Néstor Darío Figueiras
Aggarth Lam
abrió los ojos con dificultad.
La holomem había finalizado. Fue consciente de ello con
dolor, y la pena colmó otra vez sus sentidos embotados, como un regusto amargo.
La oscuridad era completa, pero no le hacía falta luz para saber que todo
seguía igual dentro de su lujosa habitación, que las cabezas disecadas, los
trofeos de caza que adornaban las paredes, seguían clavándole su falsa mirada
de cristal, contemplando su agonía. Una irónica revancha.
Aún era fresca la visión de las densas tinieblas donde había
yacido, aún podía sentir vagos residuos de la cálida paz que reinaba –lo había
comprobado una y otra vez– bajo el fango nauseabundo de Estigia.
Con la punta de la lengua tocó los odontopads 11 y 21,
implantados en sus incisivos superiores, y uno de los múltiples brazos de su
camastro-robot retiró de su médula espinal el dendrax, ya vacío de
experiencias.
Entonces lloró. Lo hizo con la rabia de no poder evitar
llorar cada vez que volvía a la realidad. Todavía no había aprendido a dominar
la secreción de sus glándulas lagrimales. Duchanonn insistía con frecuencia en
ese punto: mientras más autocontrol ejerciera sobre su cuerpo –o sobre lo que
quedaba de él– mayor autonomía tendría y más beneficio podría sacar de los
trastos millonarios que lo asistían en cada acto mínimo y cotidiano. Él podía
ejecutar la mayoría de los comandos que gobernaban su habitación robotizada,
aunque ésta, de alguna manera razonable, también podía funcionar en modo
automático.
El accidente había ocurrido hacía poco más de diez Años
Estándar. Todos, incluso él mismo, aludían al suceso como «el accidente». Pero
el término resultaba un pobre eufemismo para describir una verdadera masacre:
la múltiple mordida de un pejesapo tricéfalo de unos tres o cuatro metros de
altura. Había ocurrido en Tizalonia, en la época en la que los planetólogos
solicitaban los servicios de los cazadores; cuando todavía la conquista de un
nuevo y salvaje mundo como ése tenía el agridulce sabor de la aventura y
dependía del valor de los pioneros, y no de los batallones de cabrones
supersoldados.
Durante esos viejos y buenos tiempos él había sido famoso en
todas las ciudades viciadas de Madretierra, y muchas mujeres hermosas habían
rivalizado por pasar una noche en su cama.
Aunque, en verdad, seguía siendo famoso. Lo era más ahora que
entonces.
El tullido más famoso, se dijo.
Pero el accidente no le había deparado la misma suerte en lo
tocante al sexo. Sus genitales se habían disuelto en los jugos gástricos del
pejesapo, y su lecho actual no admitía compañía de ningún tipo.
Su lengua rozó el odontopad 34 –situado en el primer premolar
izquierdo inferior– y las persianas se abrieron, dejando pasar la luz halógena
que alumbraba el parque del caserón de estilo colonial. Supo entonces que era
de noche.
Cuando presionó el odontopad 18 –último molar derecho
superior–, se encendieron las luces del cuarto. Frotó con las papilas linguales
el velo del paladar y el brillo cegador disminuyó hasta la intensidad deseada.
Parpadeó tres veces y se desplegó el plasmóptico, que onduló sobre su cabeza.
Echó una mirada al rating sin
prestarle mucha atención. El gráfico de barras seguía coronando a Cazador Cazado, su transmisión
multisens, aunque Comunión Sex y Desahuciados la seguían de cerca. De
cualquier modo, eso era preocupación de Pavlovsky.
La pantalla bombardeó el cuarto en penumbras con las imágenes
paganas de Neura y de las otras redes, misceláneas promiscuas cuyo fulgor
lastimó sus ojos. Añoró las tinieblas de los sepulcros que lo envolvían cada
vez que se enhebraba. Volvió a pestañear, y el plasmóptico se esfumó.
Por enésima vez, miró a los ojos a los trofeos de caza que
atestaban las paredes. Sus presas, perseguidas y finalmente atrapadas en mundos
inhóspitos, le miraban con ferocidad, como si continuaran luchando por su vida.
Esas cabezas multiformes y policromas de bestias alienígenas vigilaban su
eterna convalecencia.
Si alguno de ustedes
reviviera, furioso y salvaje, y acabara de una vez con esto…
Ninguna combinación de comandos a su alcance le servía para
suicidarse. Pavlovsky y su comitiva de adefesios obsecuentes jamás permitirían
tal despropósito. Él era la gallina de los huevos de oro. Su seguridad era la
prioridad número uno. Hasta Duchanonn, el técnico que supervisaba el
funcionamiento de los delicados mecanismos cibernéticos de la costosa
habitación, había tenido que firmar un contrato millonario. Cada semana, el
pobre viejo era desnudado e inspeccionado de cabo a rabo por los guardias que
custodiaban la casona. Lo examinaban con diferentes tipos de detectores, lo
entrevistaban psicólogos y sólo Dios sabía cuántos vejámenes más debía soportar
para poder entrar al cuarto.
Pero los cancerberos no habían descubierto el destornillador
hueco de Duchanonn. Semana a semana, el técnico le traía un obsequio
clandestino: un dendrax repleto de holomemorias, de suculentas vivencias
ajenas. Él mismo le clavaba en la espalda la diminuta aguja opalescente que
hendía sus nervios para inocularle algunas horas de felicidad.
Al principio eran simples holomems sex. Aggarth extrañaba con
intensidad las punzantes sensaciones de su vida licenciosa. Decenas de mujeres
fantásticas –más bellas y fogosas que las que había seducido antes del
accidente– cabalgaron sobre sus sentidos enhebrados. Aunque no siempre la
interfaz era por completo satisfactoria: donde no había un brazo, donde una
pierna faltaba, la holomem se desdibujaba, y la ilusión se desvanecía.
Duchanonn había tenido que pagar a un especialista –un adolescente brillante,
nihilista y bipolar, uno de los tantos tecnocriminales que quitaban el sueño a
la Polizei del Directorio de Madretierra– para que sintetizara las sensaciones
de erección y eyaculación. Esas primeras holomems le habían costado muy caras.
Pero Duchanonn se había apiadado del tullido. La misericordia –y la
transferencia de una generosa parte de la fortuna del cazador a su cuenta–
bastaron para que se tomara tantas molestias.
Sin embargo los antojos de Aggarth se fueron tornando cada
vez más sofisticados; y las posibilidades de satisfacerlos, más remotas. Ya ni
siquiera se contentaba con un montón de putas encorvándose sobre él. De la
autocompasión había pasado al odio extremo. Había empezado a mostrar severos
síntomas de depresión aguda, y los primeros rasgos de su nuevo perfil suicida
no tardaron en aparecer. ¿Quién quería ser una especie de héroe, un ejemplo de
tenacidad y deseos de vivir? No él. No deseaba seguir vivo. Maldecía cada
mañana al reventado pejesapo tizalonio, y a su costumbre perversa de empapar a
sus presas con esa saliva cuajada que las mantenía vivas para los tiempos de
hambruna. Así lo habían hallado, destrozado y momificado, pero vivo de milagro.
Y la noticia había causado sensación. Pavlovsky y su séquito no tardaron en
descubrir el negocio fabuloso que representaba. Ser el protagonista de una de
las transmisiones multisens favoritas del público ya no lo entusiasmaba tanto
como al comienzo.
¿Qué clase de imbéciles
quiere experimentar lo que siento? Por Dios. Todos desean saber qué significa
ser un pedazo de carne inmóvil, sentirse como un maldito hongo… Es fácil, si
luego que te desconectas vuelves a tener tus dos brazos y tus dos piernas, y
las bolas te siguen colgando entre ellas…
Aggarth empezó a pedirle a Duchanonn
holomems post mortem. Era la única manera de morirse que tenía a su alcance. De a
ratos. Jodido, dijo el técnico. Demasiado peligroso. Pero no imposible. La
guerra perpetua era una fuente inagotable de cuanto pudiera imaginarse. Bastaba
con saber dónde y cómo buscar, y cualquier cosa podía encontrarse. El técnico
logró comerciar con traficantes que exhumaban chips holomnemónicos escarbando
en el asteroide Estigia, el camposanto universal. Esas holomems eran las que
necesitaba; las evocaciones de cadáveres putrefactos que podían recabar las
sensaciones de la muerte gracias a sus imperecederas neuroplacas. Ninguno de
los cibérfilos, cuyos cuerpos se deshacían bajo el azulino barro fermentado,
habría podido imaginar que los chips que se habían hecho empotrar en vida
seguirían azuzando sus sentidos en la sepultura, ya débiles y amortiguados,
pero avivados con una punzada morosa, eterna y sorda. Esta especie de muerte
intermitente estaba salpicada de flashbacks
cuya única banda de sonido era el raspar crepitante de los cristales catalizadores
de abono que no dejaban de nevar sobre los sepulcros comunales.
Gracias a esos resistentes chips, los enhebrados podían
experimentar el crecimiento subterráneo de las uñas y del cabello, que
persistían en el vano hábito de lo vivo; o la percepción de gusanos royéndoles
el vientre mohoso a los cadáveres…
El asunto podría haber llevado a Duchanonn a la prisión: la
Polizei perseguía encarnizadamente ese tipo de contrabando. Pero un ángel
guardián parecía velar por los caprichos del tullido. Al parecer, el mismo que
evitaba que los guardias de la casona detectaran el compartimiento oculto en el
destornillador.
Y así el cazador cazado moría cada semana, para terminar
retornando a su miserable existencia luego de unas pocas horas de paz.
El rating
estallaba. El desesperado deseo de morir de Aggarth Lam era mucho más
irresistible que la experiencia multisens de estar dentro de su cuerpo
desmembrado, al que sustentaban máquinas infatigables. Los fieles seguidores de
Cazador Cazado comprobaron que
conectarse a él para experimentar la ilusión de ser un cadáver y luego
resucitar era algo infinitamente más seductor que sentir picazón en un pie que
ya no estaba, y no poder rascarse. Saborear su aguda desesperación y su
frustración hacía que muchos comenzaran a reírse de sus tragedias personales.
Algunos se compadecían del cazador desgraciado, del personaje legendario que
había contribuido con tanto valor a la expansión de Madretierra y pedían para
él una muerte clemente, el fin de su tortuosa existencia. Cientos de millones
se pronunciaron a favor o en contra de esta alternativa, a través de encuestas
multitudinarias que bullían en Neura y en las demás redes. Tizalonia, devenido
en una atracción turística, se aprestaba a recibir cada año a las numerosas retronaves
colmadas de excursionistas que querían contemplar a los monstruosos pejesapos
tricéfalos desovando en el lodo.
Ajeno al fenómeno del cual era el epicentro, Aggarth se
encerró en sí mismo, donde nadie pudiera darle alcance. Llegaría lo más cerca
de la muerte que pudiera, hundiéndose en su propio seno oscuro y solitario.
Cuando el dendrax se vaciaba, caía en una especie de trance soporífero. Sólo
balbuceaba en presencia de Duchanonn, para suplicarle que lo desenchufara, que
lo ahogara con una almohada, que le friera los malditos nervios. Que hiciera
algo, por el amor de Dios.
Un día, mientras Aggarth deliraba sin cesar, el técnico
decidió no enhebrarlo más.
Y entonces, los fans que se conectaban a la adictiva angustia
del héroe descubrieron maravillados
el tema recurrente que inundaba los sueños de su conciencia vegetante. Una vez
fue la embestida de una manada de paquidermos rojizos cuya trompa era rematada
por una garra de filosos espolones. Luego, una pareja de basiliscos tricornios
de Morthunah lo destrozó. En otra ocasión, una furiosa mantis alada le quitó la
vida sobre una de las interminables mesetas laskonianas.
El cazador soñaba con su muerte una y otra vez. Una muerte
violenta, sanguinaria con fruición. Y un clamor de misericordia empezó a
escucharse en todas las ciudades de Madretierra, y en las colonias. Pavlovsky y
su comparsa tuvieron que aceptar que la gallina estaba empollando el último
huevo dorado. Era la hora del fin.
Cierta mañana, Duchanonn despertó a Aggarth.
—Cazador, cazador. Despierta. Hoy es tu día —le palmeó las
mejillas con suavidad—. ¡Despierta!
—¿Humm? Ah, Duchanonn, por favor, por favor. Desenchufa toda
esta mierda… —El tullido entreabrió los ojos vidriosos, emergiendo del letargo.
—Tengo algo mejor que eso, cazador. Mira.
—¿Qué…? ¿Dónde…?
—Mira al frente. Las bestias —La pared, ataviada de cabezas
inhumanas, empezó a crujir.
—Las bestias.
—¡Vienen por ti! —La mampostería empezó a rajarse en torno de
los cogotes fibrosos. Las bolitas de cristal empezaron a moverse nerviosas en
las cuencas, algunas inyectándose de sangre, otras destellando como faros.
—Sí. Vienen.
Unas alas nervudas se desplegaron, cuernos y colmillos
relucieron, las lenguas chasquearon como látigos. Las crines se erizaron, las
agallas se dilataron, las escamas se crisparon. El caserón tembló bajo la
estampida de las fieras revividas. El terror y la furia llameaban en todas las
miradas resucitadas, las monoculares, las múltiples, las facetadas.
Aggarth volvió a los viejos y buenos tiempos. Hasta pudo
sentir el olor a pólvora y a ozono de las armas. Se preparó para el golpe
final. Gritó.
—¡Sí, malditas! ¡Vengan…!
Y las bestias lo aplastaron, y mordieron y laceraron y
desgarraron, y envenenaron y quemaron con el fuego de alientos infernales. Por
último, lo decapitaron.
Duchanonn
retiró el dendrax vacío, mientras los enfermeros abrían la bolsa donde
depositarían el cadáver.
—¡Maravilloso, espléndido trabajo el de ese jovencito,
Duchanonn! ¿De dónde lo has sacado? —Pavlovsky hablaba sin dejar de mirar su
plasmóptico portátil, que revoloteaba en torno de ambos—. ¡Por la Madre! ¡Es un
pico de rating, viejo, el más elevado
de la historia! ¡Maravilloso y espléndido, querido Duchanonn!
—Sí, ese muchacho es un verdadero descubrimiento. Lástima que
sea tan inestable…
—Los de su calaña lo son. Casi siempre padecen de trastornos
graves. Pero éste es brillante… —Hizo un gesto a una de sus sumisas damas de
compañía—. ¿Tu nombre…?
—Patiño, Luka Patiño, señor Pavlovsky.
—Patiñolukapatiño, contrata a ese jovencito. Jornal mínimo.
Sin beneficios extras. Que un médico revise sus nervios, debe ser un enhebrado
de los peores. ¡Sintetiza holomems! Pónganlo a perfeccionar las emisiones de Comunión Sex. Si la melindrosa de
Klaudia Vorak no quiere hacerlo con un supersoldado, que nuestro muchachito
sintetice al engendro. O mejor, que la sintetice a ella. Que le haga tetas más
grandes y le mejore las piernas. Y ya que está, que la haga aparecer más atrevida
con el supersoldado que una ninfómana dentro de un vestidor masculino.
¡Millones de mujeres están pidiéndolo en las encuestas! Quieren saber cómo es
tener sexo con los vástagos de la Madre… Ah, y vigílenlo de cerca: alguien con
una habilidad tan grande siempre es peligroso. ¡Vamos, vamos, Patiñolukapatiño!
¿Qué esperas? —Mientras Patiño corría, él volvió a dirigirse a Duchanonn, sin
despegar sus ojos del plasmóptico—. Aprende Duchanonn, puesto que ahora estás
en el mundo del espectáculo: lo que te hace crecer en este negocio es la diligencia.
Los empleaduchos nunca entienden esto.
—¿Y la Polizei? ¿No querrá detener a tu nuevo talento?
—¿La Polizei? ¡Ja! ¡La Polizei! Me harán esa pregunta hasta
que me arrojen al limo de Estigia, por la Madre… Querido Duchanonn, aquí va la
segunda lección: el gobierno nunca interfiere con las prioridades del
espectáculo. De otro modo ya estarías encerrado… Grábate esto: la Polizei sólo
está para servir a Neura y las otras redes. ¿No es maravilloso? Sí, lo es.
Maravilloso y espléndido.
La retronave
funeraria se impulsó en el revés del continuo hasta Estigia, el
asteroide-necrópolis. Sobrevoló el lodazal que escupía fuegos fatuos y
géiseres. Entre cientos de miles de bolsas, Aggarth Lam fue arrojado a sus
bienamadas tinieblas.
Como rindiendo honores póstumos, una nave-robot soltó una
lluvia de cristales fermentantes, que arreció sobre el fangal infinito.
Néstor Darío Figueiras
nació en Buenos Aires, Argentina, en 1973.
Es escritor, músico, productor musical e ilustrador. Profesa su fe como
cristiano evangélico. Su producción literaria se enmarca principalmente dentro
del género de la ciencia ficción, aunque también ha escrito obras de terror y
fantasía. Ha publicado cuentos, entre otras,
en las antologías Los rostros y las
tramas (2005) Historia alternativa
(2005), Tricentenario
(2102), Umbrales y Crepúsculos
(2015), Espacio austral
(2016), WhiteStar
(2016), Latinoamérica en breve
(2016), Extremos
(2017) y en las revistas Ópera Galáctica,
Sensación, Próxima y Catarsi. Fue traducido
al francés, catalán, italiano, húngaro y griego. Sus
cuentos pueden leerse en publicaciones digitales tales como Necronomicrón, Axxon, NGC 3660, NM, Aurora Bitzine, Alfa Eridiani,
miNatura, Crónicas de la Forja. Ha recibido menciones en numerosos
concursos, como en la primera ConSur, organizada por el CACyF, dónde ganó una mención de honor con el relato “Organicasa”. Ha
publicado dos antologías de cuentos, El cerrojo del mundo está en Butteler
(2016), Capricho #43 (2017), Playlist
(2022). Plenaluz/Entreluz (Ayarmanot, 2021) fue su primera
novela: un libro doble, espejado, un artefacto que reúne narrativa, poesía,
música e ilustraciones.

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