sábado, 22 de junio de 2024

CUENTOS AL CUADRADO - TERCERA ENTREGA

 

Un arduo aprendizaje

Luisa Madariaga Young Gabriela Vilardo 

 Rafael Martínez Liriano & Sergio Gaut vel Hartman


La muchacha se acercó al anciano y le tocó el hombro.

—Señor Tchigorin, mi prima Etelia dijo que usted me enseñará a tocar el piano.

El viejo señor Tchigorin se dio vuelta y miró a Odilia de pies a cabeza y viceversa. En su mirada había tanta lascivia como cualquiera pueda imaginar. Odilia era, en efecto, una muchacha muy hermosa, pero todo lo que tenía de bella lo tenía de inocente. Y era absolutamente ignorante en todo lo que se relacionaba con la música.

—¿Tiene usted alguna idea de lo que concierne a este negocio?

Odilia negó con la cabeza, pero reaccionó casi de inmediato.

—¿Es un negocio? Yo quiero aprender a tocar el piano para ejecutar bonitas melodías…

Fue el turno de Tchigorin de mover la cabeza. Pero en este caso el movimiento se parecía bastante al que suele hacer un alpinista cuando alza la vista hacia la cima del monte que se propone escalar.

—A mí me tocan todas —susurró. Y a continuación extrajo una hoja arrugada del bolsillo, la alisó sobre la mesa y se la tendió a la muchacha—. ¿A quién conoce de esta lista?

Odilia leyó los nombres. No tenía la menor idea de que todos ellos eran grandes compositores.

—Conozco al señor Schubert. Él arregla los zapatos de toda mi familia.

Tchigorin bufó.

—¿Está segura de que el señor Schubert no es músico además de zapatero? —preguntó.

Una ancha sonrisa iluminó el hermoso rostro de Odilia.

—¡Sí! Lo he oído cantar mientras trabaja.

El rostro de Tchigorin fue pasando del habitual tono paliducho y apergaminado, a un rojo que amenazaba subir de tono, pero no podía desaprovechar la oportunidad de mantener cerca de él a la hermosa Odilia. Ya se imaginaba sentado junto a ella frente al gran piano, rozando como sin querer a la inocente joven sin que ella se inquietara ante la incipiente lujuria. Tomó aire profundamente. ¡Listo, hagamos un nuevo intento de sacar algo de esta cabecita!, pensó. Le señaló nuevamente la lista, posando el dedo sobre Beethoven:

—¿Y a este? ¿Lo conoce?

—Por supuesto, de niña me divertía viéndolo en la tele.

—¿Eh? —La sorpresa dejó sin palabras al profesor.

—¿Acaso nunca lo vio? ¡Beethoven, el perro San Bernardo de los dibujos animados!

—¡El compositor, me refiero al genio musical, Ludwig van Beethoven! —fue el grito de frustración.

—Ah, no, a ese no lo conozco.

Respira Tchigorin, respira, recuerda que en este caso la ignorancia no es tan importante. Volvió a darse ánimos y una vez más puso la lista ante los ojos de Odilia. Ella la recorrió obedientemente y de pronto se volvió hacia Tchigorin con una sonrisa de triunfo:

—¡Vea usted qué cosas! ¡Qué bueno es saber que además de farmacéutico también es músico!

—¿Qué? ¿Quién?

—Chaikovski, lea usted mismo, dice: Quinta sinfonía de Sostakovich. ¿Quién lo diría? ¡Las veces que mi madre me ha enviado a la farmacia a comprar su Bálsamo!

—Bálsamo de Chostakovsky. —Ahora el rostro de Tchigorin pasó del rojo al púrpura. Pero de todos modos se dio vuelta y miró otra vez a Odilia, de pies a cabeza y viceversa. La joven lo estaba sacando de quicio, pero no quería renunciar. Ya había comprendido que era una ignorante en materia de compositores así que decidió nombrar a un músico que, seguramente, Odilia no podría relacionar con lo cotidiano y así empezar sus clases con autoridad como para deslumbrarla sin interrupciones y con las exigencias pertinentes, para pasar luego a otras cuestiones que tenían que ver con su perversión.

—¿Y a este, lo conoce? —preguntó convencido de que si el conocimiento compartido como motivación no era el camino que él quería recorrer iría por el de la ignorancia.

—¡Schumann! Pero señor  Tchigorin… ¿Quién no lo conoce?

El maestro no sabía si aliviarse o montar en cólera por el fracaso de su nueva opción. Tomó una partitura y se sentó al piano.

—Esta es una de las Escenas infantiles de Robert Schumann y suena así —le dijo.

Se desplazó con el cuerpo hacia atrás y hacia adelante. Por momentos levantaba los talones y cerraba los ojos. Cuando terminó de tocar, miró a Odilia con la esperanza de que algo los uniera sin desestabilizarlo.

—Mi profesora de física nos mandaba a investigar la resonancia de Schumann para encontrar respuestas al acortamiento de los días. ¿Usted no siente que el tiempo pasa muy rápido? ¿Acaso el propio Schumann, que lo explica, tuvo tiempo para inventar esa melodía? ¿Qué es el tiempo, para usted?

—Diría que el tiempo es la magnitud que divide los eventos en pasados y futuros, además del los presentes, pero en mi caso es algo que veo resbalar entre mis manos inútilmente, niña —dijo el anciano con tristeza al ver la imposibilidad de crear algún tipo de vínculo con la bella pero estulta estudiante.

—Pensé que usted estaba enseñándome a tocar el piano —dijo Odilia inconsciente de la carga irónica del comentario.

 El anciano Tchigorin oteó de nuevo a la inocente muchacha para recordar que valía la pena un esfuerzo más por tener cerca aquella voluptuosa figura. Tomó una profunda inspiración tratando de recuperar un poco de la calma perdida y se preparó para el último intento.

Buscó de nuevo en la lista, está vez con más cuidado. Debía haber alguien en la lista que Odilia conociera, no le cabía en la cabeza tal nivel de ignorancia en alguien que decía estar interesada por la música, después de un momento mostró de nuevo la lista a la chica. Señalando el nombre de Johann Strauss.

—¿Conoces este nombre? —Más que preguntar, el anciano casi suplicaba.

—Por supuesto que conozco al señor Strauss—respondió Odilia, feliz de poder responder adecuadamente—. De hecho este vengo vestida con una de sus creaciones —La chica giró para mostrar la etiqueta de su jean, que rezaba “Lévi Strauss”.

La quijada del anciano cayó hasta su pecho, se puso blanco como el fondo de una partitura musical y se desmoronó víctima de las convulsiones propias de un dramático y fatal accidente cardiovascular.



Masacre

Irma Elvira Tamez Oscar De Los Ríos

Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman

 

Al llegar la noche, un hombre de baja estatura, poblada barba negra y largos cabellos, irrumpió en la tienda. Tenía los ojos en llamas y en sus labios afloraba una risa burlona que espantó a Ka­terina. Si el hombre hubiera empuñado una navaja ella habría sabido cómo defenderse. Pero la expresión del rostro del sujeto era más intimidante que un arma.

—Me encantaría comprarle una de estas —dijo el intruso señalando una MAC-11 que había quedado sobre el mostrador. Katerina intentó guardarla antes de que el hombre la pudiera arrebatar, pero no lo logró.

—¡No la toque! —exclamó a destiempo. Él se puso a examinar el compacto subfusil e hizo un comentario que indicaba a las claras que sabía de qué hablaba. Un arma como esa no es algo que se tome a la ligera, ni usarse para hacer bromas.

—Tengo intenciones de ingresar a algún colegio de negros y limpiar un poco el ambiente, ¿qué le parece? ¿Sabe cuántas balas por minuto dispara? No menos de mil doscientas. Claro que solo podría vaciar un cargador de treinta y dos balas cada diez o quince segundos, considerando el tiempo de recarga.

La palidez de Katerina había ido en aumento a medida que el tipo soltaba su amenazante discurso. Seguramente era un bufón que trataba de disfrutar con el terror que producían sus palabras. Pero ¿si no lo era? ¿Y si realmente se disponía a masacrar a medio centenar de niños de una escuela?

Katerina extendió la mano al tiempo que se preguntaba qué hacer; apenas si logró contener el miedo y la preocupación ante el tono amenazante de aquel hombre; con una gran seriedad en el rostro continuó con la mano extendida. Hasta que el tipo estalló en una carcajada que parecía que le tronaría el tímpano.

Le solicitó una gran cantidad de municiones, ella titubeó un poco pero no tenía más remedio que darle lo que le pedía. Dio la vuelta y se dirigió a la salida. Ella, valientemente, le recordó que no había pagado el importe; el sujeto giro la cabeza y la miró de reojo mientras abría la puerta para continuar su rumbo.

Katerina se dispuso a cerrar el local del que solo era la empleada; cerró la puerta, recargó la frente y echó a llorar como nunca lo había hecho. Sabía que lo correcto era informar primero que nada al señor Hoffman, el propietario de la armería, pues al entregar el corte de caja faltaría el importe del arma y de la municiones que el sujeto se había llevado, o tal vez hablar con el alguacil, pero más allá del robo… ¿qué pruebas había de la masacre que aquel hombre pensaba perpetrar? Procedió a cerrar el corte y llenar el acta de lo sucedido para luego depositar todo en la caja fuerte que en alguna hora de la madrugada, Hoffman iría a recoger.

Al salir del local observó a todas direcciones, presentía que el tipo estaba agazapado, esperando que ella saliera para atacarla. Se había hecho más tarde que de costumbre y no había nadie en la calle; solitario, en la vereda de enfrente, un perro callejero destrozaba una bolsa de basura en busca de comida. Un golpe, como un martillazo sobre metal, hizo eco en las paredes vecinas; la cortina metálica había llegado al final del recorrido. Confundiéndolo con el sonido seco que hace la MAC-11 al saltar el cerrojo para disparar, Katerina se arrojó al suelo esperando sentir los balazos en el cuerpo. Y ahí quedó, hasta que los lengüetazos del perro la hicieron reaccionar, mientras una mano la tomaba del brazo ayudándola a incorporarse.

Gracias alcanzó a balbucear, aún en estado de shock.

Desde el primer momento en que te vi supe que eras la indicada para entrar conmigo a la escuela y masacrar a todos esos negritos de mierda.

Las palabras le llegaron casi al mismo tiempo que el pinchazo en el hombro.

Despertó en una pequeña habitación hermética, solo una pesada puerta la separaba del exterior. Lo primero que hizo fue palpar su cuerpo en busca de heridas de bala y, al no encontrarlas, pensó que estaba muerta; hasta lo deseó con tal de no volver a escuchar la voz de ese hombre. De pronto, se abrió la puerta y el perro callejero se le echó encima moviendo la cola, arrancándole una sonrisa.

Lo traje para que te haga compañía, no quiero que te vuelvas loca, sino que aceptes, que lo que vamos a hacer es lo correcto.

—¡Nunca voy a aceptar un crimen como este!

—Es cuestión de perspectiva —dijo el perro—, lo haría yo mismo si pudiera, pero carezco de pulgares opuestos.

Katerina miró al animal. Lo había escuchado hablar. ¿El tipo la había drogado? ¿Estaba soñando?­

—El perro me reclutó —explicó el tipo, como si hubiese estado leyendo sus pensamientos—. Sabe ser persuasivo.

—¡Los perros no hablan!

—Noto mucha negatividad —dijo el perro—. No hay que matar negros, los perros no hablan. Todo es no. Quiero ser amable pero no te estás esforzando.

—¡Ustedes están locos!                                

—Creo que hay que tranquilizarnos un poco y…

—¿Escuchaste eso? —preguntó el perro.

El tipo sacudió la cabeza.

—Malditos humanos y su oído inútil.

La puerta estalló y un pulpo con un arma en cada uno de los brazos los apuntó.

—¡Están todos detenidos! —gritó el pulpo.

—Entiendo que puedas sostener las armas con las sopapas de tus brazos —dijo el perro—, pero no vas a poder dispararlas.

—Son armas modificadas a mi estructura corporal.

Para enfatizar hizo ocho disparos simultáneos en dirección al techo. Katerina fue incapaz de reaccionar. Un perro que hablaba, un pulpo justiciero. Aquello ya era demasiado. Así que decidió rendirse a lo inevitable.

Con cuidado se quitó la piel para dar lugar a su cuerpo verde y dejó que las antenas de su cabeza asomaran.

—Basta de surrealismo terrícola, yo me vuelvo a Kairos 5.

Haciendo un sonoro plop, desapareció del cuarto. Los otros se miraron, aquella historia se resolvería indefectiblemente en el silencio de lo imposible.



El infierno móvil

Joyce Barker, Laura Irene Ludueña,

Alejandro Bentivoglio & Dora Gómez Q

 

Lovingston se apura hasta lograr dar un salto que lo deja justo en el ascensor antes de que las puertas se cierren con un suspiro mecánico. Es uno de esos ascensores completamente cerrados, de los que parecen una claustrofóbica lata de la que nadie puede escapar. Lovingston aprieta el botón de la planta baja, pero ya es tarde. Alguien lo ha llamado de arriba y los pisos parecen una pirámide infinita que se eleva hasta el hastío.

Tiene calor. El traje es cómodo, pero el lugar tiene poco aire. Es difícil mensurar la velocidad a la que asciende, pero debe ser rápido. Nadie puede esperar demasiado en estos tiempos. Siempre hay que estar en un lugar que no es este y hay que estar rápido allí.

Dando una mirada, Lovingston se da cuenta de que ya pasó el piso cincuenta; seguramente tendrá que tendrá que ir hasta el último, donde seguramente vive un ricachón que por alguna razón desconocida quiere estar cerca del cielo.

Y justo cuando piensa en torres de babel y ángeles y nubes y cielos, es que se da cuenta de que no está solo en el ascensor. De que un diablo está allí. No es un diablo muy alto ni particularmente feo. Lovingston piensa que, después de todo, un demonio no deja de ser un ángel. ¿Viene a reclamar su alma? ¿Viene a decirle que el ascensor no se detendrá hasta que hagan un pacto?

El demonio no habla. Lovingston comienza a sentirse molesto.

—¿Qué quieres?  —El diablo sigue callado, aunque ahora esboza una sonrisa burlona—. No tengo tiempo para estos juegos. Si eres tú, detenlo ya —sentencia. Imperativamente.

—Deberías relajarte más y aprovechar las bondades que ofrece la vida —contesta el demonio, altivo.

Lovingston comienza a preocuparse. Últimamente hace equilibrio en la cornisa de la legalidad. Incluso ha tomado decisiones a escondidas del Directorio, pactando acuerdos oscuros con el cártel más violento del país. No entiende cómo pudo hacerlo rompiendo así una tradición de transparencia que es el orgullo de la familia a la que pertenece. De pronto cae en la cuenta de que quizás es ese personaje siniestro quien intercede de alguna manera en sus decisiones.

—¡Eres tú! ¿Te estás metiendo en mis negocios? ¿Qué pretendes? —Quiere llegar a la planta baja y salir de ahí cuanto antes. Pero algo le dice que no será tan fácil.

—¿Tienes miedo, amigo? —inquiere el diablo que ya no parece tan inofensivo. El ascensor sigue subiendo y un aire helado los envuelve. Asustado, Lovingston empieza a temblar como una hoja.

—¡Basta! ¡Esto no es gracioso! ¡Tengo una reunión a las once a la que no puedo faltar! —señala en un intento de evadir la pregunta.

El diablo saca una carpeta del maletín y hojeándola, alterna su mirada entre el documento y Lovingston.

—¡Devuélveme eso! —grita desesperado. Pero ni el elevador se detiene ni el intruso parece interesado en cambiar de actitud.

 Levingston mira el espejo del ascensor y azorado, ve reflejados en él los rincones más oscuros y aterradores de su alma.

—No pongas esa cara; así es como llegaste a la cima. Eras un triste empleado administrativo, ahora eres el director de una cadena de prósperas empresas que sirven de pantalla a otros negocios, y ganas muchísimo dinero. Y tú le pedías ayuda a Él —agrega con el índice hacia arriba—, pero Él nunca te ayudó, fui yo, por la módica suma de lo que ves en el espejo, tu alma, que no vale mucho en realidad. ¿Aún creías que Él te iba a dar todo, y que nada te iba a faltar, como cantabas en la iglesia? Pero eso es sólo un salmo. ¿Y sabes quién escribió los salmos?: uno que por las cosas que hizo debió haber sido mi mano derecha.

El contador de pisos del ascensor marca que ya van por el piso ochenta.

Pero si el edificio tiene solo setenta, piensa Lovingston.

—Ah, sí, tiene setenta, pero para arriba —dice el diablo.

—¡Yo jamás te pedí ayuda!

—Claro que sí, pero lo olvidaste. Es un error generalizado creer que las palabras se las lleva el viento; no es así. A veces estoy ahí para recogerlas. Recuerdo exactamente qué día fue: 3 de noviembre del año 2000. Estabas sentado en un sillón de la recepción de la empresa con tu currículum vitae entre las manos, con la cabeza gacha, como un perrito callejero, y dijiste: le daría mi alma al diablo por este empleo. Y aquí estoy amigo, jamás te abandoné desde entonces.

 —¿Te debo agradecer, entonces? ¿Crees que me rebajaría ante ti?

—Deberías hacerlo. ¿O prefieres otra cosa?

—¿Cómo qué?

—No sé. Dime tú. Yo ya te dije a qué vine, y no tengo tanto tiempo: debo ir en busca de un jefe de estado; esos son mis preferidos.

—¿Me estás diciendo que si te agradezco me dejaras libre? ¿Que no te llevarás mi alma?

—No. Me la llevaré de todos modos, pero me gustan los buenos modales.

—Y, ¿adónde te la llevarás, se supone?

—Qué pregunta más tonta.

—Sí. Lo sé. ¿Pero me va a gustar o sufriré?

—No podrás sentirte mal, como ahora, cuando basta con que te mires al espejo y te detestes.

—Me estoy mirando ahora y no me detesto, jajajá. —Lovingstone, al escuchar que no podría sentirse mal en el infierno, se relaja un poco—. Además, todo lo hice para darle a mi familia lo que merece.

—¿Dinero?

—Claro. Viven tranquilos.

—¿Estás seguro? Mírate ¿Ves ese humo que te rodea en el reflejo?

—Sí. Qué raro. Y no hay humo aquí, ¿qué es?

—Es como te ve tu familia: asfixiante, sinuoso, grisáceo, opaco. Algo que contamina, algo tóxico que deberían expulsar de la casa.

—¿Eso soy para ellos?

—Sí.

Lovingstone se deja caer en el piso, angustiado. El diablo se agacha junto a él. Lo abraza, lo inhala y exhala, como si fumara un carísimo puro.

—¿Te sientes mejor? —continúa el diablo.

—No sé. La verdad es que no siento nada. Es como si no tuviera sentimientos…

—…O alma.



La vida de la muerte

Dora Gómez Q, Laura Irene Ludueña

Victor Lowenstein & Alejandro Bentivoglio

 

Hace un tiempo que estoy muerto. No sé cuánto exactamente. El tiempo es una cosa medio difusa cuando uno se muere. Todo parece el mismo instante. Aunque a veces no. Sí, estoy de este lado del mundo. No es que me negara a entrar a ninguna luz o algo por el estilo. Simplemente, no sé para dónde tengo que ir o cuál es el protocolo que debo seguir. Supongo que no llevo mucho tiempo muerto porque todavía puedo ver mi cadáver en el suelo. Tengo que ser sincero, no se ve muy bien. No es que de vivo fuese muy guapo, pero ahora tengo mal aspecto. Estoy tirado en el suelo. Ahí donde me caí luego de que mi esposa me diera con esa estatua de un pato. Me la dio en la nuca y yo caí muerto al instante. Salí de mi cuerpo como si hubiese sido expulsado y la vi ahí parada, con el pato ensangrentado en la mano, mirándome con asco. Sé que no le caía bien en los últimos tiempos, pero, ¿tanto como para matarme con la estatua de un pato? Después de cometido mi crimen, le limpió las huellas y la dejó donde estaba antes, encima de una mesa. Fue un regalo de casamiento que nunca había entendido muy bien. Sí, es un adorno, pero ¿un pato? Luego se fue. No se llevó nada. Supongo que la policía pensará que es culpable. Yo no la seguí. Me quedé ahí, viéndome en el suelo. Inútil. Muerto.

No era para tanto. No me las voy a dar de víctima porque estoy ahí tirado y medio verdoso. Soy la víctima.

Ella era mala cocinera y nunca se lo dije. Siempre comí toda la comida que me sirvió. A veces menjunjes asquerosos. Tal vez se me notaba en la cara el esfuerzo por tragar, no sé.

Ella intentaba hacer un flan con ocho huevos.

—¡Que rico —le dije cuando la vi revolviendo la leche—, vamos a comer flan casero! Estoy harto de esos postrecitos que vienen en polvo y vaya uno a saber con qué lo están envenenando a uno.

Estábamos comiendo el flan, después de un plato de algo viscoso y amarillo que no sabría definir, y lo único que dije fue:

—A mi mamá el flan le salía mejor.

No fue para que tomara el pato y me incrustara el pico en la nuca.

Mamá me lo había advertido.

—No te cases con esa “colifa”. —Pero yo, siempre rebelde, no la escuché a la vieja, sino a esta hora estaría jugando con los muchachos un partidito y aunque no soñaba con ser Messi, de nueve me las rebuscaba.

Y ahora ando perdido, buscando algún cumpa, o alguna persona que me dé instrucciones para saber adónde tengo que ir.

No quiero volver a este lugar y verme así. ¡Uh, pobre la vieja! Ella va a sospechar y se lo va a decir a la policía. Eso sumado a que el primer sospechoso siempre es el cónyuge…

Ver ese cadáver no me hace nada bien, así que me alejo a un rincón del jardín, a pensar. En un tiempo difuso y relativo como el que experimento, un instante se hace una eternidad, y en una eternidad demasiadas cosas pasan por la mente.

Reflexioné largo rato sobre mi matrimonio. No fue un idilio; sufrimos crisis y separaciones eventuales que no llegaron al divorcio. De alguna forma superábamos las dificultades, pero nunca hubo amor verdadero entre nosotros. Hubo sí acostumbramiento, conveniencia, codicia. Nada virtuoso, por cierto, pero no tan grave como para justificar un crimen. Nunca le fui infiel, por otra parte, y no estaba en su naturaleza serlo conmigo. Por lo tanto, se puede decir que si bien hubo desamor, no se trata de una falta que lleva a cometer un asesinato. Tiene que existir un motivo valedero, pero no lo hallo. Vuelvo a la escena del crimen y recorro la habitación con la mirada: nada, nada que me indique un motivo. Solo ese estúpido pato de yeso adornando la mesa. Empiezo a preguntarme si significa algo…

Cuando se enfoca uno en una idea, surgen recuerdos y asociaciones de pensamientos. Pensé “pato”. “Pato a la naranja”. “Patito feo”. “Pagar el pato”.

Muchos años atrás, en nuestra luna de miel, recorriendo Francia, participé en una cacería de patos en las afueras de Nantes. Se enojó conmigo por dejarla sola toda una tarde y juró que nunca me lo perdonaría. Incluso había dicho: “nunca olvides que los patos caen siempre parados…” Ahora creo entender la ironía. Los que siempre caen parados son los gatos pensé en ese momento. Pero no estaba la cosa para que la contradiga. Más aún, luego del estúpido accidente que tuve en esa cacería y, que me impidió cumplir con mis obligaciones maritales durante el resto del viaje.  Cometí la estupidez de interponerme entre un pato y un cazador. El disparo rozó mi ingle y, lo que fue peor, por lo menos para el francés, fue que el pato escapó. La cuestión es que terminé mi aventura en el hospital, cosa que jamás me perdonó. Además de la cojera. Ciertamente tengo el curioso andar de los patos. Salgo otra vez, no me gusta nada verme ahí tirado, muerto. ¿Cuándo vendrá la policía? ¿Vendrá la policía? Con tal que no venga mi vieja. Suele venir a cenar los miércoles. ¿Qué día es hoy?  ¡Estoy perdido! No sé qué hacer, ni adónde ir, ni cómo se mide el tiempo en esta dimensión. ¿Por qué me mató? Podría haberme pedido el divorcio. Escucho voces y vuelvo a la escena de mi crimen. Ahí está mi mujer con un tipo, los dos mirándome fijamente. El tipo me ausculta como si fuese médico.

—¿Cuánto hace? —pregunta mirando mi nuca.

—No más de una hora.

—Bien, lo metemos en terapia intensiva y muere definitivamente ahí.

 —Sólo quiero que me pagues lo acordado —contestó para mi sorpresa mi mujer.

—Las transferencias se hacen cuando empieza la ablación de los órganos.

En ese instante, volví a morir.




De sueño en sueño

Dora Gómez Q, Deanna Albano, 

Víctor Lowenstein & Sergio Gaut vel Hartman

 

Leticia razonó: si no logro diferenciar lo ficticio de lo real, ¿no será que estoy soñando? La orquesta arrancó con una polka de Strauss, “Trish-trash”, tal vez, y se vio obligada a bailar, arrastrada como los cantos rodados por la tumultuosa potencia de un arroyo de montaña. ¿Acaso soy una piedra? De pronto descubrió que ya no estaba bailando. Caminaba rodeada de un agradable desorden, despreocupada. Hacía mucho tiempo que había dejado de vigilar cada uno de los pasos que daba. La polka era un recuerdo lejano, pero casi de inmediato se sintió mareada. Un sonido profundo horadó cada uno de sus huesos, y aunque trató de descubrir la procedencia de aquella música, regresó el vértigo y debió abandonar esa intención a favor de una estrategia más positiva. No obstante, antes de abandonar definitivamente el salón de baile supo que el instrumento que producía aquel sonido era un fagot.

Despertó. Ahora sí, enredada en sábanas de seda de color indefinible. Estaba bañada en sudor y absolutamente desnuda. Se abrió la puerta del dormitorio y un paje ingresó sin pedir permiso. Leticia no trató de cubrir su desnudez, porque supo de inmediato que el paje era ciego.

Si soy una princesa, se dijo, no tiene que preocuparme la presencia de un simple paje. Sin embargo, en cuanto el paje abrió la boca para hablar supo que el sueño no había terminado, que seguía atrapada y que el tremendo esfuerzo que hacía por liberarse no le alcanzaría para regresar a la realidad.

El paje se dirigió a ella y con suavidad le dijo:

—Afuera la espera Daniel. ¿La ayudo?

—Sí, por favor —musitó Leticia buscando la bata de brillantes colores para cubrir su desnudez. Pero al levantarse volvió a sentir el suave vértigo, por lo que debió apoyarse en el paje. Y mientras lo hacía pensaba aceleradamente. Daniel, ¿qué hace él aquí? Cuando se vieron la última vez quedó claro que su relación había terminado, y cada uno seguiría su propio camino. Los sueños de cada uno no coincidían. Daniel, como músico, buscaba la fama, viajar; era un prodigio tocando el fagot. Dominaba por completo el instrumento y con  facilidad podía pasar de un registro grave, a medio, agudo y sobre agudo. Por este motivo tenía muchas invitaciones para tocar en varios países.

Pero Leticia era bailarina; la música para ella era movimiento, su vida no podía limitarse a ser simplemente acompañante, se sentía como un florero. Tenía un proyecto propio, con su pareja de baile, Oswaldo, un joven de facciones perfectas, y dotado de garbo.  Eran casi de la misma altura y sus cuerpos se acoplaban con facilidad.  Él era profesor de baile en una prestigiosa academia. Juntos se habían presentado en varios concursos ganando algunos primeros premios.

Pero ¿por qué pensaba en todo eso? Algo grave estaba sucediendo, ya que no podía distinguir entre el sueño, los recuerdos y la realidad. Trató de permanecer de pie, pero no lo logró y cayó al suelo.

Daniel se encontró con Oswaldo fuera de la sala, donde Leticia era levantada del piso por un enfermero para acostarla de nuevo en su cama.

—¿Qué haces aquí?

—Vine a despedirme, pero me dijeron que no está consciente.

—Es por la medicina que le suministran, está muy sedada.

—¿Me puedes decir que sucedió? Solo sé que debían hacerle una intervención simple del oído, casi de rutina.

—Le dijeron que la intervención quirúrgica que necesita para terminar con los vértigos producidos por el problema en su oído medio, tal vez la deje sorda.

—¿Y es así, quedará sorda?

—Es una posibilidad. Cuando bailábamos, yo la sujetaba cuando ocurrían sus vértigos, pero esta vez se desmayó, tenía fiebre, así que todo se precipitó, y tuvimos que traerla de urgencia. Van a adelantar la cirugía.

—Cuando despierte, dile que vine por favor, y que le deseo lo mejor.

Ambos hombres se despidieron tristes y melancólicos.

Leticia escuchó la voz de Daniel y corrió hacia él. Se vio a sí misma como una mujer mayor. ¿Era ella o su madre? No sabía bien, solo quería escuchar de nuevo la música de su instrumento.

—Daniel, toca de nuevo aquella canción que yo bailaba con Oswaldo. ¿Recuerdas cuando era joven y Oswaldo me sujetaba de la cintura? ¡Qué bien se acoplaban nuestros cuerpos! ¿Recuerdas a aquel profesor de danza que se casó con una bailarina rusa y se fue hace ya tanto tiempo?

Daniel no hablaba… Leticia continuaba riendo tras el recuerdo del profesor y la bailarina, hasta que algo golpeó sus tímpanos y tuvo que preguntarse si no era ella la bailarina rusa de la anécdota, y acaso Daniel el hombre despechado tras la huida junto a Oswaldo…

Confundida, se palpó las mejillas, resecas, sin vida. La duda era cuánto tiempo pudo pasar desde aquella aventura; cuánto pudo quedar del amor de Daniel ahora, que se lo reclamaba entre lágrimas… Daniel… ¿qué te ocurre? ¿Por qué no me miras? Dime que me amas; que aún soy tu princesa… Daniel; ¿es que no me escuchas?

Los labios de Daniel se mueven. Su boca pronuncia palabras que Leticia no escucha. ¡Habla más fuerte, amor! Grita ella por encima del zumbido que aturde su cabeza… Nada parece real, todo se mueve como un barco a la deriva.

“Debo hacer algo” piensa, sacudiendo las sábanas de sus piernas, intentando bajar de la cama para ir hacia los brazos de su ser amado; sus pies no le obedecen; algo falla y cae sobre el piso de linóleo entre gemidos.

Unas manos la levantan con suavidad. No, no es el enfermero, ni un paje, ni los fuertes brazos de Daniel… es Oswaldo, quien la ayuda a incorporarse sobre esas baldosas tan coloridas del salón de baile del palacio Pavlovsk. ¡Qué bella fiesta! Oswaldo la toma por la cintura en el momento en que la orquesta ejecuta una polka, su preferida… “¡Trish-trash!” ¡Bailemos, querido Oswaldo! ¡Seamos felices nuevamente!


Los autores de estos cuentos han sido: Laura Irene Ludueña, Deanna Albano, Dora Gómez Q, Gabriela Vilardo, Irma Elvira Tamez, Joyce Barker, Luisa Madariaga Young, Oscar De Los Ríos, Rafael Martínez Liriano, Alejandro Bentivoglio, Victor Lowenstein y Sergio Gaut vel Hartman

 

 

 

 

 

 

 

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