Sergio Gaut vel Hartman
En San Petersburgo, bajo un cielo gris que parecía fundirse con las aguas
del Nevá, Fedor Dostoievski caminaba lentamente por la avenida Nevsky. El peso
de los años y de los recuerdos oscuros se reflejaba en sus ojos profundos.
Había recibido una invitación peculiar, una nota escrita con caligrafía
elegante y tono enigmático. La remitente era Alina Malinova, una joven viuda de
quien había oído hablar en los círculos literarios, conocida por su afán de
rodearse de almas atribuladas y complejas. La curiosidad lo había arrastrado
hasta allí.
La casa de Alina en la calle Vosstaniya era discreta,
casi anónima, con cortinas pesadas y una atmósfera cargada de silencio. Ella lo
recibió con una sonrisa serena, invitándolo a una sala donde las sombras
parecían susurrar secretos del pasado. Pero no estaban solos. Junto a la
ventana, con la mirada fija en las calles sombrías, se encontraba un joven de
rostro pálido y ojos febriles. Alina presentó al desconocido: Rodión Romanovich
Raskolnikov.
El nombre resonó en la mente de Dostoievski con una
extraña familiaridad, aunque no recordaba haberlo oído antes. Se miraron unos
instantes, como si reconocieran algo en el otro que no podía ser explicado con
palabras. Rodión lo observó con recelo, las manos temblorosas jugueteando con
el ala de su sombrero.
Alina, ajena a la corriente invisible que cruzaba el
espacio entre ambos, les ofreció té y se sentó cerca del fuego.
—Me pregunto, caballeros, ¿cuáles son los pensamientos
que acechan en sus horas de insomnio? —les preguntó. Su voz era suave y estaba
cargada de intención, tal vez condimentada con una pizca de malicia. Dostoievski
sonrió, aunque su sonrisa era más un gesto de resignación que una expresión de agrado.
—Los fantasmas que uno crea en la oscuridad rara vez
se disuelven con la luz del día —respondió.
Rodión lo miró fijamente y apretó, sus labios antes de
responder en voz baja.
—A veces, uno se convierte en el propio fantasma que
teme.
Por el semblante de Alina cruzó
una sombra de aflicción, como si la cortesía y la afabilidad con que había
tratado a sus huéspedes le hubieran producido una impresión dolorosa. ¿Se había
equivocado al invitarlos?
El silencio que siguió fue casi tangible. La
anfitriona contempló a los dos hombres. Sus ojos claros se movían entre los
dos, como si midiera las sombras que proyectaba cada uno. En esa reunión estaba
creciendo algo más que una simple charla. Un flujo inclasificable crepitaba
bajo la superficie, una verdad inconfesable, aunque era obvio que a ninguno de
los dos le importaba en lo más mínimo los juicios ajenos sobre sus respectivas personas.
Tal ese fuera uno de los pocos rasgos que tenían en común.
Dostoievski sintió un escalofrío. Había escrito muchas
historias sobre almas torturadas, pero nunca había sentido la presencia tan
física de una conciencia desgarrada. Y en los ojos de ese joven, vio un reflejo
oscuro de algo que tal vez era similar al suyo.
—¿Nos hemos visto antes? —preguntó, con un tono que
intentaba disimular su inquietud.
Rodión bajó la mirada, y el silencio fue su única
respuesta.
El destino parecía haberse tejido en torno a ellos en
esa habitación, como si la literatura y la vida real hubieran decidido enredar sus
hilos para pergeñar una trama extravagante. Quizá lo que empezaba como una mera
casualidad, terminara se revelándose como algo mucho más oscuro y profundo.
—Sí, se han visto antes —dijo de pronto Alina—, pero
no como imaginan.
—¿De qué otro modo pudimos habernos conocido? —dijo Rodión—.
Jamás he visto antes a este caballero. Más aún: creo que nos movemos en
círculos distintos, y si hemos coincidido en su casa, Alina, debe ser porque
usted esconde un propósito que me resulta incomprensible. —Una mueca de disgusto
cruzó el rostro de Raskolnikov. La sensación que lo oprimía y ahogaba cuando se
dirigía a casa de Alina se había incrementado hasta hacerse insoportable.
Fedor observó a Rodión con detenimiento. Había en su
gesto algo que desafiaba la lógica, como si las palabras de Alina hubieran
rasgado un velo en su memoria, dejando al descubierto un abismo desconocido.
—Tal vez —aventuró el escritor—, no se trata de un
encuentro en este mundo, sino en otro. Un mundo de ideas, de pensamientos
compartidos. Quizá nuestras almas han transitado los mismos laberintos, aunque
nuestros cuerpos jamás se hayan cruzado.
Rodión levantó la vista, y por un instante, su
expresión se suavizó. Algo parecido a la comprensión titiló en su mirada, pero
se desvaneció tan rápido como había llegado.
—No creo en esas cosas —replicó, aunque su voz no sonó
tan firme como hubiera deseado.
Alina los contempló en silencio, mientras sus dedos
jugueteaban con la taza de porcelana. Parecía deleitarse en el
misterio que había provocado, en la inquietud que flotaba entre aquellos dos
hombres como una niebla densa e inevitable.
—Quizá —dijo en voz baja— ustedes se han creado
mutuamente.
El comentario quedó suspendido en el aire, una
afirmación que parecía más una profecía que una simple observación. Afuera, la
nieve comenzaba a caer, cubriendo las calles de San Petersburgo con un manto
blanco que no lograba ocultar las sombras que acechaban en el alma de los
presentes.
Fue Rodión el que finalmente se animó a dar una
respuesta a la afirmación de Alina.
—¿Usted cree que, a diferentes niveles, todos somos la
creación de otro?
—¿Diferentes niveles? ¿Qué significa eso? —Fedor se
acomodó en la silla. Estaban ingresando a uno de los complicados laberintos
mentales que tanto lo complacían, en especial porque incomodaban a sus
interlocutores.
—Usted me entendió perfectamente. —El tono de Rodin
estaba pasando de malhumorado a francamente hostil, por lo que Alina consideré adecuado
intervenir.
—Evitemos
la ferocidad de los comentarios que suelen proferir los enfermos mentales. Ustedes
no lo son, no están dominados por ideas fijas.
—¿Cómo lo
sabe? —dijo Rodión, cada vez más agresivo.
—Sé cosas
que ustedes están obligados a ignorar. —Alina sonrió y se llevó la taza de té a
los labios. Estaba frío.
—¿Por
ejemplo? —Dostoievski adelantó el cuerpo; le encantaban los planteos
provocativos.
—Usted
podría escribir una historia en la que nuestro joven amigo, un estudiante de San Petersburgo, se ve obligado a suspender
sus estudios por la miseria en la que se encuentra, a pesar de los esfuerzos de
su madre y su hermana para enviarle dinero.
—¡Eso no es
cierto! —estalló Rodión.
—No lo es,
por supuesto. Solo se trata de una ficción. —Alina cruzó una mirada cómplice
con Dostoievski—. Solo una ficción —insistió.
—¿Qué sentido
tendría? —dijo Rodión.
—¿Lúdico?
Escribir es jugar. Y no tiene límites.
—Conozco su
afición por la literatura, querida Alina —dijo Fedor—. Y avanzando un paso más,
usted podría escribir una historia en la que nosotros dos, el amigo Rodión y
yo, somos los personajes de una ficción. Usted nos invita a tomar el té en su
casa de la calle Vosstaniya y describe el modo en que uno puede convertirse en el
propio fantasma que teme. O lo que es casi lo mismo, en una sombra que se agazapa en el interior de
cada uno, lista para saltar al rostro del otro en cuanto advierte
la más tenue oposición a sus apetencias y caprichos. ¿No le parece?
—No sé si lo comprendo —dijo Rodión—. ¿Usted propone
que nuestra amiga escriba una historia en la que nosotros seamos personajes?
—¡Sí! —exclamó Dostoievski, enfático—. ¿Por qué no?
Hasta para nosotros mismos somos personajes misteriosos, quimeras que parecen
haber surgido de las entrañas de la tierra. ¿Qué sabemos, no ya de los otros,
sino de los profundas impulsos y anhelos que pueblan las regiones ocultas de
nuestro ser?
Alina, que había permanecido en silencio durante el
arrebatado discurso de Fedor, tomó una cucharilla de plata y golpeó la taza de
porcelana.
—En aras de hilar conjeturas —dijo—. ¿Por qué no
avanzar otro paso más, como hace un momento propuso Fedor, e imaginar que hay
un autor que nos imagina y plasma, a los tres, reducidos a un rol de
personajes, aunque nosotros nos sintamos tan reales como el sol… o el té que
habita ese samovar, esperando su turno para llenar nuestra boca con su líquido
aroma?
Raskolnikov miró alternativamente a Fedor y Alina, y
luego de repetir tres veces su gesto, lanzó una exclamación, tomó su abrigo del
perchero y se precipitó hacia la salida.
—¿Usted oyó lo que dijo? —preguntó Alina.
—Creo que dijo que estamos dementes —respondió
Dostoievski.
—Tal vez sea cierto —dijo la mujer.
—Tal vez. Pero no logro apreciar la diferencia con
estar cuerdo.
—¿Otra taza de té?
—¡Por supuesto!
Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado novelas y cuentos y compiló una treintena de antologías. Actualmente, además de no cejar nunca en su empeño de escribir una obra maestra, cordina el TALLER 9, que creó en 2019, además de mantener activo este blog.
Dostoievski no recordaba el nombre Rodion Raskolnicov, el personaje de Crimen y castigo, por tener demencia?
ResponderEliminarNo entiendo la pregunta, si es una pregunta.
EliminarNo hubo aclaración de la pregunta, pero respondo entendiendo que el hecho de que Dostoievski no recordaba el nombre Rodion Raskolnikov, el personaje de Crimen y castigo, por tener demencia no tiene nada que ver con el cuento. Se supone que el mismo transcurre en un momento previo a la escritura de la novela. Dostoievski conoce a Raskolnikov en casa de Alina y ese encuentro le inspira el personaje. En la ficción decidí mantener el nombre porque si el mismo hubiera sido una invención del escritor pero aplicado a la msima persona, la comprensión y el enfoque directo del cuento se habrían perdido. Pero esto es, ante todo, una ficción. No está atada a ninguna realidad.
EliminarBuenísimo Sergio! Con el mismo toque que Dostoievsky imprimía a sus obras
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