Charles Dickens & Lucila Adela Guzmán
El día en que mi padre se brotó yo
tenía siete años. Y sí, así solían decir algunos vecinos que cuchicheaban mi
nombre con lástima. Decían: “Raymundo se brotó” para caer luego en la misma
frase de siempre: “pobre Manuel”.
El hecho sucedió a comienzos de la primavera.
No podría haber ocurrido en otro momento del año: Mi padre estaba loco, pero no
como para brotarse en plena época invernal.
Abuela me sacó de la casa de mis padres
y mientras hablaba de la maldición escrita en un árbol que, tardé mucho en
entender, era el genealógico, lloraba despotricando contra su finado esposo: mi
abuelo, quién había muerto asfixiado tratando de enterrarse junto a su locura.
Desde Juana la loca hasta el loco Chávez pasando por aquellos trillizos que
habían resultado ser unos chiflados, mi abuela nombró varios casos de insania
familiar y solo dejó de hablar cuando entendió que quizá yo, con mis siete
años, pudiera resultar un adelantado, pues al fin y al cabo yo era, como solía
llamarme papá: “el pequeño retoño”
Los médicos se abocaron a la
prevención, mi salud mental era para ellos una materia de estudio e
investigación. Para mí se trataba de una simple cuestión botánica. Un árbol, un
retoño, un brote.
Finalmente llegó la locura y me
maravillé de que alguna vez hubiera podido tenerle miedo. Ahora podía entrar en
el mundo y reír y gritar con los mejores de entre ellos. Yo sabía que estaba
loco, pero ellos ni siquiera lo sospechaban. ¡Solía palmearme a mí mismo de
placer al pensar en lo bien que los estaba engañando después de todo lo que me
habían señalado y de cómo me habían mirado de soslayo, cuando yo no estaba loco
y solo tenía miedo de que pudiera enloquecer algún día! Y cómo solía reírme de
puro placer, cuando estaba a solas, pensando lo bien que guardaba mi secreto y
lo rápidamente que mis amables amigos se habrían apartado de mí de haber conocido
la verdad. Habría gritado de éxtasis cuando cenaba a solas con algún
estruendoso buen amigo pensando en lo pálido que se pondría, y lo rápido que
escaparía, al saber que el querido amigo que se sentaba cerca de él, afilando
un cuchillo brillante y reluciente, era un loco con toda la capacidad, y la
mitad de la voluntad, de hundirlo en su corazón.
He tenido la suerte de vivir en estos
tiempos que corren y que, por cierto, corren a una velocidad vertiginosa pero,
justamente, es la celeridad con que se vive la que le ha dado cierta
invisibilidad a mi forma de actuar. Son las bondades de vivir en el siglo XXI,
ya nadie se extraña al ver a un hombre hablar solo mientras camina por la
calle, y puedo hacerlo sin ningún disimulo, puedo reírme a carcajadas, incluso
llorar mientras hablo en tono fuerte haciendo ademanes con la cabeza y manos.
Lo más increíble es que a nadie se le ha ocurrido verificar mi estado y que, a
raíz de mi fobia, nunca, jamás me verán usando un aparatejo de estos al que los
que se dicen cuerdos llaman celular.
EL VIEJO LIBRO
G. K. Chesterton & João Ventura
Mala noche para venir a explorar el
camposanto de la iglesia. Pero tal vez valiera la pena. El camposanto se
hallaba junto a las cenicientas orillas del bosque, sobre una corcova o dorso
del césped verde que, a la luz de las estrellas, era grisáceo. Casi todas las
sepulturas estaban en una pendiente, y el camino que llevaba a la iglesia era
tan empinado como una escalera. En lo alto de la colina, en el plano, aparecía
el monumento al que debía su fama aquel lugar, lo que contrastaba con las
sepulturas sin formas que lo rodeaban, porque era obra de uno de los más
célebres escultores.
Subí por el sendero, mirando las tumbas
que parecían no haber sido visitadas desde hacía mucho tiempo, con sus las
piedras cubiertas de musgo y ennegrecidas por el paso del tiempo. Cuando llegué
a la puerta de la iglesia, el viento helado que ya soplaba al subir aumentó de
intensidad. Sentí un escalofrío y levanté el cuello de la capa que llevaba
puesta.
Introduje en la cerradura la llave que
me había confiado el párroco del pueblo del valle, no sin antes advertirme de
los riesgos que corría. Cuando me despedí de él, debía de estar rezando
avemarías por la salvación de mi alma. La llave giró con cierta dificultad y
empujé la puerta, que se resistió al principio, pero acabó cediendo.
Encendí la linterna que llevaba conmigo
y la alcé por encima de la cabeza para mirar dentro del templo. Tenía una
inusual estructura circular, con un altar central y bancos a su alrededor.
Miré la hora. Aún tenía tiempo de
preparar las cosas, el ritual no tendría lugar hasta medianoche. Saqué los
detectores de ectoplasma de mi mochila y los coloqué disimuladamente en la base
de los bancos. Me aseguré de llevar colgado del cuello el medallón protector contra
los malos espíritus.
Hace unos años encontré en una librería
un viejo libro, escrito por un oscuro fraile de un monasterio que hacía tiempo
que había sido destruido en las guerras de religión que asolaron el continente.
Describía una iglesia, en lo alto de una columna, junto a un cementerio, donde
cada tumba estaba conectada a la iglesia por un túnel. Y cada año, a medianoche
del solsticio de invierno, los muertos se reunían en la iglesia en un siniestro
ritual.
Me costó más de dos años de viajes por
todo el país identificar a qué iglesia se refería el libro. Hasta que la
encontré.
El viejo libro también describía la
fórmula para impregnar un medallón con el poder necesario para resistir a los
espíritus agresivos.
Y aquí estoy, esperando la medianoche.
La pared circular tiene algunos recovecos, tal vez hubiera allí pequeños
altares. Elijo uno para esconderme detrás.
Cuando faltan cinco minutos, una
trampilla oculta se abre junto al altar, y de ella empiezan a salir figuras
vestidas de negro que ocupan los bancos circulares. El receptor de mi cinturón,
supuestamente en simpatía con los detectores de ectoplasma, no detecta nada...
¡Y de repente me doy cuenta de por qué! No son entidades inmateriales, puros
espíritus, son cuerpos que están entrando y llenando la iglesia.
Cuando el último sale por la trampilla,
todos se levantan y se enciende de repente una hilera de velas en candelabros
adosados a la pared. La luz parpadeante de las velas aumenta la atmósfera
siniestra del cónclave.
El líder de la reunión respira hondo y
dice con voz grave que resuena en las paredes de piedra:
—Hermanos de la Noche, hay alguien
entre nosotros que no pertenece. Pero lo hará. Traedle aquí.
Como ordenados por un engranaje, todos
giran en mi dirección. No tiene sentido esconderse. Los dos más cercanos me
agarran y me conducen al altar.
—Has venido por voluntad propia para
asistir a una reunión de los Eternos. Te convertirás en uno de ellos.
De un tirón, me arrancó el medallón del
cuello, mientras reía tan fuerte que se me heló la sangre.
—¡Magia infantil! —dijo sarcásticamente—.
Ponedlo en el altar.
Se acercó portando un cuchillo cuya
hoja brillaba a la parpadeante luz de las velas. Alguien le pasó un cuenco, me
golpeó en el cuello y recogió la sangre que fluía en el cuenco. Antes de perder
el conocimiento, vi cómo la copa pasaba de mano en mano y cada uno se la
llevaba a los labios.
Y hoy soy uno más que participa en el
ritual.
FANTASMA POR ENCARGO
Daniel Defoe & Luz Darriba
Algunos caballeros, hastiados de perder
su tiempo en inútiles guerras, deciden darse un respiro ejerciendo las tareas
más estrambóticas. Es el caso del caballero de nuestra historia que, harto de
servir a causas elevadas, pensó simplemente en solazarse entre finales y
comienzos de contiendas. Por eso un día, apostando por introducir algo de humor
en su vida, se ofreció como fantasma particular para amenizar veladas en
parajes alejados del mundanal ruido. ¿Quién no ha querido tener un fantasma
propio, aunque no sea el de la Ópera? Así fue como, llamémosle Eleodoro,
comenzó su carrera de espíritu, anclando temporalmente armadura, lanza y equino
de cabecera.
Quien lo contrató intentaba
proporcionar a su familia esa alegría morbosa de convivir con un ente del más
allá, toda una acreditación para una casa que se precie de abolengo. Pero, para
que el desempeño fuese verdadero y no una vulgar fantasmada, Eleodoro debía
tomárselo muy en serio, y entonces comenzó por practicar arrastrando cadenas y
grilletes en sus piernas, dar sustos a los niños y a las personas mayores,
cambiar cosas de lugar para crear inquietud…
Para alguien que había vivido de guerra
en guerra, aquello era un juego infantil que, por otra parte, resultaba
excitante. No obstante, si quería adquirir buena fama para luego echarse a
dormir, debía llevar a cabo meticulosamente su función de alma en pena. Por lo tanto,
de acuerdo con su empleador, comenzó a hacer incursiones más largas y vistosas,
se envolvió en una sábana gastada y se propuso pasar velozmente por el patio
interior de la casa justo en el momento en que hubiera citado a otras personas,
para que estuvieran en la ventana y pudiesen verlo. Ellos difundirían después
la noticia de que en la casa había un fantasma. Con este propósito, el amo y la
esposa y toda la familia fueron llamados a la ventana donde, aunque estaba tan
oscuro que no podía decirse con certeza qué era, sin embargo se podía
distinguir claramente la blanca vestidura que cruzaba el patio y entraba por
una puerta del viejo edificio. Tan pronto como estuvieron adentro, percibieron
en la casa una llamarada que el caballero había planeado hacer con azufre y
otros materiales, con el propósito de que dejara un tufo de sulfuro y no solo
el olor de la pólvora. Ya estaba siendo todo un profesional en el manejo de los
artilugios adecuados que estimularan el convencimiento, no sin ciertos
inconvenientes debidos a su torpeza al caminar a oscuras. Una vez, por ejemplo,
casi se prende fuego con una lámpara de queroseno cuya mecha encontró apego a
aquella sábana cada vez más sucia y derruida. Otra, tropezó por esas escaleras
en voladizo de la casa y casi se rompe todos los huesos, y, el colmo, fue
cuando el más pequeño de la familia, el típico malcriado, se restregó los
morros contra su sábana para limpiarse los mocos. Todo fue sumando puntos para
que se despidiera de aquel trabajo ocasional que ya había dejado de ser
divertido, así que arregló cuentas con su empleador y planificó el futuro. Supo,
si es que al final los fantasmas o los seudo fantasmas lo perciben todo, que habían
inventado un prodigio llamado Internet, en una época que en algunos territorios
era futuro y, en otros, presente casi pasado. No sabía cómo, pero llegaría
hasta ese tiempo en que una caja iluminada contemplaba universos: aquello era
más digno de búsqueda que el famoso Santo Grial que había dado tanta guerra. Y
hablando de guerras, también se había enterado que ya nada de armaduras y de
espadas, así que, aquello como empleo, tenía que ser la hostia de sencillo.
LA PARTIDA
Horacio Quiroga & Juan Pablo Goñi
Capurro
Apareció de la nada, sin historia y sin
propósitos. Se instaló al atardecer en el bar, un sábado.
Fuera de beber, el hombre no hizo otra
cosa que cantar alabanzas a su bastón –un nudoso palo sin cáscara–, que ofrecía
a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los peones
probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en efecto,
resistía a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al mostrador y
cruzado de piernas, sonreía satisfecho. Al día siguiente el hombre fue visto a
la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón. Desapareció
luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al crepúsculo
por entre las ruinas.
Llamó la atención que no llevara el
bastón. Repitió la acción de acodarse en el mostrador, ante un público más
escaso. Extrajo de sus ropas, veteranas de mil atardeceres, un fajo grueso de
billetes. Se abanicó con ellos, alardeando. Desde la mesa del truco lo invitaron
a jugar. Debió advertir las miradas codiciosas que cruzaron los jugadores.
Empero, fue. “Mano a mano”, dijo, dejando caer el fajo en la mesa. El gallego
bancó la apuesta, el colorado jugando por él. La partida acabó en tres manos.
Su juego fue tan torpe que sentimos pena. Se marchó sin aceptar la ronda que
invitó el gallego.
Lo vi tres años después, en otro
pueblo, en otro bar. Bebía sin apuro, en tanto alguno desafiaba la dureza del
bastón. Recordé el rostro masacrado del gallego, el vientre torturado del
colorado, el paso de los pistoleros casa por casa, buscando la parte mayor del
dinero. Salí antes de enloquecer. Le hubiera clavado tres tiros, pero ahí era
visitante y mi puesto de milico es mi único bastón.
LA TIERRA PROMETIDA
Fedor Dostoievski & Claudia Isabel
Lonfat
Podría decirse que el principio del fin
se fue gestando desde que la polarización ideológica tomó fuerza. Las
distancias se agrandaron a niveles donde la convivencia social, con quien
pensara distinto, se tornaba imposible. Después apareció la pandemia, y fue
solo cuestión de tiempo para que se produjera el desastre.
Los medios, defensores de intereses
corporativos y espurios, operaban contra la cuarentena, la vacunación, y
arengaban a la población a rebelarse contra la autoridad.
Los comerciantes y empresarios de pequeñas
y medianas empresas se fundieron, y no hubo ayuda del estado. Así que tuvieron
que trabajar solos o malvender parte de sus bienes para sostener lo poco que
les quedaba y pagar los sueldos. Esto generó odio entre empleadores y
empleados; los últimos solo querían cobrar y poco les importaba la situación de
su empleador. Cuando se cortó la cadena de pagos, los empleados tomaron las
empresas para hacerlas propias, y lo consiguieron, porque el resto de la
sociedad, que también eran empleados de alguien y querían cobrar sus sueldos,
se armaron con lo que tenían para quedarse con las empresas primero, y sus
casas después.
La gente se moría. Le tenían más miedo
al saqueo que al virus. Caían centenares. Algunos no llegaban a los hospitales.
Fallecían en las calles, atascados en los enormes embotellamientos. El virus se
desarrollaba demasiado rápido; en pocas horas los pulmones colapsaban. Solo
unos pocos, con inmunidad natural, lograban sobrevivir, y eran raptados por
dementes que buscaban nuevos dioses.
La gente se volvió salvaje. Ya nadie
trabajaba la tierra. Aquí y allá, los hombres formaban grupos y se comprometían
a no disolverse, pero poco después olvidaban su compromiso y empezaban a
acusarse entre sí, a contender, a matarse. Los incendios y el hambre se
extendían por toda la tierra. Los hombres y las cosas desaparecían. La epidemia
seguía extendiéndose, devastando. En todo el mundo solo tenían que salvarse
algunos elegidos, unos cuantos hombres puros, destinados a formar una nueva especie
humana, a renovar y purificar la vida. Pero nadie había visto a estos hombres,
nadie había oído sus palabras, ni siquiera el sonido de su voz.
Los nuevos profetas de la tierra
estaban hablando desde las redes sociales, y cada día se iban sumando adeptos
que salían como caballos desbocados a destruir a los otros profetas, los que
buscaban la paz, la unidad; pero estos últimos no tenían prensa. Los canales de
TV les pertenecían a los otros, los dueños de todo, y los que habían logrado
infiltrarse para pedir la pluralidad de voces, fueron inmediatamente
neutralizados. Ninguno de ellos se ensuciaba las manos. La destrucción era
mediática, y mucho más efectiva.
Volvieron las viejas profecías locales
y extranjeras, con sus pobres o elaboradas interpretaciones, iban de la teoría
de la raza superior extraterrestre mezclada con primitivos, de la cual
supuestamente surgimos, hasta la típica logia que buscaba un mundo poco
habitado, acorde a los recursos, frente a la inminente destrucción del planeta.
Otros más delirantes, apoyaban la teoría del arca de Noé, y creían que solo se
salvarían los elegidos de Dios. Los espirituales, no aferrados a las
religiones, esperaban al que supuestamente viajaría desde el norte a
presentarle batalla a los rebeldes.
Nadie se daba cuenta que el frío mataba
el virus. Tan ocupados en destruir e imponer sus pobres ideas, que no podían
ver lo importante. Por suerte, falta mucho para que alguien lo descubra. Los
que querían todo el poder, destruyeron aviones, hundieron barcos, y están
atorados en el infierno de cada ruta; los mata el hambre, el virus y el odio.
La selección natural está en marcha.
LA TORRE
Ryunosuke Akutagawa & Chelo Torres
La luz procedente de la torre brillaba
en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un
grano colorado, purulento. El hombre, es decir, el sirviente, había pensado que
dentro de la torre solo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones
notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando
vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el
techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en una
noche de lluvia como aquélla? Silencioso como un lagarto, el sirviente se
arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo
encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior
de la torre.
Una silueta femenina se afanaba en
buscar entre los papeles de un viejo baúl. ¿Qué estaría buscando? Encontró un
mapa y lo sacó, buscó con la mirada un lugar donde explorarlo, se dirigió hacia
una mesa y sin hacer ningún intento de librarse del polvo que había en ella, lo
extendió. Colocó dos velas a los extremos. Durante unos minutos estuvo
observando, luego apareció una sonrisa en los labios y sus ojos brillaron.
Parecía que había encontrado lo que buscaba. Pero… ¿Quién era aquella mujer? El
sirviente no la conocía y permaneció en su escondrijo. No era un hombre muy
corpulento, ni practicaba ningún arte de la lucha, por lo que tenía miedo de
que la intrusa llevara consigo armas y las utilizara contra él. Decidió descender
la escalera y buscar refugio en la planta baja a la espera de que la mujer
decidiera marcharse. Si lo hacía de forma repentina y le encontraba allí, quien
sabe lo que podría pasar.
El sirviente bajó los escalones en
silencio. La torre tenía casi dos pisos de altura sin descansos intermedios. En
la antesala de la torre se distribuía un sofá y cuatro sillones estilo Luís XV.
El hombre no sabía por qué los dueños lo habían dejado allí, ya que nadie los
utilizaba para sentarse, pero seguro que tendrían algún motivo, o quizá
simplemente estaban allí porque estorbaban en otro lugar. Dado que en esa zona
no había luz, utilizaría los muebles para agazaparse entre ellos y así pasar
desapercibido cuando bajara la intrusa. ¿Cómo habría descubierto dónde se
hallaba el mapa? Y lo más importante ¿Qué información estaba guardada en aquel
mapa?
Oyó pasos, la mujer empezaba a
descender, el sirviente se encogió más todavía. El miedo lo invadía cada vez
más. Aquella mujer no podía ser buena. Ella llegó al último escalón y miró a su
alrededor. No vio a nadie y echó a correr. El sirviente lanzó un suspiro, había
conseguido que no lo viera, aunque en ese momento se enfrentaba a otro dilema
¿Cómo iba a explicarle lo sucedido al dueño del castillo? ¿Cómo decirle que
alguien había entrado sin permiso, había registrado la torre y se había
marchado con un mapa sin que nadie la detuviese? Al menos debía intentar
seguirla, conseguir información.
Un coche se alejaba ya de la propiedad
pero no le sería difícil no perderlo de vista; en las proximidades no había
construcciones, un camino estrecho conducía a la carretera pero lo separaban de
ella más de treinta kilómetros. Al propietario no le gustaba tener vecinos
cerca. Las luces rojas de los faros traseros se veían a bastante distancia.
Mateo, el sirviente, la siguió a distancia pero cuando llegó a la carretera se
acercó. El tráfico le sirvió para camuflarse.
Después de una media hora de conducir,
la mujer abandonó la carretera y se internó en un pequeño pueblo. Aparcó y
entró en una casa antigua con puertas enormes y paredes de piedra. Mateo aparcó
un poco más lejos. Se arrepentía de haber ido tras ella ¿Qué iba a pasar
después? Se había quedado sin saber qué hacer y dudando si volver al castillo o
esperar un poco más, a fin de cuentas su misión era tener preparada la cena y
tal como estaban las cosas, esa noche no lo iba a lograr. Regresaría a sus
quehaceres.
En el momento en que embragó el coche, vio
salir de nuevo a la mujer con una pala en la mano. De nuevo se vio tentado a
seguirla. Esta vez la mujer se dirigió a la montaña. El seguimiento se había
complicado. Si se acercaba, ella lo vería. La mujer giró por un camino que
conducía a un refugio de cabras. Mateo se sintió atrapado y no tuvo más remedio
que seguir y disimular su persecución. Cuando pudo llegar a un punto en el que
podía dar la vuelta, la mujer había desaparecido. Pasó por delante de la casa
donde había parado pero estaba a oscuras y el coche no se encontraba aparcado
en la cercanía.
Había llegado el momento de regresar al
castillo. Durante el viaje de vuelta, solo se le ocurrían pensamientos
descabellados, pero estaba seguro que ninguno de ellos tendría que ver con la
realidad.
Las luces de la propiedad estaban
encendidas, eso quería decir que el propietario ya había llegado y seguro que
le daría una buena reprimenda por no tener preparada la cena todavía.
A pocos metros de la mansión, escondido
tras unos árboles se encontraba el coche de la mujer. Mateo se quedó helado.
¿Qué había pasado? ¿Ella se había percatado de que la seguía? Sintió temor ¿Por
qué había vuelto?
Entró a hurtadillas en la casa, el
silencio inundaba todos los rincones. Recorrió unas cuantas estancias hasta
llegar a un gran salón iluminado. Había alguien tumbado en el suelo. El
sirviente se acercó y comprobó, como era de suponer, que quien yacía en el
suelo era su señor. Tenía una daga de plata con piedras preciosas incrustadas
clavada en el corazón y de sus colmillos rezumaban sendos hilillos de sangre.
LO INEFABLE
Guy de Maupassant & Hernán
Bortondello
Algunos, los que lo afrontamos, sabemos
que nos rodea, atraviesa y compone, que puede estar no estando y, presente, no
estar, pero no poseemos ninguna prueba de ello, ni fotografías ni grabaciones, apenas
si la cíclica aparición de testigos que nunca tendremos en cuenta, ya por la
fragilidad de sus testimonios, ya por los inconfesos celos que nos despiertan…
intuimos que hace y deshace, porque sí, pero no sabemos qué ni cómo… ansiamos
que nos ame, que nos odie o ambas cosas, pero tememos que ni nos ame, ni nos
odie, ni ambas cosas.
Otros, huimos de lo que no existe con
pavor verdadero, cambiamos su nombre para evadirlo, para no rendir bibliotecas
de geometría… negamos lo improbable con toda la ferocidad de nuestra
sobrevalorada lógica, tan poco confiable en su exactitud, tan de llevarnos a
caminos sin salida; hija de lo concreto y nuestra limitada captación.
No podemos explorarlo con nuestros
mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni
lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella
ni los de una gota de agua… con nuestros oídos que nos engañan, trasformando
las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten
milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen
surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza...
con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del
gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.
Sin embargo, aquello que para nosotros existe
y no existe, gotea lenta y constante sobre la piedra que obstruye nuestra
anástasis y llamamos subconsciente… y vendrá el tiempo en que la última gota termine
de horadar el séptimo sello… y distinguiremos la edad del vino, olfatearemos
más que todas las jaurías, y dejaremos atrás la música, vibrando, vibrando…
NUEVA EXISTENCIA
Bram Stoker & Nicola Schorm
—¿Usted es nueva acá, no? —El mayordomo
se inclina levemente ante la distinguida y bella señorita.
Mientras, ella se toca con movimientos
inseguros el cabello, algo revuelto, y mira con ojos incrédulos alrededor.
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
Lentamente lleva su mano derecha al
cuello, rozando la pequeña cicatriz a pocos centímetros del ángulo de su mandíbula.
Parece algo confundida. Y repite su pregunta, con cierto apremio en la voz—: ¿Dónde
estoy?
—Mire, esta es la casa de campo del conde.
Usted lo habrá conocido, seguramente.
Ella frunce el ceño, sacude lentamente
la cabeza y cierra apenas los ojos, dudando de los recuerdos que revolotean en
su mente.
Hay particularmente dos que la
desconciertan. En ambas se ve en los brazos de un atractivo caballero. Pero mientras
en uno siente el beso apasionado, su corazón palpitar y el deseo de entregarse
por completo al amado, en el segundo su corazón se detiene, estalla en incontables
partículas, rojas todas, sangrantes todas, al igual que la herida causada por
el mordisco de él. Él, el más apuesto, más cariñoso y caballero de todos… los
chupasangres. Pero, vampiro al fin.
Suspira. Sabe que ya no tiene caso
arrepentirse de su entrega que, de todas maneras, iba a
ocurrir tarde o temprano. La había seducido con sus galanterías, sus palabras
intrépidas pero tan dulces…
Se acomoda la ropa y decide ir al
encuentro con él, lo más pronto posible. Si no pudieron estar juntos en
aquella, ya lejana existencia, nada ni nadie lo iba a impedir en esta.
—¿Dónde se encuentra el conde? Es
imperioso que me lleve con él.
Torcida la sonrisa, la respuesta del
mayordomo.
—El conde no frecuenta este lugar. Esta
casa es algo así como un campo de refugiados. Un lugar intermedio, hasta que se
acostumbre a su nueva vida. ¿Me entiende?
Ella mira alrededor, recién ahora percibe
la presencia de otros seres, aunque algo desdibujados. Casi todas mujeres.
—Pero, luego ¿lo voy a ver? ¿Cuánto
tiempo estaré acá?
—Mire, usted se dará cuenta pronto de
las ventajas que implica… su nueva existencia. No se enfermará nunca más. No
tendrá deseos de comer ni de tomar. Todos los días, habrá suficientes conservas
de sangre, como para saciar sus necesidades. No hará falta que cace animales,
ni que salga en búsqueda de… humanos. Inclusive, con el tiempo sabrá volar. Y
otras cosas. Pero ahora tiene que acostumbrarse. En un principio no puede entrar
a cualquier lugar, a menos que haya algún habitante de la casa que se lo
permita; aunque después pueda hacerlo cuándo y cómo quiera. Sus poderes cesan,
como los de todas las cosas malignas, al llegar el día. Solamente en algunas
ocasiones puede gozar de cierto margen de libertad. Si no se encuentra
exactamente en el lugar debido, solamente puede cambiarse al mediodía o en el
preciso momento de la puesta del sol o del amanecer. Son cosas que hemos
sabido, y que en nuestros registros hemos probado por inferencia. Así, mientras
puede hacer lo que guste dentro de sus límites, cuando se encuentra en el lugar
que le corresponde, todo saldrá bien. Con un poco de suerte, en veinte años
estará lista para ver al conde.
—¿Veinte años? —Abre los ojos que da
miedo—. ¿Usted está loco?
—Me temo que no. Además la lista de
espera es larga. Hay doscientas ochenta y una señoritas antes que usted. Vamos,
que le voy a enseñar su habitación.
Abatida, lo sigue, sus pies apenas
tocan el piso, y ni se asombra cuando pasan al lado de un espejo gigante. No ve
al mayordomo. Tampoco a sí misma.
UN PEQUEÑO DETALLE
Mark Twain & Joyce Barker
—¡Juan!, ¿qué haces acá? El barco no
volverá a zarpar hasta el próximo verano.
—Lo sé, pero el cambio de planes fue
algo que mi férrea moral no pudo dejar pasar: en el puerto, una joven lloraba
desconsolada y me acerqué a ofrecerle mi ayuda. Usando un acento que me resultó
extraño me dijo que en su casa ya no era posible vivir y que debía regresar a
buscar sus cosas. Me ofrecí a acompañarla hasta su pueblo, como un leal
desconocido. Pero claro, tú me conoces: era joven y bonita, a pesar de su
desaseada apariencia; y nadie en el puerto parecía interesarse en su deplorable
estado ¡Cómo iba a dejar a una pobre mujer sufriendo sola! La acompañé,
caminando por el sendero de la montaña, pensando en que podría aprovechar el
viaje para buscar piedras interesantes. A pocas horas de recorrer el camino
escarpado, se asomó entre los árboles un villorrio de penosas edificaciones hechas
de barro y paja, y un hedor insoportable nos dio la bienvenida. Avanzamos por
el humilde caserío hasta una explanada de tierra, aunque su función era la de
una plaza de pueblo. Cauteloso y desconfiado, observé a los lugareños. Eran
hombres recios y fornidos, curtidos por la intemperie, de pelo largo y
cubiertos de caprichosos andrajos. Había jóvenes de mediana estatura y rostros
horribles vestidos de la misma manera; había mendigos ciegos con los ojos
tapados o vendados, lisiados con piernas de palo o muletas, enfermos con
purulentas llagas mal cubiertas por vendas; había un buhonero despreciable con
sus baratijas, un afilador, un calderero y un barbero cirujano con las
herramientas de su oficio. Algunas de las mujeres eran niñas apenas
adolescentes, otras se hallaban en la edad primaveral, otras eran brujas viejas
y arrugadas; pero todas ellas eran gritonas, morenas y deslenguadas, todas
desaliñadas y sucias. Eran extranjeros que seguramente habían llegado en barco,
expulsados de sus pueblos.
—Pobres malnacidos; he escuchado hablar
de esos vertederos humanos: delincuentes, mendigos, prostitutas. Lo más curioso
es que siguen ejerciendo sus oficios, ya caducos para estos tiempos, ¡qué gente
más despreciable! ¿Habrá sido ese su motivo para escapar?
—No lo sé. Siempre esquivó mis
preguntas. Me acuerdo que al entrar a su casa oscura y pestilente, irrumpió con
un brusco: "¡Levanta eso!", pero antes de increpar su osadía, escuché
unos alaridos terribles que provenían de la calle y me asomé por la ventana: Un
anciano cojo, perseguía a una mujer obesa que se arrastraba patéticamente. Salí
raudo a confrontar al decrépito anciano; pero él, al verme, corrió hacia mí, me
agarró del cuello y me tiró al piso, inmovilizándome con su cuerpo pestilente.
Al soltarme, siguió correteando a la enorme mujer, hasta alcanzarla y cargarla
en sus brazos. Entre las burlas de los mamarrachos que me miraban, regresé a la
casa. La joven tenía dos platos servidos y las bolsas listas para el viaje.
"Después de comer, bajaremos al pueblo", dijo, y eso hicimos. Cuando
arribamos, me dijo que la dejara en el mismo lugar donde la encontré y, por
supuesto, no quise insistir: Había tenido suficiente.
—¡Yo también! —rio, agotado de
escucharlo—. Pero ¿te parece que continuemos en la cantina?
Los amigos caminaron por la calle, sin
percatarse que un pesado remolque se había soltado y que venía a gran velocidad
hacia ellos. Juan, sin pensarlo, lo frenó con las manos y lo empujó.
—¡Haber ido a ese pueblo me hizo fuerte!
¡Es extraordinario! —Luego recordó, que en ese tórrido caserío, no había visto
a niños pequeños, y se le revolvió el estómago, pero no quiso vomitar.
AL BORDE DEL TABLERO
Stefan Zweig & Oscar De Los Ríos
Me encontraba charlando, luego de una
ausencia de dos años, con mi amigo, el maestro Soria. Café de por medio me puso
al corriente de las novedades en el mundo ajedrecístico, siendo la noticia más impactante
la reclusión del Zurdo López en una institución psiquiátrica.
—La locura del Zurdo —dijo Soria— se
manifestó luego de que a Manuel de Pauli le diera un infarto mientras
disputaban la partida de la cual saldría el campeón rosarino.
—¿Y los médicos que opinan?
—Creen que se debe al shock
postraumático por la muerte de su compañero y contrincante.
Ambos nos largamos a reír. Sabíamos que
se odiaban, y Manuel debió aceptar la muerte con una sonrisa, con tal que el
Zurdo no saliera campeón. Así sucedió: ese año el campeonato quedó acéfalo.
Después de despedirme de Soria me
dirigí a la clínica donde estaba internado el Zurdo.
Encerrado en una habitación acolchada,
lo observé desplazarse de una punta a la otra repitiendo como un loro: “a4, h5,
g7, f6…”, para recomenzar, luego de una pausa: “a4, h5, g7, f6…
Consternado por verlo en esa condición,
estaba por retirarme cuando el doctor Sergio Márquez me preguntó si comprendía
el significado de aquellos monosílabos, ininteligibles para él. De más está
decir que le manifiesté que se trataba de la nomenclatura ajedrecística que se
utiliza para asentar el movimiento de las piezas y poder, por ejemplo, repetir
una partida.
—¡Ah!, así que era eso —me dijo—. Esto
le da un nuevo enfoque a la situación, me gustaría hacer un experimento. ¿Sería
usted tan amable de acompañarnos a la Asociación Rosarina de Ajedrez, donde se
originó todo? Solo usted, el paciente y yo. No es peligroso.
Nos trasladamos al local donde se
realizó el torneo. Dejaron al Zurdo en el centro mismo del salón y este comenzó
a caminar.
Lo miramos, un tanto asombrados, pero nadie
más que yo, porque me llamó la atención que, a pesar de toda la violencia de
ese nervioso ir y venir, sus pasos medían siempre el mismo espacio. Era como si
hubiese una barrera invisible en medio del vasto salón que lo obligaba a chocar
y regresar. Y, espantado, reconocí que su caminata reproducía inconscientemente
la medida de su reciente prisión; exactamente así debía haber ocurrido en los
meses de su encierro, como un animal enjaulado, con los puños cerrados igual
que en aquellos momentos, convulso, con los hombros encogidos; así y solo así
debía haber caminado mil veces, con las luces rojas de la demencia encendidas
en la mirada fija y no obstante febril.
Algo hizo clic dentro de mí y terminó de
caerme la ficha. Le pedí al presidente de la asociación la planilla del
encuentro entre el Zurdo y Manuel y me dirigí hacia él. A poco de avanzar creí
chocar contra el borde de un tablero. Un escalofrío me recorrió la espalda; estaba
entrando en su mundo paralelo. Consulté la última movida de Manuel, que era al
mismo tiempo un jaque. Visualicé un tablero imaginario y me situé en la casilla
que ocuparía el rey saliendo del jaque. El desconcierto del Zurdo ante mi
irrupción duró apenas un instante. Enseguida se desplazó como lo haría un
alfil, para clavar un caballo. Así seguimos hasta que dio jaque mate. Luego se
desmayó. El doctor Márquez y los enfermeros estaban anonadados y no comprendían
nada.
—En su mente aún estaba esperando el desenlace
de la partida que lo coronaría campeón. El mate en seis era inevitable y lo que
hicimos fue terminarla —les dije a guisa de explicación.
A la semana de estos acontecimientos
llamé al doctor Márquez para saber cómo seguía el Zurdo. Me informó que su
recuperación había sido notable y que pronto le darían el alta. Luego de darme
la información me preguntó quién hablaba. Corte sin contestarle, estaba ansioso
por la revancha y, bajo mi pie derecho, volví a sentir el borde del tablero.
UNA PAREJA FELIZ
Marcel Proust & Gabriel
Trujillo Muñoz
Heriberto Granados regresó a su ciudad
natal, el puerto de Ensenada, en los días del carnaval, cuando toda la
población salía a la calle, gritando, bailando y bebiendo hasta el amanecer.
Como viajero incansable, como buscador
de emociones fuertes, Heriberto no esperaba gran cosa del modesto desfile de
carnaval de Ensenada, pero estaba equivocado, pues pronto se topó con Débora
Sanabria, una lugareña de sonrisa pronta, espigada, llena de vitalidad y ganas
de comerse el mundo de un solo bocado.
Unos minutos más tarde, en una palapa
en la playa, se contaron sus respectivas vidas. Heriberto le relató sus
correrías por Europa, como comprador de antigüedades para una casa de subastas
en la ciudad de México. Débora le expuso que no tenía más planes inmediatos que
la ecología y los paseos en bicicleta; que trabajaba como promotora de
medicinas alternativas y herbolaria para la comunidad de gringos viejos que
residía en el puerto y que dependían de sus cuidados.
Las primeras semanas fueron
inseparables. Heriberto no se cansaba de ella, pero todo tenía un límite. La
muchacha intentó hacerlo un vegetariano radical, que anduviera de paseo con
ella en bicicleta a todas horas del día, que acudiera a las manifestaciones
contra las corridas de toros que amigos suyos organizaban. Así que tomó
distancia y por unos días dejó que las cosas se enfriaran entre ellos. Solo
para ver qué tanto resistía el no tenerla a su lado.
Como sea, Heriberto se había demostrado
a sí mismo que era muy capaz de resistir y pasarse sin verla, y ya no hallaba
inconveniente alguno en aplazar un ensayo de separación que podría poner en
práctica en cuanto quisiera. Además, ocuparía que esa idea de verla retornaba
con una seducción y novedad, con una virulencia que, embotadas un poco por la
costumbre, cobrarían nuevo temple con aquella privación de tres días, sino de
quince (por lo que dura la renuncia a un placer, debe calcularse por
anticipado, con arreglo al plazo fijado), privación que transformaba un placer
esperado, que se sacrifica fácilmente, en una felicidad inesperada, a la que no
podemos resistirnos. Y a más de eso, regresaba esa idea embellecida por la
ignorancia en la que estaba, por el amor que, después de tanto tiempo, volvía a
visitarlo, a confirmarle que era momento de sentar cabeza.
Así que decidió invitar a Débora a la
casa de sus padres, ya difuntos, en la parte vieja del puerto. Le dijo que
tenía una sorpresa para ella y con los ojos cerrados la condujo hasta la mesa
del comedor, donde le mostró a una joven amordazada, desnuda, amarrada de pies
y manos.
Débora volteó a verlo, con pánico en su
mirada.
Heriberto la tomó de los hombros y le
mordió el cuello hasta que el cuerpo de ella perdió todo color, toda lozanía.
Luego la sostuvo entre sus brazos mientras dejaba caer unas gotas de su propia
sangre en los labios de su compañera.
Cuando Débora volvió en sí, sus ojos
eran de un negro profundo y en ellos destellaba un ansia voraz, una sed nueva.
Heriberto, como todo un caballero, dejó que comiera primero de la joven
amordazada.
Minutos más tarde, cuando ella se
irguió, ya satisfecha, le preguntó con sorna si quería ir de paseo en
bicicleta.
Por supuesto, Débora prefirió una
corrida de toros.
Más tarde, sin embargo, en su muro de
Facebook ambos aparecieron como una pareja de veganos, invitando a sus
seguidores a probar comida macrobiótica, estilo feng-shui, en su
casa-restaurante, situada en la parte vieja de Ensenada.
Muchos acudieron.
Pocos regresaron.
EL PACIENTE
Anton Chejov & Alejandro
Bentivoglio
La descripción que puedo hacer del
asilo es relativa. ¿Acaso pueden confiar en mi palabra? No es que diga que
estoy demente, eso lo dicen otros. Yo no siento que mi forma de pensar o actuar
sea muy diferente a la de los demás. No lo sé, ¿cómo puede un hombre juzgarse a
sí mismo sin pecar de condescendencia o de una exageración de sus defectos?
En esta sala hay unas camas clavadas al
piso; en las camas, estos, sentados; aquellos, tendidos, hay unos hombres con
batas azules y bonetes en la cabeza: son los locos. Hay cinco: uno es noble, y
los otros pertenecen a la burguesía humilde. El que está junto a la puerta es
alto, flaco, de bigotes rojizos y ojos sanguinolentos, como los ojos irritados
de un hombre que llorara constantemente. La frente en la mano, está sentado en
la cama sin apartar los ojos de un punto. Día y noche entregado a la
melancolía, mueve la cabeza, suspira, sonríe a veces con amargura. Casi nunca
interviene en las conversaciones, ni contesta cuando le preguntan algo. Come y
bebe de un modo completamente automático todo lo que le sirven. Es un tipo
tranquilo. Nunca ha causado problemas. Nadie quiere meterse con él y aunque no
sabemos qué es lo que le pasa, los médicos dicen que no podría pasar afuera ni
un minuto. Que ni él, ni el mundo están preparados para su presencia. Nosotros
no lo sabemos. Muchos están verdaderamente desquiciados y otros tenemos cierta
lucidez. Pero, de cualquier manera, ¿quiénes somos para cuestionar lo que dicen
los doctores con sus batas blancas y sus pruebas?
Además, cuando él se aburre, se limita a caminar por las paredes y el techo, levitar o simplemente hacer aparecer dragones de sus manos. Dragones dóciles, eso sí, que ni un escupitajo de fuego escupen.
LOS DUEÑOS DE CASA
Charles Dickens
https://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Dickens
Daniel Defoe
https://es.wikipedia.org/wiki/Daniel_Defoe
G. K. Chesterton
https://es.wikipedia.org/wiki/G._K._Chesterton
Horacio Quiroga
https://es.wikipedia.org/wiki/Horacio_Quiroga
Fedor Dostoievski
https://es.wikipedia.org/wiki/Fi%C3%B3dor_Dostoyevski
Ryunosuke Akutagawa
https://es.wikipedia.org/wiki/Ry%C5%ABnosuke_Akutagawa
Bram Stoker
https://es.wikipedia.org/wiki/Bram_Stoker
Guy de Maupassant
https://es.wikipedia.org/wiki/Guy_de_Maupassant
Mark Twain
https://es.wikipedia.org/wiki/Mark_Twain
Antón Chéjov
https://es.wikipedia.org/wiki/Ant%C3%B3n_Ch%C3%A9jov
Marcel Proust
https://es.wikipedia.org/wiki/Marcel_Proust
Stefan Zweig
https://es.wikipedia.org/wiki/Stefan_Zweig
LOS DEPREDADORES
Joyce Barker Bucat es una arquitecta y escritora nacida en Santiago de Chile. Se dedica a los cuentos cortos de ficción. Ha publicado en antologías y en el fanzine Estrellita mía.
Hernán Ernesto Bortondello nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Ha desarrollado su vida laboral en la Informática desde 1975. Le gusta expresarse desde lo artístico: escribe, dibuja y pinta, tanto analógica como digitalmente, le gusta la fotografía de vida silvestre, crea artesanías con material de reciclaje y es fanático del cine y de la lectura desde niño. Ha publicado poesías y cuentos en grupos digitales de literatura como Escritores Independientes; Escritos, insomnio y café; Poetas y escritores del Mundo; etc., y sus relatos han sido publicados en revistas literarias como Sinergia y Cronopio. Trata de perfeccionar sus recursos y herramientas en distintos talleres literarios y, desde hace dos años, ancló en el TALLER 9, del que es un destacado animador.
Luz Darriba, artista multidisciplinar, nació en Montevideo en 1954. Se formó en las tres Escuelas Nacionales de Bellas Arte en Buenos Aires y estudio Filosofía y Letras en la UBA. Como artista visual ha realizado cientos de exposiciones así como macro intervenciones en emblemáticos espacios públicos y ha recibido numerosas distinciones internacionales. Formó parte del staff de la revista digital Foeminas, escribe artículos para diferentes periódicos de Galicia. En 2010 retoma su vieja vocación literaria. Publica Toda la gente errante, su primera novela y Juguetes para niños ciegos, Editorial Tandaia, Sgo de Compostela 2015. En 2011 recibe el Premio Ánxel Fole de relato, el 3º premio del certamen de relato de la Federación de Asociaciones Gallegas de la República Argentina y el 2º premio de relato de la Casa de Galicia en Frankfurt. En 2014 gana el Primer certamen de relatos por la igualdad de San Sadurniño. Sus relatos forman parte de numerosas antologías en España y Latinoamérica, como Bovarismos, antología de relatos escritos por mujeres. Escribe en SERMOS GALIZA, colabora con distintas publicaciones internacionales.
Juan Pablo Goñi Capurro es un escritor y actor argentino, radicado en la ciudad de Olavarría, nacido el 11 de octubre de 1966. Publicó: “Soltando la mano”, La Verónica Cartonera, España 2020; “El cadáver disfrazado”, Just Fiction, 2019; «Agosto», «Destino» y «Cabalgata» (Colección Breves), 2019; “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA 2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera, 2015. “Alejandra” y “Amores, utopías y turbulencias”, 2002. Ha publicado más de quinientos trabajos en antologías y revistas.
Lucila Adela Guzmán nació en la ciudad de Buenos Aires el 30 de Diciembre de 1960. Se formó como intérprete y coreógrafa en el Taller de Margarita Bali. Desde el año 2000 vive en Del Viso, pequeña ciudad en la provincia de Buenos aires, junto a su marido y sus cuatro hijos. A partir del año 2011, alentada por su familia y amigos decide mostrar algunos de sus trabajos. Finalista del concurso Premio Elevé de literatura infantil 2011, se le otorga una mención especial por su obra "Doctora de letras", que ha sido publicado en la colección Osa menor de elevé ediciones siendo presentada recientemente en la Feria internacional del libro. En noviembre de 2011 obtiene Mención especial del jurado en el segundo concurso Nacional de Poesía Corral de Bustos Ifflinger-Córdoba. En marzo de 2012 el jurado del IV Certamen internacional de poesía fantástica miNatura destaca como finalista a su poema "Goteras" siendo publicado en dicha revista. En abril de este año, a través del II concurso mundial de eco poesía la unión mundial de poetas por la vida selecciona a su poema “Resignación” para integrar una antología. En agosto del 2012 es finalista del concurso de poesía hispanoamericana “Gabriela” siendo seleccionada para integrar dicha antología.
Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Desde temprana edad mostro una gran inclinación por la lectoescritura y el arte en general. La poesía es su gran pasión, influenciada por la música, el lirismo de Luis A Spinetta, y los tangos que escuchaba con su padre. Con la llegada de internet y las redes sociales comenzó talleres y abrió dos blogs, uno de cuentos y otro de poesías. Así se inició en el mundo de las letras y empezaron a publicarla en revistas, portales y periódicos en formato digital y papel. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3, Cuentos de terror, Primera antología de escritores de Malvinas Aregentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y, además de la presente colección de cuentos está terminando otro libro de relatos breves. Su blog de poesía es www.laperladejanis.blogspot.com.
Nicola Schorm nació en 1961 en Sindelfingen, Alemania. Desde chica escribía poesía y pequeños cuentos y empezó a estudiar ciencias de teatro y literatura en Munich. Pero el amor la llevó a otros caminos, dejó sus estudios y siguió a su novio a su país, Argentina, donde se casó, tuvo hijos y echó raíces. Cambió la literatura por la odontología pero hoy en dia ejerce su profesión en paralelo a su pasión por la escritura. Publicó su primer libro en 2015 en Alemania (“Alte Heimat, Fremdes Land”) que está en proceso de ser traducido y será publicado próximamente. Sinfonia de dolor y deseo es una colección de cuentos que nos llevan a estados internos de búsqueda, angustia y desesperación, pero también a otros de deseo, entrega y amor. En 2018 publicó, "Tierra Lejana" (novela), bajo el sello Ediciones Ruinas Circulares.
Chelo Torres vive en Beniarbeig, Comunidad Valenciana, España. Trabajo en el Instituto de Pedreguer (Alicante) impartiendo inglés a adolescentes de 12 a 14 años. Vive en una urbanización tranquila, con unas vistas estupendas, tanto al mar como a la montaña. Sus aficiones favoritas son: la literatura, preferentemente fantástica, la música, la fotografía y, desde hace algunos meses, navegar por Internet. Se considera una géminis de cabeza a los pies. A los 14 empezó a escribir poesía y cuentos, actividad que abandonó a medida que los estudios se complicaron. Hace unos cuatro años retomó la escritura, con inexperiencia pero con muchas ganas. Gracias a un taller de literatura fantástica impartido por León Arsenal aterrizó en ese mundo, prolongando la actividad del taller en un grupo de trabajo llamado Alicantefantastica. Poco después llegó al Taller7 y más tarde al Taller 9, o sea que aun es de los que se estrenan en esos espacios.
Joao Ventura es portugués, docente universitario, le gusta leer y escribir, es casado y tiene dos hijos. Como le gustan las palabras, creó en la blogosfera un espacio para ellas, que naturalmente se llama “Das palavras o espaço”, donde va colocando textos con cierta irregularidad. Vive en Lisboa.
Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino, nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no).
Alejandro Bentivoglio nació en 1979 en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, Argentina. Publicó una docena de libros de microficción, varias micronovelas y una novela. Además, sus textos han aparecido en antologías de América y Europa y traducidos al griego, italiano e inglés. Algunas de sus microficciones pueden leerse en su cuenta de instagram (@bentivoglioalejandro) y en su blog: ultraficcion.blogspot.com.
Gabriel Trujillo Muñoz. Poeta, narrador y ensayista. Médico de profesión y profesor de la Universidad Autónoma de Baja California. Es pionero en el estudio de la ciencia ficción en México con obras como La ciencia ficción. Literatura y conocimiento (1991), El futuro en llamas (1997), Los confines. Crónica de la ciencia ficción mexicana (1999), Biografías del futuro (2000) y Utopías y quimeras. Guía de viaje por los territorios de la ciencia ficción (2016). Ha recibido, entre otros, mención en los Premios UPC de 1998 con su novela corta Gracos, Premio Bellas Artes Colima por obra publicada en 1999 por su novela Espantapájaros y el Premio estatal de literatura en cuento por el Instituto de Cultura de Baja California por su libro Aires del verano en el parabrisas en 2008, así como Premio binacional Excelencia Frontera 1998 por su trabajo en pro del arte fronterizo, otorgado por el Consejo de Bellas Artes de El Paso/Ciudad Juárez. Entre sus libros están: Laberinto (1995), Mezquite Road (1995), Espantapájaros (1999), Orescu. La trilogía de Thundra (2000, 2016), Mercaderes (2001), Lengua franca. De Frankenstein a Harry Potter (2002), Highclowd (2006), Las planicies del verano (2006), Transfiguraciones. Un misterio venerable (2008), Trenes perdidos en la niebla (2010), Pesca de altura (2013), Mundos distantes (2014) y El país de las hormigas rojas (2022).
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