domingo, 26 de enero de 2025

Y VUELVO

 

Eri Echilley

 


Los pasillos mudos albergan mi esnobismo. Me quedo inerte observando las miradas curiosas de todos aquellos que intentan descifrar los mensajes ocultos dentro de cada pintura. Esas ventanas hacia otras vidas y otras muertes. La cabeza de San Juan Bautista descansa ante la contemplación de aquel querubín resignado o asesino. El tapiz cuelga sublime de la pared y refracta el banquete multitudinario de los vencedores, mientras Escipión sonríe, el cartaginés se desangra en otro plano de otra derrota. El monje me ignora con sus ojos oscuros, al mismo tiempo que intento diferenciar el Barroco del manierismo. Y vuelve a ser agosto, y vuelvo a estar sentada en ese pupitre del instituto mirando las mismas diapositivas. Y tus dedos se enredan con los míos. Tus lentes me devuelven el reflejo de la piba que ya no soy y las librerías ya no nos esperan para que sumerjamos nuestras manos en aquellos canastos llenos de libros de la CEAL. La voz hipnótica de la profesora se cuela por los óleos sobre lienzos en los que he reflejado mi vida. Nuestra vida: la historia inconclusa de dos que nunca se amaron demasiado. Por un momento, olvido que no somos artífices de nuestro propio presente y miro a mi lado, pero ya no existen ni tus análisis profundos ni esos chistes que solo vos y yo entendíamos.  Las olas inefables corrompen mis retinas, estoy en el Canal de la Mancha observando el infinito, mientras alguien me pide que haga silencio, porque las olas rompen y grito fuerte como si pudieras escucharme. ¿Dónde estás que no estás oyendo el asfixiante pedido de auxilio de mi sien? ¿Dónde estás que no estás habitando las escuelas y no estás recitando textos de Galeano en el aula? Claro. La muerte. Claro. La misma que debe andar buscando mis restos de vida para besarme con el filo de su finitud.

Los pasos se escuchan más cercanos. Mi rostro no expresa los estruendos funestos que habitan mi mente cuando me acuerdo del estrépito insolente de tu cuerpo contra la vereda. Soy quien contempla El triunfo de la muerte y no tiene a quien comentarle todo lo que conoce de cuerpos caídos, de entrañas desgarradas y de parcas. El encierro voluntario es este mutismo. Suelo parecer tranquila, pero solo quien habita lo inhóspito conoce su propia quietud y su propia furia. Solo yo sé distinguir lo bello del desastre.

Sigo caminando, las cerámicas pulcras sostienen las suelas de mis zapatos. De golpe, me enfrento a la Manifestación de Berni y me recuerda que ya no chancleteo en el pavimento ardiente como en aquel 2001. Tampoco le escapo a los perdigones hambrientos de la boca del Leviatán. Cambié las chalinas por los suéteres y la molotov por la lapicera. Arrastro levemente mi pie izquierdo sin que nadie lo note. La realidad mutila mi esnobismo y mi superficialidad queda maltrecha cuando sobresale de mi tobillo aquella hilera de puntos que surcan mi fémur y mi tibia. El tatuaje de aquellos días en los que le ponía este saco de huesos a las causas justas y mi pecho era nuestro chaleco antibalas parece ser lo único que queda de mi alma joven.

Me dirijo hacia la puerta. Mis pasos plomizos manifiestan el cansancio de los años. Salgo a la vereda de otra ciudad, de otro verano, de otra guerra, de otro siglo. Cronos vomita la relatividad, con la que se maneja, en mi inmensidad traidora y creo oír tu voz. Súbitamente, giro y tu imagen impoluta me asalta la mirada. “Mamá, nos tenemos que ir. El vuelo a Madrid sale en dos horas”, me dice mi hija y vuelvo a tener setenta años. Me extiende la mano, la sujeto y me subo al taxi. Mientras los árboles pasan veloces, pienso que, para sobrevivir(te), tuve que escapar a otros lugares. Pero, para recordarte, siempre vuelvo a mis adentros. Ahí donde el plomo nunca le gana al amor.

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