domingo, 16 de marzo de 2025

OSCURAMENTE HUMANO

Víctor Lowenstein

 

Dobló la ochava sin pensar, acostumbrada la conciencia juvenil a ese estado inercial de murmullos internos con que su cabeza reaccionaba ante los últimos hechos oídos y sabidos a su alrededor, no vistos todavía; sí siempre presentidos, por ende, innegables. Hay verdades del corazón que la razón no tiene derecho a cuestionar. Emiliano era tipógrafo; convivía entre periodistas que a menudo eran poetas y defensores de la verdad. Una generación de jóvenes revolucionarios, identificados con las ideas de liberación nacional. Se le venía contagiando el asco ante la injusticia “de los de arriba y los de afuera” el neocolonialismo yankee que dirigía el circo internacional, tanto como cierta incredulidad ante lo que sin dudas estaba ocurriendo: las detenciones arbitrarias, los secuestros y todo eso, que por ahora seguían siendo noticias ajenas. Más se le pegaban al alma las poesías leídas de sus camaradas o las líneas que imaginaba como futuros poemas propios. Tenía tanto por leer y aprender aún…

Se sentía inmerso en la poesía. Era un poco su modo de ser en el mundo. Respirando la frescura de la noche creciente entró por el pasaje que llevaba hacia la avenida, un atajo frecuentado a menudo pese a las advertencias de sus amigos y colegas. “cuídate, chango” le repetían, pero Emiliano sonreía ante las admoniciones amistosas y ante la desconocida vida y caminaba libremente, mirando las baldosas y recordando aquella portentosa frase borgeana “Ya las lustrales aguas de la noche me absuelven…” promediando el penumbroso corredor fue que alzó la vista y los vio: eran cuatro o cinco sujetos, de pie junto a la salida del pasaje. Lo miraban a él, indudablemente. No le quedaba otra que continuar la marcha hasta la luz de la avenida. Fingiendo soltura apuró un poco los pasos…

Más se acercaba, mejor los veía. Eran cinco, sólo que uno de ellos se había puesto de cuclillas, haciendo hueco con las manos para encender un cigarrillo. El chisporroteo del fósforo los reveló adustos, vestidos de negro, con gafas oscuras todos pero dirigiéndole miradas indisimuladas.

Emiliano murmuró “permiso” pero los cinco lo rodearon de inmediato. Nada decían sus caras, pétreas como las paredes que los rodeaban. Se miraron entre sí, lo miraron; por primera vez supo lo que era el miedo.

Fueron minutos interminables, entre largos intervalos de silencio, contestando todo tipo de preguntas personales. Tuvo la vaga conciencia de estar bajo el asedio de profesionales de un grupo de tareas, cuyas tácticas policiales conocía bien de oídas: interrogaciones a voz de cuello, repetidas, para ponerlo más nervioso. El énfasis en conocer datos privados, nombres, filiaciones. Que buscaran a gente del semanario en que trabajaba, y no a él, no cambiaba las cosas; el intendente de Escobar, un tal Luis Abelardo Patti quería a todo disidente muerto. A Emiliano se le atiplaba la voz y aflojaban las piernas. Aquello no parecía tener fin. Supo que tenía que ser valiente. Por ellos, los que amaba, sus camaradas.

Sintió un ardor muy agudo en las mejillas y se llevó los dedos a la nariz. Un cálido hilo de sangre manaba de uno de los orificios. Le ocurría en situaciones difíciles, antes de un examen, por ejemplo. No este tipo de examen. Los hombres de negro lo advirtieron. Uno de ellos ahogó una risa, y Emiliano no aguantó más. Dando la vuelta echó a correr, hacia la esquina de la ochava. Con los ojos anegados de lágrimas y la oscuridad como aliada, el joven poeta corrió lo que daban sus fuerzas. Llegó a escuchar un chasquido metálico, probablemente el de un revólver, y la frase de uno de ellos dejada caer, como escupitajo: “ma sí, dejalo”.

Logró llegar. Las luces de la calle le provocaron tanta alegría como pánico; aprendía a estar alerta como todo disidente. No se sentía orgulloso como había supuesto que lo estaría, en alguna probable situación parecida. Había maginado que, en un caso similar, se negaría a cualquier interrogatorio insultando a sus opresores. Bueno, estaba claro que eso no había ocurrido; aún temblaba. Ya no se sentía protegido por sus ideales. Estaba anegado por el miedo, la rabia y una culpa indefinida. Debería estar orgulloso, algo así, no obstante la vergüenza lo abrumaba. ¿Tenía derecho a ser tan vulnerable, tan humano? Aguzando los sentidos, caminó sorteando distintas calles hasta llegar a su casa. Antes de entrar, buscó en sus bolsillos algo para limpiarse la sangre del rostro. Encontró lo que era la causa de su fuga entre las sombras. Un ejemplar muy arrugado de “El Actual” de su amigo Tilo Wenner. Un periódico de la resistencia. Nunca se limpiaría la sangre con eso. Prefirió releer un poema que su amigo plasmó en la primera plana. Sintió con toda razón que lo había escrito sólo para él.

Creo que el poema / con dientes y alma /capaz de andar cien siglos/ con una vuelta de sangre/ vive / desnudo /brutal / oscuramente humano.

  “Libre por principios y por propensión, mi estado natural es la libertad”

Lema del periódico “El Actual” Tilo Wenner (1931-1976?).


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.


 

sábado, 15 de marzo de 2025

UNA CRUZADA DISPARATADA

 Gerardo Horacio Porcayo

 

Aquella mañana Gregor Samsa se levantó sin un solo vestigio de sueños. La nueva costumbre de mecer su quitinoso cuerpo para lograr sacarlo de la cama llamó la atención de todos en la casa.

Sus padres abrieron la puerta intrigados y ahí estaba el enorme cuerpo decapitado, arreglándose para salir hacia el tribunal.

Ya era bastante malo tener un hijo que luchaba por los derechos de los mutantes, transformado durante este ejercicio en un insecto terco que la tarde anterior fuera ejecutado en un alarde de tecnicismos leguléyicos, como para ahora aceptar aquella nueva aberración.

—Vuelve inmediatamente a la cama —ordenó su padre en un grito histérico donde sobre todo se podía escuchar la terrible vergüenza que aquello le producía.

El insecto humanoide, sin embargo, siguió moviéndose, luchando contra sus ropas hasta que, a base de desgarres, conseguir incorporárselas.

Buscó a ciegas su portafolio en el armario, y en su lugar tomó lo más parecido, es decir, el estuche escolar de la vieja máquina de escribir.

Y sin mediar ninguna otra fórmula avanzó hacia la puerta. La madre se apartó de inmediato, el padre, en cambio, fue empujado por aquella abyecta extremidad fuera del camino.

—Difícil cambiar los viejos hábitos —comentó la madre—. De seguro nadie lo vio levantarse de la fosa común.

—Qué oso… Imagínate si lo sacan en la tele… No me la voy a acabar en el cole —se quejó Grete, escondida tras el cuerpo de su madre.

—Voy a seguirlo —resolvió el padre—. Debo proteger a esta familia de lo que sea que pretenda hacer este inconsciente que ni siquiera muerto se sabe comportar. —Tomó su viejo abrigo, el sombrero y para su sorpresa, cuando pisó la calle, el insecto de su hijo ya lo aventajaba por dos cuadras. Seguir su rastro era simple, olas de curiosos se acercaban a él y le abrían paso en ese camino que estuviera siguiendo los pasados dos meses.

Cuando logró darle alcance, un par de guardias le exigían su carnet de identidad.

—No lo trae consigo. La tarde de ayer fue guillotinado. Debió escaparse de la fosa común por la noche, hace unos minutos lo oímos en su cuarto. Pero anoche no lo escuchamos llegar. Él es Gregor Samsa y yo soy su padre.

—Pídale que se detenga —dijo el oficial de más alto rango.

—No he dejado de hacerlo, desde que lo descubrimos, pero puedo asegurarle que con la cabeza se le ha ido el sentido auditivo.

—Y ¿a dónde se dirige?

—Al tribunal. Al mismo sitio donde ha estado ejerciendo su oficio de abogado, supongo... este era su camino...

—Esto es de lo más irregular —dictaminó el oficial.

—Y qué lo diga... yo que usted, advertiría a sus superiores.

—¿Y usted viene a cuidarlo?

—No. Vengo a proteger al resto de mi familia.

La gente los seguía como un extraño séquito, casi como si se tratara de alguna celebridad o del líder de una manifestación. Invariablemente se acercaban con curiosidad, aunque incapaces de obstruir su camino.

El oficial de más alto rango se rezagó unos pasos, ocupado en vociferar a su radio policial. Por un segundo, el señor Samsa tuvo el impulso de escuchar sus argumentos. Su sentido común lo disuadió. Es mejor que no sepas nada, no vienes a defenderlo a él, sino al resto de tu familia, se dijo.

Lo siguió, a prudente distancia, sin dejar de maravillarse por los remolinos de transeúntes que iba causando a su paso. En la puerta del tribunal, hubo una suerte de cambio de estafeta. La población común se abstuvo de pisar aquellos mármoles, pero los habituales de ese palacio empezaron a seguirlo, a suspender sus actividades para atestiguar aquello, con variables cuchicheos:

—¿Quién es?

—Lo que nos faltaba, mutantes acéfalos...

—¿No se parece al que ejecutaron ayer? Es más, ¿no se sentaba donde ahora lo hace él?

—¿No hay alguna ley que prohíba esto?

En ese instante el jefe de seguridad del Tribunal y el mismísimo jefe de la policía se aproximaron a Gregor Samsa.

—Nos va a tener que acompañar, no puede estar causando estos disturbios en esta casa de justicia.

—Obedezca o...

—Según las leyes que regulan este país, Gregor Samsa ha llevado hasta el límite su deber ciudadano. Ayer se sometió al veredicto de guillotina, castigo exagerado para sus alegadas “faltas”... A tal grado que durante la ceremonia de ajusticiamiento, el mismo juez aseguró que si tras ese castigo él seguía en posición de mantener su querella de manera física, el tribunal no tendría objeción en atenderla.

—¿Y usted quién se cree que es? —bramó el jefe de seguridad del tribunal.

—Ese, es el tutor y jefe de la firma de abogados para quien trabajaba mi hijo. De hecho, de manera directa, es el responsable de que mi hijo iniciara esta absurda cruzada —aseguró el señor Samsa.

—En efecto, soy el jefe de Gregor Samsa y aquí están las copias de las trascripciones oficiales del juicio y ejecución.

—Esto es de lo más irregular —insistió el oficial que tratara de interceptarlo en la calle.

—En otras palabras, mi empleado tiene todo el derecho de aguardar su turno, de presentar su querella —dijo entregando una copia al jefe de Seguridad del Tribunal.

—Debemos consultar con nuestros superiores —se excusaron los representantes del orden y mientras se alejaban, dispersaron a los curiosos.

Gregor Samsa, mientras tanto, trataba de apoderarse de la máquina de escribir que situara junto a sus patas y que alguien había pateado. Su jefe le acercó el portafolios que mantenía a resguardo y Gregor, de inmediato se sintió tan satisfecho de la inspección de aquel bolso de piel, que lo puso sobre la parte de sus patas que ahora hacían de muslos.

—Creo, señor Samsa, que esto le pertenece —dijo el jefe entregándole la máquina.

—Abogado, tenía que ser usted. ¿No le da siquiera tantita pena el trance en que ha metido a mi familia?

—En lo absoluto, la justicia jamás se avergonzará de cumplir sus encomiendas, señor Samsa... Y mire, los policías lo están llamando desde aquella oficina...

El señor Samsa vio las señas de los representantes de la ley y con un suspiro empezó a caminar hacia aquel aparador-oficina.

—¿Para qué soy útil?

—Necesitamos su declaración firmada de lo que nos contó camino aquí. Queremos además advertirle del grave peligro en que pone a su familia con esa actividad de asociación riesgosa y conspirativa. Hemos atestiguado que el jefe de su decapitado hijo, le acaba de entregar algo. Y necesitamos revisarlo.

—Adelante, es la máquina de escribir que él usara en su preparatoria. Se la trajo creyendo que era su portafolios, al menos eso deduzco —dijo el señor Samsa y entregó el estuche. Miró como fue extraído el aparato. Desarmado y vuelto a armar, antes de devolvérselo junto con una decena de hojas en blanco.

—Muy bien, señor Samsa, le regresamos esta propiedad de su decapitado hijo... y le pedimos que la utilice para hacer su declaración. Tómese su tiempo, un equipo de policías ya está en este momento visitando a su familia para interrogarlos de forma separada. Le suplicamos se mantenga aquí, sin dialogar con su hijo. Le podemos comunicar que hasta este instante y dada su abierta y buena fe, el estado no ha iniciado ningún tipo de proceso en su contra. Asegúrese de incluir los más mínimos detalles en su escrito para garantizar que no se inicie un proceso en su contra.

—Sí, gracias oficial —aseguró y con un suspiro, el Señor Samsa introdujo un par de hojas en la máquina de escribir y empezó a golpear las teclas, usando sólo su índice derecho. Bostezó en cuanto salieron sus custodios (ya no podía llamarlos de otra manera) y buscó con la mirada al insecto de su hijo. Su jefe se había sentado junto a él y le estaba entregando hojas blancas con relieve que Gregor recorría con su pata superior derecha. Braille, le dijo una parte de su mente. Aprendió braille para poder defender a mutantes ciegos, como aquel hombre topo, el que fuera su segundo caso formal.

—Qué bueno que no sabes braille —dijo en voz alta y siguió aporreando las letras a un ritmo en exceso lento, con la somnolencia realmente incrustada en su cerebelo, luchando a cada instante con el cierre involuntario de sus párpados.

Lo despertó el aroma del café y lo primero que vio es que Gregor había avanzado un asiento. Acababa, con eso, de situarse a dos lugares de ser atendido.

—Nos dijeron que no había desayunado, por eso le traemos café... y galletas —dijo el jefe de seguridad del Tribunal—. Me pidieron además comunicarle que en un par de horas estarán aquí su esposa y su hija... Verá, hay una visible incongruencia en sus declaraciones... Le recordamos que en caso de presentar falsos testimonios, el estado podría iniciar un proceso en su contra...

—Gracias, oficial, muy amable de su parte —dijo y probó el café. Era horrendo, aunque no tanto como el sabor a rancio de las galletas.

Mientras intentaba masticar la segunda, pudo ver cómo un par de televisoras arribaba a entrevistar a Gregor y su jefe. Gregor se limitaba a entregar hojas perforadas, mismas que su jefe leía y luego se explayaba sobre lo apenas esbozado por su hijo.

—¿En serio creen que es sano que yo esté observando esto?...

—Si no lo dejamos observar, podrían acusarnos de ocultarles información.

Hacia las seis de la tarde, arribó un equipo médico que instaló una sonda de alimentación en el cercenado cuello de su hijo y colgó sobre un pedestal para sueros con ruedas, una bolsa de color ocre.

Hacia las ocho de la noche lo llevaron hacia el área de hospedaje de testigos, donde al fin pudo ver a su familia.

—Lo viste —acusó la señora Samsa—. Me dicen que lo viste, que se está alimentando...

—Sí, así es. Y lee braille... y parece más que dispuesto a seguir con su disparatada cruzada.

—Es lo peor que nos pudo pasar, papi —se quejó Grete—. Cuando lo guillotinaron decían que era un mutante emparentado con las cucarachas. Ahora aseguran que mutó a un tipo de escarabajo que tiene el cerebro en la joroba, en la parte más reforzada de su caparazón y que en la cabeza sólo tenía órganos receptivos. Los ojos, el olfato y las mandíbulas... te imaginas lo que me van a decir en la escuela...

El señor Samsa no pudo más que abrazar a su hija y luego solicitar un solo cuarto para los tres.

Hacia las siete de la mañana, lo llevaron a un complejo y prolongado careo donde él declaraba, su abogado transcribía a braille y lo mismo hacía el jefe de Gregor, para que éste, a su vez, perforara hojas y las pasara a los traductores que debatían lo percibido. Cerca de cuatro horas así.

Llevaron aparte al señor Samsa, mientras su esposa e hija enfrentaban careos similares.

Hacia las siete de la noche lo devolvieron a los aparadores. Gregor ya estaba a una silla se ser atendido y ahora cuatro televisoras apuntaban sus cámaras al insecto de su hijo.

Cuando se reunió con Grete y su esposa, el abogado de trámites del tribunal se los dijo claro:

—Señor y señora Samsa, queremos ser francos con ustedes: el caso de su hijo se ha vuelto en verdad complejo. Los doctores de su buffet han conseguido los medios para perpetuar indefinidamente esta lucha a través de una alimentación vía sonda; por una parte, su alegato número uno es que el perdón es automático en el caso de un reo que sobrevive a su ejecución. Lo cual hasta donde sabemos, resulta cierto. Y por otro, ponen como testimonio las declaraciones del juez durante su sentencia mortal, en que afirma que revisará su querella. Si a eso le sumamos que el caso entero representaría precisamente la especialización de un cuerpo mutante y la necesidad de otra legislación... estamos hablando, entonces, de un juicio que se llevaría al menos cinco años antes de resolverse... Nos sería en verdad de mucha utilidad que ustedes declararan la muerte incontrovertible de su hijo. Les anticipo que su casa y sus bienes, por haber sido adquiridos por su hijo, quedarán a cargo del estado mientras se define su estatus de muerto o vivo... Y que tampoco serían liberados en caso de no ser resuelto el caso.

—¿O sea que nos quedaríamos sin casa? —preguntó Grete.

—¿Sin nuestras propiedades...?

—Así es, pero si ustedes declaran la muerte genuina de su hijo y desconocen a ese insecto decapitado... Pasarían al programa de testigos protegidos y serían reubicados, con nuevas identidades.

—Mi hijo está más que muerto —dijo el Señor Samsa y su mujer y su hija, lo respaldaron de forma inmediata.

Los representantes del tribunal sonrieron, y pronto aquello hirvió como un hormiguero.

Firmaron papeles. Hubo testigos, fotos, grabaciones. Declaraciones frente a las cámaras de cuatro televisoras noticiosas en que manifestaban su dolor de enfrentar esa caricatura de ser que no hacía sino recordarles la muerte del verdadero Gregor y mientras eran conducidos puerta afuera, alcanzaron a ver a Gregor en la primera silla. Al día siguiente, tendría su comparecencia.

Cuando viajaban en el jet, con rumbo a una playa anónima, con documentos de identidad bajo el apellido Samba y con un nuevo futuro por delante, el señor Samsa no pudo evitar preguntarse si, en algún momento, en caso de que Gregor triunfara, aquello regresaría para castigarlos.

Apretó inconscientemente la mano de su mujer y ésta lo miró a los ojos.

—Deja de preocuparte, confía en el sistema: entre amparos, revisiones, contrademandas y escándalos mutantes, el juicio nos va a dejar morirnos de viejos y llenos de nietos de tu hija.

El señor Samsa, ahora Samba, apretó con más ternura la mano de su esposa, sonrió y brindó por la bendita burocracia del mundo y sus infinitos laberintos. Él y su familia, al menos, habían obtenido el más jugoso de los posibles premios de consolación.

—La justicia, cuando quiere, en verdad paga —dijo sin dejar de sonreír. Su hija, tras ellos, no paraba de platicar animadamente con un muchacho que prometía llevarla a conocer las maravillas de su nuevo hogar.

Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

viernes, 14 de marzo de 2025

MEDIA HORA DE NOSTALGIA

Iván Bojtor


¡De nuevo de permiso! ¿Permiso? Durante los últimos dos años terrestres pasados en la estación espacial, sentía cada vez más que era prisionero de sus recuerdos. Como si ya no existiera nada más que aquella taberna sucia, de olor rancio, en la que se metió por casualidad unos veinte años atrás. En su momento, esa nueva experiencia lo protegió por mucho tiempo de sumergirse en el mundo de sueños y visiones artificiales, pero ahora trataba de escapar de sus propios recuerdos.

Llegó. Sus pies descalzos sintieron el calor del piso de tierra apisonada de la taberna, y su nariz fue golpeada por el olor a licor, pero no vio nada. Estaba oscuro. ¿Qué pudo haber pasado? ¿Habían configurado mal el temporizador y se equivocó de momento? Tropezó entre los bancos, palpando a su alrededor, buscando la ropa que había enviado con anticipación.

A apenas dos pasos de distancia, un destello de luz brilló ante él, seguido de una carcajada atronadora. A la luz de la vela, vio que unas treinta personas, hombres, mujeres y niños, lo rodeaban, lo miraban y señalaban. Uno de los hombres tenía su ropa en la mano, agitándola como si esperara que corriera a buscarla. Pero un hombre corpulento y calvo se la arrancó, apropiándose de ella.

—¡Se acabó el circo! —exclamó.

Y se la entregó. Algunos protestaron diciendo que, por el dinero que habían pagado, el espectáculo debería haber durado más, pero el hombre grande alzó el dedo amenazadoramente y todos guardaron silencio.

Mientras se subía los pantalones apresuradamente, miró a su alrededor, pero en la tenue luz no reconoció ningún rostro familiar. Dudó: ¿Acaso me equivoqué de fecha? ¡No! Todo lo contrario. Lo más probable es que acertara. Ya había estado en este tiempo antes, y ahora el programa, siguiendo una regla casi ininteligible, me lanzó no a otro lugar, sino al mismo lugar, pero en otro intervalo de tiempo.

Y cuando el calvo corpulento hizo la pregunta habitual estuvo seguro de lo que había pasado.

—¿Ya ha estado aquí antes?

El calvo hizo una señal al joven detrás de la barra, quien corrió hacia ellos con una botella de vodka y dos vasos. Como pronto se enteró, él era el nuevo tabernero. Había comprado el lugar hacía ocho años, después de la muerte del anterior.

¿Qué podía decirle? ¿Que justo quería hablar con el tabernero anterior para aclarar algunas cosas muy importantes? ¿A quién le importaría ya?

Escuchó con indiferencia la charla del hombre corpulento sobre la cosecha de centeno y la granizada que había caído unos días antes. Solo esperaba a que pasara el tiempo para poder regresar.

—¿Qué pasó con el tabernero anterior? —preguntó después del tercer vaso de vodka.

—Fue una terrible desgracia —comenzó el calvo—. Sucedió junto al horno. Estaba bebiendo con uno de los clientes, igual que nosotros ahora. Se emborracharon terriblemente, los dos. Nadie sabe de qué discutieron. Después alguien dijo que el forastero pudo haber dicho algo sobre su madre, o la insultó. Pero eso no es seguro. ¿Quién podría saberlo? Comenzaron a gritar más fuerte, y luego se levantó, tomó el hacha que estaba junto al horno y, tambaleándose, fue hacia el forastero. Pero este fue más rápido, saltó del banco, agarró el hacha y se la lanzó. Le acertó de tal forma que el filo le hundió la frente. Murió en el acto.

—¿Se sabe quién lo mató?

—Nadie lo sabe. Era alguien como usted: un visitante. Dijeron que ya había estado aquí varias veces, pero siempre hablaba solo con él, con nadie más. Tal vez compartían algún secreto. Incluso es posible que hicieran negocios, contrabandeando algo. O quién sabe.


Título original: Félóra nosztalgia

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman 


Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

 

LA CAÍDA

Laura Irene Ludueña

 

No me había acercado a la escalera desde ese día. Ese día en que mi vida cambió para siempre. La imagen de lo sucedido se repite confusa en mi mente, como una pesadilla que no termina. La caída fue rápida, violenta, un instante de absoluto control que se desvaneció en milésimas de segundo, porque no lo esperaba. Según mi plan las cosas deberían haber sucedido de manera diferente. Pero el destino es caprichoso y toma sus propias decisiones arrasando todo sin previo aviso. Lo que me parecía justo y seguro, lo que había previsto en tantas noches de insomnio como la única salida, se convirtió en esto.

Los médicos dijeron que la caída había dañado mi columna vertebral de tal forma que las probabilidades de recuperar la movilidad eran mínimas. Acepté esa sentencia en silencio, en lo más profundo de mi ser sabía que era mi castigo. Durante los primeros días, el miedo me paralizó más que la incapacidad para moverme. No podía mirar las escaleras sin que una oleada de pánico me invadiera. ¿Cómo podía seguir adelante sola e inválida?

Poco a poco, me fui acostumbrando a la silla de ruedas, al silencio perpetuo de la casa, al vacío de los lugares que alguna vez recorrí feliz con él a mi lado. Pero lo peor, lo que me atormentaba cada día, era saber que había fracasado una vez más. Y no era solo el miedo irracional a las escaleras. Mi mente se rebelaba cada vez que intentaba recordar lo sucedido, como si algo en mi interior quisiera impedir que desentrañara la verdad. Estaba atrapada en un torbellino de recuerdos oscuros y fragmentados, cada uno más doloroso que el anterior. Necesitaba enfrentar los hechos, necesitaba cerrar ese capítulo de mi vida. Respiré profundo, resignada. Sabía que no podía controlar lo que vendría, pero algo dentro de mí me empujaba a dar el siguiente paso, aunque no supiera hacia dónde me llevaría. Lo primero que debía hacer era dejar mis miedos y rememorar lo que había pasado. Para ello me acerqué a la escalera, y por un momento, intenté revivir esa noche. No recordaba el dolor físico en su totalidad, solo el estremecimiento en todo mi cuerpo, como si el tiempo mismo se hubiera detenido en ese instante fatal. Cerré los ojos. La escena se hizo nítida, casi palpable: las escaleras, las sombras alargadas sobre la pared, él mirándome con los ojos llenos de incomprensión, y el golpe sordo de nuestros cuerpos al estrellarse contra el suelo. Escuché su voz angustiada, pero distante, como un eco lejano que me preguntaba por qué. Cuando volví a la conciencia, los dos estábamos tendidos en el piso. Su cabeza había golpeado contra el escalón, y un hilo de sangre manchaba sus labios. Lo miré, buscando alguna señal de vida, asegurándome de que al fin se había ido, pero cuando intenté arrastrarme hacia él, no pude, mis piernas no me respondían. Nunca imaginé que él me abrazaría en el último momento y que con ese abrazo, me llevaría en la caída para volver a condenar mi vida.


Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.

 

 

DE CHISMES Y CREENCIAS

Gabriela Vilardo

 

De modo que no sé sí me creerá, pero yo a esa mujer, que Aberastury encandiló, la vi en Francia…No abra tanto los ojos, don Fermín, que el mundo es un pañuelo…Y, es más, la vigilé. Quédese tranquilo que no me ha hecho mal el licor, y no dejaré de tomar. De Buenos Aires a Francia, de Francia a Buenos Aires, y de ahí a este pueblo ¡¿Creerá que no le voy a venir con el cuento?! Se equivoca. ¡A esta edad andar ocultando! Sigo. Cuando una anda por el mundo y ve a una conocida, quiere emparentarse enseguida para no sentirse tan sola. Pero fue imposible, mire… ¡Y no! Si ella no me conocía… ¡Qué íbamos a emparentarnos! Sin embargo, me tomé el trabajo de seguirla. Y fue ahí que me lo crucé a Aberastury.

 No se sorprenda, usted. ¿Vio, que el hombre de ley desapareció por un tiempo largo? Pues, allá estaba… por Montmartre. Nuestro abogado de pueblo la había buscado por las calles de Montmartre, consciente de que la encontraría. Lo que puede una mujer… ésa… Estaba como empujado al abismo el hombre. Y usted, don Fermín, sígame con atención que esto no terminó ahí. Le brillan los ojos, pero es un brillo de furia ¿no estará enojándose conmigo por cuestiones ajenas? Ya está grande, hombre. Escuche: yo caminaba Montmartre de punta a punta como si fuera este pueblo, hasta que vi, una tarde que esa mujer se metía en una casa que parecía abandonada. El cartel que colgaba en la puerta de ese lugar rezaba: madame Clémentine. Era un prostíbulo. Me instalé en una esquina hasta que lo vi llegar. Así tal como lo está adivinando: el señor Aberastury, dueño de la ley, roído y hecho un desparpajo por una mujer… esa. Una noche dormí a la intemperie y amanecí frente al caserón que él elegía para volver a amarla… ¿Qué es ese hipo que le vino, así de golpe, don Fermín? ¡Ni que fuera novedad lo que le estoy contando! Tome siete sorbitos de agua, sin respirar ¡Cómo que no puede! Vaya al baño y pruebe. Con la mano derecha tiene que apretarse la nariz, tome los siete sorbitos seguidos sin respirar…y mírese al espejo. El hipo desaparecerá. Después vuelva que la seguimos.

Y pienso si no se me habrá ido la mano con el cuento de la mujer en Francia y Aberastury, desquiciado por ella. Fermín bien sabe que me estoy refiriendo a la suya, a la que tallaba en la madera. Pero a estos tercos si no se los asusta un poco no escarmientan. Ahí vuelve de baño y me pregunta para qué perdía el tiempo en mi viaje de placer con esos dos. Y no me cree que era para confirmar el hecho y venir a contárselo, para que no la siguiera esperando en este rancho. De ninguna manera podía decirle que una noche, pasada de alcohol, había sentido morirme y quería que mi deceso ocurriera en esa vereda, frente a ese caserón, con la intención de que mi alma quedara en este mundo, en el cuerpo de esa mujer que recibía a ese hombre, ahí justo en lo de Madame Cleméntine. Tampoco imaginaría este viejo que ya no creo más en la reencarnación y ni en anticipaciones.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

EL PREMIO

Javier López 

 

UNO – Situación crítica

 

Su negocio nunca había sido un negocio boyante. Pero era suyo. Era quizá lo único suyo que de verdad había tenido hasta ahora en la vida.

Carlos repasaba los libros de cuentas en su escritorio. Anotaciones en un cuaderno que usaba a diario, y al lado el ordenador, con varias ventanas abiertas con hojas de cálculo y un programa de contabilidad. Todo estaba perdido. La crisis había agravado su situación y sólo podría ocurrir un milagro para que su negocio se salvara.

En pocos días tendría que hacer una serie de pagos bancarios para los que no disponía de fondos. Él ya sabía cómo estaban actuando los bancos: sin piedad. Ante cualquier impago lanzaban una orden de embargo al juzgado. Y Carlos tenía muy claro que los bancos eran poderosos, tanto como para que los jueces se vendaran los ojos, no de la manera que muestra la alegoría que representa la imparcialidad, sino para no ver la situación en la que dejaban a muchas familias ejecutando esas sentencias.

Su humor había cambiado en los últimos meses. De ser un buen conversador y animador de tertulias de bar, ahora se había refugiado en su desesperación y llevaba meses sin salir con sus amigos. Alguno iba a visitarle, preocupado por su encierro y aspecto cada vez más desmejorado. Pero resultaba difícil conversar con él.

 

DOS – Patricia

 

Salía de trabajar a las 13:30. Luego tenía que volver a las 3 de la tarde. Era el tiempo justo para ir a casa, poner al microondas algo del gusto de Carlos —ella se conformaba con una ensalada, una loncha de pavo y fruta—, mientras él ponía la mesa y cortaba un poco de pan. Sólo disponían de una hora para estar juntos, pero desde siempre había sido el mejor momento del día.

En la cocina también se cocinaban besos, achuchones y carantoñas mientras se calentaba la comida. Ella tenía una preciosa sonrisa a la que Carlos no se podía resistir, y él tenía una mirada algo lánguida pero auténtica y que reflejaba el amor que sentía por ella. Eso bastaba a Patricia, aunque en el carácter de él hubiera alguna laguna y ausencias un poco inexplicables. Pero Carlos era especial, no era un hombre corriente ni en el trato, ni en sus ideas, ni siquiera en sus conocimientos. Había leído todos los libros de la casa, enciclopedias completas, y siempre tenía una historia que contar, ya fuera real o ficticia. Mientras cortaba el pan podía narrar mil anécdotas sobre el cultivo del trigo, los hornos de leña o los eléctricos; o las mil variedades de pan que se consumían en el mundo. Sabía de todo, y eso a ella le gustaba. Muchas veces Patricia no sabía cuándo Carlos contaba algo que había leído o cuándo fantaseaba. Como el día que le habló sobre un famoso horno de leña que hubo en Cartago en el siglo III, al que acudían navegantes de todas partes del mundo sólo para probar su exquisito pan mojado con aceite de oliva.

Y era un buen amante, en el sentido de ser un hombre cariñoso y respetuoso siempre con ella, de ser ocurrente y hacerla reír. Tanto que muchas veces había sustituido un orgasmo por una carcajada, por alguna frase que hubiera dicho él en ese oportuno momento… Lo quería, con todo su corazón. Pero él estaba cambiando desde hacía un tiempo, obsesionado con la crisis. Y ella le tenía paciencia, pero había momentos en los que necesitaba escapar.

Como tantas veces Lina y Andrea le habían ofrecido acompañarlas al snack que había frente a su oficina. Ellas no gastaban el tiempo en volver a casa a almorzar, solían pedir un plato combinado y tomaban café y charlaban hasta la hora de entrar de nuevo a su trabajo como telefonistas en un servicio de atención al cliente. Pero Patricia siempre renunciaba. Carlos la esperaba y ella era fiel a la cita.

Y sin embargo ese día aceptó la invitación. Era la primera vez en años que no almorzarían juntos. Era incapaz de llamarlo y decírselo. Así que decidió enviarle un mensaje al móvil: “como fuera, en el congelador hay empanadas y algo de pollo. Lf+”. Lo último era su manera de decirle “te quiero”, en un código que ellos sabían interpretar.

 

TRES – El sorteo

 

Patricia regresó pasadas las 7, como cada tarde. Siempre su regreso era un momento de celebración, desde que ella metía la llave en el bombín de la puerta y él salía a su encuentro en cuanto la escuchaba. Besos, abrazos, caricias, mientras comentaban cómo había estado el día de cada uno de ellos.

Pero ese día Carlos no estaba esperándola en la puerta. Entró en la casa, que estaba en silencio, pensando que no había nadie. Pero sí, él estaba en la habitación que utilizaban como despacho y que siempre habían previsto como futura habitación infantil, para esa hija que deseaban tener más adelante, cuando hubieran disfrutado de su vida en pareja lo suficiente para adquirir ese compromiso.

Apenas movió la cabeza cuando Patricia abrió la puerta.

—Hola, ¿cómo ha estado tu día? —preguntó Carlos sin ninguna emoción.

—Bien, como siempre, nada nuevo.

En su tono había algo de frustración. Era doloroso ver cómo el hombre al que amaba estaba cambiando y perdiendo su carácter espontáneo y dulce. Pero no le culpaba. Había vivido momentos muy duros en los últimos meses en su negocio. Pérdida de pedidos ya casi comprometidos, presupuestos que los clientes nunca volvían para recoger, impagos que estaban minando su economía. Él tenía una tienda pequeña, en la que se dedicaba a hacer proyectos de decoración de cocinas. No tenía una gran exposición, pero era un genio montando proyectos virtuales en el ordenador, que en otras épocas habían hecho las delicias de los clientes, a los que regalaba un disco con la animación del proyecto en 3D para que pudieran disfrutarlo cómodamente en el televisor de casa.

Pero eso había dejado de funcionar. Con la crisis inmobiliaria, no había viviendas nuevas para las que vender cocinas. En todo caso, alguna renovación que se hiciera en un apartamento usado, y eso iba siendo cada vez menos frecuente. Además, los Grandes Almacenes se estaban quedando con el poco negocio que había. Vendían muebles baratos con bonitos revestimientos que cubrían su pésima calidad. Pero allí estaban, en exposición, a la vista de todos, vendidos en cómodos plazos por comerciales sagaces.

Patricia lo invitó a darse una ducha juntos, pero él parecía absorbido en la pantalla del ordenador, intentando cuadrar las cuentas del mes que venía por delante. Era finales de mayo, comenzaba a hacer calor, y eso le agobiaba aún más.

Ella desapareció tras la puerta sin que Carlos apenas se inmutara. La radio sonaba, aunque él tampoco prestaba atención. Era una rutina, la radio se había convertido en acompañamiento de fondo todas las horas que pasaba entre libros y papeles.

—… el treinta y uno y el cuarenta —se oyó decir a una locutora que anunciaba los números de algún sorteo.

—Treinta y uno, cuarenta… —repitió mentalmente Carlos, sabiendo que esos dos números estaban, con total seguridad, en el boleto de loto comprado unas horas antes en la administración de loterías de su barrio—. Bah, sólo son dos números, seguro que no acerté más.

Siguió trabajando en lo que estaba, encendió el enésimo cigarrillo sin saber por qué. La habitación apestaba ya lo suficiente a tabaco como para poder tragar humo sin fumar. Pero lo hizo. Abrió la ventana, hacía calor y resultaba difícil respirar. El aire y el ruido de la calle le llegaron como un despertar, pues muchas veces cuando estaba en esa habitación se olvidaba de que afuera estaba el mundo, los demás, el tráfico… la vida. Se asomó y respiró profundamente. Pero le dio vértigo al mirar hacia abajo. Vivían en un noveno piso.

Patricia volvió a aparecer en el vano de la puerta.

—Voy a cenar algo y me acuesto. ¿Por qué no dejas ya eso por hoy y cenamos juntos y…? —no tuvo opción de terminar porque Carlos interrumpió sus palabras.

—No puedo —dijo de manera tan tajante que a ella la recorrió una ola de calor que empezó en los pies y llegó hasta la cabeza.

—Buenas noches, entonces —el tono de Patricia sonó a corazón roto.

—Cariño, en un rato iré —contestó Carlos tratando de suavizar el ambiente.

—Como quieras —dijo Patricia, y estas dos palabras sonaron a un conformismo que ella misma jamás pensó que utilizaría con él. Pero acababa de hacerlo, como dándolo todo por perdido.

 

CUATRO — La noche

 

Miró el reloj de sobremesa sin saber por qué, ya que tenía la hora en el ordenador. Las once treinta. Hora de acostarse si no quería tener mañana un mal día y, sobre todo, si no quería dejar a Patricia con esa tristeza que había percibido en sus palabras. Charlar antes de dormir era algo que nunca les faltaba, por más cansancio que tuvieran. Recordar anécdotas pasadas, analizar el presente, idear el futuro. Y siempre acababan haciendo el amor. Nacía de la conversación, se integraba en un todo del que ellos formaban parte. Sólo en los momentos de sofoco callaban para entregarse al placer. Pero de igual modo después continuaban la charla, hasta quedar dormidos.

Así había sido siempre, pero hasta eso estaba cambiando en los últimos meses. Cuando Carlos abandonaba el estudio, la encontraba en muchas ocasiones durmiendo, vuelta hacia el lado contrario al que él ocupaba, como señal inequívoca de que algo no estaba funcionando.

De repente tuvo una intuición que se convirtió en necesidad. ¿Y si no eran sólo dos números los aciertos de la loto? No es que pensara en tener un pleno pero, quién sabe, cinco aciertos, hasta cuatro, podrían reportarle unos cientos o miles de euros que en ese momento vendrían como llovidos del cielo. Y con dos números ya estaba a mitad de camino.

Abrió una página de internet en la que había cuadrantes con los sorteos del día. Le costó localizar el que se correspondía con su boleto, pues entre tantos sorteos, tendría que ser especialista en juegos de azar para tenerlo claro. Pero consiguió dar con él, y la visión del cuadrante se le hizo borrosa y sintió un enorme mareo al ver, cifra por cifra, cada uno de los números de la combinación ganadora.

—¡Joder, joder! —exclamó en un tono no lo suficientemente alto para despertar a Patricia, que dormía al otro lado del pasillo, pero sí para que el vecino de arriba golpeara en la pared a modo de advertencia. Los tabiques de esa casa eran de papel.

Muchas veces había pensado en cómo reaccionaría una persona a la que tocara un gran premio en un sorteo. Y también en cómo reaccionaría él mismo. Gritar, dar saltos, hacer que todo el mundo se enterara, llamar a los amigos, a los familiares, salir a la calle y buscar el primer bar abierto para acabar con las existencias y, sobre todo, sentir una euforia y una alegría desbordante. Poner fin a una vida de lucha y abrir paso a algo nuevo; un mundo en el que los únicos problemas pasaban a ser qué modelo de coche elegir y qué vivienda comprar. Lo demás quedaba atrás, las preocupaciones, las facturas, el odiado banco que ahora se convertiría en el aliado que busca tu seguridad y bienestar… Pero todos esos pensamientos que siempre tuvo quedaron en nada. Carlos quedó sin reacción, y de repente sintió un miedo enorme a encontrarse con aquella inmensa fortuna porque, aunque desconocía la cantidad exacta, en ese momento ya sabía que su boleto era el único premiado. Y eso significaba varios millones de euros.

No supo qué hacer. Era ya tarde como para tomar decisiones ese día, tendría que dejar que amaneciera y plantearse las cosas a partir del día siguiente. Hoy sólo debería dormir y esperar…

 

CINCO — Haciendo planes

 

Se acostó haciendo un poco de ruido, un par de toses al entrar en el dormitorio y un pequeño golpe sobre la mesilla de noche, como si fuera accidental y debido a la oscuridad. Quería comprobar si el sueño de Patricia era ligero y ella tenía aún ganas de conversar.

Así fue, ella enseguida reaccionó y le preguntó, con voz baja y de estar medio dormida:

—¿Qué tal te ha ido? —la pregunta era retórica, como si ella no supiera que cada vez que él se enfrascaba en sus cuentas, era más conocedor de que las cosas se agravaban.

—Bueno, quizá la situación no sea tan crítica como había pensado.

—¿Y cómo es eso? ¿Has hecho algún negocio del que yo no esté enterada?

—No, claro que no. Pero intentaré aplazar algunos pagos y veremos qué se puede hacer.

Ella no dijo nada, pero la respuesta le sonó extraña. Aplazando pagos lo único que Carlos conseguiría sería demorar la caída, pero las perspectivas de negocio iban a la baja cada mes, y las consecuencias de ese aplazamiento sólo empeorarían la situación.

—Deberías plantearte traspasar el negocio, buscar algún trabajo de diseñador en unos Grandes Almacenes o en cualquier tienda de muebles.

—¿Ahora, en este momento? Sabes que no contratan a nadie, al contrario, están despidiendo a amigos míos cada día. Y sabes que soy autodidacta, pero no obtuve ni siquiera el título de delineante. Nadie me contratará.

—Sabes que vales mucho, y tu experiencia sería lo más valioso de tu curriculum.

—Dejemos eso ya, soñemos un poco. Dime, ¿qué haríamos si nos tocara un buen premio en la lotería? —el giro de Carlos lo sintió Patricia como un cambio de tercio para no afrontar la situación.

—Sabes que lo hemos hablado muchas veces. Me encantaría tener una vivienda unifamiliar con una enorme piscina y un buen garaje para dos o tres coches. Ese deportivo rojo…

—Siempre he dicho que los descapotables nada más traen problemas. Después los aparcas en cualquier lugar y un desaprensivo echa una colilla dentro y quema la tapicería —mientras Carlos hablaba, la ciñó con su cuerpo y sus brazos completamente por la espalda. Aunque era poca la luz, ahora se había acostumbrado, y podía ver el brillo de la luna sobre la mejilla derecha de Patricia, que se convertía en un destello al alcanzar la altura de sus ojos. Era hermosa, y no pudo evitar apartarse un poco hacia atrás para ver su cuerpo: la corta melena cobriza, la espalda recta y las nalgas redondeadas y ligeramente prominentes.

—¿Y qué más da? Si echan una colilla dentro, cambiamos la tapicería o compramos otro coche —dijo ella con voz más despierta y una risa.

—Y un chalé… ¿de veras sería la forma de vida que te gustaría? Sabes que como están las cosas las viviendas aisladas se han convertido en un lugar peligroso para vivir, te encuentras con tres enmascarados dentro de la casa mientras estás durmiendo y al día siguiente aparece tu cuerpo acribillado a balazos.

—No seas bobo —dijo Patricia en un tono cariñoso—. Eso sólo pasa en las películas.

—¿Películas? —ahora el tono de Carlos se volvió un poco agrio—, los telediarios no cuentan películas, los periódicos tampoco. Eso que te digo ocurre, está ocurriendo cada día en nuestro país.

—Bueno basta ya, no te enojes. Dejémoslo así. Al fin y al cabo estamos hablando de algo que nada tiene que ver con nuestras vidas.

—Cierto, amor —dijo riendo para dejar claro que todo era una broma. Entonces la besó en la espalda y le deseó buenas noches.

 

SEIS – La mañana

 

A las ocho treinta y cinco desayunaron un café y tostadas hechas con pan de la noche anterior. Con el calor se había resecado, así que apenas probaron un bocado y salieron a tomar el ascensor. Una vez en la calle, Carlos y Patricia tomaban caminos opuestos, pues el edificio de oficinas de ella estaba al norte de la ciudad, y la tienda de Carlos a escasos cien metros de su casa, pero hacia el sur.

—¿Vas a casa a comer? —preguntó Patricia, sabiendo que la respuesta era afirmativa porque a él no le gustaba comer en la calle—. Yo almuerzo con Lina y Andrea, en el snack de…

—Sí, lo sé. En ese antro donde te dan comida congelada y frita en abundante grasa.

—Sabes que no, que yo sólo tomo ensaladas y verduras. Y que ir a casa apenas me deja tiempo para llegar en hora por la tarde.

—Está bien, meteré algo en el microondas. No te preocupes.

Se dieron un beso casi de amigos, así solían hacer por las mañanas cuando se despedían en la calle, y cada cuál tomó su camino hacia el trabajo.

Durante la mañana no entró nadie en el negocio de Carlos, así que estuvo frente al ordenador terminando algunos diseños y revisando algunos presupuestos que le habían entrado por fax. Entonces se encontró con una sorpresa. Una promotora de viviendas que un año atrás había paralizado un pedido de equipamiento para cien cocinas en una urbanización a pie de playa, ahora había retomado el proyecto después de haber obtenido las licencias municipales para construir, y el pedido se hacía firme.

—Joder, joder… —murmuró entre dientes sin salir aún de su asombro.

Pasó la mañana pensando en la charla con Patricia, en las ilusiones de ella. Imaginaba una enorme casa con una enorme piscina y tres llamativos vehículos. Igualmente imaginaba montones de malhechores enmascarados asaltando su vivienda, aún repleta de medidas de seguridad que le asfixiaban. También en las fiestas de derroche y desenfreno con sus nuevos amigos ricos, a los que aún no conocía porque él nunca había tenido amigos ricos. Fiestas con champaña y montones de idiotas borrachos entrando continuamente al baño a esnifar cocaína. Odiaba que la gente se emborrachara y odiaba la cocaína. Odiaba la vida de los ricos, y por su mente pasaron mil imágenes de una vida que no quería para él.

Pensó en la posibilidad de cobrar el premio y donar una parte a entidades benéficas. Pero… ¿dónde estaría el límite? ¿Cuánto permitiría Patricia que donara?

Durante la mañana había estado escuchando la radio. Hablaban de un único boleto premiado sellado en Ribera, su ciudad. Y decían que aún no se había localizado al acertante, pero todos los medios estaban al acecho para descubrir quién era el afortunado.

A la una de la tarde echó la persiana metálica de su negocio. Antes había hecho trizas el boleto y echado los trocitos dentro de un paquete de tabaco vacío. Al pasar por delante de una papelera aplastó el paquete y lo depositó dentro.

Se fue paseando, con las manos metidas en los bolsillos. Rebuscando, encontró que aún tenía tres monedas de euro. Iría al snack donde almorzaba Patricia y tomaría una buena cerveza fría mientras ella llegaba. Luego le daría la buena noticia de los pedidos que había recibido esa mañana, y almorzarían juntos. Ahora se sentía más dueño de su vida que nunca.


Javier López nació en 1964 en Ceuta, la ciudad autónoma española, situada en la península Tingitana, en la orilla africana del estrecho de Gibraltar. Actualmente reside en Marbella, Málaga. Estudió Magisterio, rama de Humanidades. Desde siempre ha sentido esa vocación humanística, que le ha llevado a aprender de todo sin especializarse en nada. Apasionado del arte, la historia, la música, la novela, el relato y, en pequeñas dosis, la poesía. Esa misma inquietud interdisciplinar le llevó a estudiar Ciencias Matemáticas, aunque nunca terminó la carrera. Pero al menos consiguió desvelar algunos misterios de la matemática, la física y la química, que era en definitiva lo que buscaba. Desde niño leyó, pero apenas había escrito antes de comenzar con la microliteratura textos que podrían considerarse de forma genérica dentro del ensayo. Crear el blog Cositas Buenas supuso el inicio de su actividad literaria. Gracias a ello tomó contacto con escritores de la talla de Olga Appiani de Linares y José Luis Zárate, que le dieron a conocer el microrrelato. Pero fue sobre todo el apoyo de Sergio Gaut vel Hartman y su ingreso en el grupo Heliconia Literaria lo que le hizo afianzarse en la tarea de escribir, habiendo publicado numerosos cuentos breves en los blogs Químicamente Impuro y Breves no tan Breves y, sobre todo, innumerables hiperbreves en Twitter. Ha participado en las antologías Grageas 2 (2010), Grageas 3 (2014), Minimalismos (2015) y Cien páginas de amor (2015).

 

 

 

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