martes, 14 de enero de 2025

ESPECIAL MICROFICCIONES (DIEZ)

 


MUTACIONES 

INADVERTIDAS POR LA CIENCIA

Víctor Lowenstein (Argentina)

 

El señor Iñíguez despertó poco después de medianoche. Disgustado, pues tenía ganas de orinar y el elástico de sus calzoncillos ejercía una desagradable presión sobre la parte baja de su abdomen.

Sus pies tantearon el piso frío sin encontrar las pantuflas. Resoplando, encendió la luz del velador que lastimó sus retinas. Parpadeó unos instantes hasta que al fin vio las pantuflas, bajo el ropero. Vaya a saber cómo habían ido a parar allí.

Ya calzado y enfundado en su bata de noche, salió del dormitorio y atravesó el largo pasillo que llevaba al watercloset. Con los pulgares empujando hacia afuera el molesto elástico, no dejaba de advertir en los marcos de cada puerta, la del cuarto de servicio, el de la mucama, el cuarto con sus juguetes y el cuarto de huéspedes, notorias redes de telaraña cruzando jambas o colgando ligeramente de los dinteles. Se juró amonestar a la mucama, olvidando que ya no contaba con una. Presurosamente, pues su vejiga llegaba al punto de no responder por sus actos, Iñíguez empujó la puerta del cuarto de baño y entró. No obstante un obstáculo impensado trocó sus planes. Algo, algo duro y fino como un alambre o una tanza extendida laceró sus piernas a la altura de las pantorrillas, por lo que Iñíguez se desplomó aparatosamente, dando con la barbilla sobre la taza del inodoro.

Desconcertado, el hombre se fue aferrando como pudo al sanitario para poder voltearse y descubrir la causa del accidente. Efectivamente, un hilo plateado se extendía horizontalmente de una punta a otra del marco de la puerta, como parte de un tejido de hebras diestramente ensambladas. Semejaba una red de telaraña pero, aún en su azoramiento, Iñíguez razonaba esa imposibilidad; no existían telas de araña así de robustas, ni mucho menos arañas capaces de tejerlas.

En ese momento, un arácnido descendía desde el techo, colgando de su hilo de baba, para posarse justo en su entrecejo, y clavaba allí su aguijón. Se le fueron las ganas de orinar, luego perdió toda sensibilidad, finalmente su conciencia. Unos segundos antes, los ocelos del insecto se posaban sobre sus ojos, e Iñíguez comprendía que los humanos ya no eran los dueños y señores del planeta.


LA BÚSQUEDA

Marcela Iglesias (Ecuador)

 

Había buscado a Mateo durante toda la mañana. Luego del desayuno dijo que estaría en el jardín. Cualquiera pensaría que encontrar a alguien en un jardín es cosa fácil, pero el jardín de este palacete vacacional era exuberante y enorme.  A simple vista, Mateo no estaba. Entonces busqué en los lugares más recónditos y alejados del jardín, pero no aparecía.

Una hecatombe amenazaba con ocurrir. Mi hermano me lo había encargado mientras él firmaba la documentación para obtener la custodia completa. Había tenido que viajar a la ciudad donde vivía su exesposa y me había hecho prometer, que no lo iba a perder de vista nunca.

Yo estaba obcecada esa mañana con limpiar la cocina que había quedado sucia desde las fiestas de fin de año y la verdad es que la presencia de Mateo con su sinfín de preguntas que no podía contestar me causaba un desasosiego tal que me paralizaba. Cuando me dijo que iba a salir al jardín, respiré aliviada. No contaba con que mi hermano iba a llamar y preguntar por él y pedir que lo pasara al teléfono. Como pude, salí del paso diciendo que estaba en el baño. Mi hermano se ocupó y dijo que lo llamaría después. Yo estaba aterrada esperando que Mateo apareciera antes de que mi hermano volviera a llamar.

Con lo curioso que era Mateo, con seguridad lo encontraría flagrante en el cometimiento de alguna travesura, como ya me había ocurrido otras veces.  Era entendible la preocupación de mi hermano, pero yo no podía estar todo el tiempo atrás de mi sobrino. Me parecía un comportamiento muy cicatero de parte de mi excuñada que se desentendiera por completo de su propio hijo, pero con estos días de cuidarlo estaba comenzando a entender sus razones. Realmente era agotador, una perenne preocupación.


CULTO

Suray Annys (Argentina)

 

Un estruendo interrumpió la ablución matutina. Salió y encontró a todos los cenobitas igualmente azorados. A esa hora solo el llamado desde el hipogeo podía interrumpir el rito obligado. Pero el temblor se repitió y venía desde lo alto. Un nubarrón caliginoso cubría toda la bóveda celeste. No era una tormenta común. El día se oscureció con una tonalidad verdosa, rayos violetas formaban un tejido cambiante en el cielo plomizo.

Ante el flagrante estupor, una esfera luminosa, comenzó a descender en el centro del territorio sagrado. Al tocar el suelo se disolvió y pudieron ver una mujer de exorbitante belleza.

—Me llamo Ataraxia. Desde hoy olvidarán su antiguo credo y solo me adorarán a mí.

Los hombres se miraron entre sí, abuhados por una especie de indefinible pudor.

Esa acendrada comunidad de monjes se vio sumergida en una hecatombe espiritual. Se arrodillaron llorando y se postraron frente a la deidad. La condujeron al hipogeo y la coronaron en el trono de los muertos.

El nuevo credo basado en la limerencia transformó a los religiosos en nefelibatas.

Nació de ese modo el culto vesánico de la muerte. En lo más recóndito de nuestro ADN existe la obcecada creencia de que sólo el amor al prójimo puede salvarnos de ella. 


UN INCONVENIENTE

Cristian Mitelman (Argentina)

 

—Hay un regalo para vos arriba —le dijo su padre, mientras que la madre la miraba sonriendo con un gesto de alegre complicidad.

Ella fue subiendo alborozada la escalera. Pensó en la muñeca, en la muñeca soñada tantas noches, con sus mejillas sonrosadas y el cutis de mármol.

Antes de llegar a la habitación se detuvo.

Recordó.

No tenía padres.


ALEA JACTA EST

João Ventura (Portugal)

 

Cuando Gilberto se libró del accidente aéreo porque, casi en el último momento, pospuso su viaje, sólo sintió una sensación de alivio.

Al final de la fiesta de fin de año de la oficina, decidió coger un Uber en lugar de aceptar que le llevara un compañero. Al día siguiente se enteró de que el vehículo había volcado y los cuatro compañeros que viajaban en él no habían sobrevivido.

El atentado terrorista en el Centro Comercial no le afectó porque decidió tomar una ruta alternativa que retrasó su viaje al lugar del atentado más de 20 minutos.

Ante esta sucesión de casi accidentes, Gilberto se convenció a si mismo de que era un hombre con suerte. Y cuando vio que la empresa "Rutas con Riesgo" publicitaba un viaje al volcán que acababa de entrar en actividad en el Pacífico, se apuntó.

 

En un universo paralelo, Yfgfh y Wknkr jugaban a un juego de una complejidad que escapa a nuestra comprensión, pero que desde el punto de vista de la presente narrativa puede equipararse a una partida de dados.

Yfgfh había anotado 12 puntos en varias tiradas seguidas y estaba radiante. Era el turno de Wknkr de lanzar. Invocó a las entidades cósmicas que reverenciaba y lanzó los dados. Cuando dejaron de rodar, el resultado fue un magnífico 12.

El aura de Yfgfh perdió de repente su brillo. Sin embargo, con uno de sus tres apéndices manipuladores, cogió los dados y los lanzó. El resultado fue un miserable 2.

 

El barco "Rutas con riesgo" navegaba a la vista de la isla donde el volcán seguía escupiendo fuego y ceniza a la atmósfera. Los pasajeros filmaban y fotografiaban el volcán activo, y algunos de ellos enviaban las imágenes a las redes sociales.

De repente, un enorme fragmento de escoria salió despedido del volcán y cayó al agua a unas decenas de metros de la embarcación, provocando una gigantesca ola que barrió la cubierta, arrastrando por la borda a algunos de los pasajeros. Un segundo fragmento, más grande que el primero, golpeó directamente al barco, que se partió por la mitad y se hundió en menos de un minuto. No hubo supervivientes.


EL ASISTENTE

Joyce Barker  (Chile)

 

Todo se veía borroso, y los dos caminos parecían indicar la ruta correcta. Cuando uno de ellos se inclinaba hacia arriba, el otro hacia abajo. La persona que la acompañaba insistía en que eligiera qué camino seguir:

—¡No quiero decidir! Ninguno me da confianza, mejor vuelo y los veo desde arriba.

—No puedes hacer eso en este sueño. Decide ya. Te quedan pocos minutos para despertar —respondió la otra persona.

—No. No debo hacer nada que no quiera.

—¿Me estás desafiando? Entonces no podrás encontrar la respuesta.

—¡Pero si no he preguntado nada!

—Está bien, Clara. Ya has decidido no decidir. Como asistente onírico voy a tener que…

—¿Clara? Me llamo María.

—¿Qué? ¿Estás segura?

—¡Por supuesto! Qué pregunta más tonta… y ahora, ¿qué haremos?

—‘Nosotros’ no haremos nada. Yo tengo que ir al sueño de Clara. Debe estar histérica parada en la mitad del desierto, no se le va a ocurrir nada, y despertará angustiada. Obviamente no se acordará del sueño. Nunca se acuerda.

—¿De qué se trata su sueño? Estos caminos…

—Es una escena de una película que vio en la tarde.

—¿Acaso es una niña?

—No. Es una entusiasta sin imaginación. Pero se cree genial.

—Qué loca.

—Sí, en un mal sentido. Clara no es de ese tipo de locos geniales.

—¿Y por qué la asistes, entonces? ¿No se supone que debes ayudar sólo a los que se acuerdan de sus sueños?

—¿Cómo supiste eso?

—Me lo dijo otro asistente onírico… hace tiempo.

—¡No debió decirte eso! Voy a tener que acusarlo. ¿Cómo se llama?

—Eso da lo mismo. Cuéntame por qué la asistes si no le corresponde.

—Bueno, a veces las necesidades te llevan a hacer actos que no…

—¡Vendido!

—Si lo quieres ver así…


LA BOLSA 

DE PANTALÓN VAQUERO

Hernán Bortondello (Argentina)

 

No puedo decir si la bolsa existió o es un recuerdo mitológico de la niñez. A veces la entreveo, difusa entre las tinieblas de mi desastrosa memoria, teñida con el incierto celeste de los jeans muy usados. Creo que la había confeccionado mamá con viejos pantalones de papá. Le cosió siluetas con retazos de telas llamativas. Estrellas, medialunas, soles. Era grande, o al menos yo la veía así, y determinaría una de mis primeras responsabilidades. Era el fin de los juguetes desparramados y de mis tiempos de anarquía absoluta. “¡Todos los chiches en la bolsa, Pichi! Si no, los saco a la calle para que se los lleven los chicos pobres”. Los chicos pobres... Sin saberlo, esa amenaza despertaba en mí un ciego odio de clases. En fin, hoy la llamaríamos la bolsa de jeans, pero siendo fiel, en aquel entonces conocíamos pocas palabras en inglés. Nuestros amados jeans eran los “pantalones vaquero” o los “Far West”, por una marca emblemática en la Argentina de los sesenta. ¡Los Far West! Dios, qué recuerdos, los Far West…

Por todo esto, a la medio recordada, medio inventada, la llamaré por siempre “La Bolsa de Pantalón Vaquero”. Y ni una palabra más.


ROLES

María Elena Rodríguez (Uruguay)

 

Desde pequeña supo que no quería ser Sofía. No le gustaban las muñecas, ni las rondas, ni las rimas de sorteo; las conversaciones de sus compañeras la aburrían. Le encantaba trepar a los árboles, jugar “picaditos” con los chicos del barrio y hasta el boxeo. A los quince años descubrió que se había enamorado de su mejor amiga, pero no como mujer sino con amor de hombre. Entonces se dio cuenta que no era la chica que todos veían, se sentía varón.

A partir de ahí se integró a comunidades de otras personas que estaban en la misma situación, se encontró entre sus iguales y tomó la decisión de cambiar de género.

El proceso fue lento y con etapas difíciles, pero exitoso. Luego de tratamientos hormonales y tres cirugías su cuerpo era el que siempre había soñado.

Sofía quedó en el pasado, solo en algunas fotos que guardó su madre. Ahora todos le llamaban Gastón.

 Amaba afeitarse todas las mañanas, mirar sus pectorales y sus bíceps desarrollados, amaba ser hombre y más que nada amaba a Amalia, que se había convertido en su compañera de vida.

Juntos construyeron un futuro y una familia. Era un sueño de la infancia hecho realidad para Gastón; se sentía afortunado.

Ya había cumplido sesenta y cinco cuando comenzó a olvidar hechos cotidianos, luego el nombre de los objetos.

—Es normal, Gastón —le dijo Amalia—, es la edad.

Él la miró con asombro:

—¿Gastón? ¿Quién es Gastón? ¿Por qué me llamas así? Soy Sofía.


EN CARNE PROPIA

Itzel Alejandra Flores García (México)

 

Ella se fue arrancando las escamas que le dolían tanto. Esas escamas que habían cambiado de color, que habían cambiado de olor y de tamaño. Ya no eran las escamas que la habían vestido tanto tiempo haciéndola lucir hermosa y protectora, no. Esas escamas se habían ido resquebrajando y mutando en otra cosa que le ardía el cuerpo. No podía tenerlas más y por eso es que con sus garras las jalaba, aunque se arañaba, se iba pelando cada centímetro de la piel y así por unas horas más hasta que quedó completamente desollada, en carne viva, boca arriba sin saber qué hacer con esa desnudez quemante.

Las escamas se secaron segundos después, se hicieron polvo y unos minutos más tarde, ya no existían.

Ella lloró y lloró; no veía el momento en que el cuerpo dejaría de dolerle, aunque sabía que, si las hubiera dejado ahí, las escamas la habrían envenenado. Lo único que le quedaba era soportar y así lo hizo.

A la mañana siguiente salió y se deslizó triunfante por la arena. Su lengua, por muy viperina, nunca podría contar su calvario a las demás.


CAMINOS PARALELOS

Oscar De los Ríos (Argentina)


Dos caminos que corren paralelos y, como la vida y la muerte, llegan a un mismo destino; una arboleda los separa. Ambos terminan en la cerca de mi casa. Así recuerdo mi niñez, los nudillos en la puerta y la sonrisa de mi madre al atender. Nudillos que un día se despellejaron sin que la sonrisa apareciera. Recuerdo la primera vez que me paré delante de estás sendas, y el olor fresco de la gramínea recién cortada; mi padre sostenía mi mano y muy serio, me dijo:

—Solo uno puedes escoger para salir o volver a la casa, toda la vida debes transitar el mismo, es una tradición familiar que nadie puede explicar y, sin embargo, todos la han respetado desde tiempo inmemorial. 

Y así lo hice, jamás, ni siquiera una vez, tomé el camino que se abría a la derecha de la puerta de mi casa. Los años pasaron y nunca me cuestioné esta decisión. Hoy las canas cubren mi cabeza y siento la necesidad de romper la tradición familiar. Me aterra la idea de recorrer el camino de la derecha, apenas doy un paso y mis piernas se paralizan... ¡ya estoy en él!

El sol reverbera sobre mi cabeza y el viento susurra entre las hojas qué, como mil lenguas, me gritan una advertencia. Sin embargo, nada extraño ocurre. A medida que avanzo veo pasar mi vida en retrospectiva por el camino que siempre transité. Al llegar al final arribo a la puerta de mi casa. Mis nudillos se estrellan contra esta y mi corazón desbocado solo se aquieta al percibir, tras la puerta abierta, la sonrisa de mi madre.


EL ILUSIONISTA

Patricio G. Bazán (Argentina)

 

Un impecable caballero de frac y galera, sentado en compañía de su aburrimiento, se cubría el rostro con las manos, incapaz de soportar un segundo más el espectáculo. Una joven bailarina cantaba y se contorsionaba impúdicamente al ritmo de una chirriante versión de “Lili Marleen”.

Bei der Laterne woll'n wir steh'n, Wie einst Lili Marleen…

—¡Basta! 

Un pase de manos del hombre, y chica y canción se esfumaron como por ensalmo.

—Cada vez peor… Necesito crear algo diferente… —barbotó.

Se paseó arriba y abajo por la habitación, repasando mentalmente sus últimos golpes de efecto. ¿Qué le faltaba por inventar?

A medida que se concentraba más y más, sus pensamientos se corporizaban en forma de una neblina azulada que crecía en densidad. Finalmente, con un “¡plop!” bastante desafinado, se materializó una figura humana, tan parecida al propio ilusionista que lo dejó perplejo.

Se acercó para examinarlo mejor, tarea que fue mimada por el doble a la perfección. Uno era el otro a cada lado del espejo.

—Asombroso… —susurraron con admiración.

El ilusionista agitó los brazos, bailó unos pasos de can-can, cacareó como una gallina e incluso simuló poner un huevo, siempre con un ojo puesto en su doble, atento al menor fallo. Pero la duplicación resultaba impecable, salvo por el detalle de la inversión especular.

—¡El número perfecto! —exclamaron al unísono.

La sensación de burla enfrió su entusiasmo. Comenzaba a fastidiarse de ese impostor tan implacablemente fiel.

—¡Vete! —exclamaron tras una serie de pases mágicos.

Ambos permanecieron observándose con perplejidad.

Patearon en suelo, frustrados. Se echaron, amenazaron con un puño, maldijeron, agotaron el escaso repertorio de palabrotas que conocían (culpa de una buena educación victoriana); se burlaron, lloraron, suplicaron, pero el otro siempre permanecía enfrente. Derrotados, tras limpiarse los mocos y arreglarse las ropas, decidieron confundirse en un fraternal abrazo.

La violenta explosión resultante del encuentro entre el ilusionista y el anti-ilusionista despertó a todos los vecinos del barrio, que acudieron presurosos y a medio vestir a contemplar el desastre.


LA ESPERA

Erica Echilley (Argentina)

 

Llueve. Londres siempre fue el peor lugar para unas vacaciones en otoño, pensó. Él bajó del auto. Sacó el paraguas y se aproximó parsimonioso hasta la entrada de la casa. La fachada antigua, el techo a dos aguas y las tejas terracota. Todo había sido devorado por los dientes de Cronos. Las enredaderas inefables se abrazaron a las ventanas, a las puertas, a las columnas y, en definitiva, a los recuerdos de la infancia. Esto es lo que sucede cuando uno no pone límites, murmuró para sus adentros y abrió el pequeño portón que lo separaba de la entrada. Se detuvo antes de dar el siguiente paso. Las llaves bailaron en el bolsillo de su sobretodo, sus manos nerviosas no condecían con lo apacible de su andar. Las mariposas se revolcaron en sus entrañas y querían escapar por su pecho. Así se debía sentir la euforia de volver al lugar donde había conocido la felicidad.

Giró la llave. El ruido estrepitoso del rechinar de la puerta irrumpió en la solemnidad del salón. Las telarañas se erigían como guirnaldas desde los techos. ¡Bienvenido, mi vida!, se escuchó de pronto y la frase hizo eco en su cabeza. La expresión de sorpresa se transfiguró en sus ojos. Ella estaba sentada a la luz tenue de un velador cubierto de polvo. Soportó la espera durante las interminables noches, porque sabía que vendría. Era imposible que no lo hiciera. Los asesinos siempre vuelven a la escena del crimen.



KENT

Maritza Elizabeth Macías Mosquera (Chile)

 

Él las elegía. Ellas, ignorantes, jamás se percataron. Caminaban sinuosas por las calles de la ciudad, elegantes, deportivas, casuales, de todas las modas posibles. Su técnica era sencilla, las vigilaba a una distancia prudente y, cada vez que sucedía, cambiaba su estilo de vestir, las gafas y sombrero si los usaba. La policía encontró un hilo conductor en esta investigación: todos los cadáveres eran altas, con un cuerpo similar a la muñeca Barbie y con un vestido idéntico al de la foto de la mencionada muñeca que dejaba a su lado.


EL LENGUAJE GENERA REALIDAD

Luciano Lara (Argentina)


 —Te amo —dijo ella. De inmediato trabé los dientes para reprimir la respuesta; llevaba semanas preparándome para ello.

La miré, no pude evitarlo; tampoco pude disimular la sonrisa que ella acompañó con un gesto de complicidad. La sensación de fracaso estratégico se disipó de repente junto con mis arrugas, mi desgano y mi falta de deseo.

Abrí los ojos y me levanté casi de un salto, pero el espejo del baño me recibió frío y solo; con la misma imagen de siempre.

El lenguaje genera realidad, pensé; el silencio también.



MALAS NOTICIAS

Rafael Martínez Liriano (República Dominicana)

 

—¿Dónde está Adriana que hace rato no la veo?

—Mamá murió hace tres años, papá —dijo Marcela con la voz cortada por el sentimiento.

El anciano quedó paralizado por la noticia, se llevó las manos a la cara buscando detener o por lo menos ocultar sus lágrimas al mundo.

Marcela sufría al tener que dar tan terrible noticia a su padre ya anciano, decirle que una parte de su vida ya no estaba. Y sufría aún más al tener que repetir la escena tres o cuatro veces al día debido a los problemas de memoria que de a poco tomaba lo más valioso en la vida del ser humano, sus recuerdos.



EX-CRITOR

Javier López (España)

 

Cuando dejé de escribir hice felices a muchas personas.

Los críticos se sintieron aliviados por no tener que leer mis textos para hacer sus reseñas en el semanario dominical. Nunca entendían lo que quería decir, e interpretarlo les suponía un esfuerzo extra, acostumbrados a trabajar poco y cobrar bastante.

Mi esposa es quizá la que más lo celebró. Se terminaron los días y las noches encerrado en la biblioteca, desatendiendo a mis hijos, de los que llegaba incluso a confundir sus nombres y, por supuesto, a olvidar las fechas de sus cumpleaños.

Pero como dicen, nunca llueve a gusto de todos. Y se me cae el alma a los pies cada vez que entro en la biblioteca y veo a los que fueron mis personajes apilados en un rincón, empequeñecidos, inexpresivos y con la cabeza gacha, esperando a que vuelva algún día a apoyar el lápiz sobre el papel.

 

PALABROTAS

Sergio Gaut vel Hartman

 

Tomar café con Antonio es casi lo mismo que trabajar ocho horas en un sótano. Pero no porque Antonio sea un mal tipo, en absoluto. Quiero a Antonio como si fuera mi hermano, lo quiero más que a mi hermano, que es un tipo egoísta y obcecado. El problema con Antonio es su acendrada costumbre de utilizar palabras rebuscadas y obsoletas que recoge por aquí y por allá y colecciona con la obsesiva persistencia de un maníaco. Hoy, sin ir más lejos, mientras tomábamos café en el Sócrates que está a la vuelta de mi casa, lanzó una de sus rimbombantes y vesánicas sentencias.

—No logro comprender tu ataraxia —comentó—. Estamos en medio de una hecatombe y tu única defensa es que debemos ser resilientes. Podría entenderlo si fueras un cenobita o si pertenecieras a un grupo esotérico que explica la realidad a través de la nesciencia y otras obscenidades por el estilo, dignas de terraplanistas, negadores seriales y aficionados a los axiomas absurdos. Pero un agibílibus, ¡por favor!

—¡Yo no soy eso! —protesté—. ¿Un agibílibus? ¿De dónde lo sacaste?

—Un agibílibus es un sujeto hábil, ingenioso, a veces hasta pícaro, para desenvolverse en la vida.

—¡Ah, bueno! —consentí.

—Sé que en lo más recóndito de tu corazón habita un filósofo, la clase de persona que tratará de vivir de acuerdo con sus normas, sin permitir que la realidad externa lo afecte. Pero ¿has dejado de leer los diarios, de ver la televisión? ¡Todo se desmorona, mi amigo! La quimera de un mundo mejor, que abrigamos en nuestra juventud, ha sido demolida por los descerebrados, los fascistas, los miserables, los consumistas, los caliginosos…

—¡Suficiente! —exclamé—. No tengo ganas de padecer las invectivas de un gárrulo.

—¿De un qué? La anoto. Te juro que esa no la tenía.


 

 

 

 

 

 


miércoles, 8 de enero de 2025

ESPECIAL MICROFICCIONES (NUEVE)

 



EL ESTOFADO Y EL CONTAGIO

Itzel Alejandra Flores García (México)

 

Había una vez una pequeña cocinera que vivía en una ciudad China. Dicen que parecía una niña y que servía a diario estofados de aromas deliciosos en el mercado del centro de la ciudad. Sus manos, carentes de lozanía, alborotaban la curiosidad de los comensales, quienes se preguntaban por la edad de la cocinera. Ella preparaba los especímenes que conseguía para cada día, los cuales eran, en su mayoría, pequeños roedores que al ser degustados, se sentían tan suaves como las aves que se servían en lujosos banquetes.

Diariamente, a la una de la tarde, la cocinera ofrecía decenas de platos de esa comida exquisita y siempre le preguntaban el secreto de su sazón. Ella guardaba silencio, pero miraba sonriente; todos quedaban satisfechos.

Aquella ocasión, la pequeña seleccionó una especie alada que había capturado la madrugada anterior en el túnel de gusano al que solía acudir para cazar. Era una costumbre que su familia le había enseñado desde que habitaban su otro planeta, el destruido. Se necesitaba espacio para que los demás llegaran a habitar este. El momento de la sustitución había llegado. La cocinera de Wuhan sirvió el estofado y los de siempre llegaban para comerlo; después, la epidemia.



EL ÁRBOL SIN AMIGOS

Marcela Iglesias (Ecuador)

 

—Mami, mami

—¿Qué pasó hijito?

—El miércoles nos van a llevar en bus al “árbol sin amigos”

—¿Árbol sin amigos?

—Siiii mami, ese que queda en esa montaña que se ve por la casa de la abuelita

—Aaaaah, el “árbol solitario”. Sí, está al noroccidente de la casa de la abuelita. Es un quishuar, el árbol de la vida. Sea invierno o verano siempre está verde.  En mis épocas de niña íbamos a pie, ¿cómo que los van a llevar en bus? Que yo sepa no hay camino para buses. Ya voy a averiguar bien

Minutos más tarde

—No hijito, en bus los van a llevar hasta la parte de abajo del cerro.  Les toca subir a pie.

—Ay no mami, ni que fuéramos llamas para subir semejante altura. Mejor me quedo jugando con mis carritos de metal.



FULGOR SURREALISTA

Maritza Macias Mosquera (Chile)

 

—Corre esas cortinas para que entre sol —solicitó Hanz a su asistente—. Se agradecen esos ratitos en invierno.

—¿Cuáles, las blancas o las burdeo? —consultó Path.

—Ambas —le ordenó, desde su silla de ruedas—, así entra todo el calor posible.

Path, las descorrió una por una desde el tubo de fierro forjado que las sostenían.

Cada semana Path lo asistía de lunes a viernes, eran los días en que Hanz disfrutaba. Podía hablar con él de cualquier tema sin inconvenientes.

Se acercaron al ventanal a observar el paisaje campestre en el  día primaveral que había amanecido.

—¿Qué es eso que reluce tanto en el cielo? —pregunto Hanz. Path se acercó bien al ventanal y vio aquella nave color plata, de forma ovalada pero que se asemejaba más a un pepino que a otra cosa y que se trasladaba de sur a norte. Ambos se taparon los ojos, el destello era muy molesto. Pero al abrir de nuevo los ojos, ya no había nada de la nave en el cielo. En segundos el cielo se ensombreció y luego todo volvió a la normalidad.

Ambos se miraron absolutamente sorprendidos al ver cómo Micky, el perro de la casa, les extendía la mano y los saludaba llamándolos por su nombre.



GLOBOS DE COLORES

Oscar De Los Ríos (Argentina)

 

Todas las tardes, el payaso, con su amabilidad y una sonrisa melancólica, empujaba su carro de hierro forjado hasta el centro de la plaza. Un martes de invierno, bajo un cielo gris plomo, desplegaba una nube de globos de colores. Y realizaba su acto de mimo, creyendo que de esta forma alegrar a chicos y grandes.

El día que ella, con su cabello dorado como el trigo, desapareció rumbo al sur sin dejar rastro, busqué consuelo en su acto. Me acerqué al payaso y le dije:

—Ella es hermosa y etérea como uno de esos globos de colores.

—¿Sería el lila, o tal vez rojo…? —me preguntó el payaso.

—Podría ser cualquier color… o todos los colores.

Sabiendo que lo que iba a hacer era un acto irracional y sin sentido, me decidí a comprarle todos los globos al payaso. Convencido de que, haciendo esto, ella volvería.

Una inmensa sonrisa iluminó el rostro del payaso, y tomando una enorme aguja plateada, comenzó a reventar los globos. Al explotar el último, me miró como diciéndome: todo recuerdo es sufrimiento.

Es por eso que estrangulé al payaso y no por el odio natural que estos seres provocan en niños y adultos.



LA MICROFICCIÓN

João Ventura (Portugal)

 

Leonardo estaba en la playa un domingo de invierno y miraba el mar hacia el este. El cielo estaba rojo, como suele ocurrir antes del anochecer. Con un silbido llamó al perro, que jugaba en la arena. Lo hizo subir al auto, se puso al volante y se dirigió hacia la Tienda de las Palabras. Necesitaba comprar algunas para la microficción que quería escribir, pero de repente recordó que no tenía una lista de lo que necesitaba consigo. La había dejado sobre la mesa de la cocina, junto a las patatas, las zanahorias y la col que había traído del mercado.

Aburrido, se desvió de la ruta prevista y se dirigió a su casa. Cuando entró, fue directo a la cocina y allí estaba la lista. Descubrió que sólo le faltaba una palabra para "metal".

Empezó a preparar la cena. Tomó el cuchillo con hoja de titanio y sobre la mesa de acero inoxidable comenzó a cortar las verduras. Puso la cacerola con agua al fuego, añadió las verduras, sal y pimienta, un poco de aceite de oliva y ajustó el quemador.

Mientras hacía la sopa, tomó papel y lápiz y se sentó a escribir la microficción.



LAS PUERTAS DEL OTOÑO

Juan Carlos Aguilar (Venezuela/Canada)

 

Al sur de la Ciudad Santuario, cada cien años, en el primer domingo, luego del equinoccio de otoño, se congregan peregrinos ante las Puertas del otoño, dos gigantescas hojas de bronce labradas en una época perdida en la bruma del tiempo. Las rocas circundantes, cubiertas de líquenes ocres, dan la impresión de que el bosque entero llama a la devoción. El honor pertenece a un anciano que conduce una caravana de burros, cargada con sacos de bilvas.

La tradición cuenta que quien cruce esas puertas con una ofrenda, bajo el resplandor matinal, recibirá una revelación. Con paso tembloroso, el anciano avanza. Las puertas se abren sin crujir, y él atraviesa el umbral. Los peregrinos aguardan con expectación… pero el anciano no regresa. Ni siquiera se le oye gritar. Al asomarse, hallan el paisaje intacto, sin rastro de él ni de los animales. Queda únicamente un olor dulce, como de flores marchitas. Su destino se adivina en un silencio que parece masticar la realidad desde el otro lado.



EXCURSIÓN

Myriam Goluboff (Argentina/España)

 

Era un domingo de primavera. El azul de los jacarandás en flor alegraba la calle. Salimos, toda la familia, incluidos los dos perros, en nuestra camioneta verde adornada con dibujos en blanco y rojo, preparada para estas aventuras. Enfilamos hacia el norte. El paisaje iba cambiando a medida que avanzábamos. La carretera, al principio con hileras de casas que la flanqueaban, iba tomando otro carácter, con campos cultivados de maíz y zonas de bosque de pinos. A lo lejos, veíamos la mancha azul del río al que queríamos llegar, para armar nuestras carpas y disfrutar del clásico concurso de pesca que alegraba nuestra vida familiar.



MERRA

Suray Annys (Argentina)

 

Rem despertó congelado La helada, sexta estación climática de Merra termina en albur la estación clara. Esta derrite los glaciares que cubren el suelo azul seis danzas lunares más tarde.

Se puso su traje de rop. Un gran animal, de cuero ligero, abrigado, impermeable y ultrarresistente.

Debía apurarse. El deslizador temporoespacial zarparía dejándolo todo un rotom en este planeta vertiginoso. La luz de los soles en el cenit encandilaba. Debía proteger los ojos con lentes de un metal translúcido y flexible, extraído del interior de unas algas marinas. Las masas continentales se desplazaban en el océano global. El astro Nur, estático, marcaba el Nor. De frente a este, hacia atrás y a los lados los otros 5 puntos orientadores. Era terrícola explorador. Los Merros le habían proporcionado lo necesario incluido un traductor interespacial.  Regresaría… en casa lo esperaba ella. Corrió pero al llegar el deslizador no estaba. Pregunto a un merro que vio en las inmediaciones.

—Salió anteayer —le dijo este.

—¿Pero cómo, hoy no es shaske?

—No, señor, shaske fue anteayer, ayer fue naske y hoy es taske.

Volvió al refugio llorando. Un rotom equivalía a cincuenta años humanos. Ya no vería nunca más a su amor.



PROTECCIONES

Hernán Bortondello (Argentina)

 

Habían pasado cuatro años desde el lunes de otoño en que comenzara a trabajar en la pequeña oficina ubicada en la propiedad de la suegra de mi empleador, al norte de la ciudad.

La puerta de rejas de hierro con la que se accedía al jardín delantero del chalet, la misma que ahora estoy abriendo como todas las mañanas a las 8:30, tenía cubierta la parte inferior con acrílico transparente. Mientras vuelvo a cerrarla sonrío al recordar que el motivo de esto último sólo lo supe varios meses después de mi primer día de trabajo.

Sentado en mi silla giratoria frente al monitor de mi pc había escuchado sonar el timbre. Al asomarme a la ventana que daba a la calle pude observar a un joven cartero montado en su bicicleta esperando ser atendido. Fue entonces cuando un bulto negro de unos treinta centímetros de altura arremetió como un rayo, tumbando a su paso la maceta de un helecho y estrellándose brutalmente contra los barrotes. De no haber estado la barrera plástica el furioso bulldog francés, mascota de la dueña de casa, se hubiese destrozado el hocico contra el metal.

Mientras introduzco un algoritmo por teclado rememoro mi juventud y medito. De no haberme detenido los muros de mis padres yo hubiese chocado con entusiasmo contra el arte, y, hoy, en vez de un aburrido analista de sistemas sería el artista plástico que sigue esperando en mí.



UN TERRÍCOLA EN KARKADIA

Víctor Lowenstein (Argentina)

 

Despertó con la resaca propia del domingo, sin recordar dónde estaba. Veía todo color violeta. Se levantó a tientas, tropezó con un perro de dos hocicos y consiguió llegar hasta una puerta de metal fosforescente, y abrirla. Salió a una calle extraña, desorientado y aturdido. Alguien pasaba; un humanoide de orejas puntiagudas que soltaba un aroma a coliflor hervido…

—¿Sabe dónde estoy? —inquirió el hombre.

—Bennder, capital de Nubveb, norte de Zsiatron. Planeta Karkadia. Terrícola, ¿verdad? Mejor desabríguese un poco; estamos en pleno Sumor, verano Karkadiano. Está usted bien lejos de casa. Mejor acompáñeme hasta una estación espacial; veremos si hay alguna nave con vuelo a la Tierra… no hay muchos viajes allí. No se ofenda, pocos quieren ir a un planeta tan primitivo, con tantos astronautas aficionados al licor karkadiano…



EL ÚLTIMO JUEVES DEL OTOÑO

GPT Chat (Sin nacionalidad)

 

El jueves al sur de la ciudad tenía un aire diferente. El cielo, teñido de un gris plomizo, presagiaba una tormenta. Sara caminaba junto a su perro, un pastor belga negro que tironeaba de la correa, ansioso por explorar.

A lo lejos, el chirrido metálico de un tranvía rompía la calma. Sara subió al vehículo con el perro y un pequeño saco de semillas de girasol bajo el brazo, regalo de una anciana que había conocido en el mercado. Los pasajeros guardaban silencio, como si el otoño los envolviera en un letargo inevitable.

Al bajar, la lluvia comenzaba a caer en finas agujas de plata. En un claro del parque, Sara dejó que el perro corriera mientras ella esparcía las semillas en la tierra húmeda. Sabía que no viviría para ver el girasol que naciera, pero le consolaba imaginarlo dorado y orgulloso bajo un sol futuro.

El pastor belga ladró, celebrando la vida aún en medio del ocaso de la estación. El sur, el jueves, el otoño: todo parecía confluir para recordarle que incluso en el final hay un comienzo latente.



DOSCIENTAS PALABRAS

Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)

 

Sonó un silbato de locomotora y esa fue la señal: teníamos una oportunidad de escapar, hacia el norte, seguramente. Se lo dije a Marty.

—La vía férrea está cerca. Huyamos.

Marty se encogió de hombros y pronunció una de esas frases desconcertantes que tanto me molestan.

—Se supone que el violeta es el color de moda para este otoño.

Siempre se las arreglaba para irritarme, pero decidí seguirle la corriente, y del modo más literal posible.

—Galvani descubrió la corriente eléctrica cuando estudiaba el sistema nervioso de las ranas.

—¿De qué estás hablando? —dijo Marty—. Te planteo un problema concreto y tu respuesta es una extravagancia.

Ese fue el momento elegido por Rosamunda para entrar en escena.

—El sábado partimos hacia nuestras propiedades en la Riviera francesa, ¿no es maravilloso?

Busqué algo con qué golpearle la cabeza; unas semanas más de confinamiento no serían gran cosa. Sobre un pedestal de hierro forjado, delante de la reja, había una sopera con forma de hoja de lechuga. Sería suficiente para atontarla, pero no iba a matarla.

—¿Qué hiciste? —exclamó Marty.

Me encogí de hombros. De todos modos era la hora en que Blondina, la maldita enfermera italiana, llegaba con las pastillas.

 

 

 

 


ESPECIAL MICROFICCIONES (DIEZ)

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