martes, 18 de junio de 2024

TORMENTA DEL OESTE

Laura Scheepers

 

El viento viene del oeste. Ella está sentada frente a la casa, la casa que también debería ser suya, pero a la que no siente así. Hambrienta, levanta la nariz al aire y respira profundamente. Huele algo verde, algo salado, algo que conoce muy bien, aunque no sabe de dónde.

Ella había pataleado y luchado mientras él la arrastraba hacia la playa. El miedo le daba fuerza extra, pero en esa forma no era fuerte. Él la sujetaba por el largo cabello y las muñecas en la otra mano. Continuó arrastrándola a través de las dunas, hasta que solo pudo oír las olas. La enrolló en una red y la arrojó en la parte trasera de un carro cubierto. Ella luchó contra las cuerdas que la rodeaban hasta que sintió un dolor agudo en la cadera, y luego nada más.

Cuando despertó, estaba en esta casita, lejos del mar. No podía escuchar el oleaje, no podía oler el agua salada. Se sentía extraña y abandonada, le faltaba algo. Poco a poco se dio cuenta: no tenía recuerdos. Era una mujer adulta, pero no sabía cómo había llegado allí, por qué estaba allí y con quién. Tenía una gran cicatriz en la cadera. El hombre con el que vivía decía que era su esposa, desde hacía años. Tenía que hacer lo que él decía: mantener su casa limpia, cocinar y estar siempre a su disposición. También en la cama. Lo detestaba, no podía imaginar que había elegido a ese hombre, que había compartido su cama voluntariamente, pero no podía hacer otra cosa. Siempre que él le daba una orden directa, ella hacía lo que él decía. Si quería protestar o negarse, todo se volvía negro por un momento y luego hacía lo que él quería. No tenían hijos, eso era algo que él no podía ordenarle, aunque lo intentaba.

El viento arrecia, ella se levanta y huele, saborea. ¡El mar! ¡Huele el mar! Y el mar huele a hogar, como esta casa nunca lo ha hecho. Extiende los brazos.

—¡Sopla, viento del oeste! ¡Llévame a casa! —Exclama cuando la tormenta empieza a ganar fuerza.

Es tarde cuando el hombre llega a casa. Parece preocupado. Cuando ve que ella está afuera y no ha cocinado, se enoja. Cuando están sentados a la mesa, él dice:

—Parece que se avecina una tormenta del oeste. ¡Tienes que hacer exactamente lo que digo! Si los diques se rompen, esto será muy peligroso. —Ella asiente. Siempre hace lo que él ordena, no puede hacer otra cosa. ¿Por qué hoy tendría que ser diferente? Sin embargo, se siente distinta, el olor del mar le ha dado valor.

—Sopla, viento del oeste, y llévame a casa —susurra suavemente mientras lava los platos.

Después de cenar, el vecino viene a buscar al hombre, deben unirse para reforzar el dique. No quiere ir, pero el vecino no se deja convencer; todos deben ayudar. Ella está de nuevo frente a la casa, disfrutando del viento. Saborea el olor salado en el viento.

—¡Sopla, viento del oeste! ¡Ruge, tormenta del oeste! ¡Ven a buscarme, llévame a casa! —El viento empieza a girar a su alrededor y se hace cada vez más fuerte. Ella ríe y llora a la vez.

El hombre llega tarde a casa, preocupado y malhumorado. Se enfurece cuando ve que ella está nuevamente afuera y la obliga a entrar de inmediato. Mientras él cae exhausto en la cama, ella permanece despierta, oyendo el aullido del viento. En medio de la noche, escucha un estruendo como nunca antes había oído. El hombre se despierta sobresaltado.

—¡Los diques se han roto, viene el agua viene! ¡Al desván, rápido! —Sube la escalera silenciosamente. Abajo, en la sala, ya hay agua. Agua que huele maravillosamente a sal, algas y hogar. Quiere ir allí, pero no puede. Antes de subir, el hombre saca de debajo de su colchón un extraño pedazo de cuero, que ata a su muñeca.

Han estado horas en el desván, cuando el agua llega al hueco de la escalera. Ella se acerca, pero el hombre le ordena subir al techo. No quiere, quiere ir al agua, pero aún no puede negarse. Sube al techo antes que él, y él la empuja bruscamente hacia arriba. Ella se sienta en el techo y mira el agua que sube. Cada vez más alto, cada vez más cerca. La llama y la atrae. ¡El agua salada es su hogar, no la casa sobre la que está! Se pone de pie, corre hacia la punta del techo.

—¡No! —grita él. En el momento en que va a saltar, siente sus brazos alrededor de ella. Intenta detenerla. Ella lucha, pero él sigue siendo más fuerte. Sin embargo, se acercan más. Ella se rinde, deja que su cuerpo se vuelva inerte en sus brazos y lo abraza. Y entonces se deja llevar. La sorpresa es demasiada y él no puede mantener el equilibrio, juntos caen en el agua tumultuosa. Se hunden, cada vez más profundamente. El hombre lucha, quiere subir, quiere salir del agua, pero ahora ella es más fuerte. Aquí está en su elemento. Su cuerpo comienza a cambiar. Su ritmo cardíaco se vuelve más lento, su piel se convierte en pelaje, sus piernas se funden y sus pies se vuelven planos, sin dedos. También sus manos cambian, casi no puede sostener al hombre. Siente un dolor punzante en su cadera, donde está la cicatriz y entonces lo sabe: ¡el cuero en su muñeca es su pelaje! ¡Así es como él ha podido dominarla! Sus manos ya no son manos, sino aletas, esa parte de ella nunca la recuperará. Pero el hombre tampoco la tendrá. Ella observa mientras él lentamente se hunde hasta el fondo, su piel se vuelve azul y deja de luchar. Luego, ella nada, lejos de esta tierra inundada, de regreso al mar, donde pertenece.


Laura Scheepers nació en 1979. Escribe desde la guardería. En el colegio sacaba buenas notas. En los últimos años, estar crónicamente enferma le ha dado al menos una cosa: tiempo para escribir. En 2019, comenzó a escribir de nuevo después de un bloqueo que le duró varios años, y desde entonces una serie de historias se han publicado en diversas colecciones. Le gusta escribir ficción histórica, ficción futurista, fantasía y ha incursionado en el slipstream, pero está dispuesta a probar casi cualquier cosa. También es jurado y editora de EdgeZero. Además de escribir, le encanta leer, jugar y hacer manualidades con todos los materiales posibles e imposibles. También le gusta mucho el café, el queso y la música. 

 

EL BAÑO

Gabriela Vilardo

 

Regresé a ese bar una docena de veces, y cada vez que lo hacía había un detalle que demostraba que no era el mismo bar, que no pertenecía al mismo universo. No estoy hablando de que cambiaba la decoración, el color de las sillas o las marcas de las bebidas que se exhibían en un escaparate. Era un cambio más profundo, drástico, y al mismo tiempo elemental.

Con el primer regreso me acomodé en una mesa junto a la ventana. Saqué mi grabador de periodista y un anotador. Tenía que escribir el editorial de la semana. Pedí un café y no tuve otra opción que permanecer mirando mis hojas blancas sin levantar la cabeza. La conversación de los de la mesa de al lado hizo que tocara las migas que habían quedado del cliente anterior sin asco, noticia sobre la quería trabajar. El programa de televisión empezaba a mostrar las del día que daban coherencia a la conversación que yo estaba escuchando.

—Necesitamos más hombres. Los negros no tienen nada que perder. Ya están en el ejército. Los voluntarios van a recibir un pago de cuatro pesos y a los gauchos que no obtienen salarios se les permitirá robar.

—No es el caso de Francisco Carril que recibió cien pesos por estar en el Ejército Restaurador.

—Gente importante, amigo. Las diferencias siempre están. Ahora hay que esperar el resultado de la nueva leva y si da incompleta ofreceremos otros beneficios: tierras, títulos, y grandes cantidades de ganado bovino. ¿Qué joven podría negarse a semejante recompensa?

Levanté la cabeza y me estaban mirando. Disimuladamente me acerqué a la ventana y escuché un grito. ¡Viva la santa Federación! Confundido caminé hacia al baño. El teléfono negro a discado estaba sobre el mostrador. Escuché cómo se alejaba el ruido de la caja registradora. Mi celular no estaba funcionando y yo estaba entrando en una crisis de claustrofobia, encerrada sin necesidades fisiológicas.

Tomé coraje y volví a la mesa. El mozo se acercó y con temor le pregunté si tenían un tostado para consumir. Respuesta positiva, Los hombres que hacían planes ya no estaban en su mesa. Alivio, pensé. Tal vez debería consultar a mi psiquiatra por estos episodios. Sobre la mesa del bar, aparte de mi café y mi vaso de agua con soda. Sonreí. Ya estaba donde tenía que estar, año 2024. Hasta que reconocí una de las voces y me volteé. Los hombres estaban en otra mesa.

—El presidente se fue y esta comisión ya no alcanza. Algunos de los nuestros ya se contagiaron y murieron. Necesitamos voluntarios para desalojar los conventillos.

Otra vez la mirada de esos hombres se posaron sobre mi persona. A través de la vidriera vi pasar una carreta con una pila de cadáveres.

—Se multiplicaron las muertes y nadie dice la verdad. Sólo les importa el carnaval del 23 y 24 de febrero.

En la mesa de al lado dejaron un diario. Volví a mirar a través de la vidriera y la calle se había vaciado de gente. Fui al baño y me llevé el periódico. Allí pude leer que Argerich y Roque Pérez habían muerto contagiados de Fiebre amarilla.

Habían pasado más de treinta años del café de mi regreso a ese bar.

El mozo se acercó y me sirvió otro. El tercero, y saqué la cuenta que lo estaba tomando, más o menos, cada treinta y cinco años.

En la calle, policías al mando del comisario Falcon desarmaban a manguerazos las manifestaciones de los sindicatos que querían reivindicar a los trabajadores. Era una verdadera violencia recibida por hombres y mujeres de distintas culturas. Tratar de entender a los inmigrantes haría poner en riesgo mi libertad. Y yo tenía una sola respuesta. Un baño donde encerrarme ante tanta injusticia.

El estallido de vidrios me había hecho volver a la mesa. El bar tenía su persiana baja. Había sufrido actos de vandalismo. Traté de subir la persiana pero no pude. Conté cuatro pocillos de café nuevos. Y saqué las cuentas. Se me había ido mi tiempo. El almanaque rezaba: “año 2038”.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

SOLEDADES

Sergio Patiño Migoya

 

Todos a los que nos gusta escribir nos encontramos de vez en cuando con el mítico síndrome de la hoja en blanco. Cada uno lo combate a su manera. Personalmente, cuando me sucede, me dedico a hacer listas disparatadas. Sí, tengo una carpeta llena de listas, listas de profesiones raras, de maneras de atravesar una puerta, de cicatrices, de clases de héroes en los cuentos, de formas de saludar, de hijos de parejas de animales o cosas diferentes, de tipos de sombreros... A veces, de esas listas, sale luego algún que otro relato. El caso es que ayer, aburrido, me puse a escribir una lista de cosas solitarias. Por ejemplo:

•Una botella flotando en el océano sin un mísero mensaje con el que pasar las horas muertas.

•Un espejo de cara a la pared abandonado en un trastero sin luz.

•Un anacoreta por las calles de una gran ciudad.

•Un bidé en el piso de un hombre soltero.

•Un calcetín desparejado que, irremisiblemente, va siendo relegado poco a poco hacia el fondo del cajón, hasta que un último empujón lo aboca al suicidio de ese mundo paralelo que es el hueco entre los cajones y el cuerpo del mueble.

•Una lata de sardinas vacía en el fondo de un mar por el que pasan sardinas que, con una actitud completamente egoísta, nunca quieren meterse dentro.

•La Luna que, con la edad, ha perdido vista y ya no puede ni entretenerse con las tonterías del mundo.

•Un dos que quisiera ser un veintidós pero ni siquiera es un uno para poder congraciarse con su soledad.

•San Pedro, funcionario ocioso ante unas Puertas del Cielo por las que últimamente no pasa ni Dios.

En esas alturas andaba cuando a traición me asaltó una idea. Que quizá, maldita sea, lo más solitario del mundo podría ser un escritor escribiendo en completa soledad sobre las cosas más solitarias del mundo. Terrible. De repente me sentí angustiosamente solo. Miré a mi alrededor. Solo, solito, solísimo. Mis ojos se posaron en el móvil. Supongo que una persona normal habría entonces llamado a un colega, a una chica, a su madre o incluso a uno de esos programas de radio en los que la gente se siente mejor contando sus miserias. Hace ya bastante tiempo que tengo asumido que no soy demasiado normal, así que lo que se me ocurrió en ese momento fue marcar un número al azar. Al cuarto o quinto intento contestaron —una mujer— y así fue la conversación, o al menos como mi mente la recuerda:

—¿Sí?

—Hola.

—Eh..., hola. Perdona, ¿quién eres??

—Soy yo.

—¡Ah, joder, tú! Oye, ¿y este número?

—Es el mío.

—¡Coñe! ¿Y cuando lo cambiaste?

—...

—¿Oye?

—¿Sí?

—Ah, nada, ya lo guardo en la agenda.

—Es tarde. ¿No te habré despertado?

—No, tranquilo. Estaba a punto pero aún no.

—Ah, bien, menos mal.

—¡Ja, ja! Dime.

—Pues… nada. Que me siento solo.

—...

—O sea, je, que vi el móvil y me apeteció llamar.

—Ya... bueno... Mira, es que esta noche va a ser complicado.

—¿Complicado el qué?

—Pues que vengas. Mañana tengo cosas que hacer temprano y no...

—Pero yo no quiero ir ahí.

—Ah. No. ¿Y entonces?

—Pues eso. Que me sentía solo.

—...

—...

—Jorge, tío, ¿estás borracho?

—¿Quién es Jorge??

—...

—¿Hola?

—¿No eres Jorge? ¿Quién eres?

—Sergio.

—Um... Creo que te has equivocado.

—¡Qué va! He acertado de pleno. Ahora mismo ya no me siento solo.

—Oye, yo soy Silvia, ¿a quién llamas tú?

—A ti.

—Pues no caigo en quién eres.

—Sergio.

—Ya, vale, pero no conozco a ningún Sergio que pueda tener mi número.

—Ahora sí.

—Eh... mira, voy a colgar, ¿ok?

—Vale, que duermas bien, Silvia.

—Uh… vale, chao.

—Chao.

Anoche dormí como un bendito. Hoy me olvidé el móvil y, cuando volví a casa, entre las llamadas perdidas estaba el número de Silvia. Me dio pena no haber estado para contestar. A lo mejor, se había sentido sola.


Sergio Patiño Migoya nació en Vilagarcía de Arousa, España, en 1972. Trabajos suyos han aparecido en medios escritos como los suplementos culturales de los diarios La Jornada (México) y Faro de Vigo (España), las revistas R (España), De Palabras (España) y La Mirada (México). También ha colaborado como escritor y estructurador de varias antologías publicadas en papel.


LIBRARSE DEL VAMPIRO

Ken Hanggara

 

Las personas se van de la fiesta, pero yo no puedo ir a ningún lado. No puedo gritarles para que me lleven lo más lejos posible.

En algún lugar, en varios momentos no intencionados, en la cabeza de esas personas, surge una imagen de mí: "Sarmila, la niña dulce y afortunada. ¡Dios la puso en las manos correctas!"

¡Ellos piensan que mi padre adoptivo es tan bueno!

Mi padre adoptivo es rico, pero es un vampiro. Todos los días tiene sed de sangre y no puedo hacer nada más que darle mi sangre. Consume continuamente esa sangre, proveniente del sudor y las lágrimas. La gente no lo sabe. La gente solo sabe lo que ve.

—Señor Mudakir, usted es tan noble. ¡Cuida a esta huérfana tan tiernamente como si fuera su propia hija! —dice una voz.

—Bueno, todo esto es voluntad de Dios. ¿Qué puedo hacer yo? —dice ese hombre vil, lleno de falsedad.

Entonces, quiero escapar. Quiero huir de la casa de Mudakir lo más rápido posible.

Solo que no sé cómo hacerlo. Mudakir siempre amenaza con matarme si intento escapar o si revelo toda su depravación como el vampiro que siempre chupa mi sangre.

—Tu sangre me corresponde — dice siempre—, porque tu vida nunca fue mejor que ahora, desde que te traje a mi casa.

Por Dios, nunca he estado bien. Mi vida es un desastre. Ni siquiera la fiesta organizada por Mudakir puede salvarme. No soy lo suficientemente valiente.

A veces, imagino a Mudakir muriendo atropellado o envenenado, y yo siendo libre. ¿Es eso posible? Entonces, envenené la sangre que siempre bebe. Esa sangre es el sudor que cubre toda la superficie de mi cuerpo. Unté mi cuerpo con veneno. Espero que el ritual vil que lleva a cabo esta noche sea la última que yo deba sufrir.

Cuando Mudakir sea encontrado muerto, mañana, tal vez yo aún esté viva y pueda testificar que él nunca fue un buen padre para mí.


Título original: Membebaskan Diri dari Serigala
Traducción del indonesio: Sergio Gaut vel Hartman & IA GPT


Ken Hanggara nació el 21 de junio de 1991 en Indonesia. Este joven escritor es el feliz propietario de la fábrica de cuentos y novelas que habitan su cabeza. Ha publicado cuentos, poesía, ensayos y guiones para la TV. Entre otros, pueden citarse los siguientes libros: Dermaga Batu (2013), Jalan Setapak Aisyah (2013), Minus Menangis (2014), Menulis Cerpen Itu Gampang (non fiction, 2015), Museum Anomali (cuentos de horror contemporáneo, 2016), Babi-Babi Tak Bisa Memanjat (2017), Negeri yang Dilanda Huru-Hara (2018), Dosa di Hutan Terlarang (2018), Buku Panduan Mati (2022) y Pengetahuan Baru Umat Manusia (2024). Se lo puede encontrar en Instagram: @kenhanggara.


DON JUSTINIANO

Génesis García

 

—Pudiste elegir un instrumento más fácil, hija —comentó la madre mientras la niña batallaba con las teclas y el fuelle.

La pequeña, sin embargo, hizo caso omiso a sus palabras y continuó practicando con el ceño fruncido, empujando la frustración al fondo de su mente. De momento, el pobre instrumento sonaba como un animal moribundo, pero Mariana estaba decidida a lograrlo. Sus mejores recuerdos eran las tardes que pasó a los pies de su abuelo, escuchándolo tocar con los ojos maravillados y el corazón cantando. Ese hombre, menudo y de voz suave, fue el único padre que conoció y el alma más dulce que alguna vez pisó la tierra. Don Justiniano recorría las calles con su acordeón llenando el pueblo de música y color. De su acordeón brotaban animales fantásticos, hadas danzantes y príncipes valientes que luchaban contra dragones hechos de fuego frente a la asombrada audiencia.

Las personas pagaban por su talento con monedas sueltas y un billete ocasional: mendrugos para un don como el suyo. Sin embargo, don Justiniano no se quejaba. Tomaba lo poco que conseguía y lo convertía en pan para la familia y dulces para su nieta favorita. Su acordeón mantuvo a su mujer e hijos por años, hasta que éstos crecieron y dejaron el hogar, buscándose la vida en ciudades lejanas donde no existía la magia. “Como si la vida pudiese ser encontrada”, rezongaba don Justiniano, tocando una triste melodía que cubrió los campos de lluvia en abril e hizo que las hojas de los árboles cayeran antes de tiempo. Pero, nunca dejó de tocar. Incluso después de la partida de su mujer, él siguió tocando, sin descanso, hasta que un buen día sus piernas decidieron que era buena idea llamar a una huelga indefinida y se negaron a sostenerlo ya más.

Don Justiniano cayó postrado en la cama, pero no perdió la alegría. Sus hijos lo sentaban bajo el techo de láminas de la galería y ahí él construyó su pequeño reino. Los niños del barrio lo visitaban con frecuencia, sentándose a jugar a sus pies mientras él amenizaba sus tardes con canciones. Los niños bailaban con las hadas y los dragones, con los caballeros y los animales, convirtiendo su calle en una fiesta que parecía nunca acabar. Tristemente, nada es para siempre. El corazón de don Justiniano se unió a la huelga un día viernes por la tarde y su alma luminosa los dejó atrás, llevándose con él todo el color y la luz del pueblo.

El cielo, las calles, las casas, los árboles; todo perdió su color y una pátina gris y espesa cubrió todas las superficies. Los niños ya no reían y la música desapareció por completo, sumiéndolos en una tristeza que parecía no tener fin. En medio del peso del desconsuelo general, Mariana trepó a la cima del viejo armario y rescató la ajada caja de cuero donde guardaban celosamente el precioso acordeón del abuelo. Al abrir la maleta, el aroma de su jabón y el sonido de su risa llenaron el cuarto y la niña supo que tenía una misión. Le tomó meses de arduos esfuerzos arrancar una melodía decente de las preciosas teclas de marfil. Pero lo logró. Un valsecito costeño llenó la sala de su casa y las paredes recuperaron su color. Mariana, entusiasmada, tocó más y más fuerte y su abuelo se materializó frente a sus ojos, sonriente, antes de alejarse por la ventana, devolviendo el color a las calles y llenando el aire con flores, hadas y animales imposibles con cabeza de elefante y patitas de cucaracha.

Su madre salió corriendo a la calle, a bailar con las vecinas y Mariana la siguió, sin dejar de tocar, siguiendo a la sombra risueña de su abuelo. Don Justiniano pintó las margaritas con los colores del arcoíris, tiñó el cielo de verde y las hojas de azul y armó un carnaval en la plaza principal para espanto del alcalde. El párroco estuvo a punto de sufrir una apoplejía al verlo de regreso y doña Concha juró que moriría del soponcio mientras él la hacía girar en la pista de baile. Mariana tocó y tocó hasta que sus dedos sangraron y sus brazos lloraron de dolor, negándose a dejarlo ir. Pero, don Justiniano sabía que era momento de partir. Se acercó a su nieta y dejó un largo beso en su frente.

—Sigue así, mi niña —le dijo con su voz imperturbable pese a las inclemencias de la muerte—. Sigue tocando que yo siempre estaré contigo.

Mariana era una niña obediente. Continuó tocando hasta que su pelo se volvió gris y su corazón llamó a huelga. Se alejó un día de primavera, siguiendo a su abuelo y dejando atrás tres generaciones de músicos destinados a llenar el mundo de color como don Justiniano.

 

Génesis García (Concepción, Chile, 1990) es historiadora, escritora y tallerista. Ha publicado en más de cincuenta revistas literarias especializadas, entre las que se cuentan Especulativas, Licor de Cuervo, El Nahual Errante, El Axioma, Teoría Ómicron, Nudo Gordiano, Chile del Terror y La Sílaba. A su vez, es acreedora de más de una docena de premios nacionales e internacionales y ha participado también en diversas antologías publicadas en América Latina y España.

 

viernes, 14 de junio de 2024

EN CASA AJENA (SIETE)


EL TREN DE LA VIDA

Laura Irene Ludueña & Andréi Platónov

 

Un seto rodeababa el jardín por los cuatro costados, y en uno de ellos una puerta de madera, colgada de una gruesa estaca, se abría al patio vacío. Aquel patio pertenecía a una pequeña casa con solo un cuarto y la cocina, donde vivía el conductor de un tren de carga, su esposa y sus siete hijos. Por la parte trasera del jardín, entre una espesa y soñolienta hierba, se levantaba la pared de adobe de una casa aún más pequeña que aquella en la que vivía el conductor. Hacia aquella pared, entre la espesa hierba, confluían las varas de seto que parecían cuidar la casa de adobe y paja en cuyo interior latía cierta mísera y débil vida. En medio de aquella pared había una ventana diminuta como la mirada de unos ojos entornados. La ventana daba directamente al jardín, al silencio de sus hierbas y árboles, al vacío sin gente de un tiempo largo y lento. Las demás paredes de la casa, aquella que tenía la puerta, comenzaban más allá del seto, al otro lado. Allí también crecía la hierba y varios arbustos silenciosos que dormitaban entre el abandono de aquel huerto sin cultivar. Nunca se veía a nadie entrar a la vivienda, que cerrara con fuerza las puertas, que viviera en su interior, que encendiera la luz en las noches de otoño.

Solo el crujir de las vigas gastadas rompía el silencio sepulcral que la envolvía. Bajo la ventana diminuta, una mesa de madera carcomida sostenía algunos trastos desgastados por el uso y el abandono. La melancolía, la pena y la tristeza bailaban una danza macabra en ese ambiente oscuro. Sin embargo, lo que parecía ser una familia feliz sonreía congelada en el tiempo desde un cuadro descolorido. Hasta las arañas se negaban a tejer su fino encaje en ese retrato que engalanaba la roída pared. A ellas solo les gustaba adornar el marco de la pequeña ventana que miraba al jardín para darle el aspecto que tenía. En un viejo sillón de cuero desgastado junto a una chimenea apagada, se veía un anciano encorvado que se mecía de un lado a otro buceando en sus propios pensamientos. La mirada cansada reflejaba años y años de cargas y penas acumuladas. Ni siquiera el polvo y el olvido lograban borrarlas o simplemente, hacerlas más livianas. Sus manos grandes, toscas y arrugadas, temblaban ligeramente. ¿Buscaban calor en un fuego que ya no ardía, el abrazo amoroso de quienes no podían verlo o regresar a ese mundo que transcurría indiferente a su pequeño universo?

A pesar de que todo se desmoronaba lentamente dentro de la casa de adobe, ignorada inocentemente por el conductor del tren y su numerosa familia, allí todavía existía una chispa de vida. Era de quien se resistía a apagarse por completo y desaparecer para siempre. De quien aún esperaba que el silbido del tren anunciando que su hora había llegado.



SOBERBIA

Luciano Lara & Jan Potocki

 

Los ojos verdes de Marisa; su mirada profunda y una lágrima solitaria que apenas le dejaba rastro sobre la cara. Una sonrisa complaciente acompañada de un sollozo desgarrador. Un beso; la suavidad de sus labios que se posan sobre los míos por última vez y una caricia antes de ponerse de pie. Apenas dio media vuelta, seguí sus pasos cortos mientras se alejaba junto con su perfume. Hice un esfuerzo estéril por retenerlo. Enseguida, la oscuridad total acompañada de un lúgubre silencio.

Pensé un momento que quizá no estaría aún bien despierto y que aquello era un horrible sueño. Cerré los ojos y busqué en mi memoria dónde había estado la víspera. En ese instante sentí como si las garras de un animal se hundiesen en mi costado, y vi a un buitre que se había arrojado sobre mí y que devoraba a uno de mis compañeros de lecho. El dolor que me causaban sus garras era tan intenso que logró despertarme del todo. Junto a mí se encontraban mis ropas, y me apresuré a vestirme. Ya vestido, quise salir de la tapia que rodeaba la horca, pero vi que la puerta se hallaba cerrada, y a pesar de mi esfuerzo no logré romperla.

Tomé asiento sobre una roca solitaria a escasos metros de la puerta; observé mis nudillos sangrantes y mis piernas magulladas. No había rastros de Marisa, tampoco de los verdugos. Todos se habían ido; los imaginé siguiendo sus vidas con normalidad y me llené de ira. No quedaba demasiado por hacer: aguardar el fin de mis días acompañado por los restos de unos desconocidos; o lo que quedaba de ellos.

¿Qué había sido de mí? ¿Cómo fue que dejé de ser un hombre feliz para convertirme en esto? Pensé que quizá, si pudiese recordar el camino que me había depositado en este presente, hallaría la salvación. Apreté bien fuerte los párpados, pero solo obtuve un marrón oscuro con forma de rompecabezas. Insistí con más fuerza e intenté recordar a Marisa: sus ojos verdes, su mirada profunda y su inconfundible aroma, pero no; ni un recuerdo vino junto a ella. Era evidente que por más que quisiera culparla, ella no tenía nada que ver. Aunque fuese cierto que me había traicionado, además de huir despavorida con tal de salvarse de pasar por el “mal rato” de verme morir. Yo no lo hubiese hecho, claro; me habría entregado para morir en su lugar. Creo que de hecho, es por eso que estoy aquí; por ella.

No, no; no es Marisa. Si es que no me atrevo ni a culparla. La soberbia; es ella: la soberbia de aquel hombre que como fue capaz de ser feliz, supuso que podría contagiar a los demás. Falló. Falló más de una vez. Falló tanto que hasta se olvidó de que antes no fallaba. De todo se olvidó. Se olvidó de la víspera; solo recuerda que hubo un pasado diferente; mejor. Al menos es lo que cree.

¿Cómo llegué hasta aquí?, volví a preguntarme sin abrir los ojos. Quizá la respuesta esté en estas líneas, o en otras, algo parecidas. Entonces pensé que debía focalizarme ahí.

Abrí los ojos; el brillo sol me encegueció por unos instantes. Apenas pude acostumbrarme a la luz vi que los buitres se habían ido y la puerta se hallaba abierta de par en par. Me acerqué a ella con cautela. Del otro lado estaba Marisa sonriente, con sus ojos verdes, su mirada profunda y su cabello negro. La miré fijo y dije:

―Solo quiero que me des la mano, no que me ayudes a caminar…



NOCHE DE CENIZA

Franz Kafka & Graciela De Mary


La fila de autos esperaba que abrieran el acceso al ferry para pasar a la isla de Chiloé. 

Enrique se bajó del suyo con dólares en la mano. Adelante viajaba una familia de argentinos.

—¿Me podés cambiar? No sabía que solamente aceptaban moneda chilena.

—Sí, dale.

—Me salvaste flaco. Gracias.

La mañana estaba gris. El mar, igual de gris y movido. Enrique  subió a la cubierta a respirar el aire cargado de humedad. Al llegar, el paisaje le pareció poco alentador; las casitas iguales, los techos de tejuelas de alerce castigados por la sal. No le costó demasiado encontrar la dirección de su hermano. Se iban a ver después de cinco años.

—¿Qué mierda de bicho le habrá picado a este?

Alfonso, el hermano, era artista plástico y había elegido la isla para radicarse. Se dieron la mano. Después se abrazaron y se pegaron unos golpecitos en la espalda, que en lenguaje de ellos quería decir: “Sos mi hermano pero este es todo el afecto que te voy a demostrar”. Entraron. Casi todo el espacio estaba ocupado por las obras de Alfonso. Enrique las miró sin saber qué decir. Para él, eran todas más o menos iguales.

—Parece que te inspiraste en el paisaje de Chiloé, aunque yo no veo tantos colores como los que vos pintás —dijo sin demasiada convicción.

—Claro, cada uno interpreta la realidad a su modo.

Enrique se incomodó por el comentario, como siempre que lo sacaban de su mundo de cosas concretas. Nervioso, sacó un paquete de cigarrillos.

—Si vas a fumar, andá afuera. Acá es todo muy inflamable.

Pasaron la tarde recordando anécdotas. Por la noche cenaron arroz con mariscos. Reconfortados por el vino, fueron al grano. El padre de ambos había muerto. Alfonso se había negado a despedirlo. 

—Los conocidos me preguntaban por vos —le reprochó Enrique.

—Todos saben mi posición.

—Al viejo le hubiera gustado verte.

—Mentira. Los años de cárcel lo habían acabado. Estaba vencido.

—¿Qué sabés vos? ¡El viejo era un patriota!

—Vos nunca quisiste saber la verdad. —Alfonso cortó la discusión—. Vamos a tu pieza, así te acomodás.

Era una habitación austera. Enrique se recostó en la cama. Estaba fastidiado. Se levantó para sacarse la ropa. Examinó las paredes. Sobre la cama había un tapiz y en la pared contraria, poco iluminada, un rectángulo borroso. Ya se había fijado en él desde su lecho, pero no había podido apreciar los detalles desde esa distancia y creía que el cuadro había sido retirado quedando sólo una mancha negra. Pero, como podía comprobar ahora, se trataba de un cuadro, el busto de un hombre de unos cincuenta años. Mantenía la cabeza tan inclinada sobre el pecho que apenas se podían distinguir los ojos; esa inclinación parecía causada por la elevada y pesada frente y una nariz grande y aguileña. La barba, a causa de la posición de la cabeza, permanecía aplastada contra el mentón, pero volvía a recobrar su amplitud más abajo. La mano izquierda se hundía abierta en los cabellos, como si quisiese levantar la cabeza sin conseguirlo. Sin duda, se trataba de un hombre derrotado. 

   Enrique se puso los anteojos y leyó el título de aquella obra. Decía: “Retrato de mi padre” y a continuación, la firma del hermano. La indignación le recorrió el cuerpo como si fuera una ola de espuma sucia sobre la arena. Tomó el encendedor y empezó a quemar el marco. La tela se consumió enseguida. Volvió a la cama y empezó a pensar  en una buena excusa para el otro día.

   —Qué parezca un accidente—sonrió.

    Esa noche tuvo un sueño reparador.



LA ESPADA

Gastón Caglia & Emily Brontë


I

La decisión de asesinarla surgió de un sueño. Un sueño que me sobresaltó en medio de la noche. Mi ama era un pájaro carpintero que turbaba la quietud y tranquilidad de un hogar bien dirigido por mi amo, su esposo. Al despertar pude completar la idea de esa epifanía que llegara en mis sueños. 

Por bondad y amor hacia él fue que no me acojoné y lentamente me aboqué a urdir el plan. Muchas noches sin pegar un ojo sirvieron para poner en la pequeña mesa que conformaba mi pobre mobiliario los planes en cuestión. Las ideas se sucedieron, cual más sangrienta y efectiva. Pero la última que surgió fue tan macabra, retorcida y pecaminosa que en definitiva no pude ni plasmarla en un papel.


II

Los siervos de la casa éramos felices siendo fieles a nuestro amo. Durante su soltería todo fue sonrisas en esa casa. Luego al contraer matrimonio nuestra nueva ama se apoderó de lo más preciado, nuestro amo. Todos temíamos, hasta él.

Mi amo había jurado ante el altísimo amor, lealtad y devoción hacia ella. Por ello su actitud defensiva en favor de la ama. Nosotros, los siervos sabíamos que no era así, un miedo abismal hacia su esposa lo movía en su interior. 

Tal fue su dominio sobre mi amo que cuando regresaba de sus faenas temía horrorosamente verla irritada. Procuraba disimularlo ante ella, pero si me oía contestarle destempladamente, o notaba ofenderse a algún sirviente cuando recibía alguna orden imperiosa de su mujer, expresaba su descontento con un fruncimiento de cejas que no era corriente en él cuando se trataba de cosas que le afectasen personalmente. A veces me reprendía mi acritud, diciéndome que el ver disgustada a su esposa le producía peor efecto que recibir una cuchillada. Procuré dominarme, a fin de no contrariar a un amo tan bondadoso. En seis meses, la pólvora, al no acercarse a ella ninguna chispa, permaneció tan inofensiva como si fuese arena. 

No. La pólvora hubiera sido muy letal e insidiosa pero carecía de la posibilidad de dar un sufrimiento largo e innecesario para quien la recibe. Seis meses lo medité, el tiempo estaba de mi lado. En ese tiempo puse en marcha el plan que pergeñé, una idea salvaje y audaz que provocaría inmenso dolor en mi ama, en esta tierra como en el más allá. 


III

La soledad es frecuentada por el diablo y él me dio la idea. Los largos días en que mi amo se ausentaba de la casa yo me dedicaba a cotejar a mi ama con distintos artilugios que bien conocía de mis años mozos. Gracias a Dios mi estado físico y mi cultura general jugaron un papel preponderante en la labor. En poco tiempo mi ama cayó presa de mis brazos y pronto la lujuria se apoderó hasta de sus ojos.

La parte final de mi plan se completó cuando una noche de tormenta mi amo apuró su regreso a la casa. Al ingresar a su alcoba nos encontró entregados a las lides amatorias más prohibidas. Pude verlo al transponer la puerta de las alcobas pues me hallaba acotado entre sus sábanas. Ella nunca lo supo sino hasta ser atravesada por su dura y plateada espada por la espalda.

Su filo también hizo mella en mí, aunque logré darme a la fuga hasta el oratorio que se encuentra en la parte de atrás de la casa. Que Dios me perdone, allá al infierno voy también para poder ver arder en las llamas a mi adúltera ama.




LAS PESADILLAS DEL SEÑOR C.

Stanley G. Weinbaum & Juan Alberto Miérez


No tengo horario ni lugar. Mis pesadillas son constantes y sin que exista un disparador común que pueda posibilitar darle singular encarnadura. Apenas apoyo mi cabeza en la almohada comienzan a surgir esas vívidas imágenes que Ray Bradbury jamás hubiera imaginado, y ni siquiera Lovecraft, con esa oscura mitología y el monstruoso universo que lo caracterizan. 

Soy consciente de que grito cuando los límites de mis pesadillas me abruman. Por fortuna vivo solo y mis vecinos, una pareja de ancianos, no escuchan mis alaridos. Pero no ocurrió lo mismo aquella noche, durante un viaje nocturno al pueblo de mi madre. Mis abrumadores gemidos hicieron que el conductor encendiera las luces y me encontré rodeado por la mayoría de mis compañeros de viaje, preguntándose qué había sucedido, mirándome sorprendidos y con una mueca socarrona. Y es normal esa actitud, con el agudo grito que di. Lo primero que se piensa es que alguien está ahorcando a un pasajero o lo acuchilló descaradamente en medio de la penumbra de la madrugada. Desde entonces no viajé más en ómnibus.

Algunos de mis sueños son los comunes de cualquier persona, creo. El piso antes firme empieza a agrietarse y caigo en un profundo abismo sin fondo o que de pronto salgo volando, sin alas, o floto en el aire. 

Pero últimamente, los monstruos internos me están acosando. Mis pesadillas son cada vez más extensas en tiempo, me parece, y durante las mismas interactúo con personas, animales, engendros, gorgonas, mujeres serpientes, hidras, bicéfalos y otros cientos que me acosan, me rodean, deslizan sus informes dedos en mi piel, me rasguñan, me abrazan tratando de apresarme, de matarme; bien lo sé. Entonces me despierto agitado, transpirado y lo más espantoso, que mis brazos, mi cuello, mi torso, mis pies, aparecen magullados, lacerados, sangrantes… Tardo varios días en curarlas… y cada vez es peor. 

Lo más loco es que no soy pasivo ante estas circunstancias. Como la pesadilla de anoche. Estaba en un páramo pedregoso de cielo gris con aves de extraños plumajes volando en círculos. Una de ellas en un vuelo rasante con sus garras filosas intentó quebrantar mi cuello. Me cubrí con un brazo y con el puño cerrado del otro traté de golpearle la cabeza. Lo que decidió mi intervención fue observar una bolsa o caja negra que pendía del cuello de aquel ser semejante a un pájaro. ¡Era inteligente!, imaginé, o estaba domesticado. En cualquier caso, la decisión estaba tomada: saqué mi automática y disparé contra lo que podía distinguir de mi antagonista. Los tentáculos se aflojaron, chorreó una fétida oleada de negra corrupción, aquella cosa se contrajo con un repugnante ruido de succión y desapareció por un agujero que había en el suelo. Otra de las criaturas lanzó una serie de graznidos, se tambaleó sobre unas patas tan gruesas como palos de golf y se volvió de pronto para hacerme frente. La escaramuza fue feroz. Indefenso en las escalinatas de aquel templo pétreo sentí graznidos bestiales alentando a las demás a atacarme. Me desperté dando golpes al aire, mojado y con heridas sangrantes en los hombros y el tórax. 

He llegado a gritar mi indefensión frente a estas traumáticas pesadillas golpeando paredes con mi cabeza y mis manos. Hago el supremo esfuerzo de intentar no dormirme, pero finalmente caigo rendido y ahí comienza el espanto, una y otra vez. Otra pesadilla se adueña de mi realidad. Estoy atrapado en una insensata cárcel con macizas rejas de papel de la que no existe llave alguna. Grito, grito, grito... Cientos de ojos, gigantes, con iris de diferentes tonos y brillos me observan y tengo la horrenda sensación de que han decidido que no despierte jamás… 


 


EL ARMARIO

Anton Chejov & Lucila Adela Guzmán

 

Su rostro varonil era perfecto, la divina proporción de sus rasgos, un imán que atraía la mirada de todos en el pueblo. Su belleza y ese gesto de hombre recio fue una carta de presentación ante el mundo y la usó deliberadamente para concretar un sueño: Alejarse, de una vez y para siempre, de aquel pueblucho mal oliente.

Una vez en la ciudad, Juan aprendió a posar para los fotógrafos y a caminar por las pasarelas. Al poco tiempo se convirtió en la imagen que dejaba en claro qué marca uno debía comprar para pertenecer al mundo del glamour y del éxito. Seducir con la mirada y con el gesto había sido, siempre, algo natural para él y en unos pocos meses había logrado que su figura acaparase los enormes carteles publicitarios de las principales avenidas. Una vez establecido, alquiló un piso y mandó el dinero para que viajara Sabrina, su esposa, una joven pueblerina que se desvivía por agradar a su marido en todo momento; así se lo habían inculcado desde pequeña, pues en aquél pueblo retrógrado se mantenían las viejas costumbres, y la mujer era solo una parte del esqueleto del hombre, una costilla.

Al tiempo, Sabrina entendió que le sería imposible encajar en el nuevo mundo de su esposo y el recuerdo del amor, que alguna vez se tuvieron, quedó estancado en algún lugar de la memoria. Él estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel —le fue infiel bastante a menudo—, y probablemente, por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas. Frecuentó las fiestas del ambiente de la moda y la frivolidad fue parte del aire. Sólo respirando ese aire se sentía vivo.

Un día, Juan se preparaba para uno de sus tantos eventos; entró al armario para buscar la camisa de seda italiana y fue allí que se quedó sin oxígeno. La puerta del armario donde guardaba su ropa de autor se cerró con él adentro. A los gritos trató de convencer a Sabrina para que le abriera, pero su mujer, permaneció inmutable, fue hasta la cocina, cebo unos mates y comió tortas fritas amasadas por ella. Luego encendió la televisión y danzó junto a los participantes de su programa favorito, quienes bailaban por un sueño diferente al de ella. Mientras él, una pobre marioneta del destino, fue quedándose sin aire. Para Sabrina estaba claro, él jamás se animaría a salir del armario. Era un hombre, varón, macho, un semental y salir del armario hubiese indicado que asumía finalmente su verdadera inclinación.




DE AUTORRETRATOS Y MÁS

Marcel Proust & Gabriela Vilardo

 

Laura sacó los chocolates de la alacena, volvió a pintar sus labios y se sentó a fumar un cigarrillo. Alguien pararía el motor de un auto frente a su casa. Alguien, ¿quién?, Pedro, aquel hombre que, con un “No subestimes a la casualidad de encontrarnos en la calle, Laura”, le había propuesto un juego. Y ella había aceptado el desafío que prometía un futuro encantador y, por qué no, reinventadas noches de lujuria. Un chocolate, ahora de almendras para matizar y mitigar la espera.

Pedro se había demostrado a sí mismo que era muy capaz de resistir y pasarse sin verla, y ya no hallaba inconveniente alguno en aplazar un ensayo de separación que podría poner en práctica en cuanto quisiera. Además, ocurría que esa idea de verla retornaba con una seducción y novedad, con una virulencia que, embotadas un poco por la costumbre, cobraron nuevo temple con aquella privación no de tres días, sino de quince (porque lo que dura la renuncia a un placer, debe calcularse por anticipado, con arreglo al plazo fijado), privación que transformaba un placer esperado, que se sacrifica fácilmente, en una felicidad inesperada, a la que no podemos resistirnos. Y a más de eso, regresaba esa idea embellecida por la ignorancia en la que estaba inmerso sin considerar los sentimientos de Laura que había aceptado pasar de quince días de privación a un año, de un año a cuatro, de cuatro a ocho y de ocho a veinte. La última vez se habían dado cita, para burlar a la casualidad, en una galería de arte frente a la obra “Retrato del artista M. V. Matyushin” de Kazimir Malevich.  Pedro había llegado antes que ella, quien se había sumado a la observación de la pintura como si nada, como una espectadora más. Discutieron acerca de cómo Malevich veía a su amigo compositor al momento de pintarlo. Analizaron la paleta de colores y algún rasgo físico repetido y desparramado por toda la tela entre cuadrados y semicírculos superpuestos. Algo que a Pedro se le antojaba natural en ese intento de justificar un retrato fragmentado. Laura, con obsecuencia, adhirió a esa idea de percepción. Concordaron en que los vivaces colores de lo geométrico superpuesto de modo abundante, intentaba unir los rasgos alejados escriturando, de algún modo, la negación de sus propias subjetividades. Pedro se retiró antes con la certeza de que volverían a jugar al destino, para encontrarse o desencontrarse a la vuelta de la esquina esa misma noche.

Otro chocolate, ahora con pasas de uva y Laura cayó en la cuenta de que Pedro conjugaba los verbos a su antojo. Sintió que se estaba convirtiendo en la Eszter de Lajos, de la novela de Màrai; aquélla que sabía de esperas. Antes de prender el próximo cigarrillo consultó al péndulo: convento o visita de Pedro. El motor de un auto había parado y adelantaba la respuesta. Laura volvió a mirarse al espejo, retocó el rouge desteñido de sus labios, remarcó por cuarta vez en su vida el año de nacimiento de su documento de identidad quitándose, esta vez, veinte años, y fue hacia la puerta arrastrando los pies porque sabía que el juego se había terminado. El timbre sonaba de manera insistente.

Ahí, la vecina joven, lista para el paseo de todos los días. Dos vueltas a la plaza.




CARTAS ANARQUISTAS INTERPLANETARIAS

Fernando Pessoa & Ana Cristina Rodrigues


Querida Rosa,

En nuestra última conversación, en el refugio de Ciudad Paraíso, quisiste que finalmente te explicara cómo abandoné mis ideales marxistas y partí para convertirme en anarquista... Recuerdo que no te di una respuesta definitiva y me comprometí a explicarme en el futuro. Lamentablemente, debido a la persecución política provocada por mi trabajo multimedia "Modo de Producción Paradisíaco: Exploración espacial y explotación humana en el contexto de una colonia minera", tuve que salir del planeta y no pudimos continuar nuestras clases. Sin embargo, ahora conseguí un mensajero de confianza, a través del cual te envío mi cuaderno de memorias del exilio y también un curso introductorio al anarquismo en tiempos de humanidad dispersa por planetas y dimensiones.

En esta breve misiva, voy a intentar explicarte cómo mi lucidez me llevó a convertirme en anarquista, en teoría y en prácticas. Sí, varias prácticas, pero La Teoría. La Teoría Anarquista, la Verdadera Teoría, es solo una. Tengo la que siempre tuve, desde que me convertí en anarquista. Tú ya lo verás... Decía yo que, como era lúcido por naturaleza, me convertí en anarquista consciente. Ahora, ¿qué es un anarquista? Es alguien que se rebela contra la injusticia de nacer socialmente desiguales; en el fondo es solo eso. Y de ahí resulta, como es obvio, la rebelión contra las convenciones sociales que hacen posible esa desigualdad. Lo que te estoy indicando ahora es el camino psicológico, es decir, cómo es que uno se convierte en anarquista; ya llegaremos a la parte teórica del asunto.

Al graduarme, podía ver esas desigualdades desde el aspecto económico, cómo la riqueza de nuestro planeta se construyó sobre la explotación de las clases menos favorecidas. Comencé a defender que el sistema de gobierno, basado en un consejo directivo, debía cambiar y ser más representativo, para que los mineros pudieran participar en él.

Pero en mis estudios dejé de ver, por la ingenuidad de la juventud, que no es solo el capital lo que separa a los mineros y directores. Desde que las primeras naves llegaron para terraformar este planeta, trajeron a bordo no solo parte de la humanidad, sino sus estructuras desiguales. Diferenciamos, desde el nacimiento de esta nuestra sociedad, a las personas, pues quien nació en una familia destinada a las minas jamás tendrá la misma posición social que quien nació en las familias directoras.

Por eso me alejé del marxismo y me dirigí hacia el anarquismo. No se trata solo de ajustar el sistema para disminuir las desigualdades. Es acabar con el sistema para acabar con ellas. Y si para eso, necesitamos destruir las minas y a sus dueños, eso es lo que haremos. Si es necesario dejar un planeta para colonizar otro... Y es por eso que digo que la teoría es una, pero existen las prácticas.

Desde que dejé el planeta, mis prácticas han sido en dos direcciones: la primera es conseguir ese nuevo mundo para nosotros. Lo logré, desviando fondos de nuestros opresores y sobornando a las personas adecuadas en la administración galáctica. En pocos años, estará listo para recibir habitantes.

La segunda dirección es orientar a tu grupo para conseguir reunir el máximo de simpatizantes a nuestra causa para tener, en nuestro nuevo hogar, personas dispuestas a compartir nuestros ideales, con la conciencia de que la desigualdad debe ser destruida.

Los años de exilio e incertidumbre me han costado la salud, y finalmente me costarán la vida. No veré el nuevo paraíso que ustedes construirán en nuestro nuevo mundo, pero será mi legado para ustedes.

Aprovecha lo que te envío, pues serán mis últimos trabajos. Cuando los recibas, ya me habré convertido en memoria. Está en tus manos hacer historia.

Un abrazo,

D'Anjou.

 


ARENA EN LOS ZAPATOS

Victor Hugo & Omar Hebertt

 

Nadie que zozobre tiene capacidad para anteponer el dolor al deseo de sobrevivir. No importa que una parte de esa incapacidad para salir adelante sea porque la integridad física se encuentra en riesgo, no. En este caso, un vendaval, que poco a poco absorbe su cuerpo y, da la casualidad, se encarga de disolverlo, de convertirlo en una madeja indistinta, succionándolo e, inexorable, convirtiéndolo en náufrago de... un edificio.

Aceptó el cargo de intendente porque era la única opción para recibir un pago pronto, en medio de una serie de fracasos para salir avante de sus dificultades, ninguna de ellas grave. Pero con el peso de la derrota a cuestas, su capacidad para idear soluciones o siquiera elegir una opción más lúcida, satisfactoria, eludió su sentido común; incluso la sensata necesidad de un orgullo digno. Así, prisionero de un desasosiego interior, de naves quemadas a ojos de puerto, agitando la escoba con asomos de empresa ultraterrena, mira su sombra contra muros, en silencio, en espera de una paz que le susurre conclusión.

Pero la cháchara de los empleados, a propósito de asuntos de los que conoce la solución apropiada, así como el resultado de decisiones que costará semanas o meses reparar, le recuerda que está del lado de los humildes espectadores. Lo que comienza como insatisfacción, se torna tránsito. De pronto está en el lugar de quienes observa; de súbito, regresa al sitio que realmente ocupa. El único testigo del proceso es la construcción donde todo ocurre; embarcación inmóvil cuyo tripulante y ella zanjan un acuerdo mudo a solas.

Los atardeceres a partir de ese momento se vuelven intensos. Cada llegada según el reloj checador semeja el inicio de un periplo del que solo ambos, edificación y tripulante, llevan a un término repentino después del cambio de horario. Salir, entrar; empatía, anempatía. Reconocimiento, recreación...

El hombre desaparece y vuelve a aparecer; se sumerge y sube a la superficie; llama; tiende los brazos, pero no es oído: la nave, temblando al impulso del huracán, continúa sus maniobras; los marineros y los pasajeros no ven al hombre sumergido; su miserable cabeza no es más que un punto en la inmensidad de las olas. Sus gritos desesperados resuenan en las profundidades. Observa aquel espectro de una vela que se aleja. La mira, la mira desesperado. Pero la vela se aleja, decrece, desaparece. Allí estaba él: hacía un momento, formaba parte de la tripulación, iba y venía por el puente con los demás, tenía su parte de aire y de sol; estaba vivo. Pero ¿qué ha sucedido? Resbaló; cayó. Todo ha terminado.

Se encuentra a sí mismo en la calle. No se reconoce, solo sabe que es viernes. Esa desesperación que le susurraba al oído, insistente y sin pausa, ha desaparecido. Se recuerda con una identidad, pero no es la que tenía al empezar.

Cuenta con una resolución antes inexistente, porque ahora tiene de su lado el desenfado. Se ha desentendido del lastre que le arrastraba contra un destino además de incierto, falso. Las banderas que cuelgan de los pisos superiores al de ingreso a la estancia principal, ondean cual heraldos de un navío al que hinchan vientos aciagos, pero en un azimut preciso e insondable.

Cada maniobra practicada a bordo ha concluido. No le puede ser más indiferente, excepto por el hecho de haber constituido el pasaje hacia donde está, aunque ajeno, por completo nuevo y extraño, es solo suyo. Otra vez, se siente en casa.


EL MONÓLOGO

Salma Jilani & Herman Melville


En la niebla de la calle de ensueño de la ciudad turquesa, una joven solitaria se despierta frotándose los ojos llorosos. Todas las mañanas camina por la acera de la concurrida calle, rodeada de edificios altos y atestados. Sus amplios balcones se ensamblan unos con otros, asemejándose a rompecabezas que nunca se han resuelto. Contempla a los innumerables transeúntes de rostro inexpresivo que caminan junto a ella, y a pesar de que le resultan familiares, nunca saludan ni sonríen. Al igual que ella, todos caminan hacia un destino desconocido e invisible. 

Hay que destacar una cosa extraña, los hombros de todos, incluidos los de ella, se han doblado por la pesada carga que llevan, lo que los retrasa continuamente. Observa que su velocidad es cada vez más lenta, como la de una hormiga que se arrastra por el sendero, ya que ella también lleva sobre su espalda una carga mayor que su propio peso. Se sorprende al advertir que por momentos la hormiga supera ampliamente su línea de marcha. 

 Observa; todos llevan cargas similares que incluyen enormes paquetes de deseos, necesidades y penurias, y toneladas de responsabilidades. Nota que la hormiga también lleva el mismo fardo sobre su espalda, pero esa carga no la detiene ni la aparta de su propósito.

Ella siente que sus hombros están inmensamente cansados y su espalda destrozada con la carga de esas cajas negras de aspecto extraño, es obvio que son mucho más pesadas que los deseos y las responsabilidades. 

¿Qué hay en esas cajas? ya que todas están envueltas en un material oscuro muy grueso que no se puede ver a simple vista. Pero pronto su curiosidad expone la respuesta, de hecho, están llenas del fuerte ruido de las culpas sarcásticas y las sátiras venenosas empaquetadas por sus celosos compañeros, sus desagradables parientes y sus entrometidos vecinos. Mira alrededor; otras personas arrastran a sus espaldas cajas negras mucho más pesadas. Mira delante de ella, donde toda la masa de hormigas se arrastra a un ritmo mucho más rápido mientras lleva cargas aún más pesadas de responsabilidades. Todos están charlando, sonriendo y riendo entre sí, le hizo pensar, significa... las hormigas no se molestan por llevar cargas tan pesadas. 

 No deja de pensar en la desesperación... cuánto tiempo he estado vagando como un burro llevando una carga de juicios tortuosos y sarcásticos de otros. Mira a su alrededor en busca de ayuda, puede ser que el tren de alta velocidad que pasa cerca se detenga por un momento y abra sus puertas para dejar que su carga mortal se libere por un tiempo, para que pueda respirar aire fresco, lo que podría liberar su alma... Ah... ¿tengo alma? Se pregunta a sí misma. 

 De repente, una voz muy suave emerge de la profundidad de la quietud. El sonido se hace gradualmente más fuerte... sus oídos se alertan, dice: "Ahora te conozco, espíritu claro, y ahora sé que tu culto correcto es el desafío. Ni con el amor ni con la reverencia serás bondadoso, y por odio sólo puedes matar, y todos son asesinados. Ningún tonto intrépido se enfrenta ahora a ti. Yo reconozco tu poder sin palabras y sin lugar; pero hasta el último suspiro de mi terremoto la vida disputará su dominio incondicional y no integral en mí. En medio de lo impersonal personificado, una personalidad se alza aquí. Aunque no sea más que un punto, cuando llegué, cuando voy, pero mientras vivo en la tierra, la personalidad reina vive en mí y siente sus derechos reales".

 Se pregunta de dónde viene este sonido. Corre kilómetros y kilómetros en su busca... ¿Cuánto tiempo ha pasado? Monologa, sólo que luego mira atentamente las cuerdas del sonido en sus manos temblorosas, cuyas puntas se pierden en algún lugar dentro de las suyas.

Se siente muy ligera ahora, esas cajas negras se han vaciado, todos los sonidos de sarcasmo venenoso, sátira y culpas se han roto en innumerables pedazos, fundidos y luego desapareciendo lentamente en el aire.

Los transeúntes, junto con ella, se subieron al tren que se movía rápidamente, en dirección a la misma ciudad turquesa, donde el sol había perdido su carro en el crepúsculo, 

El sol aparecerá en su carro y se verá al otro lado del reino para mañana.


 


CODICIA

Luisa Madariaga Young & Emilio Salgari

 

Los puntos luminosos se multiplicaban y hacían reverberar la superficie del agua como si ardiesen sobre ella materias bituminosas o azufre encendido. Aquella estría fosforescente que brillaba en medio de la oscuridad reinante no podía pasar inadvertida para los hombres que montaban guardia en el crucero enemigo. Los piratas, en el puente, procuraban resguardarse de aquella fosforescencia tras las amuras, pero ninguno había hecho un gesto o pronunciado palabra alguna que tradujese un sentimiento de temor; ellos tampoco podían resignarse a marcharse sin disparar aunque fuese un tiro de fusil. No habrían transcurrido dos o tres minutos de las últimas escaramuzas entre ambos bandos; nada que pudiera llamarse un fuego cruzado de alta potencia, solo aislados disparos como para mantener viva la mutua presencia  en medio del inmenso océano, cuando todos optaron por guarecerse en sus camarotes, quedando en cubierta únicamente los encargados de la guardia nocturna.

El silencio era absoluto también entre los enemigos, nadie dejaría mostrar la aprensión que los embargaba por este fenómeno fosforescente alrededor de ellos y que podían observarlo hasta donde la visión les alcanzaba. Todos estaban bajo la influencia supersticiosa de que su presencia alrededor de los barcos era sinónimo de mala suerte, desgracias y muchas veces la muerte violenta de alguno o de toda la tripulación.

Las naves se encontraban al pairo, paralelas una con otra; manteniendo una distancia prudencial para evitar un acertado disparo de cañón que desestabilizara el equilibrio de fuerzas mostrado hasta el momento. En la mañana se iniciarían las hostilidades y de qué manera. Sería una batalla naval encarnizada, la exposición de poder de dos capitanes que cruzaban los mares con los mismos objetivos; únicamente diferenciados  por el nombre y las banderas que ondeaban en lo más alto de sus respectivos mástiles. En el barco pirata; la temida y tristemente célebre bandera negra con su tenebrosa calavera. Anclado frente a ellos y ondeando libre y orgullosamente la bandera holandesa, representante del país que les había suministrado la patente de corso.

La tripulación de ambas naves se preparaba mentalmente para el cruel y despiadado abordaje de la mañana. La orden de sus capitanes era precisa: matar o morir. Quien demostrara mayor arrojo se llevaría la victoria y el ansiado botín resguardado en sus bodegas; obtenidos unos días atrás cuando asaltaron unos galeones españoles y donde los corsarios holandeses se habían llevado la mejor parte. Ahora era el turno de demostrar quién se quedaría con la totalidad del tesoro.

Con las primeras luces del amanecer, el estruendo ensordecedor de los cañones los hizo correr por cubierta, desconcertados ante la idea de que cada barco había iniciado el ataque sin previo aviso y sin que la guardia emitiera la alerta. La sorpresa, el desaliento y el amargo sabor de una inminente y total derrota se mostraban perfectamente visibles para los avezados capitanes; de alguna manera habían sido rodeados inadvertidamente por seis barcos con las insignias de la armada inglesa. Ya no había escapatoria, era el final. La fosforescencia de la noche anterior se los había advertido pero los superó la codicia.



OTROS DÍAS

María Elena Rodríguez & Guy de Maupassant

 

No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua… con nuestros oídos que nos engañan, trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.

Era la hora de la siesta en el hogar de ancianos. Sólo Margarita, que había sido maestra, permanecía despierta, con aquel libro en la mano.

―¿Qué quiere decir mediocre? —preguntó el niño pelirrojo de la primera fila.

—Mediocre es algo que no es bueno ni malo —le contesté.

—Yo puedo ver las cosas muy pequeñas ―dijo la niña de trenzas—, siempre ayudo a mi abuela a enhebrar la aguja, y eso es muy pequeño. —Y agregó acercándose la mano a la cara—: También vemos lo que está muy próximo.

Antes de que yo pudiera responderle, todo el grupo se acercaba la mano a la cara y la alejaba.

―¡Acá la veo!

—¡Acá no la veo!

―¡Tú ves más porque tienes lentes!

Bien pronto las voces fueron cada vez más altas. Todos gritaban, nadie escuchaba. No podía decirse que aquello era un salón de clase.

—¡Silencio! ―gritó Margarita. Los ancianos sonrieron soñando con sus días ya lejanos en la escuela.



MEDIDAS EXTREMAS

George Sand & Alejandro Bentivoglio


El día de la granja promediaba y el pastor estaba descansando un poco antes de continuar con su paseo habitual con las ovejas y los perros. Lo que parecía un día como cualquier otro. Pero unos ladridos le advirtieron que las cosas no estaban bien.  Avanzó unos pasos y vio los lobos que con ojos que parecían carbones rojos se acercaban hacia el corral. Sus intenciones eran claras, ¿acaso podían cambiar su naturaleza?

Había doscientas ovejas que, presas de miedo y vértigo, saltaron por encima del cercado del corral y huyeron por los campos como si se hubieran transformado en ciervas, mientras que los perros, rabiosos como lobos, las perseguían mordiéndoles las patas y arrancándoles lana que volaba formando nubes blancas sobre los matorrales. El pastor, muy preocupado, no se tomó el tiempo necesario para volver a ponerse los zapatos y la chaqueta que se había quitado por el calor y empezó a correr tras su rebaño, jurando detrás de sus animales, que no le prestaban atención y corrían cada vez más, ladrando como los perros de caza que han levantado la liebre, y espantando al rebaño asustado.

Sin darse cuenta llegó hasta el precipicio que iba a dar al profundo mar y las peligrosas rocas, donde muchos barcos habían encontrado su final. Pensó que las ovejas se detendrían o que caerían. En cualquier caso, perdería su rebaño. Pero los animales no frenaron su avance y siguieron corriendo hacia el horizonte. Avanzando por el aire como si hubiese un suelo que pudiese contenerlas. El pastor maldijo por lo bajo. Pero se dijo que si querían jugar fuerte, él también subiría la apuesta. Allí mismo se abrió la camisa y extendió sus alas. 


LOS AUTORES

Andréi Platónov
https://es.wikipedia.org/wiki/Andr%C3%A9i_Plat%C3%B3nov  

Jan Potocki
https://es.wikipedia.org/wiki/Jan_Potocki 

Franz Kafka
https://es.wikipedia.org/wiki/Franz_Kafka

Emily Brontë 
https://es.wikipedia.org/wiki/Emily_Bront%C3%AB 

Stanley G. Weinbaun
https://es.wikipedia.org/wiki/Stanley_G._Weinbaum 

Antón Chéjov
https://es.wikipedia.org/wiki/Ant%C3%B3n_Ch%C3%A9jov 

Marcel Proust
https://es.wikipedia.org/wiki/Marcel_Proust 

Fernando Pessoa
https://es.wikipedia.org/wiki/Fernando_Pessoa 

Víctor Hugo
https://es.wikipedia.org/wiki/Victor_Hugo 

Herman Melville
https://es.wikipedia.org/wiki/Herman_Melville 

Emilio Salgari
https://es.wikipedia.org/wiki/Emilio_Salgari 

Guy de Maupassant
https://es.wikipedia.org/wiki/Guy_de_Maupassant 

George_Sand 
https://es.wikipedia.org/wiki/George_Sand 

Luciano Lara es un músico que nació en Quilmes en mayo de 1975, que desde hace unos años decidió lanzarse a la literatura con una propuesta provocadora. El contacto con la literatura le llegó casi por casualidad; agobiado por el trabajo en una corporación multinacional y al borde del colapso, en enero de 2013 durante un viaje a la Patagonia, inspirado por la lectura de los libros Crítica del Oficinismo y Cinco cuentos cobardes, del filósofo H.G. Johannes (amigo y maestro de Luciano), escribió su primera ficción "Tránsito hacia la libertad", enseguida la segunda, "Absurdo" y durante los meses siguientes, las cinco historias que integran su primer libro, Apasionadas, editado por Sinergia en 2015 bajo el seudónimo Köller. Desde aquel inicio literario, en 2013, ha participado de varios proyectos. Uno de sus textos apareció en Grageas 3, otro en la antología mexicana Fútbol en breve, otros tres en Cien páginas de amor, uno en la antología mexicana Nocauts, otros tres en Minimalismos y uno en Extremos. Su primera novela, Resistencia, se encuentra en proceso de corrección.

   Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.

   Graciela De Mary nació el 8 de marzo de 1963 y reside en Villa Ballester, Buenos Aires. Es profesora de historia y escritora. Ha publicado el ensayo La enseñanza de la historia y la literatura (2017) y el libro de cuentos Un laberinto de vidrios rotos (2019). También participó en numerosas antologías como Gente de pocas palabras (2018), Más allá de un no (2018), Antología del Primer Concurso Nacional e Internacional de Relatos breves, Israel (2019) y  Caperucita feroz (2020). Colaboró con la Revista Yzur (Universidad estatal de Rugers de Nueva Jersey) Vol. 3, Nº 1, julio de 2021. Publicó su segundo libro de cuentos Cría cuervos (2022) y participó en la antología Calladita te ves mejor (2024).

   Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.

Juan Alberto Miérez nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1951. Reside en Charata, en esa misma provincia. Es escritor premiado y ha publicado varios libros de diversas temáticas: investigación histórica, poesía y relatos, entre los que se cuentan Charata, mi pueblo (1987), Hijos de la luz (1988) La luz y el fuego (2000), Oficio de sobrevivientes (2009), Había una vez un pueblo (2013) y Cien coplas peregrinas (2016).

Lucila Adela Guzmán nació en la ciudad de Buenos Aires el 30 de Diciembre de 1960. Se formó como intérprete y coreógrafa en el Taller de Margarita Bali. Desde el año 2000 vive en Del Viso, pequeña ciudad en la provincia de Buenos aires, junto a su marido y sus cuatro hijos. A partir del año 2011, alentada por su familia y amigos decide mostrar algunos de sus trabajos. Finalista del concurso Premio Elevé de literatura infantil 2011, se le otorga una mención especial por su obra "Doctora de letras", que ha sido publicado en la colección Osa menor de elevé ediciones siendo presentada recientemente en la Feria internacional del libro. En noviembre de 2011 obtiene Mención especial del jurado en el segundo concurso Nacional de Poesía Corral de Bustos Ifflinger-Córdoba. En marzo de 2012 el jurado del IV Certamen internacional de poesía fantástica miNatura destaca como finalista a su poema "Goteras" siendo publicado en dicha revista. En abril de este año, a través del II concurso mundial de eco poesía la unión mundial de poetas por la vida selecciona a su poema “Resignación” para integrar una antología. En agosto del 2012 es finalista del concurso de poesía hispanoamericana “Gabriela” siendo seleccionada para integrar dicha antología.

Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

Ana Cristina Rodrígues nació en São Sebastião do Rio de Janeiro, Brasil, en 1978. Es historiadora, una perfecta coartada para pasarse la vida leyendo y escribiendo. Profesionalmente ha publicado dos artículos: "Visões da morte na História dos Francos de Gregório de Tours" (2004) y "Os Votos do Faisão: ideais de cavalaria na corte borgonhesa do século XV" (2004). En materia de narrativa publicó en Sci Pulp, Scriptonauta, Blocos Online, Scarium e Inpempol. En materia de ficción literaria, publicó en Sci Pulp, Scriptonauta y Blocos Online. Dos de sus cuentos se tradujeron al castellano y se publicaron en Axxón.

Omar Hebertt (México, 1972). Egresado de la Licenciatura en Comunicación social de la UAM Xochimilco, se ha desempeñado desde 1997 escribiendo crítica de cine, (UnoMásUno, Sábado, Cinemanía, Programa Mensual de la Cineteca...), ensayos sobre música, literatura, TV, fotografía e Internet (El Financiero, Extravagancia, Cinemanía, Ulalupa.com, Diario Síntesis de Hidalgo, El independiente de Hidalgo). Durante un periodo que abarcó del 2001 hasta 2008, cultivó una muy personal pasión por el cine de stop-motion, así como todo lo relacionado con la animación. Ha dedicado parte de su tiempo a la enseñanza de talleres, cursos y la docencia universitaria, enfocado sobre todo al cine y la literatura de géneros. Actualmente es el director y fundador de Deep Focus Magazine, App de la revista digital interactiva, misma que supervisa en colaboración con Marco González Ambriz, Rubén Weeke y Pablo Alberti.

Alejandro Bentivoglio nació en 1979 en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, Argentina. Publicó una docena de libros de microficción, varias micronovelas y una novela. Además, sus textos han aparecido en antologías de América y Europa y traducidos al griego, italiano e inglés. Algunas de sus microficciones pueden leerse en su cuenta de instagram (@bentivoglioalejandro) y en su blog: ultraficcion.blogspot.com.

Salma Jilani es originaria de Karachi (Pakistán), donde trabajó como profesora durante ocho años en el Govt Commerce College de Karachi. En 2001 se trasladó a Nueva Zelanda con su familia y cursó un máster en negocios en la Universidad de Auckland. Ha impartido clases en distintos institutos de enseñanza superior internacionales. Sus relatos cortos se han publicado en revistas literarias de renombre en Pakistán y en el extranjero. También escribe cuentos para niños. Salma Jilani también ha traducido al urdu y viceversa a varios poetas contemporáneos de todo el mundo. Beyrang Pewand, su libro de reciente publicación, consta de diecisiete relatos breves y algunos muy breves.

Luisa Madariaga Young nació en Holguín, Cuba y actualmente vive en Vive en Clearwater, Florida, Estados Unidos. Es geóloga, aunque la literatura ocupa buena parte de su tiempo libre. Es una de las participantes más efectivas y aventajadas del TALLER 9 de escritura creativa. 

María Elena Rodríguez es uruguaya; nació y vive en San Carlos, Maldonado. Estudió magisterio, aunque se desempeña como maestra de reiki y ANEP. Ha sido una activa participante del TALLER 9 desde su ingreso al mismo, hace dos años.



 



BIFICCIONES (TRECE)

BRILLO DE METAL CROMADO Laura Irene Ludueña & Víctor Lowenstein   Sentado al borde de la cama hecha que no utilizaba hacía semanas...