viernes, 21 de noviembre de 2025

VER NO BASTA

Ciprian Mitoceanu

 

¿Cómo es la luz? No tengo ni idea… De hecho, ni siquiera estoy seguro de saber cómo es la oscuridad. ¿Es oscuridad lo que yo vivo? ¿O se trata de otra cosa? Algo distinto de lo que sienten las personas que pueden ver. O, mejor dicho, que pretenden que pueden ver.

El mundo está hecho a la medida de las necesidades y habilidades de la mayoría. Así fue construido, para ser exactos. Todo lo que se construyó, todo lo que fue modificado, se hizo para las necesidades de los muchos. Solo cuando esas necesidades fueron satisfechas a un nivel razonable, se les ocurrió que no estaría mal brindar un poco de comprensión también a quienes tienen necesidades más particulares. No especiales, sino particulares. Al menos así es para mí y para otros en mi situación. Necesidades particulares, no especiales… Especial significa… significa otra cosa. ¡Es mi opinión! Lo sé, es subjetiva. Sí, mi opinión es subjetiva, pero perdón, no se puede tener una opinión objetiva a menos que puedas analizar la situación desde todos los puntos de vista. Por desgracia, eso es imposible en mi caso. Porque me falta el sentido de la vista…

 

¿Nací ciego? ¿Perdí la vista poco después de nacer? No tengo idea y, sinceramente, no creo que ya importe tanto; desde que puedo recordarlo, vivo en lo que la gente común llama oscuridad. Así le dijeron y así le decimos nosotros. En la escuela para invidentes donde aprendí a desenvolverme en un mundo hecho a la medida de la mayoría tuve compañeros que afirmaban haber visto algo antes de que sus vidas se hundieran para siempre en lo que terminaron aceptando como oscuridad total. Algo como un relámpago… Un relámpago… ¿Qué es eso? Sinceramente, no puedo imaginarme qué es un relámpago. Sé que mi imaginación funciona de manera diferente a la de otros. No podría ser de otra forma. La imaginación es solo una prolongación de la realidad que nos rodea. Dicen que no hay límites cuando se trata de imaginar, que podemos imaginar lo que queramos y en la cantidad que queramos. Un mundo nuevo, una vida nueva, venganza, amor… Podemos imaginar lo que queramos sin trabas, sin miedo a las consecuencias. No hay consecuencias legales cuando se trata de imaginar; los problemas solo aparecen cuando pasas de imaginar a actuar. Eso si lo que imaginas puede ser ilegal. Venganza cruel, tortura, robo y asesinato…

Nada más falso. La imaginación tiene límites. Tiene límites muy estrictos, fronteras de las que la mayoría ni siquiera es consciente; muy pocos saben cuán limitados estamos incluso en un territorio tan vasto como la imaginación. Porque las creaciones de la mente parten de lo que conocemos, lo que pensamos y, sobre todo, de la manera en que hemos sido enseñados. Y sin olvidar cómo hemos elegido usar lo que hemos aprendido a lo largo de la vida. Todo lo que debería ayudarnos a explorar plenamente el territorio de la imaginación es, en realidad, como piedras de molino atadas a los pies del pensamiento; obstáculos que nos mantienen en la puerta de un dominio increíblemente vasto o, para la mayoría, apenas nos dejan mirar por encima de las vallas de la ignorancia, construidas con empeño durante miles y miles de años.

La imaginación tiene límites. Yo, por ejemplo, no puedo imaginar cómo es un relámpago cuando para la mayoría es algo ridículamente banal. Tan banal que ni siquiera son capaces de explicarle qué es un relámpago a un ciego. El relámpago es un arco eléctrico luminoso resultado de un proceso de descarga eléctrica entre nubes, causado por la diferencia de potencial electrostático. Esa es la definición más insolente que he escuchado jamás. Un imbécil con pretensiones intelectuales –decía ser profesor de física en un liceo agrícola, y puede que no mintiera– me dijo que esa era la definición del relámpago. Cuando le señalé que esa definición solo era válida para quienes pueden ver el relámpago, no para quienes lo percibimos de otra manera, se limitó a reír y pidió otro vaso de licor. El licor más ordinario del bar; apesta tanto que te revuelve las tripas, aunque no conozco a nadie que se haya quejado. Sí, también es el más barato, lo cual explica muchas cosas.

No sé cómo se ve un relámpago, pero puedo reconocerlo. Ese ruido de tela rasgada que atraviesa el espacio sobre nosotros. Me dijeron que arriba está el cielo y así debe ser, pero para mí es solo espacio, nada más. Espacio libre, donde no te tropiezas con nada, donde eres verdaderamente libre. Vale, sé que por ahí hay pájaros, pero supongo que están más dotados que yo en ciertos aspectos. Y no me refiero a que puedan volar; yo también quisiera volar, incluso con el riesgo de que me derriben los relámpagos. Ese sonido estridente de tela rasgada, el olor a aire ozonado… Sí, y al final, el trueno… En cuanto al trueno, entendí enseguida cómo va la cosa. El trueno es para el oído, el relámpago es para la vista. Si quiero saber cómo es un objeto, debo tocarlo; la mayor parte de la información almacenada en mi cerebro la he adquirido con los dedos. Luego viene el oído y después el olfato. ¿El gusto? Sí, también el gusto, pero la verdad es que el olor de este mundo es mucho peor que su sabor. Y sin embargo, el olfato me ha ayudado más a descubrir el mundo que el gusto. No puedes probarlo todo, pero oler, hueles incluso más de lo que querrías. Y la mayoría de las veces este mundo apesta, apesta horriblemente… No querrían saber cuán mal huele el mundo.

 

Mi mundo está lleno de formas, olores y sonidos. Mis dedos me ayudaron a descubrirlo, pero también a ganarme el pan. No creo que sea raro que la sociedad oriente a quienes tenemos ciertas limitaciones hacia oficios que requieren un sentido artístico más desarrollado que el de quienes disfrutan de todos los sentidos. Homero, el poeta antiguo, era ciego. Disculpen, se dice que era ciego; las opiniones están divididas y no entiendo tanto alboroto entre los listos. ¿Al final importa si era ciego? ¿No es más importante que fuera Homero, el poeta que cantó la caída de Troya y el regreso a casa del astuto Ulises? Yo creo que era ciego, pero eso no le impidió conocer el mundo más profundamente que muchos otros. Oía hablar de la guerra de Troya, reunía detalles, los juntaba y creó los poemas épicos que han sobrevivido siglos. Pero al principio solo era un pobre músico ciego obligado a ganarse la vida deleitando el oído de quienes tenían menos talento auditivo que él. ¿No es irónico?

Desde la antigüedad, la sociedad se ha encargado de orientar a los ciegos hacia los instrumentos musicales. No existían otras alternativas. El alfabeto accesible para ciegos, los libros como tal y muchas otras cosas no existían, pero sí laúdes y liras, más tarde gaitas y pianos y lo que fuera. En la escuela, además de leer y descubrir el mundo, aprendí también cómo vivir en él sin sentirme inútil o mantenido. Y me va bastante bien. Puedo tocar el acordeón, la trompeta y el saxofón; también me defiendo con la voz, pero mi favorito es el piano.

 

En la taberna de Jerome, en el rincón izquierdo, a treinta y seis pasos de la entrada, está el lugar del piano. Me dijeron que tiene teclas blancas y negras, pero para mí eso no significa nada. No me interesan las teclas, me interesan los sonidos. Y para alguien con un oído muy fino, el piano de Jerome suena lamentablemente desafinado. Sé más o menos afinar pianos, pero Jerome no me deja meter la nariz en el suyo. No puede entender que es necesario “ver” los sonidos, no las cuerdas. Pero por lo demás es un buen tipo. Me deja tocar cuando quiero, lo que quiero, y no se enfada cuando falto al trabajo. A veces simplemente no puedo enfrentar el asalto del mundo a mis sentidos. Y entonces me tomo unos días libres…

 

Sé qué son las manzanas. Estoy seguro de que, si la vista despertara en mí como por milagro, reconocería las manzanas sin tocarlas. Pero solo tocándolas podría decir de qué color son. Puedo reconocer el color de las manzanas sin saber qué es el color. Las verdes son duras y pesadas, las amarillas tienen la piel ligeramente arrugada y las rojas son más livianas. A menudo las verdes y las amarillas tienen pequeños pecas en la piel que solo mis dedos pueden percibir.

Me gustan las manzanas, pero más me gusta el invierno. Porque en invierno los olores son menos agresivos. Y en la taberna de Jerome, situada en una pequeña ciudad en la frontera con Canadá, hay suficiente invierno. Sí, esto es Alaska, hermanos, si no les gusta, mala suerte. A mí me encanta este lugar.

La ciudad goza de cierta fama turística. Paisajes de ensueño, algunas rocas con formas extrañas y un lago perfectamente circular al que le han puesto una leyenda enternecedora. Padres que se entrometen más de la cuenta en el futuro de sus hijos, un amor infeliz y un final bajo el agua. Sí, parece que a la gente le encantan esas historias. Ah, y también está la temporada de esquí. La ciudad tiene pista, telesilla, todo lo necesario, así que la taberna de Jerome casi siempre tiene clientes. Y a mí eso me conviene. Toco, creo ambiente y…

 

Ocurrió un día de enero. La noche anterior había nevado y eso me causó ciertos problemas. Es muy fastidioso estar habituado a una determinada configuración del terreno y que ésta cambie radicalmente durante la noche por los senderos que abre la gente en la nieve. Además es resbaloso. Pero me las arreglé, siempre me las arreglo. No tengo otra opción y tampoco la necesito. Puedo desenvolverme, mírenme. No puedo verlos, pero ustedes sí pueden verme.

—Hola, Kevin…

Jerome me saludó de buen humor. Le percibí la alegría en la voz. No tardé en enterarme por las conversaciones en el local que la tormenta había bloqueado los caminos, estaban activas no sé cuántas alertas de clima extremo, y los turistas que vinieron a esquiar se vieron obligados a prolongar su estancia. No porque quisieran, no como habían imaginado. Aunque en el pueblo aún se podía circular, afuera era un desastre. ¿Y qué pueden hacer los turistas bloqueados en una estación donde no pueden utilizar la pista, aunque tenga más nieve de la necesaria? Se reúnen en la taberna de Jerome y se inyectan fuego líquido en las venas. No sé cuánto les sirve, pero sí sé que a Jerome episodios así le vienen de maravilla. Excepto cuando los turistas quedan bloqueados en sus casas y no en la estación, pero qué le vamos a hacer. No se puede tener todo; sé de lo que hablo.

—Hola, Jerome…

Jerome estaba empapado de sudor. No necesito acercarme demasiado para olerlo; basta con oír su respiración entrecortada. Esfuerzo, nada menos. Y el local no estaba ni a la mitad, pero pronto estaría lleno.

—¿Una cerveza?

Negué con la cabeza, pero me di cuenta de que tal vez Jerome no miraba hacia mí, así que dije:

—No, tal vez más tarde. Y quizá prefiera un trago…

—Como quieras…

Sentí al borracho acercarse, lo sentí antes de que me tocara. El hedor de licor barato y tabaco de pésima calidad, la respiración sibilante… Me encogí, sin saber qué pasaría. Por lo general, cuando se trata de aficionados al aguardiente barato, las cosas terminan con la intervención de la policía.

—Oye, amigo, ¿quieres tocar algo que me llegue al alma?

Tensé mi hombro derecho; ahí cayó el golpe amistoso. Una mano como de oso, que me habría tirado al suelo si no hubiera estado preparado. Pero nada agresivo, solo un individuo animado con ganas de divertirse.

—¿Tiene alguna preferencia? —pregunté.

Sin falsa modestia, puedo tocar cualquier canción; solo necesito oírla una vez. No tengo idea de lo que son las notas musicales y tampoco me interesa; para mí la música está hecha de sonidos y para los sonidos tengo un talento especial.

Olfateé su duda. Su duda olía a eructo. Posiblemente también a algo de culpabilidad.

—Perdona, hermano, me gusta Stevie Wonder, pero no creo que…

—No hay problema —me apuré a asegurarle. No me gusta ver a la gente disculparse cuando ven mi bastón y mis gafas oscuras. Si no prestaste atención a los detalles desde el principio, no intentes arreglarlo, no tiene gracia y no ayuda a nadie.

Me senté al piano, levanté la tapa y…

—El viejo Stevie será…

Y puse manos a la obra.

No duró mucho. La puerta de entrada se abrió. El olor me golpeó y supe enseguida que se trataba de alguien extraño. Extraño de verdad.

Era alto y corpulento. Aunque abrió la puerta, el viento apenas entró al local. Pero fue suficiente para esparcir por todas partes el olor del recién llegado. Mis dedos, normalmente firmes, titubearon. Las teclas desafinaron terriblemente; menos mal que aún no llegaba la parte donde debía lucirme con la voz. Pero algo me dijo que pronto todos allí se enfrentarían a problemas peores que los errores de un pianista de bar.

El recién llegado olía a… No, rechacé la palabra muerte, me pareció demasiado dura e inapropiada para alguien que, al fin y al cabo, respiraba. Respiraba con dificultad y pestilencia, un hedor peor incluso que el del borracho fan de Stevie Wonder. Olía a pus y hospital. Pero no del tipo de hospital del que aún podrías salir caminando.

Hace dos años Terence, el antiguo camarero de Jerome, tuvo una infección horrible. Algo en las glándulas sudoríparas de las axilas. Ya no sudaba, solo supuraba pus. Lo admito, fui yo quien le dijo a Jerome sobre el problema de Terence, y éste acabó en el hospital con un diagnóstico que estuvo a punto de llevar a Jerome a la ruina. Con las bacterias no se juega. Terence se recuperó, pero Jerome no lo volvió a contratar. Le reprochó haber ocultado que estaba enfermo, y además de algo infeccioso. Terence fue egoísta; trató de salvar su empleo ocultando algo que podría haber dejado en la calle a todos. No estuvo bien de mi parte delatarlo, pero por otro lado, mucha gente estuvo a punto de enfermar, incluyéndome.

Cuando Terence se infectó, apestaba. Pero el olor del intruso era mucho peor. El hombre estaba enfermo y aun así se movía con sorprendente salud. El recién llegado empezó a caminar hacia la barra. Me di cuenta de que llevaba botas con tacón. El tacón golpeaba primero el piso de pino, luego la suela. Un sonido duro, sonoro, seguido de uno más apagado. Y algo que solo había oído en las películas. ¿Espuelas?

El tintineo metálico de unas ruedecillas atadas a los tobillos del intruso. Sentí que me volvía loco y agucé el oído, diciéndome que me estaba equivocando, que algo estaba mal en mí, no en el forastero. Forastero, sin duda; puedo reconocer por el olor a todos los del pueblo. Bueno, a todos los que pasan por la taberna de Jerome. Pero eso nunca lo había olido antes. El tipo alto, carcomido por la enfermedad y calzado con botas con espuelas, jamás había puesto un pie en la taberna. Tenía un bulto pesado o voluminoso sobre el hombro izquierdo; su pie izquierdo golpeaba el piso con más fuerza que el derecho. O quizás era cojo, no podía saberlo con solo unos pasos.

Se apoyó en la barra. Era alto, lo sentí. De la puerta a la barra, la mayoría da veintiocho pasos. Es porque tienen altura y zancada medias. Los bajitos necesitan treinta, treinta y algo. El recién llegado necesitó solo veinte. Dije que era alto. Supuse bien.

—¿Qué le servimos?

Jerome, querido…

Su voz normal, es decir, fingida. Servicial hasta la sumisión. Así le gusta comportarse; está convencido de que gracias a eso los clientes consumen más, no porque estén de buen humor, de mal humor o simplemente sedientos. Tiene más que ver con las propinas. Lo sé; yo recibo propinas mucho mejores si toco lo que ellos quieren, no lo que quiero yo.

Sin vacilación, sin irritación o recelo. Por tanto, el intruso no era tan extraño como pensé. ¿Jerome no percibió su olor? ¿No vio sus espuelas? Bueno, tal vez exagero; si alguien quiere llevar espuelas, ¿quién soy yo para pedirle que se las quite? Vivimos en un país libre y hay que aprovecharlo.

—Cerveza con jengibre —dijo el recién llegado.

Tenía una voz metálica, como una sierra oxidada. Una voz enferma, pero llena de autoridad.

Arrojó sobre la barra tres monedas. Dos de plata y una de acero. Puedo distinguir el sonido claro de la plata del filo del acero. La moneda de acero resbaló hasta el borde de teca del bar. Sé cómo es la teca bien pulida. Un borde que Jerome instaló para que las monedas no cayeran al suelo. Las monedas de plata tintinearon en círculos cada vez más pequeños hasta detenerse. ¿Qué moneda era la de acero? Nunca había escuchado ese sonido. No, nunca…

—Que sea cerveza con jengibre —dijo Jerome antes de que la melodía de las monedas terminara.

Me detuve también. Algo estaba pasando.

—¡Eh! —oí al admirador de Stevie Wonder. Decidí no hacerle caso.

El forastero arrojó su bulto sobre la barra, sin ningún respeto por Jerome ni por los clientes. Metal y madera. Más madera que metal, todo metido en una aljaba de cuero mal curtido. Y algo con una cuerda. Una sola cuerda… Sentí su vibración hasta el estómago, como un golpe.

Esperé que Jerome protestara, pero no dijo nada. En algún lugar, detrás, alguien estornudó fuerte y muy líquido, esparciendo saliva y mucosidad.

—Eh, Covid, menos con esparcir virus…

Algunos se rieron, otro bufó con desprecio. El hombre que había estornudado carraspeó como si tuviera la garganta llena de flemas. Así, de repente… No lo había oído antes. ¿Habrá vuelto esa enfermedad traicionera que nos mantuvo alejados unos de otros? En la mesa de al lado alguien tosió ahogado, en el puño. Y carraspeó sonoramente. No, no me gusta esto. Decidí que no me gustaba nada…

Jerome salió de detrás del bar. Es un tipo gordo, muy por encima de lo soportable. Siempre escucho su barriga rozando los muebles o la pared cuando pasa por espacios estrechos. Siempre gime y suspira. Oigo sus rodillas crujir. Oí su jersey de lana rozar la caoba pulida. ¿A dónde va? Si no tenía cerveza de jengibre en la barra, debería haber ido al almacén, no al salón. Pero entró al salón, restregando su panza contra la barra. Siempre le pasa y aún no aprende. Debería adelgazar o reordenar el lugar. Preferiblemente lo primero; cuesta menos y es más sano. Pero Jerome…

Otro turista comenzó a estornudar. Y el aire exhalado, lleno de virus, saliva y moco, apestaba. Apestaba a perro mojado.

—Su cerveza, señor…

Jerome regresó con la cerveza con jengibre. ¿De dónde la sacó? La cerveza está en la parte de atrás, no en el salón. Hay dos refrigeradores en la sala, pero suelen usarse para latas de cola y energéticas. Quienes esquían necesitan mucha energía, siempre necesitan energía extra. Pero la cerveza…

Siento el olor punzante del jengibre. O más bien de químicos que pretenden oler a jengibre. Lo saben incluso los que tienen olfato normal. El forastero murmuró su agradecimiento y sorbió la cerveza. Sorbió ruidosamente, como una bomba, como alguien que quiere ser grosero a propósito. Pero la boca que sorbe parece no tener labios, igual que la cerveza no parece deslizarse por la garganta sino caer en un abismo. Chasquea, pero no es la lengua la que hace el ruido. Me dio escalofríos…

 

La puerta se abrió. De nuevo… Otro extraño, otra pesadilla.

Sentí el olor de hierba aplastada y tierra recién removida. Hierba aplastada. No cortada. Hierba aplastada en pleno invierno. Mi mente voló al cementerio del pueblo, donde a menudo me invitan para honrar a alguien. “Amazing Grace”. Nadie canta como yo. Y en el cementerio hay mucha hierba aplastada, sobre todo en primavera, después de la lluvia.

No fue casual que pensara en el cementerio. No solo olía a hierba fresca aplastada, sino a tierra húmeda. Olía a tumba removida. Todo el frío de afuera entró en mi cuerpo y se deslizó por mi columna vertebral.

Y no me ayudó nada darme cuenta de algo que había ignorado antes.

Aunque la clientela de la Taberna de Jerome está formada sobre todo por turistas aficionados a las delicias invernales, siempre hay lugareños. Su bar de cabecera, según ellos, aunque nadie les pide opinión y la Taberna es más que un simple bar. Conozco a todos los pilares del lugar. Chumlee, el tipo gordo y grasiento, que solo ríe con sus propias bromas. Jackson, que huele siempre a serrín porque tiene un taller de carpintería que funcionaría mejor si pasara más tiempo en él que entre botellas. Norman, camionero, siempre gruñón y experto en teorías conspirativas. Greg, ex shérif, arruinado por el juego; logró dejarlo, pero encontró refugio en el alcohol. Greta, Dominic, Kyle… Alex, Nicholas y Bennett… Los habituales.

Pues estaban todos. Todos los habituales. ¿Dónde iban a estar en un día en el que nadie tenía ganas de nada? Quizá solo de una taza de café y un trago, acompañados por la música del piano. Sí, el piano es mi responsabilidad…

Cada habitual es único a su manera. De hecho, pocas cosas los asemejan y muchas los diferencian. Pero todos comparten un tic: siempre que alguien extraño entra en la taberna, giran en sus sillas. Quieren ver, evaluar, juzgar…

Estaban presentes, pero no los oí girar. No oí sus espaldas crujir suavemente, ni las sillas rechinar. No oí nada. Y eso… Bueno, eso fue muy difícil de soportar.

El recién llegado avanzó hacia la barra. Botas pesadas, con suelas reforzadas con acero. Botas capaces de aplastar incluso el cráneo más duro. Pensé en cabezas caídas al suelo. Cabezas sin vida o de las que la vida se escurría. Y el sonido enloquecedor de las espuelas. ¿Solo los locos usarían algo así? No, era algo mucho peor…

Llegó a la barra y golpeó sobre ella algo metálico, largo y muy afilado. Mi mente se negó a aceptar desde el principio que pudiera tratarse de un arma. Un arma antigua, pero que hizo mucho daño en el Mundo Viejo. Un arma afilada, portadora de muerte, aunque menos aterradora que quien la portaba.

—Hola, Pestilence —dijo el recién llegado. Obviamente, saludaba al tipo que había entrado antes. Mis dedos se congelaron en las teclas. No que importara; ya no tenía fuerzas para dar vida a las notas.

Tenía una voz ronca, como un mecanismo gripado al que alguien insiste en dar cuerda esperando un milagro. Antes de que el tal Pestilence respondiera, el recién llegado levantó la mano derecha hacia la boca. La chaqueta de cuero chirrió inconfundiblemente, igual que el guante al cerrarse en un puño. Tosió ruidosamente y la taberna se llenó de un hedor espantoso a azufre y pólvora. No hace falta disparar para identificar a los cazadores. El olor de su pasión mortal se impregna en la ropa y en el pelo. No se quita con un buen baño y jabón fino.

¿Dije que el olor a azufre y pólvora era insoportable? Solo duró un instante, hasta que descubrí uno aún peor. El extraño tosió de nuevo y el aire, ya viciado, se llenó de la miasma pútrida de la sangre. Sangre coagulada, sangre oxidada…

Nadie parecía molesto por lo que estaba ocurriendo. ¿Acaso los que me rodeaban eran más ciegos que yo? ¿No podían ver a los dos forasteros altos, vestidos de cuero y con espuelas, con sus bagajes y miasmas horribles? Jerome había hablado antes con el tal Pestilence. Éste pidió una cerveza con jengibre y la obtuvo sin protesta. Así que Jerome lo vio, pero ¿vio lo que yo sentí?

—Un agua sin gas —pidió el que olía a sangre. Sí, podría decir perfectamente que olía a muerte, pero prefiero decir otra cosa.

Agua sin gas… Sinceramente me pareció un buen chiste. Muy siniestro, pero buen chiste, dada la situación, pero no reí. Nadie rio.

Cerca de la entrada alguien carraspeó ahogado. La clase de carraspeo por la que se llama al 911, pero nadie llamó. Y a lo lejos, demasiado lejos para saber si era real o fruto de mis nervios, se oyó un ronquido espantoso.

Lo que más me alegró fue que el fan de Stevie Wonder no insistió en que siguiera tocando. Quizás él logró ver lo que otros no. O tal vez fue el ataque de tos que lo tomó por sorpresa. Una tos asquerosa, completamente insoportable.

Pensé que sería bueno irme, pero desistí. ¿Y si con ese gesto atraía la atención? Era absurdo temer que alguien pudiera tener algo contra mí, pero eso valía en un día normal. En un día en que los humanos eran humanos y nada más.

Me quedé en mi rincón, en el taburete del piano, frotándome las manos. ¿Hacer algo? ¿No hacer nada? ¿Esperar o irme? Con la nevada afuera no era prudente volver a casa y de todos modos Jerome no me habría dejado. Lo oía charlando alegremente con Susan, la chica nueva, que juró que solo se quedaría en la taberna el tiempo suficiente para aprender el oficio y luego probaría suerte en el sur, en algún lugar caliente y agradable donde los hombres fueran más guapos, no solo osos malhumorados.

Los dos bebían en silencio en la barra. Chocaron las botellas una sola vez, sin decir nada, como dos viajeros agotados que tienen mucho tiempo por delante para conversar. O más bien como dos amigos que esperan al tercero. No se empieza una conversación sin que estén todos; el tardón podría sentirse mal, aunque realmente es su culpa. Si quieres disfrutar de toda la diversión, eres puntual, carajo…

Y el tardón llegó. La puerta golpeó la pared, emitiendo un sonido hueco. Puerta maciza, de roble. Jerome aprecia mucho esa puerta –es normal– le costó un dineral. Y entró alguien… Otro hombre, pero extremadamente delgado, no corpulento como los dos anteriores. El viento jugueteaba con él, inflándole la ropa demasiado amplia, que sonaba como paños olvidados en una cuerda cuando viene la tormenta. Llegó a la barra en unos pocos pasos, arrastrando algo con cadenas y discos metálicos. A medio camino eructó, y como un puñetazo, el olor de podredumbre y moho me golpeó la nariz. Grano descompuesto, olvidado bajo la lluvia y luego guardado en un rincón sin aire. Cadenas y discos arrastrándose por el suelo…

¡Cielos! Quise gritar, pero las palabras se congelaron en mi lengua. Las tripas de alguien gruñeron sonoramente, pero nadie rio, como solía ocurrir antes.

Ante la puerta, que se cerró sola golpeando con fuerza, relinchó un caballo. Y supe quiénes habían llegado y quién faltaba llegar…

 

No he leído la Biblia. No porque no quisiera, sino porque no es tan fácil para alguien en mi situación. Hace mucho, un amigo me contó sobre una película. Sí, para mí las películas son historias… Me contó sobre El libro de Eli, un filme postapocalíptico en el que un hombre recorre las ruinas de un mundo irrecuperable llevando un libro. La Biblia. Un libro que nadie puede leer porque está escrito para quienes… Y ahí mi amigo dudó, pero yo entendí y no me ofendí. Aunque hice una observación.

—Charlie, amigo, ese libro no podía ser la Biblia. Al menos no esa Biblia de la que iba la película…

Y le expliqué por qué. Un libro para ciegos es mucho, mucho más grueso que uno para quienes no necesitan dedos para descifrar las palabras. El texto en relieve, con caracteres más grandes, ocupa muchísimo más espacio. Charlie, buen amigo, me dio la razón, pero dijo que la película le gustó igual. Y que cuando se trata de películas siempre hay fallos, no hay forma de evitarlos.

No he leído la Biblia, pero la he escuchado; por suerte existe en audio. Y así supe sobre el Apocalipsis y los Cuatro Jinetes… Victoria, Guerra, Hambre y Muerte…

 

No me sorprendió cuando la puerta se abrió por cuarta vez y el cuarto miembro del grupo apocalíptico entró en la taberna. Su llegada fue anunciada por un relincho prolongado, seguido del bufido de un semental cuyo hocico parecía superar en altura al edificio. Sí, sí… No fue una ilusión causada por el viento.

Un esqueleto enorme, envuelto en telas desgastadas, apestando a muerte. ¿Por qué no? Era justamente la Muerte. Entró sobre sus piernas descarnadas, sin botas, pero no sin espuelas. Y alrededor de la Muerte, la atmósfera se heló por completo. Poco a poco la respiración de quienes hasta ese momento daban vida a la taberna se apagó. Jerome dio un hipo y no volví a oírlo. No cayó, solo se sentó en el suelo, pero eso no significa que pasara otra cosa distinta a lo que debía pasar. Se apagó en silencio, como todos los demás; pocos siguieron carraspeando o estornudando después de que apareciera el cuarto jinete.

Me pregunté si… si también terminaría para mí y solo me habían dejado para el final, por capricho de cualquiera de los cuatro.

—Te esperábamos —rio Pestilence, corroborado con entusiasmo por Guerra y Hambre—. ¿Llegas tarde, no crees?

—Yo nunca llego tarde —aclaró la voz sin labios, sin lengua ni laringe, la voz “solo dientes”—. Es solo que después de mí no hace falta que llegue nadie más. No tiene sentido que se moleste ninguno de ustedes.

—¿Quieres algo de beber?

—Solo si es algo muy frío, helado… Una limonada…

—¿Limonada? —bufó Guerra, esparciendo saliva sulfúrica y ensangrentada–. No, yo propongo un brindis. El mejor vino de aquí…

—¿Debo levantar a…? —crujió Muerte, y sin duda señaló hacia Jerome.

—No hace falta —intervino Pestilence—. Aunque podamos, no debemos quebrantar las leyes de la naturaleza… Yo me ocupo de todo…

Y se ocupó…

Puedo decir con la mano en el corazón que las jarras en las que bebieron no existían antes en la taberna de Jerome. De hecho no eran jarras, sino enormes tarros plomizos, con tapas de bisagra. Brindaron.

—Por un mundo más… —dijo Pestilence, pero enseguida se corrigió—. Por otro mundo, ¿verdad?

—Por otro mundo…

Bebieron, tragando ruidosamente, y recogieron sus cosas horribles de la barra.

—¿Y qué hacemos con él? —preguntó Hambre, y sentí en su voz sufrimiento, pero también el placer de decidir el destino de otros.

—Nada —bufó Guerra con indiferencia—. Él vio lo que otros no vieron, aun careciendo de la vista. Vio lo que no debía ver, pero eso no es una culpa, es un don… Y alguien debe sobrevivir al mundo nuevo, para llevar la palabra…

“Para llevar la palabra…” me recordó esa película de criminales que escuché.

 

Ocurrió en enero, pero desde entonces han sucedido muchas cosas, demasiadas… Finalmente los equipos de rescate llegaron al pueblo. No fui yo quien los llamó; alguien se dio cuenta de que algo raro pasaba y envió ayuda. Llegaron a tiempo. No por mí, sino porque si lo dejaban para más tarde, el problema del pueblo habría sido mínimo comparado con todo lo demás. Con tantas calamidades en el mundo desde entonces, ¿qué importa un triste pueblo? Los Cuatro Jinetes partieron por el mundo, haciendo lo que saben hacer: destrucción, enfermedad, guerra y muerte…

—¿Cómo es posible que, de todo el pueblo, tú seas el único que sobrevivió? —me preguntó un tipo regordete, aficionado al tabaco, mientras me envolvía en una manta térmica.

—No sobreviví —le respondí—. Me dejaron con vida…

Hay una diferencia importante en mi respuesta…

Los Cuatro Jinetes recorren el mundo y anuncian el Apocalipsis. Y yo llevo la noticia. Habrá suficientes que sobrevivan y es bueno que escuchen la historia…

Ciprian Mitoceanu escribe terror, fantasía, ciencia ficción y suspense, y es considerado por la crítica internacional como «un autor dotado de gran talento, a menudo descrito como la versión rumana de Stephen King» (Massacre Magazine). Ha publicado relatos cortos en la mayoría de las revistas del género en Rumania y está presente en numerosas antologías junto a escritores como Norman Spinrad, Amdi Silvestri y George R. R. Martin. Su estilo se distingue porque logra crear thrillers cautivadores que provocan una profunda reflexión sobre la condición humana. Entre sus obras merecen destacarse: Colţii, 2008; În sângele tatălui, 2012; În sângele tatălui, 2015; Insula Diavolului, 2016; Faţă în faţă, 2016 y Amendamentul Dawson, 2017.

 

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