martes, 28 de enero de 2025

LA ESTATUA EN LA LLANURA

 

Cristian Mitelman

 

“La memoria no es más que una manera de sentir.”

Tratado de las sensaciones.

 Condillac.

  

Los últimos tiempos fueron de un sopor sepulcral. Entiendo que este es uno de los últimos raptos de lucidez que tuve en otros tiempos. O al menos de esa lucidez que usted y yo alguna vez compartimos. Entiendo que, a medida que vaya escribiendo este informe, mis fuerzas se irán desvaneciendo. Imagine mi situación: estar solo en esta pequeña esfera terrosa (detesto la palabra “planetoide”) cuya geografía es una pampa que se duplica a sí misma sin ninguna conmiseración para el ojo. Al principio uno piensa en las taigas rusas o en las estepas bonaerenses y se resigna. Con el correr del tiempo empezamos a anhelar una sierra, una quebrada, aunque más no fuera un médano que permita anticipar la playa y el océano. Nada: la planicie se va instalando en el alma. Y esas esculturas que no sabemos a ciencia cierta cuándo fueron hechas; qué tipo de cultura pudo plasmarlas.

Me enviaron para estudiar estos raros monumentos de piedra que dan fe de la existencia de una civilización. Mis estudios de arqueología cósmica me habilitaban para el trabajo. Hasta entonces no había hecho más que trazar hipótesis sobre las culturas de los exoplanetas a partir de los datos que laboriosamente llegaban al laboratorio. Nunca me habían encomendado un trabajo de campo. A medida que los años iban corriendo empecé a sentir que mi vida sería la de esos burócratas del saber que, reclinados sobre fotogramas y holografías, no hacen más que conjeturar sobre los mundos sin salir jamás del campus universitario. Un mercachifle de monografías. 

Cuando surgió la posibilidad de acceder a esta “terra incognita” ya estaba en el umbral de la edad máxima establecida por los protocolos: suelen seleccionar a los más jóvenes por cuestiones físicas y de resistencia; el resto del cuerpo académico se queda viendo el modo en que la gloria siempre es ajena.

Más allá de que mi adultez; el Consejo Académico insistió en mis méritos y en mi capacidad de análisis. 

Ha pasado el tiempo: debería enviarles un informe que diese crédito a mi fama de observador académico. Sé que no he cumplido con lo que suele pedirse en estos casos. No he forjado más que una suma de papeles inconexos. Yo mismo, acostumbrado al rigor con el que supe desempeñarme, sentí asombro de mi indolencia. Recibí las notas exigiendo que enviara mis impresiones; leí cada una de las recomendaciones que se me hicieron; no dejé de observar el viraje en el tono de los escritos. Los últimos que me ha enviado la Secretaría de la Universidad rozan la amenaza y el escarnio. Se habla de una actitud fraudulenta de mi parte; se menciona la desidia con que he utilizado los fondos académicos en una labor que no ha servido para nada. No es que no tengan razón: admito que todas las fallas están de mi parte. La cuestión es que no aciertan con el motivo del fracaso. ¿Cómo podrían verlo si yo también estoy perdido, abrumado en un caos mental que solo me permite, cada tanto, bosquejar una misiva como esta que acaba de llegar a su pantalla?

Tal como sabíamos, en estas llanuras solo pueden verse estatuas. La primera vez que pudimos despejar las imágenes sentimos que al fin habíamos vislumbrado una civilización más o menos desarrollada. El tipo de escultura, aunque mostraba leves cambios en las proporciones, daba la sensación de que eran de un tipo clásico. Recordará usted mi conjetura: “el arte planetario, a partir de todas las imágenes recolectadas, da la sensación de haber llegado a un tipo de línea figurativa semejante a la de la Grecia Arcaica. No se notan períodos previos, con su necesaria tosquedad y sutileza en el manejo de los instrumentos; tampoco se nota una evolución a formas estilizadas clásicas ni barrocas. Esta civilización tuvo que haber llegado a un punto evolutivo en ascenso para encontrar un fin abrupto que todavía no podemos entender”.

La cantidad de bibliografía que generó la hipótesis se hizo insostenible. Estuve años dictando una cátedra sobre el Arte en el Gran Planeta del Llano, tal como se la nombraba en los claustros. A usted mismo le llamó la atención que mis libros, aunque plasmados para un público erudito, lograran llegar al público. Nunca fue mi intención ganarme el aprecio de las mayorías.

Los estudios estaban destinados a estancarse. No podíamos más que tejer telarañas conjeturales sobre las líneas artísticas que divisábamos en esta esfera desolada, tan lejos de su estrella madre que los días son atardeceres y las noches un largo descenso en las oscuridades del océano.

Recordará el beneplácito que contó mi segunda hipótesis: “el material calcáreo de las esculturas provoca un leve brillo en medio de la sombra que acosa al planeta. Quienes plasmaron estas obras debieron hallar un modo de comunicarse a la distancia por medio del brillo de las esculturas. Más que obras artísticas destinadas al recogimiento religioso, es probable que hayan tenido también una intencionalidad concreta: la idea de ser vistas a la distancia para establecer contactos entre los distintos pueblos que debieron crearlas”.

Fue así como pudimos establecer un código de brillos. Intuimos que aquellas piezas que reflejaban la escasa luz solar deberían comunicar algún mensaje importante, acaso una impresión de poderío. Daba la sensación de que las esculturas dijeran: “con nuestro brillo podemos quebrar la convexa oscuridad de los cielos”.

Mis alumnos se apresuraron a establecer tipos de brillos; mensajes crípticos a través de ellos. Uno de ellos, Johar Mukherjee, había elaborado una especie de geometría que iba de las más claras a las más oscuras, describió un alfabeto y una especie de lógica hegeliana. El texto me pareció muy bello, teniendo en cuenta que el joven que lo redactó lo hizo en plena guerra y bosquejó sus argumentos luego de ser atrapado y encarcelado. Hacía unos cuantos siglos un francés, en una infame celda creada por la escoria germánica había intuido el secreto numérico de las Églogas virgilianas; ¿por qué no darle al joven una gloria simétrica? Es una pena que, tras el regreso a casa una vez que se restauró una paz precaria con el Oriente, haya enloquecido. Fui a verlo varias veces al hospicio. Eran tardes tristes; no sé por qué las recuerdo nubladas o lluviosas. El joven repetía en modo incesante su teoría: una y otra vez yo anotaba su soliloquio buscando alguna diferencia. Dibujaba también unas curvas bellas parecidas a las de las longitudes de onda. En vano le pregunté qué quería decir con aquellos gráficos de suave cadencia. Nunca pudimos avanzar más que lo que dijo en el primer encuentro tras la gran conflagración oriental.

La última vez que salí del hospicio pensé que su teoría era plausible, aunque también podía ser un modo de defensa frente a las humillaciones que debió padecer en los tres años de encierro en aquellas prisiones comunitarias donde día tras día debía luchar por el alimento con las ratas y donde los pozos para defecar eran el anteúltimo círculo del infierno.                  

Pensé que aquel largo encierro tuvo que ser un diario combate para no caer en el delirio. Las lejanas estatuas de un pequeño planeta casi perdido lograron salvarlo, pero una vez que los prisioneros de guerra fueron intercambiados, aquel edificio mental que lo había salvado se desmoronó. Quedó en la red de sus propios pensamientos. La libertad de moverse era algo intolerable para un hombre que vivió atado más de mil noches.

Cuando me seleccionaron supe que el viaje no me correspondía a mí, sino al que estaba allí, en aquellas galerías psiquiátricas de las que sé que no va a retornar. Lo hablé con un solo amigo. Previsiblemente me dijo que era la última oportunidad que iba a tener. No era mi culpa la guerra con el Oriente; no era responsable del derrumbe mental de aquel a quien debería caberle la gloria.        

Tomé sus ideas; las analicé una y otra vez. Cotejé las imágenes: intenté descifrar algún tipo de mensaje. Noté que aquellas esculturas que tenían ciertas formas senoides emitían unos destellos de mayor amplitud. Las otras esculturas, más lineales si se quiere, emitían una luminiscencia menor. Todo aquello eran conjeturas: estaba viendo imágenes captadas por cámaras y sabíamos que lo que aparecía ante nuestros ojos eran solamente observaciones hechas por dispositivos que nunca terminaban de perfeccionarse.

“Mis ojos también son un dispositivo”, pensé, “pero perfeccionados por miles de años de evolución”.

Mi primer contacto con las estatuas tuvo ese fulgor de quien, luego de muchos años, ha encontrado el motivo de su vida. Las había visto miles de veces; en las clases que había dictado no mucho tiempo atrás había hecho notar una y mil sutilezas a los alumnos. Estar frente a ellas, tal como un helenista que por primera vez llega a una isla del Egeo, era una sensación vertiginosa.

No puede decirse que fueran bellas (al menos en el clásico sentido de la belleza terrena). Había una cierta irracionalidad en aquellas obras, como si las generaciones que las hubieran esculpido tuviesen un concepto levemente angustioso del arte. Algo indefinidamente vivo latía en aquellos ojos excesivamente separados de nuestro eje axial. Pensé de nuevo en el arte arcaico y también en la refinada crueldad de los restos etruscos.

Mi radio de acción era breve: la central adonde debía desplazarme al llegar la noche (esa inmensa franja negra que pesaba sobre los silicatos del suelo) estaba a un kilómetro del sitio donde se congregaba lo que en otra época habíamos llamado El Templo del Dodecágono. No puede decirse que las esculturas estuvieran simétricamente dispuestas, pero miradas desde lo alto parecían formar una imagen cuyos doce lados convergían en un centro que a su vez contaba con una escultura mayor.

Fui tomando nota de cada una de aquellas obras. Me permití rozar su piedra blanda como quien, por primera vez, puede acariciar a quien ama. No era prudente quitarme el guante térmico. Soporté el frío feroz entre los dedos y el peligro de una rápida gangrena. Tenía diez segundos, según los estudios que me habían conferido, para que mi piel no se quemara en aquellas corrientes gélidas. Sabía de otras expediciones que habían fracasado por los pequeños errores de la emoción, pero siempre he sido de naturaleza previsora. Cientos de veces había ensayado los movimientos para llegar a completar las acciones en el tiempo exacto. En la yema de los dedos, aquellas sales tuvieron un efecto ácido. Sentí la corrosión en la piel como una leve quemadura.

Me llamaba la atención que las piedras siempre recibieran la molestia de unas matas microscópicas que bien podían restos de algas que flotaban en aquella atmósfera salina. Cuidadosamente quitaba aquella película verdosa de los pies, de los brazos, de esos rostros de mirada ausente.   

El día que me permití el primer roce el brillo de las esculturas fue mayor.  Mientras el planeta volvía a la penumbra, vi el incremento de la luz: el modo contiguo en que cada sector del polígono irradiaba esa luz tan parecida a la de nuestros peces en fosas abisales. Esa noche soñé con el joven del hospicio. Había lógica en el sueño. Mukherjee y yo nos encontrábamos en el sitio más desolado del llano. Yo le decía que descansara tranquilo, que sus intuiciones eran correctas, que aquella ferocidad que en la guerra anterior lo había llevado a los límites de la locura no había fracturado su inteligencia. “No puedo sacarte del hospital”, murmuraba, “pero tu nombre escapará de estas paredes”.

Mi alumno no me miraba. En vano yo buscaba su rostro. Como un satélite daba vueltas alrededor de su cuerpo para darle ese derrotado consuelo, pero nunca podía verlo de frente.

Con el correr de los días intenté descifrar algún posible código. Había bosquejado índices de luminiscencia y buscaba encontrar alguna clase de regularidad. Tiene que haber patrones comunes, una especie de gramática oculta que hayan bosquejado los que hicieron en una época pretérita estas esculturas.

Todos mis esfuerzos eran estériles: no hallaba la clave oculta; los cambios de gradación eran permanentes. Intenté establecer vinculaciones entre los diferentes lados del dodecágono; busqué alguna correspondencia con las pocas estrellas que se dejan ver en ese cielo triste, que se hunde en lo más hondo del universo. Envidié la suerte de mi antiguo discípulo, que podía vivir para siempre en el mundo de las intuiciones sin tener que probar nada.

Una tarde tuve el primer destello. Estaba cansado y mi dolor de espalda por la gravedad del planetoide se había agudizado. Comprobé que los analgésicos empezaban a fallar y maldije no haber traído una dosis mayor de aquellas pastillas azules que son la antesala del descanso.

Miraba las manos de unos de aquellos seres y maldije mi suerte: todo aquel esfuerzo sería en vano. Volver a casa para decir que no tenía pruebas concluyentes; tener que explicar una y otra vez frente a las autoridades mi incapacidad para avanzar en los estudios sobre aquellas obras… Admitir mi muerte académica. Admitir la muerte en vida.

No sé por qué se me dio por nombrar a Mukherjee. Lo insulté en uno de esos sentimientos que median entre el rencor o envidia. Comprendí que él era el único que podía hallar lo que para mi inteligencia se hallaba vedado.

La mano del coloso emitió un destello que se propagó hacia las otras estatuas. En aquel momento solo pude establecer el hecho. La expresión hierática de aquellos rostros no se había transformado. Sin embargo, algo había cambiado. No había existido un solo movimiento facial, eso era evidente (tuve la precaución de extraer varias fotografías para observarlas cuando me repusiera del dolor); nada era distinto. Y todo era diferente.

Decidí otorgarme algunas jornadas de descanso. Comenzaba a hartarme de las estatuas y de aquel planeta cuya vida se había extinguido sin que las causas pudieran clarificarse.

Las estatuas habían comenzado a brillar cuando nombré a Mukherjee. Tardé dos jornadas en darme cuenta de que eso implicaba la posibilidad de la audición. Y quien puede oír, es capaz de establecer un lenguaje. ¿Acaso el incremento de aquel brillo no traducía una emoción? ¿Y la emoción no se transmitía por vibraciones lumínicas? ¿Para qué podían establecer las vibraciones sino para los otros seres del polígono? Eso podía prefigurar la vista, aunque también podía ser que las ondulaciones tuvieran un efecto táctil.

Con naturalidad supe que nunca habían existido las esculturas. Estaba frente a seres vivientes cuya existencia había desarrollado otro esquema de vida. Lo que está vivo debe de tener una fuente de energía. Entonces supe que las algas no eran una excrecencia del viento, sino el modo en que aquellos seres recibían del entorno un alimento que se filtraba a través de la roca, ¿o acaso de la piel?  

Mi mano izquierda comenzó a experimentar una leve sensación de ardor. Era aquella con la que me había animado a tocar una de aquellas criaturas. No era algo exasperante, sino aquella molestia que sentimos después de haber sufrido una quemadura leve. Ni siquiera consideré la posibilidad de los analgésicos. No era eso lo que me preocupaba, sino la palidez que fue tomando a lo largo de los días. Coincidió con una etapa de sopor en las que mis salidas al dodecágono fueron casi nulas. Recuerdo haber ido dos o tres veces, pero lo hacía siempre dentro de una sensación de sopor en la que la vigilia se desdibujaba. Llegaba hasta aquella imagen geométrica, miraba esos rostros difusos y no podía pensar con claridad. Quiero decir que aquellas categorías mentales que había utilizado hasta entonces en mis análisis se iban evaporando y empezaba a pensar cosas absurdas. Pensaba, por ejemplo, en Mukherjee. Pero ya no era mi alumno; ya no era un discípulo brillante al que la desgracia lo había conducido al neuropsiquiátrico. Todo aquello correspondía a un pasado que ya no tenía sentido o que se evaporaba como aquellas aguas de un pantano cuando reciben el sol del mediodía. Todo fue parte de un mismo proceso: primero mi mano izquierda, luego el antebrazo; una tarde vi mi hombro e incluso el primer espacio intercostal.

Los espacios de conciencia tal como los había experimentado también se volvían cada vez más fugaces. Supe que tendría muy pocos momentos para bosquejar algo en mis viejas categorías. Me iba sintiendo una de las criaturas. Las iba entendiendo; iba hundiéndome en su visión. Ellas también esperaban algo; ellas también, bajo aquel cielo más parecido a una piedra negra que a un cielo aguardaban la imagen del ser que las comprendiera y que, vaya a saber cómo, vaya a saber de qué pecados que sólo ellas podían comprender cabalmente, habría de salvarlas.

Es por eso que fui distanciando mis informes. Estuve a la espera de un último momento de saber humano. Este es el momento. Las criaturas están exaltadas; algo me dicen desde la distancia. Una de ellas, la que está en el centro, parece dirigir una especie de canto. Desconozco el hebreo, aunque me recuerda vagamente a un llamado que oía en mi infancia, cuando vivía cerca de una de las sinagogas del Barrio Viejo.

Mi espalda y mi pecho se están decolorando. Voy a escribir las últimas frases e iré hasta ellas. Habré de desnudarme para recibir esas algas que, entiendo, serán desde ahora mi alimento. Voy a ver su rostro, el que me ha sido esquivo hasta ahora.

Miro el último mensaje que me llega de mi viejo planeta. Me dicen que Mukherjee ha muerto en una de las salas del hospital. Lo pienso en esas galerías oscuras, buscado un mundo al que sólo él podía acceder. Recuerdo que sus ojos observaban la sombra y entraban en la sombra.

Ya voy saliendo. Me cuesta caminar; apenas tengo fuerzas. Sé que voy a llegar hasta ellas. Ahora sé cuál es el rostro de la criatura que está en el centro. Y que otra vez seremos doce los apóstoles.            

2 comentarios:

  1. La prosa se desenvuelve lenta, morosamente, como un anciano abre el paquete de un regalo. Con sabia pluma, el autor logra casi desde el principio un clima premonitorio: percibimos que algo espera pacientemente, algo que trascenderá las respuestas que desvelan al personaje principal. Como una llovizna desganada, los recuerdos llegan a quien relata al mismo tiempo que a nosotros. Mitelman nos introduce con suavidad dentro de una bruma que cada vez se cierra más alrededor de nuestra mente. Terminando el largo viaje psicológico que es la historia, la delicada luminosidad de una inefable especie nos salva de las tinieblas y nos guía hacia un estático edén.
    ¿Será así el agonizar? ¿El trascender?
    No es fácil describir si la obra que hemos leído es un relato de ciencia ficción, un poema en prosa o una parábola de la vida. Soy de la opinión que el relato es todo eso a la vez.
    Relato de ciencia ficción en tanto nos sitúa en un tiempo en el que una especie inteligente ⸻no recuerdo que el texto aclare a cuál pertenece el protagonista⸻ ha trascendido los límites de su planeta y se proyecta a otros mundo, y a otros seres.
    Poema en prosa pues poético es el lenguaje y la atmósfera, sin lugar a ninguna duda.
    Parábola de la vida porque al terminar de leer esta creación de Mitelman nos daremos cuenta muchos, sobre todo los que vivimos más de medio siglo, que ella es una metáfora de nuestro propio derrotero. Es que como le ocurre al arqueólogo cósmico, nos pasamos gran parte de la estadía en este plano de la realidad buscando algo que no sabemos bien qué es. Seguimos tozudamente pistas que nos conducen, una y otra vez, a callejones sin salida. Hasta que un día, luego de lavarnos la cara en el lavabo, alzamos la cabeza y nos vemos reflejados en el espejo del baño. Entonces nos reconocemos profundamente en esos ojos que nos miran, y entendemos. ¡Éramos el objeto de nuestra búsqueda! La doceava estatua.

    Hernán Bortondello

    ResponderEliminar
  2. Este comentario pertenece a Hernán Bortondello, pero por alguna razón no logra publicarlo aquí. Lo hago yo.

    La prosa se desenvuelve lenta, morosamente, como un anciano abre el paquete de un regalo. Con sabia pluma, el autor logra casi desde el principio un clima premonitorio: percibimos que algo espera pacientemente, algo que trascenderá las respuestas que desvelan al personaje principal. Como una llovizna desganada, los recuerdos llegan a quien relata al mismo tiempo que a nosotros. Mitelman nos introduce con suavidad dentro de una bruma que cada vez se cierra más alrededor de nuestra mente. Terminando el largo viaje psicológico que es la historia, la delicada luminosidad de una inefable especie nos salva de las tinieblas y nos guía hacia un estático edén.
    ¿Será así el agonizar? ¿El trascender?
    No es fácil describir si la obra que hemos leído es un relato de ciencia ficción, un poema en prosa o una parábola de la vida. Soy de la opinión que el relato es todo eso a la vez.
    Relato de ciencia ficción en tanto nos sitúa en un tiempo en el que una especie inteligente ⸻no recuerdo que el texto aclare a cuál pertenece el protagonista⸻ ha trascendido los límites de su planeta y se proyecta a otros mundo, y a otros seres.
    Poema en prosa pues poético es el lenguaje y la atmósfera, sin lugar a ninguna duda.
    Parábola de la vida porque al terminar de leer esta creación de Mitelman nos daremos cuenta muchos, sobre todo los que vivimos más de medio siglo, que ella es una metáfora de nuestro propio derrotero. Es que como le ocurre al arqueólogo cósmico, nos pasamos gran parte de la estadía en este plano de la realidad buscando algo que no sabemos bien qué es. Seguimos tozudamente pistas que nos conducen, una y otra vez, a callejones sin salida. Hasta que un día, luego de lavarnos la cara en el lavabo, alzamos la cabeza y nos vemos reflejados en el espejo del baño. Entonces nos reconocemos profundamente en esos ojos que nos miran, y entendemos. ¡Éramos el objeto de nuestra búsqueda! La doceava estatua.

    ResponderEliminar

EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña   La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus r...