viernes, 21 de noviembre de 2025

ESPERA EN LA TERMINAL

Gastón Caglia

 

Legué a la terminal de ómnibus más de dos horas antes de lo previsto. Ni bien puse un pie en el hall central pude percibir el ajetreo de la gente. Unos caminaban presurosos y nerviosos y otros fatigados o somnolientos. El lugar parecía bullir de hormigas aturdidas yendo de un lado al otro, como si un gigantesco pie hubiese pisado un hormiguero y el caos reinara en el ambiente.

Sin embargo, al cabo de unos minutos, la sala quedó vacía pues uno tras otro los coches que estaban en los andenes fueron partiendo y prácticamente todo el mundo, desapareció como por arte de magia. Junto con los pasajeros también, pero con un poco más de demora, se evaporaron los despidientes, así me gusta llamar a los que oficiaban de despedidores de quienes viajan en colectivo o en tren. Saludan, corren al lado del colectivo unos metros, lloran o sacan fotos; todo un ritual.

Con todo, el bullicio se transformó en un silencio apabullante, casi abrumador, quizás porque el contraste con el griterío de unos minutos atrás era muy marcado. Esa paz, como un ojo de tormenta, solo era interrumpida ocasionalmente por alguna estática breve y chispeante de los altoparlantes que estaban dispuestos en lo alto de la sala.

 Como los asientos dispuestos en la sala quedaron absolutamente vacíos, quedé solo con mi bolso de mano y una mochila raída, pues inclusive muchas de las boleterías ya habían cerrado sus ventanillas. Elegí un asiento, los típicos de esos lugares, de una sola pieza, base de metal y tres o cuatro unidades pegadas a lo largo del mismo y, con un poco de timidez observando de un lado al otro, comencé a preparar mi mate. El gigantesco reloj de manecillas despintadas, que colgaba del techo de la sala, marcaba las 14.25.

Siempre fui de dormir la siesta, rigurosamente a las dos de la tarde ya estaba en la cama entregado al sueño más profundo y hasta las cuatro no volaba una mosca, pero ahora estaba allí, con el mate en la mano y pensando en cómo matar el tiempo hasta las 16.38 en que arribaría el ómnibus, si es que llegaba. El miedo a que me roben el bolso hizo que no intentara dormir allí, y por otro lado siempre me dominó ese miedo a perder el colectivo, así que echar una cabeceada no estaba en mis planes.

Antes de dar la primera chupada dirigí mi vista hacia la cantina; estaba abierta, aunque absolutamente desierta y con las luces apagadas; sin embargo por el intersticio de una puerta vaivén que comunicaba con la habitación donde se preparaba la comida creí ver a una mujer fumando apoyada sobre una mesa. No vaya a ser que me tome toda el agua acá y después no tenga para el viaje, pensé.

Al bajar los ojos hacia la bombilla juro que perdí el control del entorno y de la realidad. Un intenso mareo me dominó al punto que pensé que me desvanecía sobre el mate cuando una luz cegadora inundó la sala sin pedir permiso. Todo se puso de un blanco intenso encandilándome por completo. Sin embargo, me recompuse al instante, aunque cuando di la primera chupada un miedo irracional me tomó desde la nuca, los vellos de los brazos se me pusieron de punta, y en la nuca sentí que se me erizaba la piel. Algo había sucedido y no acababa de comprenderlo, una especie de temor metafísico me había tomado por asalto, por así decirlo, y para colmo un palito de yerba que pasó por la bombilla me hizo toser y levantar la mirada.

La luz desapareció tan pronto como había surgido y ante mí, inexplicablemente, no había más que pastizales o pajonales y árboles a lo lejos. Es decir, estaba en medio de un campo sentado en el mismo banco de aluminio o el material que fuere junto a mi mate y mis cosas. El sol, por otra parte, se dejaba ver en lo alto.

Con el mate en la mano, y para no perder la cordura, de inmediato me serví otro mate. Bajé y levanté la mirada un par de veces, pero el campo seguía ahí. En ese instante comencé a preocuparme pues de los pastizales apareció un gaucho que, muy solícito, se me sentó a mi lado con las piernas abiertas porque sospecho le molestaban la panza y el cinto que suelen llevar los paisanos, esos de monedas pegadas y el cuchillo al costado. Me pidió un mate.

¾Un verde, un amargo, chamigo ¾dijo con una voz seca a la vez que apremiante.

Con los ojos desorbitados sólo atiné a volcar agua en el mate y alcanzárselo. El hombre chupó mientras no quitaba el ojo del termo e hizo una mueca tensando los músculos del cuello a la par que giraba la cabeza en ciento ochenta grados.

¾La pucha que está gueno, suavecito igual, pero gueno —dijo sin más trámite—. Gracias, don. —Hizo una pausa—. ¿Y es de venir siempre por estos pagos? ¾me interrogó mientras me alcanzaba el mate mirando por entre los pajonales.

¾No, mire, qué voy a venir siempre, es la primera vez que ando por acá ¾respondí un tanto aturdido y sin comprender lo que estaba pasando. Sin embargo, entendí enseguida que a un gaucho con un cuchillo a la cintura, como primera regla, no había que ofenderlo y menos evadir su presencia, así que consideré que debía seguirle la corriente. Esto ya está tomando un tinte bizarro, me dije, al tiempo que me preguntaba si el gaucho también advertía mi inusitada presencia en su, cómo decirlo, universo.

De inmediato le cebé otro y luego otro y luego otro hasta que me quedé sin agua. El gaucho tomaba en silencio mirando al horizonte, como queriendo descubrir algo más allá de los árboles que se asomaban por sobre los pajonales. Tomaba de una sola chupada y me lo devolvía sin siquiera quitar los ojos del frente.

¾Che, don, no tengo más agua ¾le hice saber.

¾No se priocupe, mi amigo. ¾dijo, y de inmediato dio un silbido con los dedos dentro de la boca. Como si un montaje teatral se tratase enseguida, ya no podía esperar más que otra locura en ese universo, por donde había aparecido el gaucho, se levantó un caballo marrón, sin montura ni nada. Llegó caminando con paso cansino y pegó el hocico a su dueño. Éste le dijo algo al oído y, juro por Dios, que la bestia le comprendió. Tal es así que giró sobre sus cuatro patas y desapareció al galope.

Durante los minutos que tomamos mate con el gaucho no tuve oportunidad de estar solo y pensar, los eventos fueron sucediendo sin más. No obstante, mientras mi imprevisto compañero de mateada se había incorporado para aguardar el regreso del caballo, intenté esbozar alguna idea acerca de mi situación sin una respuesta satisfactoria. El caballo volvió con una pava abollada, negra de tan quemada. No sé por qué pensé que tendría cien años; chorreaba agua caliente. El caballo la depositó con cuidado en el piso abriendo lentamente la boca. El gaucho, que se había quedado hablando cosas sin trascendencia relativas a la campaña y las montoneras, de espaldas a mí, me alcanzó la pava. No me quedó otra que sacar el tapón del termo y volcar el contenido. Me cebé uno, agua salada, un asco. Dejé la pava sobre los pastos, a lado del asiento.

¾Bueno, don — dijo el gaucho cuando me disponía a cebarle un nuevo mate—, lo tengo que dejar por un ratito. ¾Montó su caballo a pelo y se marchó, desapareciendo entre los pastizales más altos. En ese instante me decidí a cambiar la yerba, y en el trabajo de arreglar el mate bajé la mirada, cerré los ojos un instante como para reponerme y todo comenzó a dar vueltas. La cabeza me pesaba y el miedo me invadió otra vez pues la luz blanca y potente apareció de nuevo de la nada. Por suerte, al levantar la vista, noté que me encontraba de nuevo en la terminal de ómnibus, tan en solitario como un rato antes. Giré en redondo la mirada y pude apreciar que el reloj marcaba las 14.25. Me encogí de hombros, me cebé un mate pensando que todo aquello había sido una simple alucinación. Y tal vez lo había sido, pero el agua del termo tenía un horrible sabor salado.

Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.


  

No hay comentarios:

Publicar un comentario

LA VISITA

Myriam Goluboff   En mi casa hay mil bichitos de luz, ni uno más, ni uno menos. Afuera, la oscuridad y un quejido que amplifica el quejido...