y que cuando se trata de películas siempre hay
fallos, no hay forma de evitarlos.
No he leído la Biblia, pero la he
escuchado; por suerte existe en audio. Y así supe sobre el Apocalipsis y los
Cuatro Jinetes… Victoria, Guerra, Hambre y Muerte…
No me sorprendió
cuando la puerta se abrió por cuarta vez y el cuarto miembro del grupo
apocalíptico entró en la taberna. Su llegada fue anunciada por un relincho
prolongado, seguido del bufido de un semental cuyo hocico parecía superar en
altura al edificio. Sí, sí… No fue una ilusión causada por el viento.
Un esqueleto enorme, envuelto en
telas desgastadas, apestando a muerte. ¿Por qué no? Era justamente la Muerte.
Entró sobre sus piernas descarnadas, sin botas, pero no sin espuelas. Y
alrededor de la Muerte, la atmósfera se heló por completo. Poco a poco la
respiración de quienes hasta ese momento daban vida a la taberna se apagó.
Jerome dio un hipo y no volví a oírlo. No cayó, solo se sentó en el suelo, pero
eso no significa que pasara otra cosa distinta a lo que debía pasar. Se apagó
en silencio, como todos los demás; pocos siguieron carraspeando o estornudando
después de que apareciera el cuarto jinete.
Me pregunté si… si también
terminaría para mí y solo me habían dejado para el final, por capricho de
cualquiera de los cuatro.
—Te esperábamos —rio Pestilence,
corroborado con entusiasmo por Guerra y Hambre—. ¿Llegas tarde, no crees?
—Yo nunca llego tarde —aclaró la
voz sin labios, sin lengua ni laringe, la voz “solo dientes”—. Es solo que
después de mí no hace falta que llegue nadie más. No tiene sentido que se
moleste ninguno de ustedes.
—¿Quieres algo de beber?
—Solo si es algo muy frío, helado…
Una limonada…
—¿Limonada? —bufó Guerra,
esparciendo saliva sulfúrica y ensangrentada–. No, yo propongo un brindis. El
mejor vino de aquí…
—¿Debo levantar a…? —crujió Muerte,
y sin duda señaló hacia Jerome.
—No hace falta —intervino
Pestilence—. Aunque podamos, no debemos quebrantar las leyes de la naturaleza…
Yo me ocupo de todo…
Y se ocupó…
Puedo decir con la mano en el
corazón que las jarras en las que bebieron no existían antes en la taberna de
Jerome. De hecho no eran jarras, sino enormes tarros plomizos, con tapas de
bisagra. Brindaron.
—Por un mundo más… —dijo
Pestilence, pero enseguida se corrigió—. Por otro mundo, ¿verdad?
—Por otro mundo…
Bebieron, tragando ruidosamente, y
recogieron sus cosas horribles de la barra.
—¿Y qué hacemos con él? —preguntó
Hambre, y sentí en su voz sufrimiento, pero también el placer de decidir el
destino de otros.
—Nada —bufó Guerra con indiferencia—.
Él vio lo que otros no vieron, aun careciendo de la vista. Vio lo que no debía
ver, pero eso no es una culpa, es un don… Y alguien debe sobrevivir al mundo
nuevo, para llevar la palabra…
“Para llevar la palabra…” me
recordó esa película de criminales que escuché.
Ocurrió en enero,
pero desde entonces han sucedido muchas cosas, demasiadas… Finalmente los
equipos de rescate llegaron al pueblo. No fui yo quien los llamó; alguien se
dio cuenta de que algo raro pasaba y envió ayuda. Llegaron a tiempo. No por mí,
sino porque si lo dejaban para más tarde, el problema del pueblo habría sido
mínimo comparado con todo lo demás. Con tantas calamidades en el mundo desde
entonces, ¿qué importa un triste pueblo? Los Cuatro Jinetes partieron por el
mundo, haciendo lo que saben hacer: destrucción, enfermedad, guerra y muerte…
—¿Cómo es posible que, de todo el
pueblo, tú seas el único que sobrevivió? —me preguntó un tipo regordete,
aficionado al tabaco, mientras me envolvía en una manta térmica.
—No sobreviví —le respondí—. Me
dejaron con vida…
Hay una diferencia importante en mi
respuesta…
Los Cuatro Jinetes recorren el
mundo y anuncian el Apocalipsis. Y yo llevo la noticia. Habrá suficientes que
sobrevivan y es bueno que escuchen la historia…
Ciprian Mitoceanu escribe terror, fantasía, ciencia
ficción y suspense, y es considerado por la crítica internacional como «un
autor dotado de gran talento, a menudo descrito como la versión rumana de
Stephen King» (Massacre Magazine). Ha publicado relatos cortos en la mayoría de
las revistas del género en Rumania y está presente en numerosas antologías
junto a escritores como Norman Spinrad, Amdi Silvestri y George R. R. Martin.
Su estilo se distingue porque logra crear thrillers cautivadores que provocan
una profunda reflexión sobre la condición humana. Entre sus obras merecen
destacarse: Colţii, 2008; În sângele tatălui, 2012; În sângele
tatălui, 2015; Insula
Diavolului, 2016; Faţă în
faţă, 2016 y Amendamentul Dawson, 2017.

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