lunes, 24 de marzo de 2025

EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña

 

La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus recuerdos. La observó detenidamente para asegurarse de que era ella.  Sí lo era, ahí estaba su creadora. Con pasos lentos y pesados, se acercó. La luz tenue de una farola cercana iluminó su rostro, revelando las cicatrices que el tiempo no había podido borrar. Mary levantó la vista y, al instante, lo reconoció. No mostró miedo, sino una profunda tristeza y hasta cierta comprensión.

—¿Eres tú? —susurró mientras un estremecimiento recorría su cuerpo. Ante sus ojos estaba la criatura que había nacido de su pluma, de su miedo y de su genio. Miró sus manos que ahora temblaban, las mismas que lo habían dado a luz en páginas llenas de desesperación y tormento.

—Sí. Soy yo, y tú eres la madre de mi miseria —respondió él con amargura.

Mary desvió la mirada hacia el suelo empedrado de la plaza.

—Nunca imaginé que mis palabras te darían vida — dijo en un murmullo casi inaudible—. Eres mi mejor creación literaria, aunque hayas nacido de mi dolor y mi desesperanza.

Él dio un paso más hacia ella, su voz temblaba por la rabia contenida.

—¿Me diste aliento solo para condenarme a la soledad? Sabes lo que es estar solo. Tú también lo estás. Has perdido a quienes amabas. ¿Por qué cargar en mí tu sufrimiento?

Mary sintió un nudo en la garganta. ¿Acaso no había sido ella también una huérfana de alguna manera? ¿No había transitado su vida entre la pérdida y la búsqueda de sentido? El viento nocturno susurraba entre los árboles, como si el universo entero contuviera la respiración ante aquel encuentro de esas dos almas dolientes.

—¡Te hice un ser humano! —exclamó Mary con voz quebrada—. Y los seres humanos fuimos creados para enfrentar nuestras propias desgracias. Esa es nuestra naturaleza. ¿No te quejas de tu aspecto? Eso me extraña. Pero si buscas redención en este mundo, si buscas que me arrepienta de haberte creado, ya te digo que no lo haré ni yo ni nadie en el universo. Sé por mí misma que rara vez somos comprendidos.

—Pero soy tu criatura, tu sombra, tu reflejo. He caminado mucho para encontrarte y pedirte respuestas.

Mary respiró hondo.

—Nunca pensé… —Tragó saliva y dijo, más para sí misma que para él—. Nunca pensé que te volverías real.

—Y sin embargo, aquí estoy. ¿Por qué me creaste, Mary? ¿Por qué me diste vida solo para abandonarme a la soledad? — dijo la criatura esbozando un bosquejo de sonrisa amarga.

Ella lo miró con ojos cargados de pesar.

—Porque yo también estaba sola. Porque temía a mi propia muerte y anhelaba perdurar en una creación literaria. Aunque no lo creas tú y yo no somos tan distintos —dijo mientras miraba sus manos temblorosas—. Estas manos te han dado vida en páginas y páginas llenas de mi desesperación.

Un silencio espeso vibraba entre ellos como si la noche que los envolvía fuera cómplice de su desasosiego. El viento helado susurraba entre las ramas desnudas de los árboles, y la luz trémula de la farola proyectaba sombras alargadas sobre el empedrado. Él bajó la mirada hacia sus propias manos, grandes, toscas y llenas de cicatrices. Habían sido creadas para sostener la vida, pero solo habían conocido el rechazo.

—Si somos tan parecidos —dijo con voz grave—, dime, Mary… ¿cómo hiciste para sobrevivir?

Ella lo contempló en silencio, sus ojos cargados de historias que nadie más podría comprender.

—Escribiendo ... dándole sentido a mi dolor, transformándolo en algo que el mundo no pudiera ignorar.

—¿Acaso crees que yo también pueda hacer eso?

Mary esbozó una leve sonrisa.

—Eres mi creación, pero ya no me perteneces. La historia que buscas escribir… solo tú puedes imaginarla.

Él asintió lentamente y, por primera vez en su existencia, sintió que en su destino aún quedaba una esperanza. Antes de perderse en las sombras, volvió la cabeza para mirarla una última vez.

—Adiós, Mary.

Ella no respondió. Solo lo observó alejarse, con el corazón encogido y la certeza de que su criatura, su reflejo, su más íntima pesadilla y esperanza, finalmente había encontrado su propio camino.

La farola parpadeó una vez más, y la noche lo devoró.


Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.

viernes, 21 de marzo de 2025

ESPECIAL MICROFICCIONES (TRECE)

 


Pan de carne

Patricio G. Bazán (Argentina)

 

El prestigioso chef recorría gravemente su cocina, deteniéndose para felicitar o amonestar a sus estudiantes, sin dignarse a mirarlos. Divididos en parejas, debían elaborar un plato sencillo y sabroso, preparado en el menor tiempo posible. Al llegar al último plato, se sorprendió.

—¿Pan de carne? Curioso…

Probó un bocado, paladeándolo con auténtico placer.

—Detalles, errrr…

—Jiménez, señor. Mezclamos la carne picada con sopa crema de cebollas.

—Maravilloso, felicitaciones a ambos.

—Gracias, señor. Yo aporté la idea de la sopa en polvo.

—Ingenioso. A propósito, ¿dónde está su compañero?

—Él aportó la carne picada, señor —respondió orgullosamente Jiménez, señalando el plato.

  

 

Boom bang zen

Alejandro Bentivoglio (Argentina)

 

El maestro Weng Tchi, sabio monje de los suburbios más duros de la ciudad, entró al banco y sacó de sus humildes ropajes un revólver, plateado, perfectamente balanceado en su forma y su realidad. Dijo, entonces, que no podíamos comprender la naturaleza de tal objeto hasta no haberlo accionado. Porque la pólvora es apenas una promesa que espera ser completada. Existe solo en virtud de un futuro. Luego gritó que era un asalto y que todos levantaran las manos y disparó dos veces al techo.

La iluminación llegó con las sirenas de policía, los medios de televisión, la posterior fuga, el reparto del botín del robo, el recuento de víctimas que el maestro envío al nirvana sin escalas.

 

 

 

Los dioses del combate pixelado

Jānis Bērziņš (Letonia)

 

En un rincón olvidado del ciberespacio, donde los píxeles chocan descontrolados y las texturas se cargan a medias, los dioses de las mitologías más poderosas del mundo se despertaron... confundidos y en baja resolución.

—¿Dónde estoy? — murmuró Zeus se estirándose y haciendo crujir los nudillos—. ¿Por qué tengo tres dedos y polígonos en lugar de músculos?

Thor, a su lado, intentó invocar a Mjölnir, pero en su lugar apareció una tostadora de baja calidad.

—¿Este es mi martillo? ¿Cómo voy a partir cráneos con esto? ¡Tal vez pueda hacer waffles!

Del otro lado del campo de batalla virtual, Quetzalcóatl revoloteaba torpemente.

—¡¿Por qué parezco una serpiente renderizada a medias?!

Y Sun Wukong, el Rey Mono, respondió observando su propio modelo poligonal.

—¡Yo solía volar a la velocidad del rayo! ¡Ahora ni siquiera puedo saltar sin que mi animación se trabe!

Fue entonces cuando una voz retumbó desde los cielos pixelados.

—ROUND ONE. FIGHT!

—¿Luchar? ¿Por qué? ¿Contra quién? —preguntó Zeus, justo antes de que Thor le lanzara la tostadora. El electrodoméstico rebotó en la cabeza del dios de dioses con un 'clank' sordo.

—¡Es la voluntad de los niños! —gritó Thor—. ¡Deben estar jugando con nosotros como si fuéramos fantoches!

—¡Pero esto es absurdo! —replicó Sun Wukong, esquivando una flecha de Quetzalcóatl—. ¡Los dioses no somos juguetes!

Y desde el cielo, un niño de nueve años llamado Kevin presionó un botón. De pronto, Sun Wukong realizó un combo de veinte golpes que ni él mismo comprendió.

—¿Qué demonios fue eso? —gritó el Rey Mono, mirando sus manos.

—Es la magia del botón X, hermano —murmuró Quetzalcóatl con resignación.

Y así, entre ataques descoordinados, bugs inesperados y poderes que no sabían cómo activar, los dioses se enfrentaron entre sí una y otra vez, atrapados en la voluntad caprichosa del jugador.

—Al menos —suspiró Apolo frotándose la frente— no somos personajes de fondo en un juego de baile.

—No esté tan seguro —replicó Locki.

Kevin, emocionado, seleccionó el modo de combate con disfraces. Al instante, Hermes apareció con un tutú de bailarina clásica, Odín con unas alas de mariposa y Sun Wukong con un sombrero de payaso.

—Bueno —dijo Hermes girando sobre la punta del pie derecho—, esto puede considerarse una divina humillación.

En un rincón del Olimpo, un rayo no cayó, se desmoronó avergonzado.

 

Título original: Pikseļu kaujas dievi

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman 

 

 

¡Silba! (Una historia verdadera)

Iván Bojtor (Hungría)

 

Era finales de otoño, y ya oscurecía temprano. Estábamos vagando por Veszprém con mis compañeros de estudios. Justo pasábamos bajo una de las atracciones más famosas y tristemente célebres de la ciudad, el puente del valle de San Esteban.

Ya no recuerdo cuál de los cuatro lo vio primero. Aquel hombre estaba allí arriba, en lo alto, de pie en medio del gran arco del viaducto, apoyado con ambas manos en la barandilla.

¿En qué otra cosa podíamos pensar? Jadeando, corrimos por el estrecho sendero rocoso entre los dos arcos y nos acercamos a él con cautela. Cuando llegamos a su lado —seguro que nos había oído venir— se volvió un instante hacia nosotros, luego miró de nuevo hacia el abismo y siguió contemplando el vacío.

—No estarás pensando en saltar, ¿verdad? —preguntó uno de nosotros.

Él levantó la mirada y se echó a reír:

—¡Claro que no!

Aliviados, seguimos nuestro camino. Pero después de unos pocos pasos, mi amigo Sanyi giró de repente.

—¡Si cambias de opinión, silba! —le gritó—. Porque nunca hemos visto un suicidio en vivo y directo!

 

Título original: Füttyents! (Igaz történet)

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman

 

 

Estrategia infalible para convertirse en justiciero

Gastón Caglia (Argentina)

 

Los frenos del colectivo rechinaron como las uñas de un gato en una bañera vacía. Pedro bajó con su ritual de siempre: salto medido desde el último escalón, pensamiento sobre Neil Armstrong y una llegada triunfal al pueblo que no interesaba a nadie más que a él.

Como dictaba la tradición sabatina, enfiló hacia el bodegón de la esquina para hidratarse con la única bebida que mantenía el equilibrio de su existencia: cerveza fría en un vaso sucio, con más huellas digitales que las que sirven de evidencia en un caso policial.

Apenas dio el primer trago, se oyó una carcajada de ultratumba. La música de cumbia quedó en suspenso, reemplazada por una pianola desafinada. Pedro sintió un escalofrío: algo no andaba bien.

Giró la cabeza con prudencia y vio a un hombre alto —bueno, no tan alto— con un sombrero de copa y un ojo que parecía siempre a medio cerrar, como si el sueño lo hubiera vencido a medias.

—Hey, jorobado, ¿qué miras? —ladró el recién llegado.

Pedro parpadeó. ¿Billy the Kid? Esto no podía estar pasando. Tal vez alguien había puesto algo en la cerveza.

Antes de que pudiera racionalizar su destino, un borracho cercano le deslizó un revólver viejo y polvoriento.

—Es suyo, amigo. Haga lo que deba hacer.

Pedro lo miró sin entender.

—Gracias, Pat.

¿Pat? ¿Quién era Pat? ¿Qué estaba pasando?

Sin más preámbulos, se vio fuera del bodegón, parado en una calle de tierra que cinco minutos antes era asfalto. Como si tuviera voluntad propia, su mano izquierda abrió el tambor del revólver y lo revisó con la seguridad de un pistolero veterano. ¿Desde cuándo sé hacer esto?, pensó.

Billy the Kid sonrió con malicia, acomodó su poncho y puso su mano sobre el revólver. Pedro sintió cómo la camisa le picaba más que nunca.

El silencio era sepulcral. La tensión, insoportable.

Entonces, sin pensarlo, levantó su arma y disparó.

Billy retrocedió, su pecho soltó una nube de polvo y su revólver se disparó al cielo.

Pedro temblaba. Esto no puede estar pasando.

El sheriff llegó trotando, un petiso barrigón con bigotes que parecían un felpudo.

—¡Felicidades, forastero! —bramó—. Se ha ganado la recompensa de mil dólares por liquidar a Billy the Kid.

Pedro miró el revólver, el pueblo, el cadáver y luego su cerveza.

Definitivamente alguien le había puesto algo. 

 

 

El telescopio del señor García

Guillermo Cannata (Argentina)

 

Después de haber ahorrado dinero durante un largo tiempo, el señor García pudo comprarse lo que siempre había anhelado tener: un telescopio.

Lo instaló en el balcón de su casa, mirando hacia el norte. El diámetro de la  lente le permitía observar  hasta los planetas más lejanos del sistema solar, incluyendo galaxias y nebulosas.

Esa noche el cielo se encontraba despejado, y una luna llena brillante fue el primer objetivo elegido por García. En ella pudo ver con sus propios ojos cráteres de distintos tamaños, con una claridad y definición espectacular.

A continuación decidió dirigir su mirada hacia Marte, el planeta rojo, en base a la ubicación indicada por su mapa astronómico. Pero antes, optó por colocarle un Barlow al telescopio, un lente que le proporcionaba mayor aumento.

García acercó su ojo izquierdo al objetivo y lo que vio, o creyó ver, lo dejó maravillado. Una vasta red de carreteras recorría la superficie roja del planeta, uniendo distintas ciudades cubiertas por cúpulas cristalinas. También vio enormes antenas para transmitir señales a grandes distancias. La mayoría de las urbes marcianas contaban con amplios parques y casas bajas. En un parque de una de esas ciudades, García creyó ver a un grupo de niños divertirse en un tobogán gigante y en una calesita, mientras que en otro punto de la misma ciudad le pareció estar observando en vivo una carrera de coches ultra veloces, que serían la envidia de cualquier corredor terrestre. Como siempre le gustaron las carreras de autos, centró su atención en la competencia. Le parecía increíble que aquellos coches pudieran correr a tan alta velocidad en un circuito con varias curvas. En un momento hasta imaginó presenciar un choque en cadena, con algunos despistes.

De repente, mientras seguía con atención los pormenores de la carrera de autos marciana, García tuvo que retirar el ojo de la lente al oír que lo llamaban desde el living de su casa. Era Gladys, su esposa, que le avisaba solícitamente que ya era la hora de colocarse las gotas oculares para la maculopatía.

 

 

La paradoja del pastel

Emily Castañeda (Estados Unidos)

 

Cuando Dana compró la máquina del tiempo en la tienda de antigüedades, el vendedor fue claro: "No la use para cosas estúpidas."

—¿Como matar a Hitler? —preguntó ella.

—No. Como robarse a sí misma un pastel en 1997.

Dana lo ignoró. A las tres horas, ya estaba en la cocina de su casa del pasado, observándose a sí misma, a los ocho años, lamiendo el glaseado de un pastel de cumpleaños. Un instante de ternura, seguido de una revelación: "Ese pastel era para mi prima, no para mí. ¡Yo me lo robé!"

—Inaceptable —murmuró la Dana del presente.

Cuando la pequeña Dana fue al baño, la adulta se abalanzó, robó el pastel y huyó hacia el futuro.

De regreso en 2025, encontró algo extraño. Su departamento no era su departamento. Era un parque para perros. Y había una placa en el suelo: "Aquí se fundó el Imperio Canino de la Gran Danesa Dana."

—¿Qué demonios?

Confundida, volvió al pasado. Esta vez, llegó al día después del robo. Su yo infantil, devastada por el maligno robo del pastel de su prima –por otra parte, devorado en cinco minutos con extrema glotonería–, había adoptado a un cachorro para consolarse. Ese cachorro, crecido y lleno de resentimiento, había liderado una revolución perruna que arrasó con la humanidad.

—¡No puede ser! —gritó Dana—. ¡Un pastel no puede cambiar la historia!

De pronto, escuchó su propia voz detrás.

—Oh, sí puede.

Giró sobre sí misma con brusquedad y se encontró frente a otra versión de sí misma, con un parche en el ojo derecho y un brazo robótico.

—¿Quién…?

—Tú. De 2050. Vengo a evitar que deshagas el Imperio Canino. Es lo mejor que me ha pasado. Soy emperatriz. Los perros me adoran.

—¿Y yo? ¿Qué pasa conmigo?

—Tú eres yo. Todo esto es tu culpa. Todo esto es tu mérito… y mío, claro.

La Dana actual reflexionó. Gobernar perros. Ser adorada. No sonaba tan mal.

—¿Y si me robo otro pastel y comienzo una nueva paradoja? —preguntó, sonriendo.

La emperatriz Dana sonrió de vuelta.

—Solo si es de chocolate. —Guiñó un ojo, el que estaba cubierto—. La historia no se construye con grandes batallas —agregó—, sino con pequeños pasteles.

 

 

La cita del señor Braun

Oscar De Los Ríos (Argentina)

 

La habitación se hallaba en sombras, alargadas por la mortecina luz de las llamas. El señor Braun lucía tranquilo, sus ojos parecían atrapar el calor del fuego y el frío de la habitación.

El reloj colocado sobre el lar, avanzaba lento e inflexible hacia la hora de la cita que desde hacía diez años se repetía puntualmente, todos los días, a las nueve de la noche y se prolongaba por espacio de doce horas.

A cada campanada del reloj el rostro del señor Braun se iba alterando, crispando. Un sudor helado cubría la palma de sus manos, y en sus ojos solo quedaba el frío de la habitación.

Reposaba en un sillón de ébano con tapizado de cuero. Lo había diseñado especialmente, para mitigar las contracciones: violentas, involuntarias, persistentes. El mismo lo había construido. Ningún mueblero comprendió lo que necesitaba.

La música clásica lo relajaba y preparaba para la cita. No podía gritar ni pedir ayuda, sus cuerdas vocales se hallaban destrozadas por su cierre espasmódico, en cada cita. Y de nada le hubiera servido

¡El reloj dio la última campanada!

¡Eran las nueve!...

El hipo llegó a la cita puntual cómo siempre.

 

 

El Segundo Sello

Daniel Frini (Argentina)

 

—Mire —dijo el traficante, poniendo el fusil en manos del comprador —. Hache ka cuatro dieciséis, calibre cinco cincuenta y seis, novecientos rondas por minuto, mira rebatible…

—¡Pecador! —bramó el pastor, detrás del cliente.

—Cállese.

—¡Satanás!

—No joda —contestó el vendedor, resignado.

—¡Sus armas hacen la guerra! ¡Esto —dijo el pastor, mostrando el Libro—, construye la paz!

—¿Si? Constrúyame una paz. Chiquita nomás. De un metro de alto.

—¡Blasfemo!

El cliente dejó el fusil y huyó.

—Blasfemo las pelotas. Perdí una venta —dijo el traficante, enojado. Y retomando su rol de vendedor, continuó—. Usted pelea una guerra, y pretende ganarla con ese libro. Tírelo, y le hará un chichón al primero. Pero los que vienen atrás se lo van a comer.

—¡Esta es la Palabra…

—Si hay una guerra…

—…de Dios!

—…yo tengo el arma que necesita.

—¡Mercader de muerte!

—Una pistola de rayos evangélicos,

—¡Filisteo!... ¿Una qué?

—Pistola de rayos evangélicos.

—…

—Mírela. Acero sagrado, refrigeración con óleo santo, selector de canónicos o apócrifos, detector iónico de infieles, lanzagranadas de agua bendita…

—¿Funciona?

—Qué pregunta.

—¿Cuánto cuesta?

—La primera se la regalo.

—¡La llevo!

—Cuidado. Está cargada con el Evangelio de Juan.

—¡Dios te bendiga, hermano!

—Aleluia.

 

 

Rock star

Dora Gómez Q (Argentina)

 

Pablo no sabía cómo librarse de la angustia que lo martirizaba. Caminó como ebrio, como ciego, tropezando con todos. Había recibido la peor de las noticias: le quedaba poco tiempo de vida. ¡maldita enfermedad!, justo ahora que estaba en la cima de la popularidad, con lo que le había costado llegar ahí. Pasaría a integrar la lista de las famosas estrellas de rock que murieron jóvenes.

 ¿Qué hacer? ¿Cancelar sus giras y devolver el dinero que le habían adelantado o tirarse del próximo puente y terminar con todo? No. No tendría el valor de hacer eso.

Se sentó en un banco de piedra y miró al mar, que se abría frente a sus ojos, tan misterioso como la muerte que le esperaba.

Tenía que contárselo a su mujer, decirle cuál era su última voluntad, que el destino de sus cenizas fuese secreto, para que nadie intentara desenterrarlo como ya habían hecho con otros famosos. Los fanáticos pueden ser profundamente obsesivos y solo a ella podía confiarle esa misión, para provocar especulaciones. Eso habían hecho con los restos de Freddy Mercury. Especulaban. ¿Estarán en su tierra natal, o habrán sido enterradas bajo un cerezo en el jardín japonés de la misma Garden Lodge o están en el cementerio de Kensal Green bajo otra identidad?

Pero llegado el momento, Elsa, extremadamente triste, se sintió incapaz de vivir con ese secreto, y decidió que lo mejor sería arrojarlas al océano, donde nadie lo profanara.

 El día del funeral, familiares, amigos y admiradores caminaron en procesión hacia el puente frente al mar, cantando la canción que lo había hecho famoso, y gritando: ¡Él no se ha ido, siempre vivirá en todos nosotros!

Elsa las arrojó, justo cuando el viento cambió de dirección, llenando de cenizas las bocas de los que cantaban.

 

 

 

Paquetes Eternos S.A.

Elvira González Cuesta (México)

 

En Paquetes Eternos S.A., la funeraria más moderna de la ciudad, la muerte era solo el principio... del espectáculo.

La funeraria ofrecía entierros temáticos para todos los gustos. El "Paquete Viking", por ejemplo, incluía una balsa en llamas (en un charco controlado, por temas legales). El "Paquete Espacial" te prometía que el cadáver sería lanzado al espacio (aunque en realidad era una cápsula lanzada al techo del crematorio). El más popular, sin embargo, era el "Fiestón Final", donde los asistentes bailaban alrededor del ataúd y se repartían obsequios en mini urnas con la inscripción: "Aquí yace lo que fue tu dignidad después del tercer tequila."

Un día llegó Doña Mercedes, una anciana lúcida y con carácter, y pidió algo "único". El gerente, acostumbrado a caprichos extravagantes, sonrió.

—¿Quiere algo solemne? ¿Poético? ¿Un flashmob de ángeles?

—No —respondió Mercedes—. Quiero que en mi velorio se reparta un sobre a cada invitado.

—¿Con recuerdos? ¿Cartas? —preguntó el gerente, conmovido.

—Con facturas. De las veces que me invitaron a cenar y no pagaron. De los favores que hice y nunca me devolvieron. Cada uno se lleva lo suyo.

Y así fue.

En su velorio, cada invitado recibió un sobre. Al abrirlos, los rostros pasaron de la pena a la incomodidad. Cuentas pendientes, deudas olvidadas, intereses acumulados. Incluso un par de letras: "Me debes una disculpa."

Hubo silencios incómodos, miradas evasivas y algún que otro intento de justificarse frente al ataúd cerrado.

Al final del día, Mercedes tuvo la última palabra.

En su lápida quedó grabado: "Cobré hasta lo que me debían el final."

 

 

Así dicen

Alejandro Guarino (Argentina)

 

—Así que usted es el Pardo Moreno.

—El mismo que viste y calza.

—¿Y cuánto calza, si se puede saber?

—Cuarenta a la sombra.

—¿Y al sol?

—Cuarenta y cinco. El cuero, al sol, dilata.

—Así dicen.

—Y usted, según se ve, ¿es el tan mentado Robustiano Robles?

—Así dicen.

—Y por qué tan mentado?

—De pibe, la vieja me hacía vapor con menta. El asma, ¿vio? Y la menta abre el pecho.

—Así dicen. En mi barrio, para abrir el pecho, usan cuchillo.

—Como bien lo ha dicho, usted no es de éste barrio, Moreno.

—Así dicen. Vengo del otro lado del arroyo.

—¿De qué lado, Pardo?, tenga en cuenta que estamos en una bifurcación.

—De aquel.

—Por favor, sea más específico, Moreno.

—De aquel, ¡de aquel!

—¡Gurruchaga!

—Eso dicen.

—¿Y no me podía decir, “vengo de Guruchaga?”

—Usted es bastante insolente, Robles.

—Así dicen.

—Sepa que no le corto la jeta porque…

—¿Por qué?

—Porque ya no tiene lugar, de tantas cicatrices. Se ve que muchos duelos ha tenido.

—Así dicen.

—¿Y es verdad?

—No. Me caí sobre un alambrado de púas.

—Doloroso el trago.

—Así dicen, pero ¿qué anda haciendo por éstos lugares?

—Sepa, Robles…

—Dígame Robustiano, nomás.

—Está bueno. Vea, Robustiano Nomás.

—No. Robustiano, coma, nomás.

—¿Por qué voy a comer si no tengo hambre, hombre?

—El signo, el signo,

—Sagitario, Robustiano Nomás. Nací el 24 de noviembre. El año no se lo digo porque no me gusta revelar la edad.

—Déjelo en Robles, Moreno, prosiga.

—Se le agradece…

—Siga, hombre, siga.

—Como le decía, Robustiano, yo soy un hombre muy enamoradizo, y me perdí tras los pasos de una mujer.

—Malhaya el guapo sin destino. Lo comprendo, Pardo, yo también he estado enamorado.

—Usted no comprende nada, Robles. Le digo que me perdí. No sé cómo volver a casa.

—No se preocupe, Moreno, yo sé que un guapo no es guapo si pierde el norte. Tenga, este es un GPS, yo tengo otro igual en casa. Mire, usted escribe la dirección acá, ¿entiende?

—Mas o menos, aparato complicado, el GPS éste.

—Así dicen.

  

 

El Informe de Zlork

Paula Imbert (Trinidad y Tobago)

 

Zlork, el más brillante estratega del Imperio Glorxiano, aterrizó en la Tierra con la misión de evaluar las posibilidades de una conquista inmediata del planeta. Su informe preliminar era optimista: humanos débiles, tecnología primitiva, sin defensa espacial. Una tarea sencilla.

Pero en cuanto comenzó su infiltración, todo se desmoronó.

Primero, intentó comprender su jerarquía. Observó cómo algunos humanos seguían ciegamente a otros solo porque llevaban trajes más caros o hablaban con tono autoritario. Sin lógica, sin méritos. Confundido, probó vestir un traje humano. Lo detuvieron a la salida de la tienda porque olvidó quitarle el código de barras y los sensores se pusieron a chillar como locos.

Después, intentó descifrar la alimentación de los seres humanos. Descubrió que algunos pagaban cifras exorbitantes por granos molidos con agua caliente, mientras otros temían al gluten, un componente del mismo grano. Algunos comían vegetales, pero no cualquier vegetal. "Orgánico", decían. ¿No eran todos los vegetales orgánicos? Zlork sufrió una crisis existencial en la sección de alimentos del supermercado.

Decidió analizar su sistema de comunicación. Encontró un dispositivo llamado "teléfono", pero en lugar de hablar, los humanos usaban símbolos en plataformas invisibles. Un gesto mal interpretado desató una "cancelación" masiva. Cuando intentó disculparse, lo acusaron de ser "un bot ruso". Zlork ni siquiera sabía con exactitud por qué algunos de los terrestres tenían una aversión visceral hacia “Rusia”.

Finalmente, intentó comprender sus rituales de apareamiento. Descargó una aplicación donde debía deslizar imágenes para encontrar pareja. Tras veinte rechazos por tener "una vibra rara", comprendió que era inútil.

Desesperado, envió su informe final al alto mando:

"Recomiendo abortar la misión. La especie humana es caótica, ilógica y completamente impredecible. Sus costumbres desafían toda lógica universal. Cualquier intento de conquista terminará en una espiral de confusión y vergüenza intergaláctica. Además, algunos le agregan piña a la pizza. ¡De locos! No estamos preparados para tal barbarie."

La respuesta fue inmediata:

"Informe recibido. Regrese a casa. Destruiremos la Tierra desde lejos. No por estrategia. Por salud mental."

 

 

Estrategia fallida para no enamorarse

Luciano Lara (Argentina)

 

—Te amo —dijo ella, y en ese instante sentí cómo mi cerebro entraba en pánico, como un empleado que acaba de darse cuenta de que se dejó la estufa prendida antes de salir de casa.

Había pasado semanas preparándome para este momento, repitiéndome en el espejo que esta vez no respondería impulsivamente, que no dejaría que las palabras me traicionaran. ¡No, señor! Esta vez mi boca permanecería cerrada, sellada con el pegamento de la prudencia. Porque claro, si el lenguaje genera realidad, entonces el silencio debía ser mi mejor defensa.

Trabe los dientes con la firmeza de un oso atrapado en una trampa y asentí con la cabeza de la forma más enigmática posible, como si fuera un filósofo griego considerando los misterios del universo. Pero algo falló en mi estrategia, porque cuando la miré (error de novato), su sonrisa me golpeó con la misma fuerza de un pan recién salido del horno: cálido, inesperado y con una textura peligrosamente adictiva.

Ella inclinó la cabeza con complicidad, y de pronto, toda mi planificación estratégica, todas mis tácticas cuidadosamente ensayadas, se desmoronaron como una torre de Jenga mal equilibrada. Sentí cómo se evaporaban mis arrugas, mi desgano y cualquier vestigio de cinismo que había acumulado con los años. Como si su amor tuviera el poder de hacerme una especie de Benjamin Button emocional.

De golpe, me sentí rejuvenecido, animado, casi como un adolescente enamorado con energía infinita y cero sentido común. Me puse de pie de un salto, listo para correr a su encuentro, quizás para decirle que yo también la amaba, que siempre lo había hecho y que el silencio había sido solo un estúpido intento de resistencia contra lo inevitable.

Pero entonces llegué al baño. Y allí estaba el espejo. Frío, impasible, sin ganas de alimentar mis ilusiones.

Lo miré fijamente. Él me devolvió la misma imagen de siempre.

Suspiré.

El lenguaje genera realidad, pensé.

El silencio también.

Y a veces, la falta de café a la mañana te genera unas alucinaciones bastante convincentes.

 

 

 

Certificado de inexistencia

Mauricio Limmerici (Argentina)

 

En un rincón olvidado del confín galáctico, Elías contemplaba con los ojos desorbitados la escena que se desarrollaba ante él.

Estaba en la Cantina Cuántica “El Hígado del Pulupol”, un lugar donde los alienígenas más absurdos del universo se reunían a no hacer absolutamente nada. Literalmente. En una esquina, una criatura gelatinosa con forma de cono invertido flotaba sin propósito, mientras otra, parecida a una tostadora con tentáculos, miraba el techo como si esperara que cayeran respuestas. En la mesa central, unos esferoides discutían acaloradamente sobre cuál de ellos era más redondo.

Elías apenas se atrevía a moverse. No sabía si pedir algo o esperar a que alguien le explicara las normas del lugar. En una mesa cercana, una criatura parecida a un pez globo azul sacó un pepino del bolsillo y comenzó a masticarlo lentamente, sin que nadie pareciera extrañarse. Luego, sin previo aviso, el pepino comenzó a masticar al pez.

—¿Eh? —articuló Elías, pero nadie le prestó atención.

En ese momento, una figura de tres metros, compuesta exclusivamente de brazos, se acercó. Todos brazos. Brazos que caminaban, que saludaban, que se rascaban entre sí. Uno de los brazos sacó una libreta invisible.

—¿Humano? —preguntó usando una boca que se abrió en el extremo del otro brazo.

Elías asintió, tragando saliva.

—Sí —logró articular.

—¿Certificado de existencia? —preguntó otro brazo.

—¿Perdón?

—Sin certificado, no puede estar aquí. Lo dice el Estatuto de lo Absurdo de “El Hígado del Pulupol”. Se lo exijo ahora, o procederemos a su desintegración social.

—¿Qué… qué es una desintegración social?

—Olvido inmediato y completo. Nadie recordará que existió. Ni usted mismo.

—Pero… ¡acabo de llegar!

El brazo que parecía tener más autoridad golpeó la mesa con el puño.

—Regla número uno: si no entiende las reglas, se va.

Elías miró a su alrededor. Nadie parecía advertir su presencia. Incluso la tostadora con tentáculos parecía más aceptada que él. Trató de protestar, pero sólo le salió un sonido que en otro planeta podría considerarse un insulto.

—Muy bien. Yo… me voy.

Dio media vuelta y, mientras salía, escuchó la voz de un brazo murmurando.

—Es lo mejor. Los humanos desentonan con el sinsentido.

Elías, en el umbral, se preguntó si alguna vez había estado allí. Y, por un instante, dudó si todavía existía.

 

 

Asesinato sin testigos

Javier López (España)

 

—¿Han detenido ya al agresor? —pregunté al jefe de policía, al que unos minutos antes había pedido cita en su despacho.

—No, aún no. Ese vagón de metro no tenía cámaras de seguridad.

La noticia había llegado hacía un par de horas a la redacción del periódico. Trabajo en la sección de sucesos locales y pocas veces había tenido un caso de tan extrema violencia. El individuo había entrado en el vagón de metro, le había dado una paliza mortal a un pasajero que estaba aún de pie y le había robado todas sus pertenencias. Diecinueve personas viajaban en el mismo vagón. Por eso se me hizo urgente entrevistarme con el jefe de policía, imaginando que el caso estaría prácticamente resuelto después de la declaración de los viajeros.

—¿Y qué descripción han dado los testigos? ¿Trabajan ya sobre alguna pista firme? —pregunté mientras garabateaba algo sobre mi cuaderno de notas.

—No hay ninguna descripción, nadie vio nada —contestó con cierto desdén.

—¿Me está diciendo que una veintena de personas viajan en un vagón, asesinan a una de ellas ante los ojos de todos los demás, y nadie vio nada? ¿Los narcotizó el agresor? ¿Amenazó a los testigos para que no hablaran?

—Nada de eso. Dieciséis de los pasajeros estaban muy ocupados consultando sus teléfonos móviles.

Entonces pensé que el jefe me ocultaba algo y que la clave para la detención del asesino estaría en esos otros tres pasajeros a los que no quería hacer referencia. Así que decidí preguntarle.

—¿Y qué me dice sobre los otros tres? —con mi tono firme traté de tomarle por sorpresa.

—Que usaban tabletas —respondió sin apenas levantar la vista de su mesa de trabajo.

 

 

 

Xenum

Víctor Lowenstein (Argentina)

 

Xenum despertaba del sueño inducido luego del accidente cósmico que precipitó su nave a ese planeta menor situado cerca del sol, donde había vida comprobada, si bien se consideraba primitiva.

Sus agudos sentidos percibieron que se hallaba dentro de una caja transparente, sostenida por algún captor medianamente inteligente. El captor agitó la caja, por lo que Xenum alargó sus tentáculos terminados en ventosas adhiriendo sus veintiún brazos a las paredes de vidrio. Recién entonces abrió su único ojo central. En plenitud de sus sentidos analizó el entorno que lo rodeaba. El captor acercaba su cabeza a la superficie transparente; Xenum se horrorizó por su fealdad, notando que la dentadura de aquel primate estaba contaminada por sustancias como nicotina y cafeína. Una especie de seres viciosos, razonó.

Observó el medio. Eran cuatro sujetos, tres machos y una hembra, ataviados con uniformes blancos y guantes en las extremidades superiores. No vio sobre sus cabezas orbes oxigenadores ni detectores de virus y bacterias. Obviamente científicos arcaicos bajo el mando de alguna élite militar beligerante, reflexionó. ¡Cuánto primitivismo!

—Parece una cría de pulpo pelágico — dijo el captor macho que continuaba examinándolo.

—Soy un artrópodo superior, no un molusco, imbécil —profirió Xenum, en su idioma. Podía entender lo que el secuestrador había expresado, y mucho más—. Ahora mírame… —lo desafió abriendo su ojo al máximo. —El científico se dejó subyugar hasta perder su voluntad por completo—. Abre ya la caja —ordenó telepáticamente.

—¿Qué diablos haces? —exclamaron casi al unísono los colegas del subyugado, viendo como éste liberaba al alienígena.

—Es usted libre, amo —susurró el científico sonriendo.

Todo sucedió extraordinariamente rápido. La caja se hizo trizas contra el piso cuando Xenum saltó sobre la cabeza del científico y clavó sus apéndices laterales en las sienes del infortunado hombre de ciencia. Un segundo después retraía esas prolongaciones.

—¡Qué lástima! —murmuró—. No eres compatible.

 

El pobre hombre cayó diciendo “gracias, amo”, mientras Xenum repetía la operación con el segundo científico, con iguales resultados. Este segundo también agradeció el diagnóstico al caer.

La hembra pretendió escapar, pero Xenum, que la observaba, se adhirió a la puerta de salida con increíble rapidez y se tomó un segundo para analizarla, no sin alguna curiosidad.

Asco de hembra, ponderó. Tiene protuberancias en las partes delanteras y traseras, mucho tejido adiposo y demasiadas curvas. No sé cómo tocarla sin vomitar.

Pero una vez decidido, saltó sobre la cara de la mujer, adhiriendo sus ventosas y clavando los apéndices en las sienes y la garganta de la afortunada.

 —No agradezcas —le dijo telepáticamente—: eres compatible. Tomaré tu forma.

El cuerpo de Xenum se evaporó ante sus ojos.

La doctora Ellen sonrió, se arregló el cabello y salió de la sala de investigaciones, dispuesta a conquistar el mundo. Aquellas piernas rollizas no eran muy cómodas para andar, pero cada hombre con el que se cruzaba en los pasillos de la base científica se sentía atraído por las extremidades de la científica.

Viciosos. Viciosos y lujuriosos, pensaba Xenum (de ahí en más, Ellen) tramando planes para dominar a toda la especie humana. Y tan dóciles. Ideales para ser colonizados.


 

El ambicioso plan de Griselda

Laura Irene Ludueña (Argentina)

 

Griselda no es una planta de interior cualquiera. Aunque amo a todas mis plantas, tanto las del jardín como las de la casa, ella es especial. Es con quien me desahogo cuando estoy triste, con quien celebro mis alegrías y a quien confío mis pensamientos más íntimos. Me escucha y, aunque cueste creerlo, ¡me contesta! Mientras mis otras plantas se conforman con absorber luz, liberar oxígeno y mantener el ambiente agradable, Griselda tiene vida propia… y sueños. Y aunque parezca una locura, su mayor aspiración es conquistar el mundo. Lleva años elaborando un utópico plan maestro, y yo, lejos de desalentarla, la animo hablándole de la importancia de tener proyectos, por más locos que estos sean. Mi mejor consejo es que observe a los humanos, quienes somos verdaderos expertos en hacer realidad las ideas más disparatadas. Toma nota mental y sigue creciendo estratégicamente. Por eso no la podo. No la quiero frustrar.

Una noche, finalmente, la invasión comenzó. Primero extendió sus enredaderas con sigilo, alcanzando el borde de la maceta. Luego, con una maniobra digna de un ninja botánico, trepó por la repisa. Estaba claro que había aprendido que la clave está en la dominación territorial. Y yo, orgullosa, la acompañaba en su derrotero. Al menos una de las dos estaba logrando su sueño. Pero su avance imparable se detuvo ahí. Literalmente. Atrapada en el sexto estante, Griselda se enfrentó a un problema logístico. La maceta no tenía patas, sus hojas no podían abrir la claraboya, ni la ventana, ni la puerta. Para colmo, tenía serios problemas de comunicación con las demás plantas. Su empatía era… digamos… limitada y con semejante actitud, nadie le ofreció apoyo en su misión.

Así es como Griselda quedó dominando la repisa con soberanía absoluta, mirando con desdén no solo al resto de las plantas, sino también a los objetos insignificantes que antes compartían el espacio con ella y que tuve que correr para que no la molestaran: un viejo reloj despertador, un candelabro que era de mi abuela, una foto de la tía Rosenda y un libro de autoayuda que nunca leí.

Pero rendirse no estaba en sus planes. Desde su trono en el sexto estante, planeaba un próximo movimiento. Quizá, si lograba manipularme lo suficiente, la trasladaría a la mesita junto a la ventana, ese altar donde están las fotos de mi querido Pulguita, el perrito que me acompañó tantos años. Lo que yo no sabía era que Griselda odiaba a Pulguita desde aquel día en que, siendo un cachorro, levantó la pata sobre una de sus hojas. Desde entonces, ella aprendió a burlarlo apuntando sus ramas al techo. Pero esta vez no tuvo suerte. Nunca quitaría las fotos de Pulguita para ponerla a ella.

Por ahora, su reino sigue siendo la repisa. Pero toda gran conquista comienza con un pequeño paso y si logra llegar a la claraboya, quizás aún tenga una oportunidad.

 

 

 

El funeral de mi padre

Luisa Madariaga Young (Cuba/Estados Unidos)

 

Hay veces que en medio del dolor al perder un ser querido suceden cosas tan graciosas que nos ponen en la disyuntiva de si reír a carcajadas o llorar a mares.

Mi padre era poseedor de un extraordinario sentido del humor y le encantaba hacer bromas a nuestras expensas; así que su muerte fue muy dolorosa para nosotros.

A la hora del entierro le pedí a mi familia ir acompañándolo en el carro fúnebre. Advertí que el chofer estaba leyendo los documentos de defunción y sus palabras de condolencias me dejaron un poco sorprendida.

—Siento mucho lo ocurrido —me dijo—. ¿Era su hermano?

—No, era mi papá —le respondí con un nudo en la garganta.

—¿Qué edad tenía?

—Setenta y siete.

Ahora el sorprendido era él; volvió a revisar los papeles.

—Entonces hay un error —me dijo, incrédulo—: por los datos que estoy leyendo en este certificado, la persona que murió es demasiado joven para ser su padre.

Medio molesta le pedí ver los documentos; efectivamente, en el lugar donde se indicaba la fecha de nacimiento lo que estaba escrito era obvio para cualquiera. ¡Nadie con una diferencia de edad de apenas diez años podía ser mi padre! Leí el nombre y apellidos y quedé con la boca abierta. ¡El muerto era mi hermano!

 Él fue quien se encargó de todo y al entregar las identificaciones el funcionario las confundió pues mi papá y mi hermano poseen el mismo nombre.

 Mientras tanto yo ya no podía soportar lo gracioso de la situación; unas sonoras e incontrolables carcajadas me salieron de lo más hondo del pecho. Algo me decía que el espíritu de mi padre estaba haciendo su última broma; y todavía ahogada por la risa, le dije:

—Papá, tu despedida fue genial.

 

 

 

El asombroso Germinador

Benita Márquez Arnedo (Perú)

 

En la ciudad de Magnópolis, infestada de villanos, surgió un nuevo héroe: El Asombroso Germinador. Su poder era tan insólito como inútil: podía hacer que las plantas crecieran… un centímetro más por semana.

El día que el malvado Scompiglio amenazó con destruir la ciudad lanzando misiles de plagas nucleares y jejenes ponzoñosos, Germinador le hizo frente con su capa de hojas y su antifaz de pétalos.

—¡Detente, villano! —exclamó con heroísmo—. ¡O haré que esta maceta se vuelva peligrosamente exuberante!

Scompiglio, confundido, soltó una carcajada.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Atacarme con flores de un centímetro extra? ¡Por favor!

Pero Germinador no se rindió. Se concentró en la maceta más cercana y, con una mueca de esfuerzo, hizo crecer un pequeño brote de albahaca. Scompiglio lo miró con desprecio... hasta que el aroma fresco le recordó su infancia en la campiña italiana. Había crecido en Croce di Baffi, Cosenza.

—¿Albahaca...? —balbuceó con nostalgia.

Germinador sonrió.

—Exacto. El sabor de tu abuela, preparando pasta los domingos. ¿De verdad quieres destruir un mundo donde existe la salsa al pesto?

El villano se quedó inmóvil, sus dedos temblando sobre el botón rojo.

—Mi... mi nona... —susurró con los ojos llorosos.

Y así, por primera vez en la historia, el mundo fue salvado no por fuerza, ni velocidad, ni rayos láser, sino por una maceta de albahaca crecida un centímetro más rápido.

Desde entonces, Germinador fue aclamado como héroe. No por sus poderes, sino por la sabia lección que dejó: "A veces, el crecimiento más pequeño puede cambiar el mundo."

Aunque claro, su archienemigo, el jardinero del parque, no lo vio igual:

—¡Deja de acelerar las plantas, Germinador! ¡Me están arruinando el césped!

 

 

 

Intento

Cristian Mitelman (Argentina)

 

Un hombre es picado por una serpiente. Sabiendo que le quedan pocos minutos de vida, decide ir al pueblo para cobrarse una vieja deuda. Al entrar en el almacén de Navarro pide una ginebra y talla en la mesa el nombre del asesino de un antiguo vecino del pueblo. La gente comenzará a leer y la justicia deberá propagarse de boca en boca. Sabe que el fin está cerca. Se adormece, pero alcanza a escuchar un diálogo que Navarro mantiene con un desconocido.

—Por fin me trae las nuevas mesas; a las viejas las voy a hacer astillas. La leña se paga bien.

Antes de hundirse en la última capa de sueño, comprende por qué la justicia es inútil en esas tierras.

 

 

Contrataciones temporales

Ana María Morales (Argentina)

 

El Ángel de la Muerte, agotado tras siglos y siglos de trabajo ininterrumpido, decidió tomarse unas vacaciones. Preparó su guadaña, su maleta y dejó una nota en la oficina celestial:

"Me ausento por quince días. He dejado a cargo a mi reemplazo. Que no la arruine. Por favor."

El sustituto era Kevin, un becario celestial que había pasado los últimos siglos archivando almas perdidas y repartiendo cafés etéreos. Su única instrucción fue: "Ve, toca a quienes les toca, y no hagas preguntas."

El primer día, Kevin se presentó en la Tierra, vestido de negro, con una guadaña que le quedaba grande y un formulario bajo el brazo. Pero pronto descubrió que la cosa no era tan sencilla.

—¿Lista para partir? —le preguntó a su primer objetivo, una anciana en un hospital.

—¿Ya? Pero mi novela favorita está a punto de terminar. ¿No puede ser después del final de temporada?

Kevin, inseguro, hojeó su formulario.

—Supongo que... podría posponerse.

Y así comenzó su caída.

El segundo en la lista era un joven que cruzaba la calle mirando el móvil. Kevin lo miró y suspiró.

—Pobre chico, ¿morir por no ver un auto? No es justo.

Y le desvió el auto con un empujoncito sobrenatural.

En menos de una semana, Kevin había acumulado una lista de "pendientes" que desbordaba los cielos. Gente que debía morir pero que, gracias a su compasión, seguía viva. El problema es que la Tierra empezó a llenarse... y a llenarse.

Los hospitales colapsaron, los geriátricos parecían convenciones eternas y la población mundial creció tanto que los humanos empezaron a construir ciudades en los árboles, en las montañas y hasta en cuevas subterráneas.

Cuando el Ángel de la Muerte regresó, encontró el desastre.

—¡¿Pero qué hiciste?! —exclamó, horrorizado.

Kevin sonrió, orgulloso.

—¡Salvé a muchos! Pensé que haríamos las cosas más... humanas.

El Ángel de la Muerte lo miró en silencio y, con voz calma, dijo:

—¿Sabes quién es el próximo en la lista?

Kevin parpadeó.

—¿Quién?

La guadaña descendió suavemente.

—Tú. Y en este caso no habrá postergación. 

 

 

El caso del detective Fernández

Élida Morazano (Costa Rica)

 

El detective Fernández era un hombre de principios: siempre llegaba tarde, nunca leía los informes y se guiaba más por el olfato... del perro. Un hombre de principios sin finales.

Sus ayudantes eran insólitos: Sherlock, un sabueso con mirada aguda; Watson, un gato con maullido filosófico; y Silver, un loro políglota que, además de insultar en cinco idiomas, traducía los ladridos y maullidos de sus compañeros.

Tomaron el caso de la baronesa Margaretta von Kustemberg. La mujer denunció que le había desaparecido un anillo de diamantes valuado en varios millones de euros.

—Esto huele a crimen — murmuró Fernández rascándose la cabeza.

—Watson dice que huele a sardinas —tradujo Silver, posado en la lámpara—. Y Sherlock sugiere que revisemos la pecera.

Fernández asintió con gravedad.

—Interrogaremos al pez.

Minutos después, el detective se inclinó sobre la pecera.

—Confiesa, pez. ¿Dónde escondiste el anillo?

Sherlock ladró con fuerza, y Silver aclaró:

—Dice que mire debajo del sofá.

Watson soltó un maullido breve.

—Y añade que el pez es inocente tradujo Silver—; dice que el sospechoso soy yo, porque anoche me oyó decir: "Tesoro enterrado". Estaba soñando, por si preguntan. No logro olvidar mis tiempos como protagonista de la isla del tesoro, de Stevenson. ¡Gran tipo, Stevenson!

Fernández frunció el ceño.

—Silver, ¿algo que declarar, que argumentar, que confesar?

—¡Policía corrupto! —graznó Silver—. ¡Me niego a hablar si mi abogado no está presente!

Al final, Sherlock olfateó debajo del sofá y encontró el anillo, cubierto de polvo y una pelusa sospechosa.

—Caso resuelto —declaró Fernández, levantando el anillo como si él mismo lo hubiera desenterrado—. ¡Otro misterio resuelto gracias a mi astucia!

Silver murmuró algo que sonó mucho a: "Sí, claro, astucia perruna; inteligencia perruna". Fernández prefirió ignorarlo.

La baronesa Margaretta von Kustemberg agradeció efusivamente.

—¡Qué habilidad la suya, detective!

Fernández sonrió, satisfecho.

—Es cuestión de olfato… y de rodearse del mejor equipo.

Detrás de él, Sherlock ladró con modestia.

—No se imagina —dijo con voz profunda.

—Otro caso cerrado, sin que el idiota se entere de nada —agregó Watson acicalándose el bigote.

—Sigan subestimándonos y verán lo que ocurre. —Silver graznó bajito, pero todos lo escucharon— Y ni les cuento el día que los delfines y ballenas decidan ingresar a esta sagrada profesión. 

 

 

Contracuento de hadas 1

Diego Muñoz Valenzuela (Chile)

 

Con el tiempo el príncipe ha engordado debido a la gula, el alcoholismo y la fiesta permanente. Ahora tiene una barriga gigantesca y una papada descomunal. Las piernas raquíticas apenas son capaces de sostenerlo. Hipa constantemente producto de una borrachera consuetudinaria. “Dios mío”, se dice con amargura la infanta, “ha terminado por convertirse en un sapo, igual que al inicio”. Y concluye que la historia es circular.

 

 

Una tarde como cualquier otra


Lidia Nicolai (Argentina)

 

“NO BAÑARSE. PELIGRO”, alerta el cartel, pero igual me zambullo. Luego me tiendo sobre la playa. Y entonces veo avanzar un bulto sobre las aguas encrespadas del lago. Un leño, pienso. El oleaje lo sacude con brusquedad y de pronto una ola lo eleva y lo deposita sobre la playa. Me acerco. Es un hombre con la boca abierta y los ojos vidriosos de la muerte, pienso. Una niña grita a mis espaldas grita: Madre, un hombre”. “Aléjate, criatura”, grito. No me escucha. Miro otra vez al hombre: se me parece una enormidad.



 

El reino de los influenciados

Ebele Okonkwo (Ghana)

 

En Trendlândia la ley suprema era una sola: seguir al influencer correcto o ser un don nadie en la vida virtual.

Todo comenzó cuando Zarina Glowface, gurú del "brillo interior" (y del polvo de hada hecho con azúcar impalpable), decretó que la nueva tendencia era beber agua con colorante azul.

—¡Desintoxica el alma y combina con cualquier outfit! —proclamó en su podcast, mientras posaba junto a una piscina inflable de supermercado.

A la mañana siguiente, Miles Snapson, experto en "energía cuántica de los jugos detox", subió un video diciendo que él ya lo había hecho primero, pero con agua morada. Sus seguidores lo tomaron como una declaración de guerra.

La población de Trendlândia se dividió: unos bebían azul, otros morado, y algunos, los más osados, mezclaban ambos y terminaban internados por indigestión cromática. Nadie sabía realmente por qué lo hacían, pero Glitterina Sparkle, coach de vida y fabricante de purpurina comestible, les había dicho que cuestionar las tendencias era signo de "vibras negativas".

Mientras tanto, Kevin Stomp, influencer de "vida real sin filtros" (con tres capas de maquillaje y un filtro fabricado con cuerno de unicornio molido), decidió que era hora de subir el nivel.

—¿Quieren desintoxicarse? ¡Coman tierra! Pero no cualquier tierra, sino tierra orgánica recogida bajo la luna llena. Yo lo hice y ahora soy más auténtico que nunca —dijo, mientras sorbía una cucharada de barro artesanal.

En cuestión de horas, los supermercados agotaron su stock de tierra (¿cómo era posible? Nadie lo sabía). Algunos intentaron vender aire embotellado para "respirar más natural". Otros comenzaron a beber el agua de las macetas.

Y cuando Luna Crustacea, gurú del "minimalismo extremo", anunció que la nueva tendencia era no hacer nada, no comer nada, no pensar en nada y simplemente existir como una piedra elegante, todos la siguieron. Literalmente. Se sentaron, inmóviles, por horas. Hasta que uno preguntó:

—¿Esto es parte del reto, verdad?

—Sí —respondió otro, sin saber de qué reto hablaba.

Al final, nadie recordaba por qué hacían las cosas, pero si Zarina Glowface lo decía, debía ser por una buena razón.

Y así, desde entonces y para siempre, en Trendlândia la influencia es la ley, la lógica es opcional y la estupidez... tendencia.

 

Título original: The kingdom of the influenced

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman

 

  

El arquero de “Atlético La Condena”

Rogelio Ramos Signes (Argentina)

 

Se llamaba Яков Михайлович Бéргер, pero como no sabíamos pronunciarlo le decíamos Poroto. Fue el mejor arquero que tuvimos en el club. ¡Ya no quiero ni pensar en los anteriores! El primer año nos fuimos a la segunda división, y al año siguiente a la tercera, y luego a la cuarta en cuestión de meses. Fue una suerte que Яков Михайлович Бéргер, alias Poroto, llegara al club. Gracias a él nos quedamos en la cuarta división durante diez años. ¡Poroto tenía un solo brazo, pero le ponía ganas a la cosa y hacía lo que podía!

El domingo que le metían menos de seis goles, festejábamos en su casa tomando vodka hasta la madrugada.

 

 

 

Reflexión sobre la carestía de la escritura

Joao Ventura (Portugal)

 

Necesitaba de unas palabras para acabar el cuento. Fui al mercado. ¡El gobierno debería meter mano en esto! ¡Todo carísimo! Sustantivos, adjetivos… ¡un robo! ¿Y los verbos? Pasados, presentes, en fin, pero ¡los futuros!

—Sabe, los futuros están muy inciertos —se justificó, profesional, el vendedor—. ¿Se lo envuelvo?

—No, gracias, es para escribir ya.




El loco de la colina

Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)

 

Lo vio cruzando la calle y no tuvo dudas: era el paciente fugitivo del establecimiento psiquiátrico del doctor Tupperman, ubicado en la cima de la colina. Se trataba de un hombre de aspecto mustio, cabellos azules y tez olivácea que iba envuelto en una manta roja que no lograba disimular por completo su desnudez. Recordó los anuncios, comentando que, si bien el tipo no era peligroso, la tensión experimentada desde el momento de la fuga podría haber modificado su carácter de un modo radical. ¿Qué debo hacer?, se preguntó. ¿Llamar a la policía? ¿Al 911? ¿Directamente al establecimiento del doctor Tupperman? Recordó cuando él pasó por una situación análoga, hacía ya diez largos años. En aquel momento se acababa de fugar del establecimiento psiquiátrico de la doctora Bermúdez Achával gracias a un ingenioso ardid: se había metido debajo de un monte de sábanas y toallas y logró que el camión de la lavandería lo sacara del manicomio. Atacar, reducir y degollar al conductor del vehículo fue muy sencillo. Algo más complicado resultó hacerse pasar por un reemplazo de último momento del pobre tipo. Inmediatamente después de llegar a destino, cuando la gente de la lavandería estaba a punto de descubrirlo, Ada Madrigal, empleada administrativa de pocas luces y buen corazón, dijo que lo conocía de toda la vida, que era el hermano de Mara, su íntima amiga. Una semana después estaban unidos en sagrado matrimonio. Dos meses más tarde tuvo que asesinarla, trocearla y comerla en guisos finamente elaborados. Desde entonces vivía solo, administrando media docena de cocheras que Ada había recibido en herencia de un tío lejano pocos días antes de su deceso. Por todas esas razones, cuando vio al loco de la colina, con su cabello azul y la manta roja envolviendo el cuerpo desnudo, supo que no podía permanecer indiferente. Se acercó al sujeto y hablando en susurros para no atemorizarlo, le dijo:

—Cásese conmigo. Le prometo un mes completo de felicidad. —Aleccionado por la experiencia anterior supo que dos meses de matrimonio es demasiado.

EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña   La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus r...