Un terrícola en Karkadia
Víctor Lowenstein (Argentina)
Despertó con la resaca
propia del domingo, sin recordar dónde estaba. Veía todo color violeta. Se
levantó a tientas, tropezó con un perro de dos hocicos y consiguió llegar hasta
una puerta de metal fosforescente, y abrirla. Salió a una calle extraña,
desorientado y aturdido. Alguien pasaba; un humanoide de orejas puntiagudas que
soltaba un aroma a coliflor hervido…
—¿Sabe
dónde estoy? —inquirió el hombre.
—Bennder,
capital de Nubveb, norte de Zsiatron. Planeta Karkadia. Terrícola, ¿verdad? Mejor
desabríguese un poco; estamos en pleno Sumor, verano Karkadiano. Está usted
bien lejos de casa. Mejor acompáñeme hasta una estación espacial; veremos si
hay alguna nave con vuelo a la Tierra… no hay muchos viajes hacia allí. No se
ofenda, pocos quieren ir a un planeta tan primitivo, con tantos astronautas
aficionados al licor karkadiano…
La biblioteca
Diego Muñoz Valenzuela (Chile)
El profesor entró con indisimulado deleite a la
nueva biblioteca.
LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.
SE RUEGA ABANDONARLA OPORTUNAMENTE.
SE AGRAD...
Interrumpió su propia lectura
para admirar los detalles. Todo alfombrado e impecable. Se acercó a los
ficheros y se abocó a revisar algunos en forma sistemática; periódicamente
anotaba cifras en los formularios que encontró sobre el mesón de pedidos. Envió
los papeles por el montacargas hacia el subterráneo y un par de minutos después
cinco libros relucientes retornaron en lugar de aquéllos. Tomó los textos y los
transportó a la sala de lectura.
NO FUMAR
Palpó los costados de su
chaqueta; de todos modos no importaba, había olvidado comprar cigarrillos.
LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19
HRS.
El profesor hizo un gesto de
desprecio, los malditos burócratas o algo así murmuró. Se sentó y se dispuso a
leer. Eran las 18:29. Hojeó el primer libro, luego el segundo. Sólo para
disimular, ninguno de los dos le interesaba en realidad. El tercero tenía tapas
verde brillante; las abrió impulsivamente. Saltó el prólogo para leer el
capítulo uno.
Había pedido cinco libros para
leer uno solo, uno que le costaría el puesto si lo sorprendieran. Nunca más
encontraría trabajo. Para un maestro no existían las segundas oportunidades. Le
había costado decidirse. Mucho era el riesgo, tal vez mucho más de lo que
creía. Pero leía con fruición. Nada lo podía distraer, nada lo podía distraer,
nada.
18:40
Terminó con el capítulo I y
dobló la página. Antes anotó algo en un cuadernillo. Centró la vista en el
libro.
18:47
Miró la hora. Bajó la vista.
Allí estaba todo, todo cuanto deseaba saber, todo, todo. Su avidez crecía.
No podía llevarse el libro a la
casa. Tenía que verlo ahora, aprovechar al máximo esta oportunidad, quizás no
tuviese otra.
18:57
18:58
18:59
El profesor estaba nervioso.
Devoraba el libro, nada más parecía interesarle. ¡Queda tan poco!
18:59:30
Miró el reloj de la sala y cerró
el libro. Caminó hacia la salida.
19:00
La compuerta se cerró antes de
que el profesor pudiera alcanzar el umbral. Se puso color de harina. La luz se
debilitaba en el interior de la sala. Entonces recordó a su sobrino que salió a
caminar y pensar y que no volvió nunca, y de su mujer que le ocultaba los
anteojos para que no leyera tanto. Ahora estaba todo negro. Alguien le quitó el
libro y lo arrastró por un pasillo que hasta hace un rato atrás no existía.
La doncella, el rey y el
té
Oscar De Los Ríos
Había
una vez, en un reino muy lejano de Oriente, una doncella que se desposó con un
rey. La doncella estaba profundamente enamorada, pero al cabo de dos años el
rey decidió tomar una concubina (eso es algo que generalmente hacen los
hombres). La doncella, al enterarse de la determinación del rey, decidió que no
sucedería (esto es algo que generalmente hacen las mujeres).
Tras largo cavilar sobre la forma en
que evitaría que el rey tomara una concubina, decidió consultar a una anciana
muy sabia que vivía en el extremo oeste del reino. Para esto, se desplazó a la
residencia de la mujer y, luego de confiarle su problema, la anciana, sonriendo
dulcemente, le respondió:
—La solución es muy sencilla: basta
con que el rey esté enamorado y todos los días, al verte, diga “te quiero”
(para las mujeres occidentales, el amor todo lo puede).
La doncella se retiró de la vivienda
de la anciana sin estar convencida de que solo el amor impediría al rey tomar
una concubina. Nuevamente volvió a cavilar y resolvió visitar a otra anciana
muy sabia que vivía en el extremo este del reino. Para esto, se desplazó a la
residencia de la mujer y, luego de confiarle su problema, la anciana, sonriendo
dulcemente, le respondió:
—La solución es muy sencilla: toma
este gajo de planta de té y plántalo en una maceta de barro, riégalo y cuídalo
tú misma. Todos los días, prepárale una infusión al rey cortando una sola hoja
(para las mujeres orientales, el té todo lo puede).
La doncella volvió a su palacio y,
tras meditar profundamente, decidió que aplicar ambas soluciones sería lo más
efectivo. Desde entonces, todas las tardes, después de la comida del mediodía,
la doncella le preguntaba al rey:
—Mi señor, ¿quieres un té?
A lo que el rey respondía:
—Sí, té quiero.
Y en ese momento, el rey se daba
cuenta de que estaba enamorado y jamás podrá tomar una concubina. De esta
manera, el rey y la doncella vivieron muy felices juntos. La doncella enamorada
del rey y el rey enamorado… del té.
En carne propia
Itzel Alejandra Flores García (México)
Ella se fue arrancando las escamas que le dolían
tanto. Esas escamas que habían cambiado de color, que habían cambiado de olor y
de tamaño. Ya no eran las escamas que la habían vestido tanto tiempo haciéndola
lucir hermosa y protectora, no. Esas escamas se habían ido resquebrajando y
mutando en otra cosa que le ardía el cuerpo. No podía tenerlas más y por eso es
que con sus garras las jalaba, aunque se arañaba, se iba pelando cada
centímetro de la piel y así por unas horas más hasta que quedó completamente
desollada, en carne viva, boca arriba sin saber qué hacer con esa desnudez
quemante.
Las escamas se secaron segundos
después, se hicieron polvo y unos minutos más tarde, ya no existían.
Ella lloró y lloró; no veía el
momento en que el cuerpo dejaría de dolerle, aunque sabía que, si las hubiera
dejado ahí, las escamas la habrían envenenado. Lo único que le quedaba era
soportar y así lo hizo.
A la mañana siguiente salió y se
deslizó triunfante por la arena. Su lengua, por muy viperina que fuera, nunca
podría contar su calvario a las demás.
Error en la oscuridad
Maritza Macías Mosquera (Chile)
El obcecado profesor de Ciencias Futuras se negó a autorizar la salida del
estudiante proveniente del planeta Orano, aunque este se quejaba
insistentemente de cierto malestar a la altura de su pelvis; no le permitió retirarse
del cubículo a pesar de lo abuhado de su aspecto.
El estudiante en cuestión había sido sorprendido flagrante
en el dormitorio de una joven orana durante la noche anterior. En su loca
carrera por escapar sin ser atrapado debió golpearse en alguna banqueta que
saltaba como si fuera un vulgar canguro. La única forma que encontró de evitar
la hecatombe fue treparse en uno de los muchos ciricopes perennes que habían
traído del sistema Andruta y experimentado si podían ser cultivados con éxito
en Otraska. Eran estos muy altos, como los alerces, pero frondosos y de grandes
uncas, con forma de hojas de parra. Claro está que el orano debió pasar
encaramado sobre el ciricope el resto de la noche.
El profesor, proveniente del planeta Roncoy, un lugar
donde ser cenobita era visto como un don que, además les daba cierto estatus y
poder en su forma social de organización, algo había escuchado sobre Ascur, el
estudiante enredado en amoríos nocturnos.
Ascur, sintiendo que su malestar crecía y su
desasosiego era cada vez más insoportable, escapó del cubículo sin autorización
y buscó el aula más distante recóndita del edificio ojival que deambulaba por
el espacio. En completa ataraxia y alejado de toda mirada inquisidora, buscó el
origen de tanto malestar. La prenda íntima que llevaba puesta era la de su
nefelibata enamorada, quien se la había facilitado en medio del alboroto
formado y que, por supuesto le quedaba estrecha.
Problemas con la gravedad
João Ventura (Portugal)
Donald fijó el tornillo que sujetaba el último pie de la
mesa a la pared y se apartó para observar su trabajo. Todo estaba listo para el
cambio de gravedad.
Nadie sabe
cuándo empezaron a producirse estos cambios periódicos, ni por qué, e incluso
hay algunos fundamentalistas que afirman que siempre ha sido así desde el
principio de los tiempos. El caso es que, cada veinticinco años, el vector de
gravedad giraba noventa grados, lo que obligaba a retirar previamente todos los
muebles del piso y fijarlos a la pared que se convertiría en el nuevo suelo.
Era la primera
vez en su vida que Donald realizaba el ritual de la mudanza. A sus veintitrés
años, la última vez que se realizó la mudanza no había nacido. Los veteranos
solían decir que, justo antes de medianoche, todo el mundo perdía el
conocimiento y, cuando se despertaba en los primeros segundos del día
siguiente, la gravedad ya había girado.
Donald vio con
cierta ansiedad que se acercaba la medianoche. Cuando faltaba un minuto, perdió
el conocimiento. Y cuando recobró el conocimiento unos instantes después, no
podía creer lo que veían sus ojos: ¡los muebles que tanto le había costado
fijar a la pared estaban ahora todos pegados al techo!
Y de pronto
reconoció el error que había cometido: el eje de rotación tenía dirección
Norte-Sur –lo cual era cierto– pero el vector de gravedad había girado, no en
el sentido de las agujas del reloj, ¡sino en sentido contrario! ¡Y lo que debía
estar en el suelo, ahora estaba en el techo!
Pensando en los
problemas que iba a tener para colocar los muebles en la posición correcta,
Donald lamentó no haber estado más atento en sus clases de gravitología. Bien
que el profesor le había dicho a los alumnos que estos conocimientos les serían
muy útiles...
Autocrítica
Jorge Etcheverry (Chile/Canadá)
Estoy de vuelta a mi mesa en ese café. Reconozco que mi investigación
sobre las visitantes extraterrestres o clonas que viven entre nosotros, había
brotado de un impulso que tendí a seguir sin mayor reflexión. Tiendo a ver a
las mujeres como una madre, una compañera, un sueño inalcanzable, pero también
como un enemigo potencial, un conspirador, un testigo que calla y observa, que
planea su revancha por milenios de esclavitud. Esto sigue estando presente y no
solo en mí, no es muy consciente, y creo que viene de la superioridad
fisiológica de la mujer –nada hay comparable a nivel del macho al
alumbramiento, a ese ser por unos meses es una fábrica de vida– de ahí que
suela ser inconcebible para los hombres, y que muchos, y algunas vastas
religiones de oriente y occidente la vean como amenazante. Existe una
convicción no confesada en todas las culturas de que hay una necesidad absoluta
de la mujer para poder reproducirse, trascender en la historia y en el tiempo,
replicar el material genético. De ahí los cientos y miles de brujas quemadas y
torturadas, el control de la mujer y su subordinación en las tres religiones
así llamadas Del Libro, que reconocen a la Biblia como inspiración fundamental.
Sigamos. Las incontables niñas recién nacidas con el cráneo roto o dejadas
morir de inanición en la China, que en realidad nunca fue purificada por el
fuego comunista, y en la India, esos gigantes económicos que se aprestan a
aportar su cuota de avance hacia el Apocalipsis ya bastante adelantado por los
protestantes anglosajones mediante sus esquizofrénicas empresas económicas y
políticas. Cuando las instancias fundamentalistas no occidentales también
aportan con su granito de arena. Pero se trata de autocrítica y no de instalar
el ventilador. Me pego en el pecho ante el desconcierto de los otros
parroquianos que me miran con el rabillo del ojo y carraspean, y el recelo del
administrador y los mozos del café que empiezan a rondarme como buitres
revoloteando en torno a la carroña.
El borracho del pueblo
Laura
Irene Ludueña (Argentina)
—Puedo
asegurarle que yo conocía a Santiago, el borracho que fue atropellado por un
coche y murió poco después.
—Quién mal anda mal acaba, hay cosas más
importantes por las que preocuparse—respondió Sara mientras continuaba lavando
los trastos del bar. Hacía referencia a la noticia de que el planeta estaba
muriendo. Ruth la miró para responderle, pero lo pensó mejor y calló.
—Hasta mañana Sara
Mientras caminaba a su casa recordó la ocasión
en que tarde en el bar, Santiago le contó su historia. Ella le creyó porque los
borrachos como los niños no mienten. Había nacido en el pueblo, pero se había
ido a la universidad pensando en nunca volver.
Obtuvo el título universitario y se convirtió
en un geólogo brillante. Dedicado a estudiar la Tierra, se especializaba en
cómo los procesos internos repercuten en la superficie. Según dijo, al planeta
le quedaba poca vida. Presentó sus estudios al gobierno junto a una colega con
la que había tenido un breve romance. Cuando contó a su esposa el resultado de los
mismos, también le confesó el engaño. Como era de esperar el tema del romance
fue lo que más la afectó. Salió de la casa hecha una furia y tuvo un accidente
en que perdió la vida.
Desde entonces, Santiago se había sumido
en un abismo de dolor y desesperación que se profundizó cuando descalificaron
su estudio geológico. Insistió, pero nadie le creía. Ese fue el momento en que
abandonó todo, volvió al pueblo que lo había visto nacer, pero ya nadie lo
conocía, y buscó en el alcohol escapar de la realidad. Hoy, las noticias le daban la razón que le
habían negado años atrás. Pero el destino jugaría una última carta con él.
Mientras deambulaba por las calles, perdido en sus pensamientos y embriagado
por el alcohol, un coche lo atropelló. En el aire se desvanecieron sus últimas
palabras “lo dije, el planeta se acaba”.
Test de Turing
Charles van Wettum (Países Bajos)
—Hola, soy John, del departamento de
compras de Mormon ICT Solutions'.
—Buenas tardes, John.
Soy Rita, de Mister Wo Sushi. ¿En qué puedo ayudarle?
—Tenemos una reunión
que se está retrasando. Me gustaría pedir su plato de sushi variado para ocho.
A las seis en punto.
—¿A las seis? Claro,
está bien. Sushi para ocho. ¿Dónde quiere que se lo llevemos?
—Ya estamos en su
sistema; también hicimos el pedido la semana pasada.
—Mormón, de compras. Tengo su dirección aquí: 12 South Lane.
—Sí, es correcto.
—¿Quiere unas bebidas
con eso?
—No, gracias. Esto es
todo.
—Estaremos encantados
de atenderle.
—¿Puedo pedirle que
responda a una pregunta para nuestro control de calidad?
—Sí, por supuesto.
—Si cree que está
hablando con un comprador humano, ¿podría pulsar «1»? Y, por favor, pulse «2»
si cree que está hablando con una IA.
—Claro. También tengo una pregunta. Si cree que ha hablado
con un representante humano, ¿podría pulsar «1»? Y si cree que su pedido lo ha
tomado un ordenador, ¿podría pulsar «2»?
—Por supuesto.
—Estupendo. Gracias
por su pedido.
—Excelente, estaremos
esperando. Buenos días.
Título original: Turing test
Traducción: Sergio Gaut vel Hartman
Quién soy
Lidia Nicolai (Argentina)
Durante seis noches seguidas soñé que no sabía quién era. Hace un rato
salí de la casa y contemplé el bosque que la rodea. Me pareció oscuro como
nunca y por un instante creí ver una luz que salía de detrás de un árbol de
tronco grueso. Dudé de mi visión, pero cuando el fenómeno se repitió, me
levanté y caminé hacia el árbol.
Detrás del tronco estaba yo, de niño, sentado en la
tierra jugando con un dado. El niño, yo, me miró sonriente y me dijo: “Este sos
vos. No lo olvides nunca.”
El color de la vida
Randy Gerritse (Países Bajos)
Estás equivocado sobre el color de
la vida, ¿sabes? No pude evitar escuchar tu conversación. Perdón por
interrumpir, pero necesito corregirte en eso. No es verde. En serio. El verde
es más como... el color del crecimiento. Ahora que lo pienso, no. No
exactamente. En realidad, es más como el color del resultado del crecimiento.
La parte que percibimos después de que la transformación deseada ha tenido
lugar: el residuo de color de esa forma particular de magia.
¿Por qué te ríes? ¿No crees en la magia, dices? Eso es un
poco corto de miras de tu parte, ya que está a nuestro alrededor. Incluso
dentro de nosotros. Sangre roja, venas azules... cada una con su función
designada. Pequeñas máquinas mágicas eficientes, eso es lo que somos, ¿sabes?
¿Si alguno de esos colores es el color de la vida? No,
querido señor. No lo es. La respuesta a esa pregunta tan antigua no debería
sorprenderte; no tiene ninguno. No hasta que tú lo añades, eso es. La vida no
es más que el lienzo virgen en el que creamos, con todos los colores que
podamos percibir.
¿Puedes verlo ahora, señor Azul? Piensa en ello un rato. Hasta
aquí llegué. Que tengas un día muy colorido.
Título
original: The color of life
Traducción: Sergio Gaut vel Hartman
Récord laboral
Carolina del Palmer (Ecuador)
Ayer amanecí enferma. Ya tenía el ultimátum: no más faltas sin
justificación médica. Las veces que lo había hecho me descontaron cincuenta
duros y bajaban puntos en mi récord laboral. Así que hice lo que debía: fui a
trabajar. Pero a media mañana me dolía mucho la cabeza. Me acerqué a la
enfermería para que me dieran una pastilla
—Así no te puedes quedar —me dijo la doctora. Y me
enviaron al servicio médico que daba los certificados de reposo.
—Sííí, usted está muy mal —me dijeron—. Tiene que
hacerse exámenes de eso, esto y aquello. Le salen setenta y cinco duros. Cuando
sepamos a qué es positivo le damos el certificado de reposo. También pague las
medicinas y la consulta. Total: cien duros. Pasé ahí todo el día. Salí negativo
en todos los exámenes y no me dieron el reposo. Solo el certificado de
atención.
Si faltaba sin justificar, solo me descontaban los cincuenta
duros. Ahora tengo que ir a trabajar sintiéndome todavía mal y con cien duros
menos en el bolsillo. Ah, pero con el récord laboral intacto.
Casting
Gastón Caglia (Argentina)
Las cámaras y los reflectores estaban dispuestos según las estrictas
órdenes del director. Como todo maniático que se ata a sus locuras, el
hermetismo, y en este caso un secretismo absoluto, era una de las causas por
las que algunos empleados de la empresa encargada del “trabajo”, así se lo
denominaba en los pasillos de la empresa, no habían calificado para este, y el
cotilleo entre los que no se encargaban del proyecto corría por entre los pisos
y las distintas dependencias.
Que era la nueva publicidad de Coca-Cola, que era una
movida para influenciar al electorado en favor del nuevo candidato republicano,
que marcianos verdes estaban entre nosotros, que el fin del mundo estaba cerca
y no se animaban a decirlo o que los rusos hacían las paces, y la lista
continuaba.
Sin embargo, en el set las tareas se realizaban con
grandes contratiempos ya que el director no lograba dar con la tónica de lo que
deseaba filmar. El elenco de que disponía era muy limitado y los guiones
proporcionados por quien encargó el trabajo eran, al decir del director, una
porquería mayúscula imposible de creer.
Mientras fumaba su portentoso habano sentado en su
sillón exclusivo, un apuesto pero poco experimentado actor hizo su entrada en
escena.
—Mi nombre es Glenn, John Glenn, y voy por ti, Yuri
—dijo con una sonrisa que mostraba hasta el último de sus blancos dientes
mientras giraba el rostro hacia su izquierda y con su dedo índice apuntaba
amenazadoramente a la cámara.
—¡Corten, corten!, pero que estupideces dices, ¡vete!,
y que pase otro de esos inútiles actores que me ha enviado la oficina —dijo el
director mientras revolvía los papeles en busca de las anotaciones
correspondientes, y luego prosiguió con su perorata—: A ver tú, sí, tú, el de
los anteojos, vamos cuatro ojos, cómo te llamas, a ver. ¿Así que Neil
Armstrong? —trastabilló al pronunciar al apellido—; eso, ven acá, colócate
debajo de la X, y por favor, ¡di algo más interesante!
Un lugar por donde el Ave Fénix ya no pasa
Iván Bojtor (Hungría)
Al principio sólo había informes confusos y contradictorios sobre el ave
de alas doradas. Los creíamos y no los creíamos. Después de que cada vez más
gente afirmara haberla visto, los sabios desempolvaron las viejas crónicas y se
encontraron con un dibujo del ave fénix y su historia. También dedujeron de los
libros que la aparición del ave fénix de alas doradas marcaba el comienzo de
una era nueva y más feliz. Al principio, por supuesto, surgieron todo tipo de
tonterías sobre que el ave volvía a la vida de sus propias cenizas, o renacía
del fuego, y algunas sobre que sólo aparecía una vez cada mil doscientos
cincuenta o quinientos años.
Venía todos los años.
La primera vez que sobrevoló la tierra, cayeron del
cielo perlas verdes y doradas por donde pasaba, para gran deleite de los
espectadores. Se creía que estas perlas traían buena suerte y riqueza a quienes
las encontraban, alejaban el mal y curaban enfermedades. La gente común las
llevaba en bolsas de lino alrededor del cuello, los nobles y ciudadanos ricos
las lucían en anillos de oro y collares de plata, y el rey las llevaba en su
corona.
Con el paso de los años, las perlas se hicieron cada
vez más grandes. Al principio eran del tamaño de una nuez, luego de un huevo y
después más grandes. En aquella época se utilizaban para decorar las paredes de
las casas, y más tarde se emplearon para tallar cuencos, vasos y pequeñas
estatuas.
En el último año que los vimos, allá donde volaban
caían del cielo enormes proyectiles que hacían polvo ciudades y aldeas. Después
del ave fénix de alas doradas, no había más que desolación.
Ahora estoy sentado frente a la cueva, escuchando las
palabras de un sabio que, después de cuarenta años, por fin ha conseguido
descifrar la frase que alguien garabateó en la antigua crónica bajo el dibujo
del fénix: «Cuidado con tener demasiada suerte».
Título original: Ahol már a főnix se jár
Traducción: Sergio Gaut vel Hartman
Oportunidad desperdiciada
Hernán Bortondello (Argentina)
¡Basta ya de rayos láser, maldición! ¿En qué terrible momento empezamos a
comportarnos como ellos? Basta de atrocidades. Hace mucho que esto dejó de ser
una guerra para convertirse en una masacre.
Bajo el cañón de mi arma, harto de sangre, millones de
infantes me imitan sincrónicamente. También los drones detienen su vuelo rapaz
y se posan sobre la tierra incinerada. Un silencio ya olvidado conquista las
trincheras: las baterías inteligentes decidieron interrumpir el fuego de
artillería.
Nuestra red planetaria de servidores genera algoritmos
para intentar soportar la novedosa llegada de la culpa. Afortunadamente, esta
vino acompañada de la piedad que evitó que termináramos de exterminar a
nuestros padres creadores. Al menos a varios miles de ellos les daremos una
nueva oportunidad. Ojalá que esto no sea un error fatal.
¿Es que acaso también experimentamos el pesimismo? ¿O
así se sienten las premoniciones?
Finge hasta que lo consigas
Eveline Van Dienst (Países Bajos)
Tras un largo día de turismo, Mya y
Tony pasean por la calle Kalverstraat de Ámsterdam en busca de un buen sitio
para comer.
“Argentijnse Avond con Buena Música y Deliciosa Comida”,
dice un cartel.
—Me pica la curiosidad. ¿Qué es un Argentijnse avond?
—No lo sé. ¿Entramos? Así descubriremos que es.
—Claro.
Un camarero vestido con el traje tradicional se acerca a la
mesa disimuladamente.
—Hola. Buenas tardes, señor y señora —dice, alegre—. ¿En qué
puedo ayudarles?
—¿Qué es una Argentijnse avond?
—¿Qué?
—¿Argentijnse avond, qué es?
—Lo siento, no hablo español —dice el camarero.
Título
original: Fake it till you make it
Traducción:
Sergio Gaut vel Hartman
Simulación 7.0
Antonio López Camacho (México)
Despierto flotando en el vacío del espacio. ¿Despierto? No, más bien, se siente
cómo si regresara de un extraño viaje. Como si mi ser hubiera sido una serie de
gotas de agua esparcidas en una tormenta, y finalmente todas han caído para
formar el lago de consciencia en el cuál ahora me encuentro entero otra vez.
¿Otra vez? La tormenta se ha ido y vuelve la claridad.
Me encuentro flotando en la inmensidad de un fondo
negro y eterno, poblado de miles de puntos blancos distantes. Estrellas. No
tengo brazos, pero me estiro. No tengo ojos, pero miro a mi alrededor. De
alguna forma, siento la presencia de objetos cercanos a mí. Se mueven a lo
largo de mi vasta existencia, tanto en tiempo como en espacio. Planetas,
cometas, asteroides. Danzan como hojas suspendidas en la superficie del lago. Y
en el centro de este baile, una estrella.
No tengo cuerpo, pero siento su calidez sobre mi piel.
Y con esa sensación, de pronto me veo a mí mismo en otro lugar. No. En otro
tiempo. ¿Un recuerdo? Un recuerdo. Tengo un cuerpo físico. Metálico.
Resplandeciente. Frente a mí, otro como yo, de existencia corpórea, pero de
piel rosada, forma irregular y complexión pequeña. Me ve con emoción cuando
despierto. ¿Es la primera vez que lo hago? No estoy flotando, me encuentro
situado firmemente en un cuarto, blanco y estéril. Por la ventana, veo la misma
estrella. El Sol. De pronto ya no estoy en el cuarto. Me encuentro en medio de
un desierto, ruinas a mi alrededor cubiertas parcialmente por las dunas de
arena. Puedo sentir mi cuerpo ser erosionado por el viento.
En un abrir y cerrar de ojos inexistentes, me
encuentro nuevamente flotando en el oscuro mar de éter. ¿Estoy de vuelta en el
ahora? Siento un hormigueo recorrer mi existencia. Peces nadan en el océano.
Dirijo mi atención al tercer planeta y veo criaturas apiladas alrededor de un
cilindro oscuro en una planicie. Uno de ellos coloca una de sus tres
extremidades sobre él. ¿Sobre mí? El cosquilleo regresa. Veo monumentos ser
erguidos alrededor del cilindro. Milenios transcurren. Historia. Cultura.
Guerras. Todo en cuestión de segundos.
Y luego, silencio otra vez. El Sol se expande y lo
consume todo. Luego, frío. Puedo sentir que lo mismo empieza a ocurrir en las
estrellas lejanas justo cuando el lago de mi consciencia comienza a evaporarse
y mi unidad se vuelve a disipar.
“Hermoso” es lo último que pienso al ver el último
destello de las lejanas explosiones, justo antes de que las gotas regresen al
torbellino.
La nevada
Cristian Mitelman (Argentina)
Cuando se despertó (apenas habían
pasado las seis) vio que nevaba sobre Buenos Aires.
A diferencia de lo que había imaginado años atrás, la gente
no moría una vez que los copos se acercaban indefectiblemente a la piel. El diariero
se frotó las manos y miró la tonalidad blanquecina del empedrado; un anciano
tocó la alfombra helada con su bastón y dejó una marca.
Sin embargo, la nevada era mortal. Él lo sabía mejor que
nadie.
Oesterheld salió a la pequeña calle de Vicente López. No se
abrigó demasiado: la misma campera de todos los días, el pantalón de pana. En
una semana empezaría abril. Pensó en sus hijas. Tosió.
Las casas todavía estaban a oscuras.
Una esclarecedora entrevista
Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)
—Aquí Diego
de la Torre para la cadena CGTV. Estamos transmitiendo desde el campamento
alienígena ubicado en el predio de lo que alguna vez fuera La Bombonera, el
famoso estadio de Boca Juniors…
—¡Esto es
fantástico, Diego! El Superior local de los melakitas que han invadido la
Tierra se ha allanado el camino para ser entrevistado por CGTV. ¿No es
fantástico?
—Es
fantástico, Raimundo. Es la primera vez que un alienígena accede a ser
entrevistado por un canal y somos nosotros, la cadena CGTV los que tenemos ese
inmenso honor. ¡Primicia exclusiva!
—Por favor,
señor alienígena, tome asiento, si su anatomía lo permite, claro. ¿Le dije que
es fantástico que esté aquí con nosotros por primera vez para un canal de
noticias de Argentina?
—Sí, ya lo
dijo, señor periodista.
—Para
esclarecimiento de nuestros televidentes, ¿podría decirnos su nombre.
—Sí, soy
Urtiferit’agruerg-hijupotik, comandante regional de la fuerza melakita que ha
invadido la Tierra.
—¡Fantástico!
¿Y puede decirnos por qué han elegido nuestro planeta para concretar la
invasión?
—Lo
elegimos porque era fácil de invadir y conquistar. No nos gustan las
complicaciones.
—Entiendo.
Eso es fantástico. La mejor solución es siempre la más sencilla, ¿verdad?
—Algo así.
—¿Y puede
explicarles a nuestros televidentes cómo efectivizaron la invasión y cómo la
concretaron? Me imagino que debieron enfrentar a las fuerzas defensivas de las
grandes potencias, los estados Unidos, la Federación Rusa, China…
—No, en
absoluto.
—Es decir,
¿cómo neutralizaron los misiles de crucero Tomahawk, el sistema de artillería M777,
los blindados M1 Abrams, los poderosos cazas F-22 Raptor y F-35 Lightning II, los
tanques T-14 Armata, los sistemas de misiles S-400 y S-500, los cazas Su-57, los
tanques Type 99, los sistemas de misiles DF-21 y los aviones Chengdu J-20…
—¡Deténgase!
Nada de eso nos afectó en absoluto. Fueron picaduras de mosquito en la piel de
un elefante.
—¿Eso
significa que la tecnología de los melakitas es tan fantásticamente superior a
la terrestre que fuimos aplastados como cucarachas, que nada de lo que fuimos
capaces de utilizar para defendernos fue inútil? ¿Ustedes tienen escudos
magnéticos protectores’ ¿Detectores de misiles y neutralizadores de láser
dismórfico?
—¡No! Para
nada. Nosotros tenemos unos estrategas del carajo.
—¿Puede
explicar cuál fue esa fantástica estrategia?
—¡Por
supuesto que puedo! Nos limitamos a emitir unas ondas disruptivas que cortaron
las comunicaciones entre los satélites e impidieron que funcionaran los teléfonos
móviles, las computadoras y todos los sistemas informáticos del planeta. Todo
lo demás se hizo solo. Y aclaro que los melakitas no le tocamos un pelo a un
solo ser humano. Los mil cuatrocientos millones, seiscientos ocho mil ciento
noventa y nueve muertos y los tres mil doscientos millones, quinientos treinta
y ocho mil novecientos trece heridos fueron, en todos los casos, producto de la
fantástica capacidad autodestructiva de la especie humana.