viernes, 21 de noviembre de 2025

PICO DE RATING

Néstor Darío Figueiras

 

Aggarth Lam abrió los ojos con dificultad.

La holomem había finalizado. Fue consciente de ello con dolor, y la pena colmó otra vez sus sentidos embotados, como un regusto amargo. La oscuridad era completa, pero no le hacía falta luz para saber que todo seguía igual dentro de su lujosa habitación, que las cabezas disecadas, los trofeos de caza que adornaban las paredes, seguían clavándole su falsa mirada de cristal, contemplando su agonía. Una irónica revancha.

Aún era fresca la visión de las densas tinieblas donde había yacido, aún podía sentir vagos residuos de la cálida paz que reinaba –lo había comprobado una y otra vez– bajo el fango nauseabundo de Estigia.

Con la punta de la lengua tocó los odontopads 11 y 21, implantados en sus incisivos superiores, y uno de los múltiples brazos de su camastro-robot retiró de su médula espinal el dendrax, ya vacío de experiencias.

Entonces lloró. Lo hizo con la rabia de no poder evitar llorar cada vez que volvía a la realidad. Todavía no había aprendido a dominar la secreción de sus glándulas lagrimales. Duchanonn insistía con frecuencia en ese punto: mientras más autocontrol ejerciera sobre su cuerpo –o sobre lo que quedaba de él– mayor autonomía tendría y más beneficio podría sacar de los trastos millonarios que lo asistían en cada acto mínimo y cotidiano. Él podía ejecutar la mayoría de los comandos que gobernaban su habitación robotizada, aunque ésta, de alguna manera razonable, también podía funcionar en modo automático.

El accidente había ocurrido hacía poco más de diez Años Estándar. Todos, incluso él mismo, aludían al suceso como «el accidente». Pero el término resultaba un pobre eufemismo para describir una verdadera masacre: la múltiple mordida de un pejesapo tricéfalo de unos tres o cuatro metros de altura. Había ocurrido en Tizalonia, en la época en la que los planetólogos solicitaban los servicios de los cazadores; cuando todavía la conquista de un nuevo y salvaje mundo como ése tenía el agridulce sabor de la aventura y dependía del valor de los pioneros, y no de los batallones de cabrones supersoldados.

Durante esos viejos y buenos tiempos él había sido famoso en todas las ciudades viciadas de Madretierra, y muchas mujeres hermosas habían rivalizado por pasar una noche en su cama.

Aunque, en verdad, seguía siendo famoso. Lo era más ahora que entonces.

El tullido más famoso, se dijo.

Pero el accidente no le había deparado la misma suerte en lo tocante al sexo. Sus genitales se habían disuelto en los jugos gástricos del pejesapo, y su lecho actual no admitía compañía de ningún tipo.

Su lengua rozó el odontopad 34 –situado en el primer premolar izquierdo inferior– y las persianas se abrieron, dejando pasar la luz halógena que alumbraba el parque del caserón de estilo colonial. Supo entonces que era de noche.

Cuando presionó el odontopad 18 –último molar derecho superior–, se encendieron las luces del cuarto. Frotó con las papilas linguales el velo del paladar y el brillo cegador disminuyó hasta la intensidad deseada. Parpadeó tres veces y se desplegó el plasmóptico, que onduló sobre su cabeza. Echó una mirada al rating sin prestarle mucha atención. El gráfico de barras seguía coronando a Cazador Cazado, su transmisión multisens, aunque Comunión Sex y Desahuciados la seguían de cerca. De cualquier modo, eso era preocupación de Pavlovsky.

La pantalla bombardeó el cuarto en penumbras con las imágenes paganas de Neura y de las otras redes, misceláneas promiscuas cuyo fulgor lastimó sus ojos. Añoró las tinieblas de los sepulcros que lo envolvían cada vez que se enhebraba. Volvió a pestañear, y el plasmóptico se esfumó.

Por enésima vez, miró a los ojos a los trofeos de caza que atestaban las paredes. Sus presas, perseguidas y finalmente atrapadas en mundos inhóspitos, le miraban con ferocidad, como si continuaran luchando por su vida. Esas cabezas multiformes y policromas de bestias alienígenas vigilaban su eterna convalecencia.

Si alguno de ustedes reviviera, furioso y salvaje, y acabara de una vez con esto…

Ninguna combinación de comandos a su alcance le servía para suicidarse. Pavlovsky y su comitiva de adefesios obsecuentes jamás permitirían tal despropósito. Él era la gallina de los huevos de oro. Su seguridad era la prioridad número uno. Hasta Duchanonn, el técnico que supervisaba el funcionamiento de los delicados mecanismos cibernéticos de la costosa habitación, había tenido que firmar un contrato millonario. Cada semana, el pobre viejo era desnudado e inspeccionado de cabo a rabo por los guardias que custodiaban la casona. Lo examinaban con diferentes tipos de detectores, lo entrevistaban psicólogos y sólo Dios sabía cuántos vejámenes más debía soportar para poder entrar al cuarto.

Pero los cancerberos no habían descubierto el destornillador hueco de Duchanonn. Semana a semana, el técnico le traía un obsequio clandestino: un dendrax repleto de holomemorias, de suculentas vivencias ajenas. Él mismo le clavaba en la espalda la diminuta aguja opalescente que hendía sus nervios para inocularle algunas horas de felicidad.

Al principio eran simples holomems sex. Aggarth extrañaba con intensidad las punzantes sensaciones de su vida licenciosa. Decenas de mujeres fantásticas –más bellas y fogosas que las que había seducido antes del accidente– cabalgaron sobre sus sentidos enhebrados. Aunque no siempre la interfaz era por completo satisfactoria: donde no había un brazo, donde una pierna faltaba, la holomem se desdibujaba, y la ilusión se desvanecía. Duchanonn había tenido que pagar a un especialista –un adolescente brillante, nihilista y bipolar, uno de los tantos tecnocriminales que quitaban el sueño a la Polizei del Directorio de Madretierra– para que sintetizara las sensaciones de erección y eyaculación. Esas primeras holomems le habían costado muy caras. Pero Duchanonn se había apiadado del tullido. La misericordia –y la transferencia de una generosa parte de la fortuna del cazador a su cuenta– bastaron para que se tomara tantas molestias.

Sin embargo los antojos de Aggarth se fueron tornando cada vez más sofisticados; y las posibilidades de satisfacerlos, más remotas. Ya ni siquiera se contentaba con un montón de putas encorvándose sobre él. De la autocompasión había pasado al odio extremo. Había empezado a mostrar severos síntomas de depresión aguda, y los primeros rasgos de su nuevo perfil suicida no tardaron en aparecer. ¿Quién quería ser una especie de héroe, un ejemplo de tenacidad y deseos de vivir? No él. No deseaba seguir vivo. Maldecía cada mañana al reventado pejesapo tizalonio, y a su costumbre perversa de empapar a sus presas con esa saliva cuajada que las mantenía vivas para los tiempos de hambruna. Así lo habían hallado, destrozado y momificado, pero vivo de milagro. Y la noticia había causado sensación. Pavlovsky y su séquito no tardaron en descubrir el negocio fabuloso que representaba. Ser el protagonista de una de las transmisiones multisens favoritas del público ya no lo entusiasmaba tanto como al comienzo.

¿Qué clase de imbéciles quiere experimentar lo que siento? Por Dios. Todos desean saber qué significa ser un pedazo de carne inmóvil, sentirse como un maldito hongo… Es fácil, si luego que te desconectas vuelves a tener tus dos brazos y tus dos piernas, y las bolas te siguen colgando entre ellas…

Aggarth empezó a pedirle a Duchanonn holomems post mortem. Era la única manera de morirse que tenía a su alcance. De a ratos. Jodido, dijo el técnico. Demasiado peligroso. Pero no imposible. La guerra perpetua era una fuente inagotable de cuanto pudiera imaginarse. Bastaba con saber dónde y cómo buscar, y cualquier cosa podía encontrarse. El técnico logró comerciar con traficantes que exhumaban chips holomnemónicos escarbando en el asteroide Estigia, el camposanto universal. Esas holomems eran las que necesitaba; las evocaciones de cadáveres putrefactos que podían recabar las sensaciones de la muerte gracias a sus imperecederas neuroplacas. Ninguno de los cibérfilos, cuyos cuerpos se deshacían bajo el azulino barro fermentado, habría podido imaginar que los chips que se habían hecho empotrar en vida seguirían azuzando sus sentidos en la sepultura, ya débiles y amortiguados, pero avivados con una punzada morosa, eterna y sorda. Esta especie de muerte intermitente estaba salpicada de flashbacks cuya única banda de sonido era el raspar crepitante de los cristales catalizadores de abono que no dejaban de nevar sobre los sepulcros comunales.

Gracias a esos resistentes chips, los enhebrados podían experimentar el crecimiento subterráneo de las uñas y del cabello, que persistían en el vano hábito de lo vivo; o la percepción de gusanos royéndoles el vientre mohoso a los cadáveres…

El asunto podría haber llevado a Duchanonn a la prisión: la Polizei perseguía encarnizadamente ese tipo de contrabando. Pero un ángel guardián parecía velar por los caprichos del tullido. Al parecer, el mismo que evitaba que los guardias de la casona detectaran el compartimiento oculto en el destornillador.

Y así el cazador cazado moría cada semana, para terminar retornando a su miserable existencia luego de unas pocas horas de paz.

El rating estallaba. El desesperado deseo de morir de Aggarth Lam era mucho más irresistible que la experiencia multisens de estar dentro de su cuerpo desmembrado, al que sustentaban máquinas infatigables. Los fieles seguidores de Cazador Cazado comprobaron que conectarse a él para experimentar la ilusión de ser un cadáver y luego resucitar era algo infinitamente más seductor que sentir picazón en un pie que ya no estaba, y no poder rascarse. Saborear su aguda desesperación y su frustración hacía que muchos comenzaran a reírse de sus tragedias personales. Algunos se compadecían del cazador desgraciado, del personaje legendario que había contribuido con tanto valor a la expansión de Madretierra y pedían para él una muerte clemente, el fin de su tortuosa existencia. Cientos de millones se pronunciaron a favor o en contra de esta alternativa, a través de encuestas multitudinarias que bullían en Neura y en las demás redes. Tizalonia, devenido en una atracción turística, se aprestaba a recibir cada año a las numerosas retronaves colmadas de excursionistas que querían contemplar a los monstruosos pejesapos tricéfalos desovando en el lodo.

Ajeno al fenómeno del cual era el epicentro, Aggarth se encerró en sí mismo, donde nadie pudiera darle alcance. Llegaría lo más cerca de la muerte que pudiera, hundiéndose en su propio seno oscuro y solitario. Cuando el dendrax se vaciaba, caía en una especie de trance soporífero. Sólo balbuceaba en presencia de Duchanonn, para suplicarle que lo desenchufara, que lo ahogara con una almohada, que le friera los malditos nervios. Que hiciera algo, por el amor de Dios.

Un día, mientras Aggarth deliraba sin cesar, el técnico decidió no enhebrarlo más.

Y entonces, los fans que se conectaban a la adictiva angustia del héroe descubrieron maravillados el tema recurrente que inundaba los sueños de su conciencia vegetante. Una vez fue la embestida de una manada de paquidermos rojizos cuya trompa era rematada por una garra de filosos espolones. Luego, una pareja de basiliscos tricornios de Morthunah lo destrozó. En otra ocasión, una furiosa mantis alada le quitó la vida sobre una de las interminables mesetas laskonianas.

El cazador soñaba con su muerte una y otra vez. Una muerte violenta, sanguinaria con fruición. Y un clamor de misericordia empezó a escucharse en todas las ciudades de Madretierra, y en las colonias. Pavlovsky y su comparsa tuvieron que aceptar que la gallina estaba empollando el último huevo dorado. Era la hora del fin.

Cierta mañana, Duchanonn despertó a Aggarth.

—Cazador, cazador. Despierta. Hoy es tu día —le palmeó las mejillas con suavidad—. ¡Despierta!

—¿Humm? Ah, Duchanonn, por favor, por favor. Desenchufa toda esta mierda… —El tullido entreabrió los ojos vidriosos, emergiendo del letargo.

—Tengo algo mejor que eso, cazador. Mira.

—¿Qué…? ¿Dónde…?

—Mira al frente. Las bestias —La pared, ataviada de cabezas inhumanas, empezó a crujir.

—Las bestias.

—¡Vienen por ti! —La mampostería empezó a rajarse en torno de los cogotes fibrosos. Las bolitas de cristal empezaron a moverse nerviosas en las cuencas, algunas inyectándose de sangre, otras destellando como faros.

—Sí. Vienen.

Unas alas nervudas se desplegaron, cuernos y colmillos relucieron, las lenguas chasquearon como látigos. Las crines se erizaron, las agallas se dilataron, las escamas se crisparon. El caserón tembló bajo la estampida de las fieras revividas. El terror y la furia llameaban en todas las miradas resucitadas, las monoculares, las múltiples, las facetadas.

Aggarth volvió a los viejos y buenos tiempos. Hasta pudo sentir el olor a pólvora y a ozono de las armas. Se preparó para el golpe final. Gritó.

—¡Sí, malditas! ¡Vengan…!

Y las bestias lo aplastaron, y mordieron y laceraron y desgarraron, y envenenaron y quemaron con el fuego de alientos infernales. Por último, lo decapitaron.

 

Duchanonn retiró el dendrax vacío, mientras los enfermeros abrían la bolsa donde depositarían el cadáver.

—¡Maravilloso, espléndido trabajo el de ese jovencito, Duchanonn! ¿De dónde lo has sacado? —Pavlovsky hablaba sin dejar de mirar su plasmóptico portátil, que revoloteaba en torno de ambos—. ¡Por la Madre! ¡Es un pico de rating, viejo, el más elevado de la historia! ¡Maravilloso y espléndido, querido Duchanonn!

—Sí, ese muchacho es un verdadero descubrimiento. Lástima que sea tan inestable…

—Los de su calaña lo son. Casi siempre padecen de trastornos graves. Pero éste es brillante… —Hizo un gesto a una de sus sumisas damas de compañía—. ¿Tu nombre…?

—Patiño, Luka Patiño, señor Pavlovsky.

—Patiñolukapatiño, contrata a ese jovencito. Jornal mínimo. Sin beneficios extras. Que un médico revise sus nervios, debe ser un enhebrado de los peores. ¡Sintetiza holomems! Pónganlo a perfeccionar las emisiones de Comunión Sex. Si la melindrosa de Klaudia Vorak no quiere hacerlo con un supersoldado, que nuestro muchachito sintetice al engendro. O mejor, que la sintetice a ella. Que le haga tetas más grandes y le mejore las piernas. Y ya que está, que la haga aparecer más atrevida con el supersoldado que una ninfómana dentro de un vestidor masculino. ¡Millones de mujeres están pidiéndolo en las encuestas! Quieren saber cómo es tener sexo con los vástagos de la Madre… Ah, y vigílenlo de cerca: alguien con una habilidad tan grande siempre es peligroso. ¡Vamos, vamos, Patiñolukapatiño! ¿Qué esperas? —Mientras Patiño corría, él volvió a dirigirse a Duchanonn, sin despegar sus ojos del plasmóptico—. Aprende Duchanonn, puesto que ahora estás en el mundo del espectáculo: lo que te hace crecer en este negocio es la diligencia. Los empleaduchos nunca entienden esto.

—¿Y la Polizei? ¿No querrá detener a tu nuevo talento?

—¿La Polizei? ¡Ja! ¡La Polizei! Me harán esa pregunta hasta que me arrojen al limo de Estigia, por la Madre… Querido Duchanonn, aquí va la segunda lección: el gobierno nunca interfiere con las prioridades del espectáculo. De otro modo ya estarías encerrado… Grábate esto: la Polizei sólo está para servir a Neura y las otras redes. ¿No es maravilloso? Sí, lo es. Maravilloso y espléndido.

 

La retronave funeraria se impulsó en el revés del continuo hasta Estigia, el asteroide-necrópolis. Sobrevoló el lodazal que escupía fuegos fatuos y géiseres. Entre cientos de miles de bolsas, Aggarth Lam fue arrojado a sus bienamadas tinieblas.

Como rindiendo honores póstumos, una nave-robot soltó una lluvia de cristales fermentantes, que arreció sobre el fangal infinito.


Néstor Darío Figueiras nació en Buenos Aires, Argentina, en 1973. Es escritor, músico, productor musical e ilustrador. Profesa su fe como cristiano evangélico. Su producción literaria se enmarca principalmente dentro del género de la ciencia ficción, aunque también ha escrito obras de terror y fantasía. Ha publicado cuentos, entre otras, en las antologías Los rostros y las tramas (2005) Historia alternativa (2005), Tricentenario (2102), Umbrales y Crepúsculos (2015), Espacio austral (2016), WhiteStar (2016), Latinoamérica en breve (2016), Extremos (2017) y en las revistas Ópera Galáctica, Sensación, Próxima y Catarsi. Fue traducido al francés, catalán, italiano, húngaro y griego. Sus cuentos pueden leerse en publicaciones digitales tales como Necronomicrón, Axxon, NGC 3660, NM, Aurora Bitzine, Alfa Eridiani, miNatura, Crónicas de la Forja. Ha recibido menciones en numerosos concursos, como en la primera ConSur, organizada por el CACyF, dónde ganó una mención de honor con el relato “Organicasa”. Ha publicado dos antologías de cuentos, El cerrojo del mundo está en Butteler (2016), Capricho #43 (2017), Playlist (2022). Plenaluz/Entreluz (Ayarmanot, 2021) fue su primera novela: un libro doble, espejado, un artefacto que reúne narrativa, poesía, música e ilustraciones.

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