viernes, 28 de noviembre de 2025

EL PASO DEL CANGREJO

Cristian Mitelman

Cuando llegué a El Ciprés, ya tenía algunas referencias de lo que encontraría. La señora Bellanguer me había traído algunos informes sueltos que no pasaban de ser declaraciones de las maestras que trabajaban en la Escuela Normal 518. La escuela estaba dentro de una propiedad que pertenecía a la familia Igarzábal, hecho este que motivaba una serie de inconvenientes permanentes, puesto que los títulos de propiedad presentados por aquella familia daban cuenta de que, efectivamente, el pequeño edificio escolar (cuatro aulas, un pequeño patio donde el mástil de la bandera congregaba a los niños todas las mañanas) había sido levantado en una de sus parcelas, aunque otros títulos indicaban que aquellas tierras, situadas a menos de quinientos metros de las vías del tren, habían pertenecido a los ferrocarriles británicos y que luego, con la nacionalización de los trenes, habían pasado a formar parte del patrimonio del Estado. No es motivo de mi informe entrar en un laberinto jurídico del que no formo parte y sobre el que no tengo herramientas legales para dilucidar.

Lo cierto es que las tres docentes de la Escuela 518 alertaban sobre algunos cambios de conductas en los niños más pequeños. Para ser más precisos, hay que decir que las tres mujeres constituyen todo el equipo educativo del pueblo, ya que el establecimiento es solo para educación primaria. Técnicamente dictan clases de primer grado a séptimo, pero la mayoría de los educandos llegan hasta el tercer o cuarto grado y luego se incorporan en los trabajos de campo que hacen de El Ciprés un típico pueblo rural de esas vastas estepas que se extienden desde Buenos Aires hasta el Río Negro.

Trabajo en el Ministerio de Educación desde hace más de veinticinco años; espero jubilarme en breve y que este trabajo no me reporte mayores inconvenientes.

La señora Bellanguer exigió mi presencia en su despacho. Detrás de su escritorio de caoba, bendecida por el cuadro donde un Sarmiento ya anciano toca con la mano diestra las páginas de un silabario, determinó que mi presencia en la zona era impostergable. Luego me entregó los papeles para que leyera en mi despacho y acordó mi viaje para un plazo no superior a los dos días.

En los informes, las maestras explicaban una serie de anormalidades en las conductas de los niños que puedo resumir del siguiente modo:

       -Falta de atención permanente, pero no por agentes distractores (ya que prácticamente no los hay). Los alumnos caen en una especie de ensimismamiento del cual es muy difícil sacarlos.

       -Leve cuadro alucinatorio en los más pequeños. La sensación es que hablan como si estuvieran en sueños o como si la frontera entre la vigilia y lo onírico se hubiese desdibujado.

       -Vuelta al trabajo con displacer o apatía. Olvido de las formas de las letras y de las operaciones matemáticas básicas.

       -Dibujos extraños por parte de los más pequeños. (Luego del informe, las educadoras habían consignado unas quince carillas de los cuadernos de los alumnos. En los más pequeños se veía que los trazos irregulares intentaban dar con la compleja forma de patas y pinzas; sólo un niño de cuarto grado había trazado algo que oscilaba entre una metamorfosis de araña con un coleóptero que bien podía ser o un escarabajo o un gorgojo.)      

       -En algunos casos, no en todos, se manifiestan leves manchas rojizas en las manos y en los brazos. Solamente en una niña las manchas llegaron a la frente. Momentos de intensa picazón que sólo cede con alguna crema humectante que las maestras encargaron al boticario del pueblo.

       -Extraña manera de caminar en los más chicos, como si quisieran ir simultáneamente a dos lugares y esto les generara una oscilación permanente.

 

El viaje a El Ciprés fue tranquilo, aunque no exento de incomodidades. El micro salía de Retiro, pero la compañía era pequeña y tenía unos armatostes viejos cuya última limpieza pertenecía a épocas pretéritas. Y además, no llegaba exactamente al pueblo, sino que dejaba al viajero a un costado de la ruta. Cuando me bajé de aquella catramina que dejaba filtrar el olor del caño de escape, sentí alivio. El aire fresco del campo tuvo un efecto reparador. A lo lejos se veían los silos y un enorme tanque australiano. Los pájaros oscuros volaban cerca de las plantaciones y al internarme en el camino de tierra que me habían señalado vi dos gaviotas agonizantes. Aunque en tierra, movían tímidamente las alas en un vano intento de levantar vuelo. Había algo feroz y triste en los ojos. No sé por qué, pero en los pájaros la muerte es más obscena. Los ojos de los mamíferos tienden a ensombrecerse, a perder el brillo de la existencia. Los pájaros, en cambio, manifiestan una especie de pelea alucinada contra la muerte.

El camino resultó más largo de lo esperado. Según lo que me había manifestado el chofer, desembocaría en la plaza central. Tenía razón, pero no imaginé que iba a estar casi una hora yendo con mi única maleta a través de esa maldita soledad pampeana en la que no dejamos de preguntarnos si no nos habremos perdido. En mi fuero íntimo no dejé de putear a la señorita Bellanguer. A esa hora yo solía cruzarme al bar de la calle Viamonte para tomar un cortado con tres medialunas y leer La Nación. En medio de la nada, acosado por los malos presagios de las gaviotas en agonía y bajo un cielo tan azul que tenía algo de falso, me sentía demasiado vulnerable. “Si me pasa algo acá nadie se enteraría: es el lugar perfecto para un crimen. Es el lugar perfecto para morir sin ayuda. Es el lugar perfecto para que lo que es deje de ser.”

Por fin me crucé con dos peones de estancia. Uno de ellos le marcó al otro una franja de tierra cruzada por unos pequeños orificios.

–Anoche llegaron hasta La Zoila; hoy ya pasaron el umbral.

Levanté la mano en señal de saludo; aproveché para preguntarles si iba bien encaminado al pueblo. Me dijeron que sí, que siguiera nomás la senda. Y luego volvieron a concentrarse en las escoriaciones del terreno.

Por fin desemboqué en una calle y más allá, como en casi todos los pueblos del país, la estatua del General San Martín. Las paredes blancas de la iglesia, que recibían de pleno el sol de la mañana, contrastaban con la oscuridad que emanaba del atrio. Aunque no soy creyente, tengo la costumbre de entrar en las iglesias de los pueblos cuando estoy de visita. Es una forma de entrar en la historia del lugar: las placas de bronces aportan esos mínimos datos que nos permiten reconstruir, aunque sea de modo fragmentario, las esquirlas del pasado. Aunque el pueblo se había fundado en 1872 según el modelo trazado por Sarmiento, los primeros colonos italianos habías llegado después de 1880. Rápidamente la economía del trigo había llevado el ferrocarril hasta la entrada de El Ciprés. Pero esos eran otros tiempos: ahora la estación estaba abandonada y los yuyos crecían entre los durmientes.

Me hospedé en el hotel Dante, una vieja casona de estilo académico con zaguán y antepatio. Me tocó una habitación cuya ventana principal estaba enmarcada por una de esas glicinias azules que en la capital ya han desaparecido.

El conserje, que en realidad era el dueño de la casa, me recibió como quien estuviera aguardándome. Seguramente desde Capital le habrían anunciado de mi llegada porque me preguntó si era por el asunto de la escuela. Cuando le dije que efectivamente esa era el motivo, su expresión se ensombreció. 

—No sólo los chicos están alborotados en este pueblo —dijo, y luego me entregó la llave de la habitación—. Debería hablar usted con el viejo Giuliotti. Yo creo que el hombre va a enloquecer.

Le pregunté quién era ese tal Giuliotti. No me respondió de un modo directo, tal como suele suceder en los pueblos cuando se intenta ocultar algo. Simplemente me dio la referencia sobre dónde podría hallarlo.      

Al otro día, tal como habíamos convenido, me apersoné en la Escuela Normal 518. Para ellos debí internarme en una plantación con una pequeña senda que desembocaba en el edificio escolar.

Fui recibido entonces por la directora, la señorita Hortensia Gutiérrez, una robusta señora a la que le faltaban dos o tres años para jubilarse. Debo admitir que la mujer, al estar frente a un funcionario del Ministerio, sentía esas aprehensiones que dificultan la comunicación. En vano intenté decirle que estaba allí para ayudar (o al menos para no dañar, porque seguramente mi misión sería estéril). No lo logré: su respiración agitada traducía esa sensación de estar rindiendo una especie de examen. Dos o tres veces intentó manifestar que la situación no era tan grave y que la carta había llegado por la tenaz persistencia de una de las maestras, una muchacha joven investida con el santo fervor de la docencia. La cita, más allá de su barroquismo, es literal. Así lo dijo y así pretendo transmitirlo.

Por más que no había visto nada, estaba a punto de darle la razón. La situación cambió cuando me condujo al aula de tercer grado. Sólo siete niños ocupaban los bancos. Y había algo inusual en esos cuerpos, como si se encontraran habitando otro tipo de realidad que escapaba a nuestra percepción. La maestra intentaba explicar las sumas apelando a los palotes y traduciendo las rayas en numeración arábiga.

“No puede ser que estén tan atrasados”, pensé. “Ya deberían estar haciendo divisiones con comas o manejando las primeras fracciones.”

Le sugerí entonces a la señorita Gutiérrez que fuéramos a primer grado. Me di cuenta de que ella me había llevado al lugar que consideraba más adecuado.

Sentimos el ruido cercano de un avión: a esa hora fumigaban los campos. En el aire se veían las tenues gotas que caían sobre las plantaciones y el edificio escolar.

Puedo decir que los chicos del primer grado estaban divididos en dos categorías: un poco más de la mitad del curso se hallaba en un estado de adormecimiento febril. Por más que la señorita Carolina intentaba despertarlos, sus ojos volvían a cerrarse o cabeceaban pesadamente. Los otros parecían presos de un furor maniático: se sentían los ruidos de lápices y crayones rasgar las hojas una y otra vez. La maestra miraba aquellos delirios con la expresión resignada de quien sabe que va a encontrarse con lo mismo. Había algo de difusa fealdad en aquellas líneas que formaban algo así como patas, o vulvas o caparazones.

Me acerqué a uno de los chicos y al sentarme en uno de los pupitres le dije que ese dibujo era muy lindo. Se quedó observándome sin decir nada y luego retomó el movimiento frenético del lápiz. Estaba trabajando en una nueva hoja.

—¿Qué es? —le dije.             

Sentí su silencio enconado. Y quizá tuviera razón: yo no era más que un extraño que intentaba entrar en ciertas galerías que probablemente ellos quisieran conservar ocultas.

La maestra se acercó y le tocó el flequillo.

—Matías, no seas maleducado. El señor te está hablando: le gusta mucho tu dibujito. A mí también me gusta. Contale eso que me dijiste el otro día.

—Yo no dije nada —respondió el chico.

Me llamó la atención esa idea de silencio deliberado en una criatura.

—Pero cómo. ¿No te acordás? Me hablaste de los animalitos que vos y tus amigos ven.

—Yo no dije que mis amigos los vieran.

—Me pareció haberte oído eso —respondió la señorita Carolina—, pero no importa. Quiere decir que vos los estás viendo.

El chico levantó los hombros para mostrar indiferencia o que en verdad no quería hablar del asunto, y menos frente a un extraño.

Propuse llevarme algunas hojas. La Directora las juntó y me las alcanzó después de pasar por las tres filas. Ninguno de los chicos tuvo un gesto de mínimas resistencia cuando les quitaron sus papeles: daba la impresión de que al empezar un nuevo dibujo emprendían una especie de tarea desde un inicio absoluto, como si todo lo anterior nunca hubiera existido.   

Volví al hotel y me quedé frente a aquellos papeles que encerraban uno de esos mensajes forjados en un código que nos resulta por completo inabordable. Antes del atardecer decidí ir a la dirección que me había facilitado el conserje cuando me hospedé en el Dante.  

La casa estaba un poco lejos del hotel. Tuve que caminar hacia el sur y cruzar la Ruta 3. Había que estar atento porque los camiones de carga que iban al puerto de Bahía Blanca pasaban a una velocidad vertiginosa. Cuando vi que las luces de otro tráiler que se aproximaba estaba lo suficientemente lejos, me animé a cruzar casi corriendo. Una vez que estuve en la banquina, respiré aliviado y sentí no muy lejos el ruido furibundo del motor.

Luego me interné por un bosquecito cuya única senda, tal como me había advertido el conserje, daba a una alambrada inmensa con tres tranqueras. Yo debía tomar la de la izquierda, que era la que llevaba al casco de la vieja casona de los Giuliotti.

Al llegar al caserón, constaté que el timbre no andaba. Debí tocar tres veces la aldaba cuyo bronce oscurecido indicaba la falta de cuidado de los moradores.

Luego de unos pasos dubitativos, la puerta fue abierta por un anciano que estaba al tanto de que iba a ir a visitarlo. Me presenté; apreté su mano débil y me hizo pasar. La sala grande estaba iluminada por unos velones que no llegaban a alumbrar las paredes. Apenas pude distinguir los destellos de oscuras pinturas en las que advertí retratos de antepasados e imágenes pretéritas del pueblo.    

—Usted viene por lo de la escuela. Mi hija enseñó ahí hasta hace poco: ahora está de licencia. —Y luego, al acercarse a una puerta, bajó la voz—. Yo sé que ella no volverá a pisar un aula.

Le pregunté qué le había ocurrido. El anciano abrió la entrada de uno de los dormitorios. Un fuerte aroma alcanforado salió de aquella habitación.

—Usted es del Ministerio. Vea entonces. 

A pesar de la penumbra logré ver el rostro de la joven que dormía tapada con mantas de hilo. Estaba todo cruzado de unas líneas rojizas que, aunque no supuraban, daban la sensación de ser escoriaciones en la piel. Al desviar un segundo la vista noté el modo en que la glotis del anciano subía y bajaba como quien está en un brote de angustia.   

A pesar de las heridas (no sé cómo calificar aquellos estigmas en la piel) comprendí que la joven había sido hermosa. El brazo derecho pendía fuera de las sábanas. También estaba carcomido por la enfermedad.

El anciano tocó el picaporte. Ese gesto me alcanzó para ver que debía salir definitivamente de la intimidad que me había franqueado.

—Su hija está afectada por un problema en la dermis. Tal vez en la capital puedan tratarla.

—Ya hemos ido a la ciudad. No sirvió de nada. La señora Jacinta nos da unas hierbas de su terreno. Es lo único que la alivia un poco: al menos los dolores ceden un poco. Hay días que eso la carcome.

—Las otras maestras no me han manifestado problemas de ese tipo.

—Cada cuerpo es único. Cada mente es única. Se diría que se depositan en las vidas más sensibles. Acompáñeme: ya le he dado los calmantes a mi hija. Va a dormir unas cuantas horas: hoy le subí la dosis. Venimos de varios días difíciles.

Salimos hacia el patio de atrás y luego cruzamos un campo de labranza. Sobre nosotros, la luna había adquirido ese color cobrizo que la hace extrañamente cercana.

El viejo iba mirando el suelo, hasta que descubrió lo que buscaba.

—Mi hija comenzó a soñarlos antes de que yo viera al primero —dijo.

Señaló unos pequeños agujeros en la tierra; luego vi que la planicie se iba cubriendo de aquellas pequeñas cavidades que me hicieron recordar a los cangrejales de San Clemente. En algunos lugares el terreno se hundía y los huecos perforaban la tierra.

—Ella comenzó a ver lo mismo que los chicos. Creo que fue un poco antes; sólo que su cuerpo desarrolló la enfermedad.      

El anciano tomó una rama caída, la hundió en la tierra lodosa y al extraerla estaba colmada de pequeños cangrejos. Eran ínfimos, aunque bien podían ser chinches o esas garrapatas que nunca terminan de extinguirse. Me llamó la atención el tinte rosáceo y las pinzas que, más allá de la pequeñez, dejaban insinuar formas aserradas.

—¿Atacan las plantaciones?

—Eso hubiera sido lo lógico —dijo el anciano—, pero no tocan los cultivos. Se van expandiendo a través de la tierra, a través de los sueños, a través del cuerpo de mi hija… Y de algunos otros vecinos que ya empiezan a tener las manchas, pero apenas en el inicio… Mañana a la mañana, muy temprano, usted sentirá las causas.

Le pregunté al anciano dónde deberíamos encontrarnos; me respondió que no hacía falta que me moviera del hotel, que me quedara junto a la ventana a las seis y media de la mañana, que la respuesta no tardaría en llegar. Lo acompañé nuevamente a la casa y me entregó unos papeles de su hija.

—Yo no soy hombre de lecturas —dijo—. Mi hija fue promedio de honor en el colegio y en el terciario. Usted tal vez comprenda esto y pueda hacer algo.

Cuando regresé al hotel, comencé a revisar aquellas páginas. Había un párrafo que ella había transcripto de otra fuente. Había subrayado algunas palabras que tal vez considerase esenciales:

 

“Quizá se deba considerar como narcisista a las células de las formaciones malignas que destruyen al organismo…

Los instintos del yo proceden de la vivificación de la materia inanimada y quieren de nuevo establecer el estado inanimado.”      

      

En la siguiente página la joven reseñaba, de un modo desprolijo, su parecer sobre el texto que había copiado:

 

Empiezan vagamente en los sueños. Se van repitiendo. Es una discordancia en el sueño que vuelve una y otra vez. David empezó a hablar de ese animalito que se le aparecía cada vez que soñaba. Le pedí que lo dibujara; lo hizo de un modo impreciso. Pero a lo largo de los días noté en su cuaderno el modo en que iba mejorando el trazo respecto de lo que me quería mostrar. Lo mismo sucedió con Daniela; lo mismo sucedió con Clarisa… El sueño se repite como una célula tumoral y ellos repiten el sueño en la vigilia. Poco a poco se cayendo en esa obsesión que ya no los deja en paz. Pero los cuerpos infantiles todavía no dan cuenta de ese proceso. Lo mismo sucede con lo más viejos. En cambio, los cuerpos juveniles empiezan a mostrar signos de que la repetición se va incorporando en el organismo. Yo misma empiezo a ser carcomida…  Y esas viejas inútiles no van a decir nada… No veo la hora de que se jubilen y que se vayan a los campos de los maridos…  

 

A las seis y media en punto sentí el ruido de los biplanos. Fueron trazando una línea blanca en el cielo y rumbearon hacia los campos de los Igarzábal dejando una estela blanca que desde lejos parecía nieve suspendida. Nada más. Ningún estallido, ninguna alarma; sólo ese trazo con el que los fumigadores parecían querer subrayar el horizonte. Pensé –lo pensé sinceramente– que aquella gente exageraba, que la mezcla de supersticiones rurales y un invierno particularmente duro había hecho estragos en la cordura de más de uno.

Me senté al borde de la cama con los papeles de la maestra Giuliotti sobre mis rodillas. Las palabras subrayadas –materia inanimada, instintos del yo, destrucción del organismo– parecían ahora notas de un examen ajeno, sin misterio posible. Me sentí casi avergonzado de haber permitido que algo de esa fantasía se filtrara en mis pensamientos.

Entonces lo escuché.

Primero fue un golpecito seco contra la madera del zócalo. Después otro, un poco más a la derecha. Me incliné, intentando descifrar de dónde provenía ese sonido, hasta que vi moverse la sombra. Era mínima, casi imperceptible, pero se desplazaba con esa indecisión oscilante que yo ya había visto en los chicos de primer grado.

Me arrodillé con cierta torpeza y alcancé a ver el agujerito: no mayor que la circunferencia de un lápiz. Junto a él, la pintura de la pared parecía hinchada, como si estuviera a punto de descascararse. Apoyé la mano en el piso para incorporarme… y sentí el pinchazo. No un dolor, sino un rasguño múltiple, diminuto, insistente. Retiré la palma: estaba sonrosada, cubierta por pequeñas líneas que parecían venas recién dibujadas bajo la piel. Me quedé mirándolas, incrédulo, mientras un escalofrío lento y helado me subía por el antebrazo.

Me levanté de golpe. Abrí la ventana para que entrara aire fresco. El olor de las glicinias me alcanzó, pero esta vez venía acompañado de otro aroma, un tufo lodoso, salobre, como de marisma.

Entonces escuché algo más.

El conserje maldiciendo, sí, pero no a las chinches del jardín. Gritaba mi nombre. Su voz sonaba extraña, entrecortada, como si hablara mientras intentaba sacudirse algo de encima.

Me asomé. Y lo vi.

El jardín estaba plagado. No de insectos, sino de esos minúsculos cangrejos rosados, avanzando todos en esa diagonal imposible que jamás termina de decidir hacia dónde va. Salían del suelo, de entre los ladrillos, de las junturas de la fuente seca. Un manto vivo, fluctuante, avanzaba hacia la casa como una marea silenciosa.

Cuando bajé la vista, observé mis manos. Ya no eran sólo las líneas rojizas: bajo la piel algo se movía, algo que no dolía pero que insistía, repetitivo, paciente, como un pensamiento que busca abrirse paso.

Entonces lo comprendí. No eran los niños. No eran los campos. No era la escuela.

Era el sueño.

El sueño que se replica, una célula más en un organismo que desconoce límites. Un sueño que busca un huésped más… o, mejor dicho, un transmisor.

Cerré la ventana con suavidad. Y los golpecitos empezaron a sonar desde debajo de la cama.

Me senté a escribir embargado por una extraña calma, casi agradecido de que la historia –por fin– se estuviera dejando contar.

Pensé en el informe que debía redactar y en el “santo fervor” que no siento, que nunca he sentido y que con seguridad nunca sentiré. Mañana voy a regresar al ministerio y le diré a la señora Bellanguer que no sucede nada extraño; a lo sumo pienso sugerir que la escuela sea removida de aquellos campos para que los niños, en un entorno más urbano, tengan mayores estímulos intelectuales. La señora Bellanguer, con su digna expresión de funcionaria, seguramente ha de aprobar mi idea, que será copiada en un expediente y transmitida a otra repartición ministerial.

Soy hombre de hábitos repetitivos, como los cangrejos. El martes, a más tardar, espero tomar mi café con leche con tres medialunas en el bar que está enfrente del Ministerio y hojear La Nación con la tranquila parsimonia que todos me reconocen. 

Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.  

 

 

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