Cristian Mitelman
“Cruzando la
avenida la cosa es diferente”, piensa Matilde mientras se interna en una calle
de veredas rotas. Algo de razón tiene: de un lado está el barrio; del otro, el
comienzo de la periferia. La villa casi inminente.
Los
fragmentos de vidrio entre el pasto quieren duplicar la escasa luz de la
mañana. Del río viene un olor a lluvia, tal vez la sudestada no tarde mucho.
Habrá
que hacer rápido, porque el agua enseguida crece, se desboca del alcantarillado,
arrastra las hojas muertas, los troncos. Alguien ha dicho que en tales
circunstancias hay que saber esquivar los cuerpos de las ratas que se ahogaron.
Es probable; el potrero está cerca.
Reconoce
la pared despintada. El número de la casa está casi borrado.
Toca
el timbre; nadie atiende. (Sabe que nadie va a atender.)
Mueve
el picaporte; la puerta está abierta. Sorprendida por el coraje, se decide a
entrar.
Hay
algo helado en la habitación. Matilde no puede definir si es la mancha de
humedad que parece una flor moribunda o la presencia de la garrafa sobre el
piso.
En
la cama a medio hacer reconoce la colcha que le regaló a Irma dos o tres meses
atrás, poco antes de que comenzara el invierno.
“Para
que te protejas”, le había dicho, “dicen que viene una ola de frío del sur”.
Matilde se había sentido entonces complacida, “porque entre todos tenemos que
ayudarnos, así que si te parece bien cinco pesos la hora, venís a limpiar los
lunes, miércoles y viernes.”
La
muchacha supo presentarse puntualmente a las ocho. Tenía ganas de hacer bien
las cosas; además era muy juiciosa. Para Matilde esto equivalía a hablar poco y
vestirse con alguna pulcritud.
Una
pava ennegrecida, un platito con un poco de pan, algunas monedas de diez
centavos desparramadas por ahí. A unos pasos, la ventana con un quiebre por
donde entra el viento. Pronto lloverá.
Tiene
que decirle un par de cosas. Tiene que decirle que ella es comprensiva, que si
le devuelve las joyas no la va denunciar, aunque íntimamente no deja de pensar
que a esta negrada vos la ayudás y te paga así, quitándote lo único que tenés.
“En el fondo son como las fieras, no se los puede domesticar.”
De
la otra habitación llega un ruido. Matilde no desea entrar, pero se ve obligada
porque nadie parece darse cuenta de que ha llegado.
Echa
un vistazo y comprende que es el cuarto de la nena. A esa hora ya la habrán
llevado al jardín de infantes.
Irma
está reclinada. Se cubre la cara.
—Vine
a verte. Me desaparecieron unos anillos que había heredado de mi mamá. Están
enchapados en oro, no sé si valen mucho, pero para mí son importantes. —Irma
tiene la cara tapada—. Hablá. No te hagás problema; no te voy a traer a la
policía.
Ahora
Irma la mira de frente. Un rostro golpeado; debajo del ojo derecho el moretón comienza
a coagularse; en los labios hinchados hay el resabio de algo antiguo, visceral.
—Yo
no quise decirle nada, él me obligó señora, yo no quise... —comienza a repetir
la mujer como si esas palabras fueran las únicas del universo.
Matilde
no sabe qué hacer. Está en una habitación donde pareciera que se unen todas las
corrientes de aire. Y además ha comenzado a llover sobre las chapas.
Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.
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