Eri
Echilley
Los
pasillos mudos albergan mi esnobismo. Me quedo inerte observando las miradas
curiosas de todos aquellos que intentan descifrar los mensajes ocultos dentro
de cada pintura. Esas ventanas hacia otras vidas y otras muertes. La cabeza de
San Juan Bautista descansa ante la contemplación de aquel querubín resignado o
asesino. El tapiz cuelga sublime de la pared y refracta el banquete
multitudinario de los vencedores, mientras Escipión sonríe, el cartaginés se
desangra en otro plano de otra derrota. El monje me ignora con sus ojos
oscuros, al mismo tiempo que intento diferenciar el Barroco del manierismo. Y
vuelve a ser agosto, y vuelvo a estar sentada en ese pupitre del instituto
mirando las mismas diapositivas. Y tus dedos se enredan con los míos. Tus
lentes me devuelven el reflejo de la piba que ya no soy y las librerías ya no
nos esperan para que sumerjamos nuestras manos en aquellos canastos llenos de
libros de la CEAL. La voz hipnótica de la profesora se cuela por los óleos sobre
lienzos en los que he reflejado mi vida. Nuestra vida: la historia inconclusa
de dos que nunca se amaron demasiado. Por un momento, olvido que no somos artífices
de nuestro propio presente y miro a mi lado, pero ya no existen ni tus análisis
profundos ni esos chistes que solo vos y yo entendíamos. Las olas inefables corrompen mis retinas,
estoy en el Canal de la Mancha observando el infinito, mientras alguien me pide
que haga silencio, porque las olas rompen y grito fuerte como si pudieras
escucharme. ¿Dónde estás que no estás oyendo el asfixiante pedido de auxilio de
mi sien? ¿Dónde estás que no estás habitando las escuelas y no estás recitando
textos de Galeano en el aula? Claro. La muerte. Claro. La misma que debe andar
buscando mis restos de vida para besarme con el filo de su finitud.
Los pasos se escuchan más cercanos.
Mi rostro no expresa los estruendos funestos que habitan mi mente cuando me
acuerdo del estrépito insolente de tu cuerpo contra la vereda. Soy quien
contempla El triunfo de la muerte y no tiene a quien comentarle todo lo
que conoce de cuerpos caídos, de entrañas desgarradas y de parcas. El encierro
voluntario es este mutismo. Suelo parecer tranquila, pero solo quien habita lo
inhóspito conoce su propia quietud y su propia furia. Solo yo sé distinguir lo
bello del desastre.
Sigo caminando, las cerámicas
pulcras sostienen las suelas de mis zapatos. De golpe, me enfrento a la Manifestación
de Berni y me recuerda que ya no chancleteo en el pavimento ardiente como en
aquel 2001. Tampoco le escapo a los perdigones hambrientos de la boca del
Leviatán. Cambié las chalinas por los suéteres y la molotov por la lapicera.
Arrastro levemente mi pie izquierdo sin que nadie lo note. La realidad mutila
mi esnobismo y mi superficialidad queda maltrecha cuando sobresale de mi
tobillo aquella hilera de puntos que surcan mi fémur y mi tibia. El tatuaje de
aquellos días en los que le ponía este saco de huesos a las causas justas y mi
pecho era nuestro chaleco antibalas parece ser lo único que queda de mi alma
joven.
Me dirijo hacia la puerta. Mis
pasos plomizos manifiestan el cansancio de los años. Salgo a la vereda de otra
ciudad, de otro verano, de otra guerra, de otro siglo. Cronos vomita la
relatividad, con la que se maneja, en mi inmensidad traidora y creo oír tu voz.
Súbitamente, giro y tu imagen impoluta me asalta la mirada. “Mamá, nos tenemos
que ir. El vuelo a Madrid sale en dos horas”, me dice mi hija y vuelvo a tener setenta
años. Me extiende la mano, la sujeto y me subo al taxi. Mientras los árboles pasan
veloces, pienso que, para sobrevivir(te), tuve que escapar a otros lugares.
Pero, para recordarte, siempre vuelvo a mis adentros. Ahí donde el plomo nunca
le gana al amor.
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