domingo, 21 de abril de 2024

LA NOTA

  Armando Azeglio

 

Me enardecía tener que ir a cubrir una secuencia de asesinatos en un pueblo perdido del interior. Ya de por sí es bastante ingrato ser el frenético notero de La Nueva HoraPero que el pueblo fuera conocido como Pago Lento, me sacaba de las casillas. En aquel tiempo yo había establecido un vínculo perverso con el estrés, del cuál no podía escapar: más estrés más producción, más producción más estrés. Todo aquello que no fuera acelerado y vertiginoso me parecía no valer la pena de ser vivido. Lo único que moderaba mi fastidio era la posibilidad de que se tratara de un serial killer criollo; eso era algo un poco más interesante. Ghirelli, el director del diario, con el eufemismo en la boca y la pipa en la mano, me había hecho una vez más –al mejor estilo italiano– “una oferta que no podía rechazar’’. Por el bien de mi carrera y el prestigio del diario la nota era mía, y no podía negarme.

—La verdad, ¡je, je!, es un imposible necesario, tanito —me dijo con un dejo de sorna— y no es menester que la descubras, no sos la policía, además. La gente quiere una exposición objetiva de los hechos... aunque dicho aquí, entre nosotros... la objetividad, es otro de los imposibles necesarios de la vida.

Yo detestaba a Ghirelli. Detestaba esa perenne mueca de suficiencia en el costado izquierdo de su boca, con la que simulaba pedir una cosa cuando en realidad la estaba ordenando. Detestaba su continuo camuflar de “valores’’ los símbolos del poder que ostentaba: apellido-familia-sinónimo-de-grupo-editorial. Detestaba el modo implícito con que menospreciaba mi trabajo, al que tachaba de “intelectualoide’’ a mis espaldas cuando necesitaba sentirse “el-jefe-supremo-que-todo-lo-sabe’’. O los elogios que me prodigaba cuando pretendía quedar bien conmigo antes de mandarme a cubrir una nota de esas que nadie quería hacer. Como esta, la del asesino serial vernáculo. Aborrecía que me diera un trabajo sucio, en un lugar lejano, sabiendo que no solo iba a aceptarlo por necesidad, sino que conmigo se ahorraba mandar un fotógrafo para hacer la maldita nota.

—Un trabajo fácil, tanito, hay un asesino serial en un pueblo de quince mil habitantes, la policía está más que desconcertada aunque la mecánica de los crímenes es siempre la misma: mujeres desparramadas y violadas, hombres de los que queda lo suficiente como para decir que alguna vez existieron. Hay un elemento perturbador y está dado por el hecho que el asesino siempre pinta las paredes con la sangre de sus víctimas. Han descubierto que pinta signos que pertenecen a ritos extraños, no se sabe si del “candomblè” o de la magia negra. A veces el asesino se ha pintado los labios con sangre de sus víctimas y ha dejado besos estampados en las paredes: todo un pervertido. Siempre opera en noches de luna llena, lo que facilitó que las sospechas caigan sobre un tal Sebastián Flores, trece años, séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, contratista de una finca. Si bien no hay nada que pruebe que fue el muchacho, dicen que la policía y sus padres tuvieron que evitar que la gente lo linchase después del último crimen. No es necesario decirte que hay una leyenda que dice que el séptimo hijo varón de una familia se transforma en lobisón en las noches de luna llena. Nuestro pibe, para colmo, es hijo de otro séptimo hijo… su padre era ahijado “del general” y el pibe es ahijado “del pingüino”. Este vienes hay luna llena y corren rumores de que los padres de Sebastián lo tienen encadenado a una cama –con la policía haciendo la vista gorda– en una de las piezas de la casa. Pretenden demostrar de esa forma la presunta inocencia del chico, pero todo el mundo espera que en dos días alguien muera.

—¿Y qué quiere que haga? —pregunté haciéndome el bobo.

—¡Quiero fotos del chico encadenado! —gritó Ghirelli como poseído de un extraño entusiasmo—; el testimonio de la gente, de los padres. Quiero –si podés conseguir– primeros planos de los “besos sangrantes’’ que hayan quedado de otros asesinatos; serían el punto fuerte de la gráfica... ¿Y si llamamos así a la nota, tanito? “Besos sangr…”. ¿Tano? ¡Tano!

Dejar hablando solo a Ghirelli es una de mis especialidades favoritas, o por lo menos una de mis minúsculas e inútiles venganzas cotidianas. Los dos sabíamos que no podíamos prescindir del otro, que éramos antagónicos pero interdependientes, y esto hacía nuestra relación no solo tragicómica, sino por momentos bastante enferma.

Silvia (mi presunta amante, ex amante de un ex amigo) me llamó por teléfono antes de que yo saliera a hacer la nota. Su marido se había ausentado de Buenos Aires. Y para mi sorpresa, no solo estaba informada de lo que sucedía en Pago Lento, sino que dijo –toda apurada– que quería verme “urgente”, porque tenía algo para darme. Accedí movido por un destello de curiosidad que brillaba en el estanque de mi propia y cotidiana inercia. Cuando me di cuenta de esto, empecé a sospechar que empezaba incluir a Silvia dentro de un listado de cosas que en forma habitual hacía automáticamente. O que debía soportar para obtener algo. Soportaba a Ghirelli, porque de algo hay que trabajar. Lo hacía por el dinero y para no tener que soportar a mis padres. Debía soportar a mis padres para que entendieran mi vocación de escritor y fotógrafo, no la de ingeniero que me habían atribuido desde los cuatro años. Debía soportar ser escritor y fotógrafo de un diario sensacionalista, con la esperanza de ser algún día el escritor, el periodista o el fotógrafo que soñaba. Debía soñar como único antídoto para soportar una realidad que no entendía. ¿Debía soportar a Silvia? ¿Por qué? ¿Por sexo? ¿Por qué soportaba a Silvia?

—Tomá —me dijo con tono gatuno en un bar escondido mientras me pasaba una pequeña pistola Derringer, esas de doble caño superpuesto y cachas de nácar (no sin antes haberla lamido)—, por si tenés que matar al “lobisón” —agregó, meliflua—. Era de mi abuelo; está bañada en plata, dispara balas de plata y, dicen que es la única forma de aniquilar a la bestia.

Iba a mandarla al carajo: a ella, al cornudo de su marido, al abuelo, a la pretendida pistola de plata con improbables balas de plata, a Ghirelli, al lobisón, al puto diario y a mis viejos... pero terminamos practicando –por inercia– el viejo deporte de serle infiel al marido de Silvia.

Salí esa misma tarde, calculando que al otro día –a media mañana– estaría en Pago Lento. Si todo salía como estaba previsto, el asesino iba a golpear de nuevo, y si esto sucedía, yo no solo iba a dar la primicia del nuevo crimen, sino que cubriría el escándalo que armara la gente del pueblo al tratar de linchar a Sebastián Flores.

A las tres de la madrugada casi tuve un accidente en medio de la desolación pampeana cuando desbandé gracias a la conjura del sueño y de una visión grotesca y confusa. Bajé del auto entre asombrado y confundido para descubrir lo que parecían ser dos mulatas obesas, sentadas en el medio de la ruta, con los ojos cosidos al mejor estilo de los reducidores de cabezas. Las mujeres repetían, como si estuvieran en trance, algo que no sé por qué, me puso la piel de gallina. “¡Que venga, que venga, que nadie lo detenga. Que corra, que corra, que nadie lo socorra!” Luego empezaron a carcajear torrencialmente, interrumpiendo esa alocución gangosa y plural. Las bocas empezaron a hacerse más y más grandes y terminaron siendo más voluminosas que los cuerpos, y a través de esa risa frenética me pareció intuir una masa de vísceras tornasoladas y repugnantes. Las fauces se arquearon hasta literalmente darse vuelta y formar dos pelotas de carne flácida. Por último las vi alejarse del lugar rebotando entre risitas histéricas y envueltas en algo que parecía música. Hice señas –sin saber muy bien por qué– a un auto que pasaba, para demostrarme a mi mismo, quizá, la materialidad física de lo que acababa de ver. Casi me atropellan. Volví al volante, manejé toda la noche como un sonámbulo.

En Pago Lento yo era un extranjero; todas las cosas me lo hacían saber constantemente, y esto se verificaba no solo en el choque de mi ritmo metropolitano con esas calles arboladas, cálidas y tranquilas. No, iba mucho más allá. Era cultural la cosa. Yo me sentía mucho más cerca de un romano o un parisino, que de un pagolentino. Lo único que me resultó familiar fue una fugaz visión de un Peugeot parecido al de Silvia. Cuando hacía preguntas, la gente me contestaba indirectamente, sin dar precisiones. Escuchándolos, daba la sensación de que en el pueblo seguía sin pasar nada. Las imágenes del fallido intento de linchamiento del pobre pibe, dignas de Fuenteovejuna, me parecían imposibles. Encontré con dificultades la humilde casa de los Flores, un rancho de adobes grises impregnado de olores mezclados: brasero, incienso y puchero de huesos. Los padres del niño no querían hablar del asunto; eran la típica gente de campo: parca y circunspecta. Respondían a la distancia, como si la cosa no les perteneciera, aunque de una de las habitaciones viniera un ruido creciente a cadena arrastrada. Intenté por el lado que más me repugnaba. Les ofrecí mil pesos por dejarme fotografiar del niño encadenado a la cama. La madre dudó, angustiada; el padre, después de tomar aire, entrecerró los ojos, como asintiendo.

—Vuelva esta noche, joven —me dijo—; lo vamos a estar esperando.

Volví al pueblo, me pedí una ginebra en lo que parecía ser el único bar de la zona. Atardecía. Temía entrar en una de esas típicas “fases melancólicas y sin retorno’’ cuando me taparon los ojos desde atrás.

—¿Quién soy? —dijo una voz con tono de complicidad sexual que yo conocía de memoria.

— ¡Silvia! ¿Qué hacés acá?

—Quería darle una sorpresa a mi bebé.

—¿Y tu marido?

—En un congreso médico...

Terminamos haciendo el amor, pero no como de costumbre. Silvia estaba distinta, mucho más encendida, más libidinosa, más procaz que lo habitual. Me hizo el amor como nunca antes me lo había hecho, con un fuego voraz y desconocido.

A medianoche me sobresalté y salí corriendo como loco de la habitación del hotel. Me había quedado dormido y me urgía llegar a la casa de los Flores para fotografiar a Sebastián, sucediera lo que sucediese. Terminé de vestirme en el auto, manejando a medias. En el bolsillo del pantalón noté la helada consistencia de la pequeña pistola que seguro Silvia –por cábala o superchería– me había metido. Llegué a la casa de los Flores agitado y aceleradísimo. Golpeé varias veces a la puerta y nadie me respondió. Escuché una especie de aullido entre porcino y perruno mezclado con un jadeo viscoso. Volví a golpear una y otra vez, lo que pareció incrementar los aullidos y el ritmo del repugnante resoplido de la bestia. Temí por los padres de Sebastián, por lo que rompí la puerta entrando a la casa con la pistola en una mano y la cámara colgada del cuello. Tiritando, pensé que no podría fotografiar nada porque en el lugar reinaba una oscuridad infausta. Me sentía acechado, en medio de un silencio, ahora sepulcral. Me moví tanteando las paredes con una mano, y apuntando a la nada con la otra; algo me decía que “eso’’ estaba ahí, esperando el momento justo para desmembrarme, o algo peor. Hubo un ruido, una crepitación, un grito (¿mío?), una música funesta, una especie de ronquido y un par de ojos indefiniblemente amarillos. Disparé; solo tenía dos balas. La luz se encendió, y vi a Fabián Flores que yacía en su cama de cadenas con dos agujeros humeantes en la cabeza. Le había tirado al niño. Me inmovilizaron por detrás con una toma tenaza. Y a continuación oí la voz áspera del viejo Flores que decía:

—Este no se mueve más.

De algún lado de la habitación, la risa insana de las gordas mulatas que había visto en la ruta apareció como de la nada, antecediendo la presencia de las mismas. Seguían con los ojos cocidos y grotescos, pero –yo sabía– veían mejor que nadie. ¡Que venga, que venga, que nadie lo detenga, repetían. Que corra, que corra, que nadie lo socorra. La madre de Fabián sonreía ladina, mirándome. El cuerpo inerte del niño en la cama tenía una expresión anodina. Entró sonriente el comisario del pueblo con las manos cruzadas en la espalda. Cuando pasó delante de mí me dio un terrible puñetazo en el estómago y luego me dijo al oído: “Esto es para que vayas sabiendo quién da las órdenes en este pueblo de mierda’’. Las gordas carcajeaban, la casa empezó a llenarse de gente, parecía una fiesta de campo. Todos esos rostros se asemejaban, todos me resultaban igualmente ajenos, a excepción de uno, diverso, que exhalaba la más repulsiva de las mofas: Ghirelli apareciendo por sorpresa en medio de la celebración. Me miraba con aire triunfal. En algún momento las risas cesaron, la gente le abrió paso a una mujer encapuchada, extrañamente vestida de negro que, dándome la espalda, tomó sangre de las heridas del niño y con un pincel empezó a dibujar extraños signos en la pared, semejantes a los ideogramas de un alfabeto demencial. Mojó sus labios con sangre y empezó a dejar las huellas de sus besos por doquier.

—¡Alabado sea Baphomet! —gritó abriendo los brazos.

—¡Por siempre sea alabado! —contestó la muchedumbre.

Giró sobre sí misma, pero no era necesario; yo ya había reconocido la voz de Silvia. Me estremecí. Me miró a los ojos. No parecía ser ella. El atuendo, los labios chorreados de sangre, la expresión del rostro... Desenfundó un extravagante cuchillo ceremonial y se acercó a mí. La hoja en sus manos brillaba fría e insípida.

—Te prometo que no va a dolerte, bebé —me dijo, ajena a sí misma, actuando como si sus propias palabras llegaran desde muy pero muy lejos…

 

Armando Azeglio nació en San Juan, Argentina en 1964. Es Licenciado en Administración de Empresas y master en Planificación Pública del Turismo. Se desempeña como columnista del “Nuevo Diario” de San Juan desde 2001 y ha escrito numerosos poemas y cuentos cortos, los que han sido publicados en algunas antologías como Grageas 3Todo el país en un libro y Cien páginas de amor.

 

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