Laura Irene Ludueña
No
me había acercado a la escalera desde ese día. Ese día en que mi vida cambió
para siempre. La imagen de lo sucedido se repite confusa en mi mente, como una
pesadilla que no termina. La caída fue rápida, violenta, un instante de
absoluto control que se desvaneció en milésimas de segundo, porque no lo esperaba.
Según mi plan las cosas deberían haber sucedido de manera diferente. Pero el
destino es caprichoso y toma sus propias decisiones arrasando todo sin previo
aviso. Lo que me parecía justo y seguro, lo que había previsto en tantas noches
de insomnio como la única salida, se convirtió en esto.
Los médicos dijeron que la caída había
dañado mi columna vertebral de tal forma que las probabilidades de recuperar la
movilidad eran mínimas. Acepté esa sentencia en silencio, en lo más profundo de
mi ser sabía que era mi castigo. Durante los primeros días, el miedo me
paralizó más que la incapacidad para moverme. No podía mirar las escaleras sin
que una oleada de pánico me invadiera. ¿Cómo podía seguir adelante sola e
inválida?
Poco a poco, me fui acostumbrando a la
silla de ruedas, al silencio perpetuo de la casa, al vacío de los lugares que
alguna vez recorrí feliz con él a mi lado. Pero lo peor, lo que me atormentaba
cada día, era saber que había fracasado una vez más. Y no era solo el miedo
irracional a las escaleras. Mi mente se rebelaba cada vez que intentaba
recordar lo sucedido, como si algo en mi interior quisiera impedir que
desentrañara la verdad. Estaba atrapada en un torbellino de recuerdos oscuros y
fragmentados, cada uno más doloroso que el anterior. Necesitaba enfrentar los
hechos, necesitaba cerrar ese capítulo de mi vida. Respiré profundo, resignada.
Sabía que no podía controlar lo que vendría, pero algo dentro de mí me empujaba
a dar el siguiente paso, aunque no supiera hacia dónde me llevaría. Lo primero
que debía hacer era dejar mis miedos y rememorar lo que había pasado. Para ello
me acerqué a la escalera, y por un momento, intenté revivir esa noche. No
recordaba el dolor físico en su totalidad, solo el estremecimiento en todo mi
cuerpo, como si el tiempo mismo se hubiera detenido en ese instante fatal.
Cerré los ojos. La escena se hizo nítida, casi palpable: las escaleras, las
sombras alargadas sobre la pared, él mirándome con los ojos llenos de
incomprensión, y el golpe sordo de nuestros cuerpos al estrellarse contra el
suelo. Escuché su voz angustiada, pero distante, como un eco lejano que me
preguntaba por qué. Cuando volví a la conciencia, los dos estábamos tendidos en
el piso. Su cabeza había golpeado contra el escalón, y un hilo de sangre
manchaba sus labios. Lo miré, buscando alguna señal de vida, asegurándome de
que al fin se había ido, pero cuando intenté arrastrarme hacia él, no pude, mis
piernas no me respondían. Nunca imaginé que él me abrazaría en el último
momento y que con ese abrazo, me llevaría en la caída para volver a condenar mi
vida.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.
Este relato de Laura Ludueña presenta un enigma envuelto en papel de regalo, al que su prosa va desenvolviendo con lentitud exasperante y sin perder, en ningún momento, la tensión del suspenso.
ResponderEliminarCon gran oficio nos oculta, hasta el último despliegue del metafórico envoltorio, el obsequio del desenlace.
ngracias! Quiere decir que logré mi objetivo! 👍
EliminarMuy logrado el relato, no caben dudas. El cierre perfecto.
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