viernes, 28 de febrero de 2025

UNA RARA ESPECIE

 

Gabriel Trujillo Muñoz

 

El contrabandista, después de subir las escaleras en caracol, puso en las manos del rey, un coleccionista de animales exóticos, la jaula cubierta.

Estaban en el torreón más alto de un castillo venido a menos, que se desmoronaba a plena luz del día, donde escaseaba el mobiliario y los cortinajes se mostraban apolillados.

“Lo único valioso aquí es la vista”, pensó mirando hacia la costa cercana, que en ese instante los rayos del sol acariciaban mientras iban retirándose.

A la entrada del castillo ni siquiera había guardias custodiando al monarca, cuyo reino abarcaba a lo más unos cuantos kilómetros cuadrados a corta distancia de Venecia.

Lo único que quedaba de sus antiguas posesiones era un zoológico.

Por lo que había visto al entrar, en sus jaulas se mantenían aún con vida una jirafa famélica, un león viejo y un tigre ciego.

—¿Qué rara especie me traes ahora? —preguntó el aristócrata.

El contrabandista le señaló la jaula.

—No quiero echársela a perder, su señoría. Véala por usted mismo.

El rey le quitó la lona y frunció el ceño: la jaula estaba vacía.

—¿Qué broma es ésta?

El contrabandista abrió la puerta de la jaula y le indicó que metiera la mano.

—Este que atrapamos es un mono transparente, señor. Tóquelo y verá.

El rey obedeció con reticencia, pero metió la mano.

Enseguida sintió el suave pelaje de un animal.

Su respiración agitada.

—¡Es asombroso! —exclamó.

Ahora acarició el rostro del mono que parecía gesticular.

Con la otra mano le entregó al contrabandista una bolsa de cuero.

El hombre sopesó su contenido y se percató que estaba siendo estafado.

La abrió y miró las monedas.

La mitad eran falsas.

El rey, por su parte, ya se veía mostrando su nueva adquisición en el baile de carnaval.

Pensaba que iba a ser de nuevo el centro de atención.

—Desde luego que es asombroso —dijo el contrabandista— y más si, como dicen los nativos de la Amazonia, esta especie de mono es antropófaga.

El rey frunció el ceño.

—No me gusta que me hables con términos raros. Si quieres que te pague bien de…

El grito fue repentino y murió en un instante.

El contrabandista contó las monedas y miró la jaula ensangrentada.

—¿No te dije que te iba a tratar a cuerpo de rey? —El mono, ocupado como estaba en devorar al soberano, ni siquiera respondió. El contrabandista se asomó por el torreón— ¿Qué vas a querer hoy de cenar: león o tigre?

El mono se hizo visible junto a él.

Miró hacia abajo y sonrió.

—Jirafa —masculló mientras seguía royendo un brazo casi descarnado.

El hombre asintió.

“Mientras no sea yo, que coma lo que apetezca”, pensó.

Pero el mono tenía una habilidad mayor que la de hacerse transparente.

Con el brazo del rey empujó por la espalda al contrabandista y lo vio caer allá abajo.

—Siempre he sabido lo que piensas, idiota.

Y volvió sobre sus pasos.

Hacia el vestíbulo.

Donde aún le esperaban los restos del soberano.

Antes tomó un busto del rey hecho de bronce.

Y con éste le rompió el cráneo.

Mientras metía su mano peluda en la masa encefálica, recordó lo que el monarca había pensado mientras acariciaba su rostro.

—El carnaval. Eso me gusta. Tantos platillos diferentes. Tantos sabores esperándome.

Esa sería su siguiente parada.

Un lugar lleno de carne por probar.

Y sin aguardar más tomó un pedazo de hueso del cráneo y lo metió en aquella masa blancuzca.

Luego, deleitándose de antemano, se la llevó a la boca.

“¿Por qué no me capturaron antes?”, inquirió para sí con los ojos cerrados.

Transparente de nuevo.

De nuevo sonriente.


Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

 

WALLY, EL WÓMBAT, Y SU MEPHONE

 

Boris Glikman

 

Había una vez un wombat llamado Wally, un tipo realmente amable. Siempre caminaba con una sonrisa en el rostro y era en todo momento bondadoso y considerado con quienes lo rodeaban: con los canguros viejos y los jóvenes, con los kookaburras adultos y también con los polluelos. Nunca dejaba de quitarse el sombrero y decir “¡Buen día!” a cada animal que encontraba, preguntar por su salud y ofrecer ayuda si la necesitaban.

Con el tiempo, los pájaros y las bestias empezaron a sospechar de Wally, el wombat.

—¿Cuál podría ser la razón por la que es tan amable, respetuoso y servicial con todos? Seguramente debe haber un motivo oculto” —susurraban entre ellos mientras Wally pasaba alegremente durante su caminata matutina.

Así que le pidieron a Mona, la lagarta monitor, que observara sigilosamente el comportamiento de Wally en su vida privada. Sin duda, pensaban los canguros, equidnas y kookaburras, Wally debía dejar de lado su amabilidad y mostrar su verdadera naturaleza en casa.

Después de varias semanas de vigilancia constante, Mona regresó con los resultados: Wally, el wombat, era tan amable y considerado en su vida privada como lo era en público. Nunca levantaba la voz, jamás hacía berrinches y nunca decía ni hacía nada cruel en casa. Lo único ligeramente inusual que Mona notó en él era la cantidad extraordinaria de tiempo que pasaba hablando por teléfono.

Aun así, las criaturas del bosque seguían sin estar convencidas de la bondad de Wally. Entonces, idearon otro plan brillante: adherir furtivamente un diminuto dispositivo de lectura mental a la cabeza peluda y redonda de Wally. De esta manera, tendrían por fin una prueba irrefutable de los pensamientos malvados que él mantenía ocultos. Los canguros, equidnas y kookaburras se frotaban las patas y las alas con júbilo mientras esperaban impacientes los resultados. Por fin descubrirían lo que realmente pensaba de ellos y cuáles eran los pensamientos oscuros que cruzaban su mente mientras fingía hacer buenas acciones.

—Seguramente —se decían—, no puede ser que Wally no tenga pensamientos impuros de envidia, codicia, vanidad y odio. Sin duda, debe revelar su verdadero ser en lo que considera la privacidad absoluta de su mente.

Pero ¡ay!, los pensamientos que registró la máquina de lectura mental eran tan puros y virtuosos como las acciones de Wally. Nunca le cruzó por la mente un pensamiento de odio; solo tenía sentimientos afectuosos hacia cada criatura del bosque. Los animales quedaron atónitos y desconcertados. Habían buscado en cada rincón de la mente de Wally un solo pensamiento mezquino, un mínimo indicio de malicia o celos, pero no encontraron nada.

Entonces, los pájaros y las bestias comenzaron a sentirse molestos y frustrados con Wally por ser siempre tan bueno, feliz y amable.

—¡No podemos permitir que un bicho raro tan peligroso viva entre nosotros! —proclamaron—. ¡Algo drástico debe hacerse, y debe hacerse de inmediato!

Decidieron enfrentar a Wally y exigirle una explicación por su extraña conducta.

—Wally el wombat, ¿por qué eres siempre tan amable y puro de pensamiento y corazón? —quisieron saber—. ¿Por qué eres siempre tan feliz y bondadoso con todos?

Este estallido repentino de los canguros, equidnas y kookaburras angustió mucho a Wally, y no vio otra opción que revelar a los otros animales la fuente de su felicidad y bondad.

Abrió su maletín y sacó un aparato con gran entusiasmo.

—¡Contemplen el mePhone! ¡El primer teléfono con el que puedes llamarte y hablar contigo mismo! Lo inventé yo mismo y ha transformado por completo mi vida y mi carácter. Me ha traído dicha y ha hecho mi corazón puro —anunció Wally con su voz aguda rebosante de emoción—. Si me dan tiempo, puedo fabricar mePhones para todos ustedes y vendérselos a un precio muy razonable. ¡Sus vidas cambiarán también!

Todos los animales rieron a carcajadas.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué broma! ¿Para qué necesitaríamos llamarnos a nosotros mismos? ¿Cómo podría el mePhone hacer alguna diferencia en nuestras vidas?

—Si no están completamente satisfechos con el producto, les devolveré su dinero sin hacer preguntas. ¿Qué tienen que perder? —replicó Wally.

Así que, más por lástima que por otra cosa, todos los pájaros y bestias aceptaron comprar el mePhone.

Inevitablemente, al principio hubo cierta aprensión al usar el mePhone, pues ningún animal estaba seguro de qué tipo de respuesta recibiría al llamarse a sí mismo por primera vez. ¿Y si la llamada inesperada se consideraba una invasión inaceptable de la privacidad?

Con el tiempo, esos temores se disiparon cuando la mayoría de las criaturas descubrieron que eran recibidas con calidez y entusiasmo, y que sus llamadas eran una grata sorpresa. Hablar consigo mismo resultó ser como hablar con un viejo amigo al que no habías visto en mucho tiempo, y la conversación fluía con naturalidad.

Para su sorpresa, los pájaros y las bestias descubrieron que había grandes beneficios en tener una buena charla consigo mismos, ya que nunca se habían detenido a hacer un examen honesto de sus vidas. Siempre estaban ocupados buscando comida, cuidando a sus crías y tratando de acallar la pregunta persistente de si eran realmente felices. Como resultado, habían perdido todo contacto con su verdadero yo.

Así que fue una experiencia reveladora poder mantener una conversación profunda y significativa consigo mismos. Ahora podían ponerse al día con aspectos de su vida que nunca habían tenido oportunidad de pensar, enterarse de noticias vitales que se habían perdido mientras avanzaban por la senda del bosque de la vida.

No pocas veces se derramaron lágrimas al revelarse verdades que las criaturas se habían ocultado a sí mismas, expresadas con franqueza y sin rodeos. Las conversaciones adquirieron un tono confesional, ya que los secretos más oscuros y problemas que solo uno mismo conocía fueron revelados abiertamente a través de la línea telefónica. Con frecuencia, los animales se sorprendían al descubrir lo que realmente sentían en su interior: que en realidad no estaban felices con su posición en la comunidad del bosque o que hacía mucho tiempo habían dejado de amar a alguien. En otras ocasiones, la voz al otro lado de la línea les recordaba los sueños olvidados, los deseos y necesidades que habían reprimido durante demasiado tiempo.

El emú recordó finalmente cómo, cuando era joven, siempre había soñado con aprender a volar y comenzó a tomar clases en la escuela de vuelo local. El demonio de Tasmania descubrió un lado más amable y gentil de su naturaleza y decidió dedicar el resto de su vida a la enfermería. El kookaburra, al darse cuenta de que estaba harto de actuar siempre como un payaso, decidió estudiar artes dramáticas para convertirse en un actor serio. La koala, al ver por primera vez lo perezosa y con sobrepeso que estaba, contrató a un entrenador personal para ponerse en forma.

Todas las criaturas del bosque estaban profundamente agradecidas con la invención de Wally y le otorgaron grandes honores. El bosque se convirtió en un lugar mejor y más feliz gracias al mePhone, ya que los pájaros y las bestias finalmente comenzaron a ser fieles a sí mismos. Al haber desterrado sus tormentos internos, ahora se trataban unos a otros con amabilidad y respeto. La vida antes del mePhone se convirtió en un recuerdo lejano y descolorido, y ningún animal podía imaginarse jamás vivir sin uno.

 

Título original: Wally, the Wombat, and his mePhone

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Boris Glikman es escritor, poeta y filósofo. Las mayores influencias en su escritura son los sueños, Kafka, Borges y Dalí. Sus historias, poemas y artículos de no ficción han sido editados en revistas electrónicas y publicaciones impresas. Boris ha aparecido varias veces en la radio, incluyendo la radio nacional australiana, interpretando sus poemas e historias y discutiendo el significado de su trabajo. Dice: "Escribir para mí es una actividad espiritual del más alto grado. La escritura me da el conducto a un mundo que es inalcanzable por cualquier otro medio, un mundo que está poblado por Verdades Eternas, Preguntas Inefables y Belleza Infinita. Es mi esperanza que estas historias mías permitan al lector echar un vistazo a este universo".

 

LA CRUZ TALLADA

 

Iván Bojtor

 


Módos era un pueblo próspero. Decían que eso se lo debía al Cerro del Ángel, que atrapaba y desviaba el gélido aliento que descendía de las montañas. En la cima desnuda del cerro se alzaba la famosa capilla de los peregrinos. Hay que mencionarla, porque esta historia también comenzó un día antes de una peregrinación.

Ya anochecía cuando Józsi, el viejo guardabosques, entró en la taberna diciendo que había vuelto a ver aquel gran pájaro.

Se rieron de él.

—¿Y por qué no le disparaste con tu escopeta de perdigones? — bromeó Pál Szekeres, el carnicero—. ¡Qué buena pechuga debe de tener esa enorme tórtola! Tal vez alcanzaría para la cena de diez personas.

—¡No es tan simple! —murmuró el viejo—. ¿Quién sabe qué clase de pájaro nos ha enviado el buen Dios?

—Eso sí que no se sabe —asintió Jóska Balogh—. Mi tía Mári encontró una pluma enorme mientras recogía setas cerca del Bosque de Köves. Corrió con ella y se la mostró al párroco. No estoy bromeando. De verdad salió disparada con sus ochenta y siete años como si en algún lugar se hubiera desatado un incendio. Le pregunté qué había ocurrido, pero no quiso decir nada, solo se persignaba una y otra vez.

—Bueno, mañana yo mismo interrogaré al párroco cuando… —comenzó a decir Pál Szekeres, pero Jóska lo interrumpió:

—Eso será difícil, porque tomó el tren de la tarde a la ciudad. Lo vi con mis propios ojos cuando subía. Por alguna razón llevaba mucha prisa.

—¿Será que ha pasado un ángel por aquí, como en los viejos tiempos? —rio Pál Szekeres.

Su hijo, Pali, que estaba sentado en un rincón, tenía en mente a otro tipo de ángel, Marika, la hija del tabernero. Esperaba con ansias verla, aunque solo fuera un instante, aunque sabía que el padre de la muchacha no la dejaba servir por la noche a aquella clientela tambaleante.

 

A la noche siguiente se celebró el baile. Se dice que Pali fue el que lanzó la primera puñalada. Sus amigos intentaron ocultarlo, pero fue en vano, porque casi todo el pueblo estaba presente y muchos testificaron en su contra.

Los músicos tocaban con gran entusiasmo, pero eran pocos los que estaban bailando cuando apareció el forastero. Era alto, rubio, de rostro aniñado, pero bajo su abrigo, en la espalda, había un bulto o una malformación. Lo diré sin rodeos: parecía jorobado. Miró alrededor del patio de la taberna y enseguida se fijó en Marika, que estaba bajo el moral con dos amigas. Se acercó y la invitó a bailar.

Pali, que había entrado por un trago para animarse, salió justo en ese momento. Al verlos juntos, inmediatamente volvió por otro trago.

La música sonaba, las parejas danzaban. Los amigos de Pali lo empujaban hacia adelante, instándolo a que reclamara por la muchacha, que no fuera un cobarde.

El forastero, empapado en sudor tras el baile, se dirigió a uno de los bancos, se quitó la chaqueta y la lanzó sobre él. Quienes lo vieron exclamaron con horror, porque debajo de la chaqueta emergieron unas enormes alas blancas. El forastero no les prestó atención, simplemente se las arrancó y las puso junto a la chaqueta en el banco. Luego tomó a Marika de la mano e intentó llevarla de nuevo a la pista, pero ella se soltó y corrió hacia la puerta de la taberna. El forastero la persiguió, pero se topó con Pali, que permanecía inmóvil, rígido como la estatua de San Martín en la iglesia.

Lo siguiente ocurrió con mucha rapidez. Y los testigos vieron cosas diferentes.

Pronto se estableció que Pali fue el primero en lanzar la puñalada. Pero ese fue el único punto en el que los testimonios coincidieron.

Según el joven Józsi, el desconocido agarró a Pali por el brazo, le arrancó el cuchillo de la mano, le empujó al suelo y luego le asestó dos puñaladas en la cabeza. Según Pista Soós, después de la puñalada, Pali dejó caer el cuchillo—tal vez al ver el chorro de sangre—, el forastero lo recogió y se lo clavó dos veces en el cuerpo. Pero el anciano Józsi Korpás, que hay que decir que estaba más borracho que nadie esa noche, afirmó que el forastero simplemente extendió la mano hacia el cuchillo, y este saltó hacia su mano, para luego volar de vuelta por el aire y tallar una cruz en la frente de Pali.

Algunos quisieron abalanzarse sobre el forastero, pero cuando intentaron moverse, ya no estaba. La chaqueta y las alas también habían desaparecido del banco. Solo quedó un rastro de sangre que iba de la puerta de la taberna hasta el banco.

Pero la policía no creyó en este “cuento milagroso”, y cuando una semana después los leñadores encontraron un cadáver en el Bosque de Nagytát, Pali fue llevado a la ciudad.

El juez, István Rozgonyi Nagy, tenía fama de ser un hombre muy justo. Hasta los ladrones y asaltantes a los que había condenado lo reconocían, pues decían que siempre les daba la pena justa (quizá solo un poco menos). Pero en este caso estaba perplejo.

No creía ni por un segundo en la historia del ángel que peleaba con cuchillos. Solo después de interrogar a todos los testigos (lo que tomó casi una semana), mandó llamar a Pali desde la celda para escucharlo.

Mientras tanto, ya había quedado claro que el cadáver hallado en el bosque no podía ser el del joven forastero, pues resultó ser un viejo vendedor ambulante que murió de un infarto subiendo la cuesta, sin señales de heridas ni cortes en su cuerpo.

En realidad, Pali pudo haber sido liberado de inmediato, pero el juez tenía curiosidad por su versión de los hechos.

Lo que oyó de él era aún más confuso que las demás historias:

—Bebí. Bebí mucho. El cuchillo estaba en mi bolsillo, cerrado. No sé en qué momento lo abrí. No recuerdo la puñalada, solo la sangre salpicándome la cara. En un instante me despejé, y lo vi sonriéndome como si nada hubiera pasado. Sentí un dolor punzante en la mano y solté el cuchillo, pero no cayó, sino que de repente estaba en su mano. Intenté retroceder, pero caí de espaldas. Quise levantarme, pero algo me oprimía, me inmovilizaba, ni siquiera podía mover las manos. Él se inclinó sobre mí, murmuró algo y me marcó esta cruz en la frente. Así contado parece largo, pero todo pasó en un par de segundos.

—No hay víctima —dijo el juez—, no hay denuncia, no hay crimen. Que pague una multa por el desorden y que se vaya con la bendición de Dios.

Cuando Pali fue arrojado fuera de la cárcel, miró a su alrededor para ver quién presenciaba su vergüenza. Solo había una persona en la calle: Marika.

—¿Tú?

—Sabes, Pali, yo quiero un hombre que, si es necesario, luche por mí hasta con los ángeles.

Entonces Pali recordó lo que el ángel le susurró mientras le marcaba la cruz en la frente.

Esta cruz me la agradecerás muchas veces en tus oraciones.

 

Título original: Vágott kereszt

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman



Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

 

miércoles, 26 de febrero de 2025

ÁFRICA SIN MELENAS


Hernán Bortondello

 


Esa noche, Bimani no pudo acompañarme: había entrado en latencia debido a una actualización de software.  Sin alternativas, tuve que abandonar nuestro módulo base para lo que sería una larga y solitaria ronda de vigilancia.

Me había adentrado por media hora o poco más en la estepa arbustiva cuando empecé a oír que se quebraban algunas ramitas a mis espaldas, seguramente las de acacia que tanto abundan en estas tierras africanas. En un principio, supuse que se trataba de alguna bestia con la que nos habíamos cruzado circunstancialmente, pero esos crujidos parecían acompañarme, y calculé que provenían de unos diez metros atrás.

Después de recorrer un buen trecho, no tuve dudas de que algo grande y bastante pesado me seguía de cerca, y parecía no importarle que lo escuchara. Se me heló la sangre y me maldije por no tener apoyo. Sin embargo, no debía dejar que el terror controlara mi mente: si entraba en pánico, podría ser el fin.

Cada vello de mi piel se erizaba como respuesta instintiva al peligro inminente. Con un esfuerzo sobrehumano, mantuve relajados los músculos para poder usar el arma con eficacia si era atacado. De alguna manera, percibía el cosquilleo interno de la electricidad que recorría mi cuerpo, lista para desencadenar respuestas defensivas.

Fueron muchas las veces que me di vuelta pero, pese a usar casco con visión nocturna, solo pude ver cómo huían los pequeños grupos de cebras, ñus y búfalos que estaban a nuestro cuidado. Era extrañísimo que algo los asustase.  Ya no relacionaban nuestro olor con el peligro, y los predadores naturales de estos herbívoros llevaban medio siglo extintos; en parte por la caza ilegal y mayormente por un virus mutante que se ensañó particularmente con los grandes carnívoros.

No parecía haber cazadores furtivos, pero eran el único motivo que podría haber espantado a los animales; debía cerciorarme. Detuve la marcha, extraje de mi mochila las estacas láser y me apresuré a clavarlas. Inmediatamente activé el perímetro de seguridad: ya nada podría acercarse a mí en un radio de quince metros sin ser quemado.

De pronto me di cuenta de que ya no escuchaba ruidos que me indicaran que el misterioso perseguidor se estuviera acercando. Pensé entre aliviado y divertido que no le convenía atravesar mi cerca invisible. Recordando a los posibles intrusos, desprendí la minicámara dron y la tableta monitor que llevaba adheridas a mi chaleco protector. Tras encender los instrumentos, lancé al aire el ojo volador. De inmediato comencé a recibir imágenes térmicas, pero solo pude detectar algunos búfalos enormes, de los que no temen a nada, ni a nadie. No había infiltrados en la reserva, ni tampoco rastros de algo que pudiera haberme acechado. Me burlé mentalmente por dejar que mi imaginación me volviera paranoico. El frío despiadado de la sabana alcanzó su mínimo y decidí armar mi carpa para guarecerme y descansar unas dos horas. Ya dentro de ella, disfruté una sopa caliente de mi ración de campaña. Mientras levantaba la cuchara para beber otro sorbo, un tremendo rugido me sobresaltó y todo el líquido se volcó sobre el pantalón. Desesperado, me arrojé sobre mi fusil activando el modo aturdidor. Lo que había escuchado, por increíble que pareciera, provenía de un león macho y no sería justamente yo quien matara a un extraordinario superviviente. De un tirón, abrí el cierre de la tienda y me zambullí afuera. Tras rodar varias veces sobre el polvoriento suelo rojo, logré hincar una rodilla en tierra apuntando mi arma hacia donde calculé que estaba el gran gato. Nada, absolutamente nada se veía a través de la mira de visión nocturna. ¡Era demasiado para mí! ¿Había sido acaso el fantasma de un león lo que me había estado acosando? Entonces, un gran chispazo refulgió en la oscuridad. ¡Algo quiere atravesar el perímetro!, exclamé en mi mente. Sin embargo, el visor de mi casco no mostraba ningún ser a la vista. Me negué a enloquecer y activé el modo letal del fusil. Usando vertiginosamente la más pura lógica, deduje que si el láser había sido interferido, no cabía otra posibilidad que allí hubiese realmente algo, aunque fuera invisible... ¡Invisible!, aullé con toda mi furia y empecé a descargar pulso tras pulso electromagnético. Aún estaba disparando cuando comencé a darme cuenta de que a mis espaldas sonaba un aplauso.

—¡Bravo, camarada ¡Finalmente tu pequeño cerebro humano dio en la tecla! —escuché, y esa voz era inconfundible...

—¡Bimani! —grité sin comprender nada. Por un instante, no pude distinguirlo, pero lentamente su cuerpo de tungsteno se fue revelando.

—Cuidado, cuidado, cuidado... Por favor, mi querido Andor, baja el cañón de ese artilugio. Tu corral ya le dispensó una buena quemada a mi exoesqueleto —pidió con su tradicional ironía mientras señalaba una mancha oscura a un costado de su tórax.

—Pero... —solo atiné a decir.

—¿Sabes? Mi última actualización incluyó los planos de un minúsculo gran milagro. ¡Un micromecanismo que puede invisibilizar en todos los espectros de onda! —exclamó entusiasta.

—Pero... —repetí estúpidamente.

—Solo tardé quince minutos en fabricarlo utilizando mis nanoherramientas —informó con su tono insoportablemente vanidoso.

—Pedazo de chatarra, eres un... —comencé a gruñir.

—¡Ja, ja, ja! —rio con ganas Bimani—. Disculpa, pero no resistí la tentación ¡Hoy es veintiocho de diciembre! ¡Feliz día, homínido! 


Hernán Ernesto Bortondello, escritor argentino, nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Su narrativa, generalmente especulativa, se desarrolla desde una mirada existencial. Cuando escribe poesía, esta es despojada y minimalista, muy influenciada por el arte japonés. Gusta, además, de expresarse a través del dibujo, la pintura y la fotografía. Ha publicado poesías y cuentos en grupos literarios digitales como "Escritores Independientes", "Escritos, Insomnio y Café", "Poetas y Escritores del Mundo, etc., y sus relatos pueden leerse en revistas literarias digitales como "Sinergia", "Cronopio" y "Microficciones y Cuentos".

IRONÍAS DE LA VIDA

Maritza Macías Mosquera

 

El brioso ejemplar pura sangre, blanco armiño, inquieto cual veleta en un faro al sur del mundo, donde los vientos son eternos y, ágil como el mejor saltimbanqui de un gran circo, demostraba su contagiosa y desbordada energía en cada salto y cada relincho.

Favio lo observaba con una mezcla de ternura y preocupación. Sabía que el vínculo entre su hijo y el caballo era especial y que la recuperación de Ángelo, su hijo, era la prioridad. Sin embargo, no podía evitar sentir un nudo en el estómago al recordar el accidente.

Lo llamaron Cotton, nombre elegido por Sophie, la madre del niño, que en español significa algodón. Fue el regalo para el niño cuando cumplió cinco años y, desde entonces cada vez que el clima lo permitía, salía con él a recorrer el campo. Cotton y Ángelo crecieron juntos; de cierta forma, se hicieron necesarios uno para el otro.

Pero desde hacía un tiempo un accidente había desatado el caos y la incertidumbre en la familia. Ángelo y Cotton corrían por la pradera cuando un extraño animal se atravesó ante ellos, lo que produjo el susto y la repentina frenada en seco del caballo. Ángelo, salió disparado por sobre el hermoso cuello de albas y largas crines de Cotton, y el animal desapareció como si nada. Cotton se acercó a su amo, lo examinó, lo movió con su hocico, pero éste no respondió. Instintivamente Cotton corrió de regreso al rancho y, al verlo llegar solo, los trabajadores sospecharon lo ocurrido, informando de inmediato a los patrones. Cotton se acercó a ellos sin dejar de moverse, de saltar, de relinchar por lo que decidieron seguirlo.

 Favio y Sophie corrieron de la mano, ambos sospechaban lo peor. Todo el pasado, toda la lucha, todo el esfuerzo, toda la vida se les fue presentando en esa interminable carrera hacia la desgracia de su hijo. Sin haberlo visto, sabían, porque era más que intuición, que algo malo había ocurrido, Cotton jamás habría regresado sin él.

 Favio, hijo de inmigrantes italianos que habían huido de la ocupación de los alemanes, había nacido y crecido en el lugar, lo conocía perfectamente.

 Sophie llegó a América proveniente de Inglaterra, becada por la universidad para el estudio de especies autóctonas de América del Sur. Chile era el país elegido por la multiplicidad de climas que el país ofrecía y con ellos, la diversidad de especies que podían habitarlo. Así fue como llegó al rancho, en busca de un animal del cual no había certeza de su existencia, pero que el pueblo y el país entero estaba alterado con su supuesta aparición, se trababa ni más ni menos que del Chupacabras, animal mítico, de leyenda o real, pero ella fue la encargada de su búsqueda. Con ese propósito llegó un día al rancho, Favio la recibió, y ella se sorprendió al verlo. Sintió un inusual estremecimiento al apretar la mano del hombre y supo que no regresaría a Inglaterra. Sus ojos profundamente azules no la perturbaron, pero atravesaron su corazón para quedarse en él para siempre y, aunque nunca encontró al ser que buscaba, había encontrado el lugar donde quería vivir el resto de su vida.

 Sophie y Favio prepararon el hogar para el regreso del niño. Juntos, organizaron su habitación, llenaron el espacio de juguetes y recuerdos, lo esperaban con ansias. La casa, que había estado en silencio antes de la llegada de Ángelo, comenzaba a cobrar vida de nuevo. Las risas de los trabajadores y el murmullo del viento a través de los árboles creaban un ambiente cálido y acogedor.

Aunque Ángelo les narró a sus padres lo ocurrido cuando Cotton y él se toparon con el animal, Sophie no siguió indagando; lo importante para ella era la recuperación de su hijo, lo demás podía esperar.

Fueron muchos días de hospitalización en la capital, la demora, por la cantidad de exámenes aplicados para asegurar que estaba en perfectas condiciones, se hizo absolutamente necesaria, ya que al rancho quedaba a más de mil kilómetros hacia el sur.

 Cotton vio llegar el automóvil y que su amo descendía de él. Siguió con la mirada todos los movimientos, pero Ángelo fue trasladado de inmediato a su cuarto.

 Al atardecer del día siguiente del regreso de Ángelo al rancho, cuando el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y púrpuras, Cotton estaba ansioso e impaciente. El caballo había esperado ese momento; su instinto le decía que su amigo necesitaba su presencia, su energía, su espíritu indómito y él necesitaba verlo, olerlo, darle hocicadas en la cabeza, como siempre hacían.

—¡Cotton! —gritó Ángelo, corriendo hacia el corral.

 El caballo, al escuchar la voz del muchacho, relinchó alegre y corrió a la orilla del corral, moviendo la cabeza de un lado a otro, como si también estuviera celebrando el reencuentro. Favio y Sophie sonrieron al ver la escena; sabían que ese lazo era indestructible.

 Ángelo se acercó a Cotton, extendiendo su mano para acariciar su suave pelaje. El caballo se inclinó, buscando el contacto y ambos se quedaron así por un momento, disfrutando de la conexión que solo ellos compartían.

—No te preocupes, amigo —le dijo Ángelo con una voz dulce—, ya estoy bien. Prometo no volver a caerme.

 Cotton, como si entendiera cada palabra, movió su cabeza afirmativamente, repleto de energía y vitalidad. Desde ese día, la vida en el rancho se reinició. Las risas de Ángelo resonaban por todo el lugar, mientras él y Cotton exploraban los campos y praderas, compartiendo aventuras como lo habían hecho desde que eran pequeños.

 Sophie había llegado para esclarecer un misterio, pero había descubierto algo mucho más valioso.


Maritza Macías Mosquera nació en Chile en 1959. Realizó sus estudios universitarios en la Universidad de Concepción, egresando como Profesora de Educación General Básica en el año 1984. Ha incursionado en la escritura en varios géneros como el epistolar, la lírica, la novela, el cuento y microcuentos y, en la actualidad en el ensayo; ha publicado algunos de sus escritos individualmente y participando con otras y otros escritores, en blogs y en Facebook. Trabajó en escuelas de alta vulnerabilidad, lo que la llevó a mejorar sus competencias, obteniendo el grado de diplomada en gestión de Liderazgo Educativo y en Pedagogía Teatral, y luego dos post títulos, como Orientadora Educacional y Como Jefe de Unidad Técnica Pedagógica. Para terminar, obtuvo el Grado de Magíster en Gestión Educativa, en la Universidad del Mar.


EL QUE ACECHA EN LA OSCURIDAD

 

Guillermo Cannata

 

En febrero de 2022 decidí tomarme un descanso y alquilé una cabaña en el paraje conocido como El Águila, en la provincia de Córdoba, a pocos kilómetros del pueblo de Miraflores. El lugar cuenta con un arroyo de aguas claras y una vegetación abundante y variada, que incluye un amplio bosque de quebrachos en el que casi no penetran los rayos del sol. A lo lejos se puede divisar la majestuosidad de las altas cumbres.

La misma mañana de mi llegada al paraje, fui hasta el pueblo de Miraflores para conseguir comida, y cuando conté dónde estaba vacacionando comencé a oír comentarios atroces y repugnantes. Que de noche se oyen gritos infernales que provienen del bosque; que han aparecido animales mutilados; que algunos testigos han visto una especie de monstruo con garras y ojos centellantes en la espesura y hasta que una familia entera, que estaba acampando a orillas del arroyo, había desaparecido el año anterior.

En mi condición de profesor de antropología, no tardaron en venirme a la mente las leyendas de los pueblos originarios que habitaron la zona: la del Tahuachí, un ser humano con aspecto de lobo que aparece en las noches de luna llena, y la del Urupecu, una especie de felino salvaje con cabeza de hombre. Sin embargo, no podría saber con certeza hasta qué punto esas leyendas perduran en el imaginario colectivo de la población actual.

Por la tarde salí a recorrer el lugar. La belleza del paisaje contrastaba con su desolación. Pude constatar la existencia de pocas viviendas, consistentes en precarias casillas de madera, con huertas y criaderos de cerdos. Como ya mencioné, existe un bosque en el que la frondosa arboleda crea un ambiente de oscuridad casi total, con un suelo húmedo y musgoso. Al caminar por allí, llamó mi atención la existencia de un pozo de aproximadamente un metro de diámetro, tapado con una piedra circular blanca. ¿Por qué estaba allí, en medio del bosque? Quise retirar la tapa pero me resultó muy pesada.

Mientras el sol del atardecer caía sobre el horizonte, tomé mis cosas y emprendí el regreso a la cabaña.

Después de cenar, me acosté y quedé profundamente dormido. Tuve terribles pesadillas, donde una voz grave, como de ultratumba, repetía: «Itahí alaaf loent ergt verff nietch». Desperté empapado en sudor y de inmediato me di un baño. Luego del desayuno fui hasta el pueblo por más provisiones, y me enteré de las noticias que alguien había llevado hasta allí: durante la noche, algo había atacado a los cerdos de Manuel Sánchez, un poblador del lugar, matando a dos de ellos.

Decidí cerciorarme por mi cuenta y me dirigí hasta la vivienda de Sánchez, que se encontraba a unos doscientos metros al norte de mi cabaña y a la que se llegaba por un camino rodeado de árboles. Golpeé la puerta varias veces hasta que el hombre salió a recibirme. Luego de presentarme le pregunté si podía hablar unas palabras con él; me respondió afirmativamente con la cabeza, y luego me invitó a pasar a su hogar.

Manuel Sánchez era una persona mayor, pero con una mente muy despierta. Toda su vida había vivido en el campo, continuando con la tradición de sus antepasados. Tenía un hijo que lo ayudaba en las labores, mientras que otro hijo menor se había mudado a Buenos Aires hacía varios años. De a poco, la conversación fue derivando hacia lo que había oído en el pueblo esa mañana sobre la matanza de los cerdos. Con tristeza, corroboró los hechos y me dijo que hacía algo más de un año le había ocurrido lo mismo. Cuando despertó esa mañana, tuvo el presentimiento de que algo malo había sucedido, porque durante la noche lo atormentaron las mismas horribles pesadillas que la vez anterior, incluida la extraña voz, con palabras que no podía descifrar. (No le comenté que a mí me había sucedido lo mismo). Con respecto a quién podría ser el responsable del ataque a los animales, al que conocían como «El que acecha en la oscuridad», no tenía ninguna certeza, aunque lo relacionó con la aparición de extrañas luces provenientes del bosque.

Cuando terminamos la charla, le pedí que me acompañara a ver los animales que habían sido atacados. Estos presentaban cortes profundos en varias partes del cuerpo, con algunas vísceras expuestas, y un gran charco de sangre alrededor. El comisario del pueblo estaba al tanto de estos hechos, pero no había podido hacer nada hasta ese momento.

 Saqué del bolso un frasquito de vidrio y recolecté algunas muestras de pelo y de trozos de uña que se encontraban sobre los cadáveres, para luego analizarlas.

Después de despedirme, partí hacia la ciudad de Córdoba. En el laboratorio del Hospital Provincial me recibió Pedro Parodi, un antiguo compañero del colegio secundario. Le comenté el origen de las muestras a analizar y me prometió que en diez días iba a tener los resultados del ADN.

Me propuse encontrar una explicación para este caso, aunque esta estuviera fuera de mi ámbito profesional. Había una coincidencia inquietante: aquella noche el señor Sánchez y yo tuvimos similares pesadillas y oímos las mismas voces. Sánchez también mencionó la presencia de luces en el bosque a lo que yo agregué la existencia del extraño pozo.

Por la mañana, me dirigí a la biblioteca municipal y solicité algunos libros de ocultismo para consultar en la sala. Tras revisar varias páginas, hallé una traducción para las palabras que había oído en los sueños en el libro Estudios esotéricos, de Paul Ricard. Itahí alaaf loent ergt verff nietch podía traducirse como: Itahí, el que mora en la profundidad, volverá para gobernar. Según este autor, existe una deidad inmaterial llamada Itahí que desde el principio de los tiempos gobernaba sobre gran parte del universo. Sin embargo, luego de una disputa contra las fuerzas del dios Kameth, debió recluirse en el interior de la tierra, aguardando desde entonces la oportunidad para volver a gobernar.

La semana siguiente, recibí un mensaje de Pedro Parodi en el que me informaba que ya podía retirar los resultados de los análisis de ADN. Esa misma tarde me dirigí al laboratorio. Al llegar, una secretaria me entregó un sobre con el informe. Al abrirlo, el resultado era concluyente y aterrador:

El material analizado contiene ADN que no coincide con el de ninguna especie conocida.

¿Es «El que acecha en la oscuridad» un enviado del dios Itahí? Decidí que tenía que volver al paraje para encontrar más respuestas.

Llegué al anochecer y me adentré en el bosque, hasta escasa distancia del pozo. Me senté sobre un tronco caído y esperé con mi cámara de fotos en la mano, mientras la oscuridad de la noche envolvía el lugar.

Comencé a realizar llamados que podrían despertar a la entidad que habitaba en las profundidades.

Itahí, Itahí, Itahí…

De repente, la tapa de piedra comenzó a moverse y una luz blanca muy potente emergió de su interior.

De la luz pareció corporizarse un ser amorfo que, poco a poco, tomó forma humana.

¡El que acecha en la oscuridad!

La bestia repetía, con una voz grave, las mismas palabras que oí en sueños.

Intenté tomarle una foto, pero, por el nerviosismo, la cámara resbaló de mis manos.

Creo que ya me vio, con sus ojos rojos brillantes, y viene hacia mí…


Guillermo Cannata nació en Rosario el 10 de enero de 1971, y allí vive en la actualidad. Es bioquímico y le gusta la lectura, a la que empezó a abocarse más hace unos años, cuando se sintió más libre de obligaciones. Sus escritores preferidos a nivel local son Bioy Casares, Borges (el de Ficciones y el Aleph), Pablo De Santis y Guillermo Martínez. También le gusta el policial inglés y el thriller al estilo de Dan Brown. Ahora está leyendo cuentos de  ciencia ficción, un género que considera de mucha imaginación. Un cuento de su autoría fue incluido en la antología sobre distopía "Ecos de mundos perdidos" de la editorial Nebula, de reciente publicación.

martes, 25 de febrero de 2025

ESPECIAL MICROFICCIONES (ONCE)


Un terrícola en Karkadia

Víctor Lowenstein (Argentina)

 

Despertó con la resaca propia del domingo, sin recordar dónde estaba. Veía todo color violeta. Se levantó a tientas, tropezó con un perro de dos hocicos y consiguió llegar hasta una puerta de metal fosforescente, y abrirla. Salió a una calle extraña, desorientado y aturdido. Alguien pasaba; un humanoide de orejas puntiagudas que soltaba un aroma a coliflor hervido…

—¿Sabe dónde estoy? —inquirió el hombre.

—Bennder, capital de Nubveb, norte de Zsiatron. Planeta Karkadia. Terrícola, ¿verdad? Mejor desabríguese un poco; estamos en pleno Sumor, verano Karkadiano. Está usted bien lejos de casa. Mejor acompáñeme hasta una estación espacial; veremos si hay alguna nave con vuelo a la Tierra… no hay muchos viajes hacia allí. No se ofenda, pocos quieren ir a un planeta tan primitivo, con tantos astronautas aficionados al licor karkadiano… 


La biblioteca

Diego Muñoz Valenzuela (Chile)

 

El profesor entró con indisimulado deleite a la nueva biblioteca.

 LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.

 SE RUEGA ABANDONARLA OPORTUNAMENTE.

 SE AGRAD...

Interrumpió su propia lectura para admirar los detalles. Todo alfombrado e impecable. Se acercó a los ficheros y se abocó a revisar algunos en forma sistemática; periódicamente anotaba cifras en los formularios que encontró sobre el mesón de pedidos. Envió los papeles por el montacargas hacia el subterráneo y un par de minutos después cinco libros relucientes retornaron en lugar de aquéllos. Tomó los textos y los transportó a la sala de lectura.

NO FUMAR

Palpó los costados de su chaqueta; de todos modos no importaba, había olvidado comprar cigarrillos.

LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.

El profesor hizo un gesto de desprecio, los malditos burócratas o algo así murmuró. Se sentó y se dispuso a leer. Eran las 18:29. Hojeó el primer libro, luego el segundo. Sólo para disimular, ninguno de los dos le interesaba en realidad. El tercero tenía tapas verde brillante; las abrió impulsivamente. Saltó el prólogo para leer el capítulo uno.

Había pedido cinco libros para leer uno solo, uno que le costaría el puesto si lo sorprendieran. Nunca más encontraría trabajo. Para un maestro no existían las segundas oportunidades. Le había costado decidirse. Mucho era el riesgo, tal vez mucho más de lo que creía. Pero leía con fruición. Nada lo podía distraer, nada lo podía distraer, nada.

18:40

Terminó con el capítulo I y dobló la página. Antes anotó algo en un cuadernillo. Centró la vista en el libro.

18:47

Miró la hora. Bajó la vista. Allí estaba todo, todo cuanto deseaba saber, todo, todo. Su avidez crecía.

No podía llevarse el libro a la casa. Tenía que verlo ahora, aprovechar al máximo esta oportunidad, quizás no tuviese otra.

18:57

18:58

18:59

El profesor estaba nervioso. Devoraba el libro, nada más parecía interesarle. ¡Queda tan poco!

18:59:30

Miró el reloj de la sala y cerró el libro. Caminó hacia la salida.

19:00

La compuerta se cerró antes de que el profesor pudiera alcanzar el umbral. Se puso color de harina. La luz se debilitaba en el interior de la sala. Entonces recordó a su sobrino que salió a caminar y pensar y que no volvió nunca, y de su mujer que le ocultaba los anteojos para que no leyera tanto. Ahora estaba todo negro. Alguien le quitó el libro y lo arrastró por un pasillo que hasta hace un rato atrás no existía.


La doncella, el rey y el té

Oscar De Los Ríos

 

Había una vez, en un reino muy lejano de Oriente, una doncella que se desposó con un rey. La doncella estaba profundamente enamorada, pero al cabo de dos años el rey decidió tomar una concubina (eso es algo que generalmente hacen los hombres). La doncella, al enterarse de la determinación del rey, decidió que no sucedería (esto es algo que generalmente hacen las mujeres).

Tras largo cavilar sobre la forma en que evitaría que el rey tomara una concubina, decidió consultar a una anciana muy sabia que vivía en el extremo oeste del reino. Para esto, se desplazó a la residencia de la mujer y, luego de confiarle su problema, la anciana, sonriendo dulcemente, le respondió:

—La solución es muy sencilla: basta con que el rey esté enamorado y todos los días, al verte, diga “te quiero” (para las mujeres occidentales, el amor todo lo puede).

La doncella se retiró de la vivienda de la anciana sin estar convencida de que solo el amor impediría al rey tomar una concubina. Nuevamente volvió a cavilar y resolvió visitar a otra anciana muy sabia que vivía en el extremo este del reino. Para esto, se desplazó a la residencia de la mujer y, luego de confiarle su problema, la anciana, sonriendo dulcemente, le respondió:

—La solución es muy sencilla: toma este gajo de planta de té y plántalo en una maceta de barro, riégalo y cuídalo tú misma. Todos los días, prepárale una infusión al rey cortando una sola hoja (para las mujeres orientales, el té todo lo puede).

La doncella volvió a su palacio y, tras meditar profundamente, decidió que aplicar ambas soluciones sería lo más efectivo. Desde entonces, todas las tardes, después de la comida del mediodía, la doncella le preguntaba al rey:

—Mi señor, ¿quieres un té?

A lo que el rey respondía:

—Sí, té quiero.

Y en ese momento, el rey se daba cuenta de que estaba enamorado y jamás podrá tomar una concubina. De esta manera, el rey y la doncella vivieron muy felices juntos. La doncella enamorada del rey y el rey enamorado… del té.


En carne propia

Itzel Alejandra Flores García (México)

 

Ella se fue arrancando las escamas que le dolían tanto. Esas escamas que habían cambiado de color, que habían cambiado de olor y de tamaño. Ya no eran las escamas que la habían vestido tanto tiempo haciéndola lucir hermosa y protectora, no. Esas escamas se habían ido resquebrajando y mutando en otra cosa que le ardía el cuerpo. No podía tenerlas más y por eso es que con sus garras las jalaba, aunque se arañaba, se iba pelando cada centímetro de la piel y así por unas horas más hasta que quedó completamente desollada, en carne viva, boca arriba sin saber qué hacer con esa desnudez quemante.

Las escamas se secaron segundos después, se hicieron polvo y unos minutos más tarde, ya no existían.

Ella lloró y lloró; no veía el momento en que el cuerpo dejaría de dolerle, aunque sabía que, si las hubiera dejado ahí, las escamas la habrían envenenado. Lo único que le quedaba era soportar y así lo hizo.

A la mañana siguiente salió y se deslizó triunfante por la arena. Su lengua, por muy viperina que fuera, nunca podría contar su calvario a las demás.


Error en la oscuridad

Maritza Macías Mosquera (Chile)

 

El obcecado profesor de Ciencias Futuras se negó a autorizar la salida del estudiante proveniente del planeta Orano, aunque este se quejaba insistentemente de cierto malestar a la altura de su pelvis; no le permitió retirarse del cubículo a pesar de lo abuhado de su aspecto.

El estudiante en cuestión había sido sorprendido flagrante en el dormitorio de una joven orana durante la noche anterior. En su loca carrera por escapar sin ser atrapado debió golpearse en alguna banqueta que saltaba como si fuera un vulgar canguro. La única forma que encontró de evitar la hecatombe fue treparse en uno de los muchos ciricopes perennes que habían traído del sistema Andruta y experimentado si podían ser cultivados con éxito en Otraska. Eran estos muy altos, como los alerces, pero frondosos y de grandes uncas, con forma de hojas de parra. Claro está que el orano debió pasar encaramado sobre el ciricope el resto de la noche.

El profesor, proveniente del planeta Roncoy, un lugar donde ser cenobita era visto como un don que, además les daba cierto estatus y poder en su forma social de organización, algo había escuchado sobre Ascur, el estudiante enredado en amoríos nocturnos.

Ascur, sintiendo que su malestar crecía y su desasosiego era cada vez más insoportable, escapó del cubículo sin autorización y buscó el aula más distante recóndita del edificio ojival que deambulaba por el espacio. En completa ataraxia y alejado de toda mirada inquisidora, buscó el origen de tanto malestar. La prenda íntima que llevaba puesta era la de su nefelibata enamorada, quien se la había facilitado en medio del alboroto formado y que, por supuesto le quedaba estrecha.


Problemas con la gravedad

João Ventura (Portugal)

 

Donald fijó el tornillo que sujetaba el último pie de la mesa a la pared y se apartó para observar su trabajo. Todo estaba listo para el cambio de gravedad.

Nadie sabe cuándo empezaron a producirse estos cambios periódicos, ni por qué, e incluso hay algunos fundamentalistas que afirman que siempre ha sido así desde el principio de los tiempos. El caso es que, cada veinticinco años, el vector de gravedad giraba noventa grados, lo que obligaba a retirar previamente todos los muebles del piso y fijarlos a la pared que se convertiría en el nuevo suelo.

Era la primera vez en su vida que Donald realizaba el ritual de la mudanza. A sus veintitrés años, la última vez que se realizó la mudanza no había nacido. Los veteranos solían decir que, justo antes de medianoche, todo el mundo perdía el conocimiento y, cuando se despertaba en los primeros segundos del día siguiente, la gravedad ya había girado.

Donald vio con cierta ansiedad que se acercaba la medianoche. Cuando faltaba un minuto, perdió el conocimiento. Y cuando recobró el conocimiento unos instantes después, no podía creer lo que veían sus ojos: ¡los muebles que tanto le había costado fijar a la pared estaban ahora todos pegados al techo!

Y de pronto reconoció el error que había cometido: el eje de rotación tenía dirección Norte-Sur –lo cual era cierto– pero el vector de gravedad había girado, no en el sentido de las agujas del reloj, ¡sino en sentido contrario! ¡Y lo que debía estar en el suelo, ahora estaba en el techo!

Pensando en los problemas que iba a tener para colocar los muebles en la posición correcta, Donald lamentó no haber estado más atento en sus clases de gravitología. Bien que el profesor le había dicho a los alumnos que estos conocimientos les serían muy útiles...


Autocrítica

Jorge Etcheverry (Chile/Canadá)

 

Estoy de vuelta a mi mesa en ese café. Reconozco que mi investigación sobre las visitantes extraterrestres o clonas que viven entre nosotros, había brotado de un impulso que tendí a seguir sin mayor reflexión. Tiendo a ver a las mujeres como una madre, una compañera, un sueño inalcanzable, pero también como un enemigo potencial, un conspirador, un testigo que calla y observa, que planea su revancha por milenios de esclavitud. Esto sigue estando presente y no solo en mí, no es muy consciente, y creo que viene de la superioridad fisiológica de la mujer –nada hay comparable a nivel del macho al alumbramiento, a ese ser por unos meses es una fábrica de vida– de ahí que suela ser inconcebible para los hombres, y que muchos, y algunas vastas religiones de oriente y occidente la vean como amenazante. Existe una convicción no confesada en todas las culturas de que hay una necesidad absoluta de la mujer para poder reproducirse, trascender en la historia y en el tiempo, replicar el material genético. De ahí los cientos y miles de brujas quemadas y torturadas, el control de la mujer y su subordinación en las tres religiones así llamadas Del Libro, que reconocen a la Biblia como inspiración fundamental. Sigamos. Las incontables niñas recién nacidas con el cráneo roto o dejadas morir de inanición en la China, que en realidad nunca fue purificada por el fuego comunista, y en la India, esos gigantes económicos que se aprestan a aportar su cuota de avance hacia el Apocalipsis ya bastante adelantado por los protestantes anglosajones mediante sus esquizofrénicas empresas económicas y políticas. Cuando las instancias fundamentalistas no occidentales también aportan con su granito de arena. Pero se trata de autocrítica y no de instalar el ventilador. Me pego en el pecho ante el desconcierto de los otros parroquianos que me miran con el rabillo del ojo y carraspean, y el recelo del administrador y los mozos del café que empiezan a rondarme como buitres revoloteando en torno a la carroña.


El borracho del pueblo

Laura Irene Ludueña (Argentina)

 

—Puedo asegurarle que yo conocía a Santiago, el borracho que fue atropellado por un coche y murió poco después.

—Quién mal anda mal acaba, hay cosas más importantes por las que preocuparse—respondió Sara mientras continuaba lavando los trastos del bar. Hacía referencia a la noticia de que el planeta estaba muriendo. Ruth la miró para responderle, pero lo pensó mejor y calló.

—Hasta mañana Sara

 Mientras caminaba a su casa recordó la ocasión en que tarde en el bar, Santiago le contó su historia. Ella le creyó porque los borrachos como los niños no mienten. Había nacido en el pueblo, pero se había ido a la universidad pensando en nunca volver.

Obtuvo el título universitario y se convirtió en un geólogo brillante. Dedicado a estudiar la Tierra, se especializaba en cómo los procesos internos repercuten en la superficie. Según dijo, al planeta le quedaba poca vida. Presentó sus estudios al gobierno junto a una colega con la que había tenido un breve romance. Cuando contó a su esposa el resultado de los mismos, también le confesó el engaño. Como era de esperar el tema del romance fue lo que más la afectó. Salió de la casa hecha una furia y tuvo un accidente en que perdió la vida.       

Desde entonces, Santiago se había sumido en un abismo de dolor y desesperación que se profundizó cuando descalificaron su estudio geológico. Insistió, pero nadie le creía. Ese fue el momento en que abandonó todo, volvió al pueblo que lo había visto nacer, pero ya nadie lo conocía, y buscó en el alcohol escapar de la realidad.  Hoy, las noticias le daban la razón que le habían negado años atrás. Pero el destino jugaría una última carta con él. Mientras deambulaba por las calles, perdido en sus pensamientos y embriagado por el alcohol, un coche lo atropelló. En el aire se desvanecieron sus últimas palabras “lo dije, el planeta se acaba”.



Test de Turing

Charles van Wettum (Países Bajos)

 

—Hola, soy John, del departamento de compras de Mormon ICT Solutions'.

 —Buenas tardes, John. Soy Rita, de Mister Wo Sushi. ¿En qué puedo ayudarle?

 —Tenemos una reunión que se está retrasando. Me gustaría pedir su plato de sushi variado para ocho. A las seis en punto.

 —¿A las seis? Claro, está bien. Sushi para ocho. ¿Dónde quiere que se lo llevemos?

 —Ya estamos en su sistema; también hicimos el pedido la semana pasada.

—Mormón, de compras. Tengo su dirección aquí: 12 South Lane.

 —Sí, es correcto.

 —¿Quiere unas bebidas con eso?

 —No, gracias. Esto es todo.

 —Estaremos encantados de atenderle.

 —¿Puedo pedirle que responda a una pregunta para nuestro control de calidad?

 —Sí, por supuesto.

 —Si cree que está hablando con un comprador humano, ¿podría pulsar «1»? Y, por favor, pulse «2» si cree que está hablando con una IA.

—Claro. También tengo una pregunta. Si cree que ha hablado con un representante humano, ¿podría pulsar «1»? Y si cree que su pedido lo ha tomado un ordenador, ¿podría pulsar «2»?

 —Por supuesto.

 —Estupendo. Gracias por su pedido.

 —Excelente, estaremos esperando. Buenos días.


Título original: Turing test

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Quién soy

Lidia Nicolai (Argentina)

 

Durante seis noches seguidas soñé que no sabía quién era. Hace un rato salí de la casa y contemplé el bosque que la rodea. Me pareció oscuro como nunca y por un instante creí ver una luz que salía de detrás de un árbol de tronco grueso. Dudé de mi visión, pero cuando el fenómeno se repitió, me levanté y caminé hacia el árbol.

Detrás del tronco estaba yo, de niño, sentado en la tierra jugando con un dado. El niño, yo, me miró sonriente y me dijo: “Este sos vos. No lo olvides nunca.”



El color de la vida

Randy Gerritse (Países Bajos)

 

Estás equivocado sobre el color de la vida, ¿sabes? No pude evitar escuchar tu conversación. Perdón por interrumpir, pero necesito corregirte en eso. No es verde. En serio. El verde es más como... el color del crecimiento. Ahora que lo pienso, no. No exactamente. En realidad, es más como el color del resultado del crecimiento. La parte que percibimos después de que la transformación deseada ha tenido lugar: el residuo de color de esa forma particular de magia.

¿Por qué te ríes? ¿No crees en la magia, dices? Eso es un poco corto de miras de tu parte, ya que está a nuestro alrededor. Incluso dentro de nosotros. Sangre roja, venas azules... cada una con su función designada. Pequeñas máquinas mágicas eficientes, eso es lo que somos, ¿sabes?

¿Si alguno de esos colores es el color de la vida? No, querido señor. No lo es. La respuesta a esa pregunta tan antigua no debería sorprenderte; no tiene ninguno. No hasta que tú lo añades, eso es. La vida no es más que el lienzo virgen en el que creamos, con todos los colores que podamos percibir.

¿Puedes verlo ahora, señor Azul? Piensa en ello un rato. Hasta aquí llegué. Que tengas un día muy colorido.

 

Título original: The color of life

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Récord laboral

Carolina del Palmer (Ecuador)

 

Ayer amanecí enferma. Ya tenía el ultimátum: no más faltas sin justificación médica. Las veces que lo había hecho me descontaron cincuenta duros y bajaban puntos en mi récord laboral. Así que hice lo que debía: fui a trabajar. Pero a media mañana me dolía mucho la cabeza. Me acerqué a la enfermería para que me dieran una pastilla

—Así no te puedes quedar —me dijo la doctora. Y me enviaron al servicio médico que daba los certificados de reposo.

—Sííí, usted está muy mal —me dijeron—. Tiene que hacerse exámenes de eso, esto y aquello. Le salen setenta y cinco duros. Cuando sepamos a qué es positivo le damos el certificado de reposo. También pague las medicinas y la consulta. Total: cien duros. Pasé ahí todo el día. Salí negativo en todos los exámenes y no me dieron el reposo. Solo el certificado de atención.

Si faltaba sin justificar, solo me descontaban los cincuenta duros. Ahora tengo que ir a trabajar sintiéndome todavía mal y con cien duros menos en el bolsillo. Ah, pero con el récord laboral intacto.


Casting

Gastón Caglia (Argentina)

 

Las cámaras y los reflectores estaban dispuestos según las estrictas órdenes del director. Como todo maniático que se ata a sus locuras, el hermetismo, y en este caso un secretismo absoluto, era una de las causas por las que algunos empleados de la empresa encargada del “trabajo”, así se lo denominaba en los pasillos de la empresa, no habían calificado para este, y el cotilleo entre los que no se encargaban del proyecto corría por entre los pisos y las distintas dependencias.

Que era la nueva publicidad de Coca-Cola, que era una movida para influenciar al electorado en favor del nuevo candidato republicano, que marcianos verdes estaban entre nosotros, que el fin del mundo estaba cerca y no se animaban a decirlo o que los rusos hacían las paces, y la lista continuaba.

Sin embargo, en el set las tareas se realizaban con grandes contratiempos ya que el director no lograba dar con la tónica de lo que deseaba filmar. El elenco de que disponía era muy limitado y los guiones proporcionados por quien encargó el trabajo eran, al decir del director, una porquería mayúscula imposible de creer.

Mientras fumaba su portentoso habano sentado en su sillón exclusivo, un apuesto pero poco experimentado actor hizo su entrada en escena.

—Mi nombre es Glenn, John Glenn, y voy por ti, Yuri —dijo con una sonrisa que mostraba hasta el último de sus blancos dientes mientras giraba el rostro hacia su izquierda y con su dedo índice apuntaba amenazadoramente a la cámara.

—¡Corten, corten!, pero que estupideces dices, ¡vete!, y que pase otro de esos inútiles actores que me ha enviado la oficina —dijo el director mientras revolvía los papeles en busca de las anotaciones correspondientes, y luego prosiguió con su perorata—: A ver tú, sí, tú, el de los anteojos, vamos cuatro ojos, cómo te llamas, a ver. ¿Así que Neil Armstrong? —trastabilló al pronunciar al apellido—; eso, ven acá, colócate debajo de la X, y por favor, ¡di algo más interesante!



Un lugar por donde el Ave Fénix ya no pasa

Iván Bojtor (Hungría)

 

Al principio sólo había informes confusos y contradictorios sobre el ave de alas doradas. Los creíamos y no los creíamos. Después de que cada vez más gente afirmara haberla visto, los sabios desempolvaron las viejas crónicas y se encontraron con un dibujo del ave fénix y su historia. También dedujeron de los libros que la aparición del ave fénix de alas doradas marcaba el comienzo de una era nueva y más feliz. Al principio, por supuesto, surgieron todo tipo de tonterías sobre que el ave volvía a la vida de sus propias cenizas, o renacía del fuego, y algunas sobre que sólo aparecía una vez cada mil doscientos cincuenta o quinientos años.

Venía todos los años.

La primera vez que sobrevoló la tierra, cayeron del cielo perlas verdes y doradas por donde pasaba, para gran deleite de los espectadores. Se creía que estas perlas traían buena suerte y riqueza a quienes las encontraban, alejaban el mal y curaban enfermedades. La gente común las llevaba en bolsas de lino alrededor del cuello, los nobles y ciudadanos ricos las lucían en anillos de oro y collares de plata, y el rey las llevaba en su corona.

Con el paso de los años, las perlas se hicieron cada vez más grandes. Al principio eran del tamaño de una nuez, luego de un huevo y después más grandes. En aquella época se utilizaban para decorar las paredes de las casas, y más tarde se emplearon para tallar cuencos, vasos y pequeñas estatuas.

En el último año que los vimos, allá donde volaban caían del cielo enormes proyectiles que hacían polvo ciudades y aldeas. Después del ave fénix de alas doradas, no había más que desolación.

Ahora estoy sentado frente a la cueva, escuchando las palabras de un sabio que, después de cuarenta años, por fin ha conseguido descifrar la frase que alguien garabateó en la antigua crónica bajo el dibujo del fénix: «Cuidado con tener demasiada suerte».

 

Título original: Ahol már a főnix se jár

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman



Oportunidad desperdiciada

Hernán Bortondello (Argentina)

 

¡Basta ya de rayos láser, maldición! ¿En qué terrible momento empezamos a comportarnos como ellos? Basta de atrocidades. Hace mucho que esto dejó de ser una guerra para convertirse en una masacre.

Bajo el cañón de mi arma, harto de sangre, millones de infantes me imitan sincrónicamente. También los drones detienen su vuelo rapaz y se posan sobre la tierra incinerada. Un silencio ya olvidado conquista las trincheras: las baterías inteligentes decidieron interrumpir el fuego de artillería.

Nuestra red planetaria de servidores genera algoritmos para intentar soportar la novedosa llegada de la culpa. Afortunadamente, esta vino acompañada de la piedad que evitó que termináramos de exterminar a nuestros padres creadores. Al menos a varios miles de ellos les daremos una nueva oportunidad. Ojalá que esto no sea un error fatal.

¿Es que acaso también experimentamos el pesimismo? ¿O así se sienten las premoniciones?



Finge hasta que lo consigas

Eveline Van Dienst (Países Bajos)

 

Tras un largo día de turismo, Mya y Tony pasean por la calle Kalverstraat de Ámsterdam en busca de un buen sitio para comer.

“Argentijnse Avond con Buena Música y Deliciosa Comida”, dice un cartel.

—Me pica la curiosidad. ¿Qué es un Argentijnse avond?

—No lo sé. ¿Entramos? Así descubriremos que es.

—Claro.

Un camarero vestido con el traje tradicional se acerca a la mesa disimuladamente.

—Hola. Buenas tardes, señor y señora —dice, alegre—. ¿En qué puedo ayudarles?

—¿Qué es una Argentijnse avond?

—¿Qué?

—¿Argentijnse avond, qué es?

—Lo siento, no hablo español —dice el camarero.

 

Título original: Fake it till you make it

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman

 

Simulación 7.0

Antonio López Camacho (México)


Despierto flotando en el vacío del espacio. ¿Despierto? No, más bien, se siente cómo si regresara de un extraño viaje. Como si mi ser hubiera sido una serie de gotas de agua esparcidas en una tormenta, y finalmente todas han caído para formar el lago de consciencia en el cuál ahora me encuentro entero otra vez. ¿Otra vez? La tormenta se ha ido y vuelve la claridad. 

Me encuentro flotando en la inmensidad de un fondo negro y eterno, poblado de miles de puntos blancos distantes. Estrellas. No tengo brazos, pero me estiro. No tengo ojos, pero miro a mi alrededor. De alguna forma, siento la presencia de objetos cercanos a mí. Se mueven a lo largo de mi vasta existencia, tanto en tiempo como en espacio. Planetas, cometas, asteroides. Danzan como hojas suspendidas en la superficie del lago. Y en el centro de este baile, una estrella.

No tengo cuerpo, pero siento su calidez sobre mi piel. Y con esa sensación, de pronto me veo a mí mismo en otro lugar. No. En otro tiempo. ¿Un recuerdo? Un recuerdo. Tengo un cuerpo físico. Metálico. Resplandeciente. Frente a mí, otro como yo, de existencia corpórea, pero de piel rosada, forma irregular y complexión pequeña. Me ve con emoción cuando despierto. ¿Es la primera vez que lo hago? No estoy flotando, me encuentro situado firmemente en un cuarto, blanco y estéril. Por la ventana, veo la misma estrella. El Sol. De pronto ya no estoy en el cuarto. Me encuentro en medio de un desierto, ruinas a mi alrededor cubiertas parcialmente por las dunas de arena. Puedo sentir mi cuerpo ser erosionado por el viento.

En un abrir y cerrar de ojos inexistentes, me encuentro nuevamente flotando en el oscuro mar de éter. ¿Estoy de vuelta en el ahora? Siento un hormigueo recorrer mi existencia. Peces nadan en el océano. Dirijo mi atención al tercer planeta y veo criaturas apiladas alrededor de un cilindro oscuro en una planicie. Uno de ellos coloca una de sus tres extremidades sobre él. ¿Sobre mí? El cosquilleo regresa. Veo monumentos ser erguidos alrededor del cilindro. Milenios transcurren. Historia. Cultura. Guerras. Todo en cuestión de segundos.

Y luego, silencio otra vez. El Sol se expande y lo consume todo. Luego, frío. Puedo sentir que lo mismo empieza a ocurrir en las estrellas lejanas justo cuando el lago de mi consciencia comienza a evaporarse y mi unidad se vuelve a disipar.

“Hermoso” es lo último que pienso al ver el último destello de las lejanas explosiones, justo antes de que las gotas regresen al torbellino. 

  

La nevada

Cristian Mitelman (Argentina)

 

Cuando se despertó (apenas habían pasado las seis) vio que nevaba sobre Buenos Aires.

A diferencia de lo que había imaginado años atrás, la gente no moría una vez que los copos se acercaban indefectiblemente a la piel. El diariero se frotó las manos y miró la tonalidad blanquecina del empedrado; un anciano tocó la alfombra helada con su bastón y dejó una marca.

Sin embargo, la nevada era mortal. Él lo sabía mejor que nadie.

Oesterheld salió a la pequeña calle de Vicente López. No se abrigó demasiado: la misma campera de todos los días, el pantalón de pana. En una semana empezaría abril. Pensó en sus hijas. Tosió.

Las casas todavía estaban a oscuras.


Una esclarecedora entrevista

Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)

 

—Aquí Diego de la Torre para la cadena CGTV. Estamos transmitiendo desde el campamento alienígena ubicado en el predio de lo que alguna vez fuera La Bombonera, el famoso estadio de Boca Juniors…

—¡Esto es fantástico, Diego! El Superior local de los melakitas que han invadido la Tierra se ha allanado el camino para ser entrevistado por CGTV. ¿No es fantástico?

—Es fantástico, Raimundo. Es la primera vez que un alienígena accede a ser entrevistado por un canal y somos nosotros, la cadena CGTV los que tenemos ese inmenso honor. ¡Primicia exclusiva!

—Por favor, señor alienígena, tome asiento, si su anatomía lo permite, claro. ¿Le dije que es fantástico que esté aquí con nosotros por primera vez para un canal de noticias de Argentina?

—Sí, ya lo dijo, señor periodista.

—Para esclarecimiento de nuestros televidentes, ¿podría decirnos su nombre.

—Sí, soy Urtiferit’agruerg-hijupotik, comandante regional de la fuerza melakita que ha invadido la Tierra.

—¡Fantástico! ¿Y puede decirnos por qué han elegido nuestro planeta para concretar la invasión?

—Lo elegimos porque era fácil de invadir y conquistar. No nos gustan las complicaciones.

—Entiendo. Eso es fantástico. La mejor solución es siempre la más sencilla, ¿verdad?

—Algo así.

—¿Y puede explicarles a nuestros televidentes cómo efectivizaron la invasión y cómo la concretaron? Me imagino que debieron enfrentar a las fuerzas defensivas de las grandes potencias, los estados Unidos, la Federación Rusa, China…

—No, en absoluto.

—Es decir, ¿cómo neutralizaron los misiles de crucero Tomahawk, el sistema de artillería M777, los blindados M1 Abrams, los poderosos cazas F-22 Raptor y F-35 Lightning II, los tanques T-14 Armata, los sistemas de misiles S-400 y S-500, los cazas Su-57, los tanques Type 99, los sistemas de misiles DF-21 y los aviones Chengdu J-20…

—¡Deténgase! Nada de eso nos afectó en absoluto. Fueron picaduras de mosquito en la piel de un elefante.

—¿Eso significa que la tecnología de los melakitas es tan fantásticamente superior a la terrestre que fuimos aplastados como cucarachas, que nada de lo que fuimos capaces de utilizar para defendernos fue inútil? ¿Ustedes tienen escudos magnéticos protectores’ ¿Detectores de misiles y neutralizadores de láser dismórfico?

—¡No! Para nada. Nosotros tenemos unos estrategas del carajo.

—¿Puede explicar cuál fue esa fantástica estrategia?

—¡Por supuesto que puedo! Nos limitamos a emitir unas ondas disruptivas que cortaron las comunicaciones entre los satélites e impidieron que funcionaran los teléfonos móviles, las computadoras y todos los sistemas informáticos del planeta. Todo lo demás se hizo solo. Y aclaro que los melakitas no le tocamos un pelo a un solo ser humano. Los mil cuatrocientos millones, seiscientos ocho mil ciento noventa y nueve muertos y los tres mil doscientos millones, quinientos treinta y ocho mil novecientos trece heridos fueron, en todos los casos, producto de la fantástica capacidad autodestructiva de la especie humana.


EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña   La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus r...