viernes, 31 de enero de 2025

1957

 

Erica Echilley

 

La colisión se hacía inminente. Intenté aferrarme al asiento, pero las llamas no dejaban nada a su paso. Mi cara solo devolvía la expresión del horror. No iba a salir con vida del fuego que se acercaba y devoraba todo a su andar. Voy a morir pensé, mientras mi pecho bombeaba tan rápido que parecía abandonar mi tórax. Y de pronto una explosión, las partículas de escombros se aproximaban hacia mi retina. Grité y me cubrí el rostro. La brusquedad del movimiento me despertó de mi trance. Mi cuerpo se mecía por el breve oleaje del mar en el que estaba nadando. De cara al cielo, observé la quietud abúlica del día despejado y suspiré. Era otra de esas pesadillas. “Hay que dar gracias por lo que tenemos”, me decía mi madre cuando era pequeña. Por eso, siempre agradecía poder escapar de la hiperproductividad de la oficina y entregarme al placer inigualable de nadar en el Caribe.

Las playas paradisíacas de Punta Cana se reflejaban en mis pupilas azules que se confundían con la tonalidad del agua. Me mecía con los brazos extendidos apuntando mi rostro hacia el camino de las aves. La preocupación solo se hacía carne en mí cuando volvía a volar. Odiaba volar. Odiaba las turbulencias sorpresivas de esos baches en el aire, hasta que aterrizaba en el aeropuerto y me olvidaba de mis pensamientos derrotistas. Tenía vértigo de morir. Así se lo definía a mi psicóloga cada vez que nos veíamos y le contaba sobre mis ataques de pánico cuando volaba. Tenés que vencer tus miedos, me decía con obviedad como un podcast de cualquier psicólogo famoso de turno. Por eso, cuando mis pies tocaban las manos de la madre tierra, daba gracias por un día más de vida, o uno menos. Daba gracias, a veces, a Dios. A veces solo agradecía mirando al celeste ficticio de los cielos.

Mi saco de huesos estaba bronceado. Mi abdomen era un himno a lo bello, pero también al deseo de todas aquellas mujeres a las que les había dicho que no. Las miradas no se dirigían a otro lugar que no fuera a mi inmensidad. Solía caminar con la arena entre mis dedos y sonreír como una rockstar, como si hubiera una cámara mirándome todo el tiempo. Mi postureo exagerado me situaba en la categoría de ególatra, de soberbia, nada más alejado de ser una agradecida. Nunca hay mejor defensa que un buen ataque, pensaba mientras caminaba como si estuviera en una pasarela. Tenía que sobrevivir al mundo, a mis complejos más marcados, tenía que sobrevivir a mis inseguridades y, en definitiva, a todos los fantasmas que yo misma alimentaba. Pero no quería que nadie lo supiera. A eso se debía el postureo, por eso la soberbia.

Ese jueves llovía. El camino de las ballenas estaba más agitado que nunca, pero a mí no me importó. Nadé hasta una cueva llena de corales y me quedé contemplando un punto de fuga en la perspectiva oscura e inhóspita que refractaba la profundidad del lugar. No me percaté de que llovía más fuerte. La cueva se iba llenando cada vez más de agua ante mis ojos curiosos y ambiciosos que querían seguir nadando para ver qué había en el fondo. Parecía el final del túnel. Nunca había pensado en la muerte tanto como en este viaje. ¿Qué habrá más allá del túnel? ¿Qué habrá más allá del sueño eterno? Sorpresivamente, un estruendo ensordecedor me despertó de mis cavilaciones. Cuando quise darme cuenta, el agua de la cueva había subido en segundos. La corriente me llevó hacia adentro. A esa profundidad. Intentaba nadar, pero la inercia del oleaje me succionaba hacia ese punto negro donde la cueva empequeñecía. El terror de mis ojos se transfiguraba en mis piernas que intentaban patear sin éxito y en mis brazos que lanzaban manotazos sin sentido. De pronto, vi a mi madre, a mi padre, al perro que se había perdido y nunca más volvió. Y vi a mi abuela, y a mi abuelo y a los limoneros en los que solía colgarme en el patio de la casa de mi infancia. Tuve miedo, pero seguramente era otro sueño. Me iba a despertar, pero solo sentía paz. Una paz profunda. Una levedad en el cuerpo. Un silencio sepulcral.

Dicen que el ave de hierro cayó a la deriva con sus hélices consumidas por el fuego. Con su pico besó el mar transparente de las playas del Atlántico. Fue una cuestión de segundos. Su cuerpo metálico e impávido se volvió partículas luego de chocar abruptamente contra los dominios de Poseidón. Los restos del naufragio se mecían entre las olas del mar inexplorado. No hubo sobrevivientes. Nadie del vuelo 1957 llegó a las costas de Punta Cana aquel jueves. Nadie pudo. Yo tampoco.

DETRÁS DE ASTOLFO

Gerardo Horacio Porcayo


Otro de esos días. Primero es el aroma. Los aromas, debería decir; alegres, impertinentes, danzando vaporosos sobre la olla. Si no me gustara tanto ver las burbujas, la agitación de la superficie, creo que jamás volvería a la cocina. Odio el aceite. Las manchas de aceite, la textura del aceite. Por eso prefiero el agua hirviendo. La prefiero cuando está sola, inmaculada. La prefería antes de ponerle las especies. Ahora todo huele a ajos, cebollas, orégano. Y quiero decir todo. Todo, todo. Mis manos, mi cabello, mi vestido...

Es inútil, pero de todas formas le coloco la tapa.

Ahora hay dos sonidos que me acrecientan las náuseas. La tapa en su indeciso ascenso, la tapa vibrando al impulso de esas burbujas que ya no veo reventar. Y el maldito tic-tac del reloj. No sé por qué no he comprado un cronómetro digital. Uno de esos con alarma. Ellos se saben callar cuando no importa el tiempo. Ahora no importa. Tengo el manojo de espaguetis aún en la mano...

El tiempo no importa. No debería ser importante.

Ahora llega otro sonido. Las breves uñas de Astolfo pidiéndome que lo deje entrar; rasguñando una y otra vez la puerta. No sé qué tanto se imagine. O recuerde. Quizás puede verme en su mente, sentada aquí, con los espaguetis en una mano y la otra devastándome el peinado. Una y otra vez.

Quizá es así.

Por la ventana se filtran apagados los sonidos del tráfico, la lenta marcha que también ocurre allá afuera. No sé por qué aún no le abro. A veces es como si me encantara seguir macerándome en esta soledad. O siempre.

Astolfo no tiene puertas de gato. Siempre ha de pedir ayuda. Siempre tratando de franquear las barreras que le pongo. Ahora es peor. Porque sé. Porque sabe.

Me paro a regañadientes y lo dejo pasar. Se aprieta apenas contra mis pantorrillas en una caricia de formulario. A él le interesan los aromas. A mi cada vez me vuelven más loca.

Destapo la olla, dejo caer el puñado de pasta. Y la sensación es semejante a lo que veo, algo hierve esófago abajo, algo que pugna por salir. Me vuelvo a sentar en el banco y sostengo mi cabeza entre las manos. De mi peinado no queda nada y los mechones aumentan las náuseas al rozar mi nariz, al adherirse a toda mi cara.

Astolfo tira la coladera y suicidamente ronda la olla, camina hasta el fregadero. Y se queda ahí, extasiado en su abstracción de gato. Mirando algo que no son las cortinas.

El latir mecánico me hace acudir a su lado. Quizá solo mira el cristal. A veces es así, con sus cosas de gato parece dispuesto a brindar ayuda. Abro la ventana y el aroma no es mejor; solo más frío.

Astolfo se cuela por debajo de la cortina y pierde los iris amarillos en un punto. Uno que está más allá del encaje, de la manija.

Tic-tac. Tic-tac.

Vuelvo a caer en su hechizo. Otra vez estoy tratando de distinguir lo que sus ojos persiguen. La tela es succionada, por efecto del viento, hasta el marco. Y en ese instante los miro. O creo mirarlos.

Astolfo no hace el intento de perseguirlos. Solo se queda ahí como vigilante de piedra, como efigie egipcia, ajeno al tejido que se restriega en su lomo antes de volver a la inmovilidad. Están en el patio, a lo que llaman tiro de piedra. Y Astolfo no les quita de encima los atentos, desmesurados ojos.

Bajo los párpados y cuando los levanto, me extravío en las rayas grises y paralelas de su pelaje. Después busco en la ventana. Siguen ahí y me pregunto si cada vez que Astolfo se pone en esa actitud, los mira a ellos. Cuando estamos en la recámara, cuando leo en la sala o solo espero frente a la tele a que acabe el día.

Destapo el vino, sin dejar de observarlos. Y no lo uso para el espagueti. No he empezado la salsa. Lo tomo directo de la amplia boca. Es frío, dulce y pésimo. Me siento en el banco y masajeo otra vez mi cuero cabelludo.

Tic-tac. Tic-tac.

Media botella y Astolfo se echa atrás, tira el sartén y los grandes tenedores al fregadero. Están casi en la ventana. Y no sé qué hacer.

Me concentro en los músculos felinos, en toda esa estrategia de caza que no ejercita, excepto cuando se meten las cucarachas.

Tic-tac. Tic-tac.

Me pego la botella en la frente. Es tarde. Apenas alcanzo a llegar al fregadero y vomito las tres tazas de café y las pocas galletas que por la mañana pude obligarme a tragar. El aroma es horrible pero más soportable que el guiso.

Miro el reloj. Y destapo la olla sin prisas. Hace mucho que no hay textura al dente. Hace mucho que ese líquido empezó a parecer gelatina.

Apago la hornilla y Astolfo me maúlla con hambre.

Se fueron como llegaron. En el momento en que yo no veía nada.

Suspiro y arrojo el paquete de carne molida, con todo y charola de unicel, al piso. Los gatos no sonríen. Eso dice la gente, pero siempre, en estos momentos, los ojos amarillos parecen hacerlo.

Vacío la olla y dejo que el desastre crezca en el fregadero.

Camino con cansancio y la botella de vino colgando con la mano izquierda.

Basta una tecla para llamar a las pizzas. El largo sonido de enlace, la grabación de espera.

Astolfo sale corriendo de la cocina, se para frente a la puerta, se sienta sobre sus cuartos traseros y pone otra vez esa mirada.

Los cristales son esmerilados, solo translucidos y tampoco me interesa verlos.

No ahora.

No otra vez.

Cuelgo la bocina, justo cuando una señorita trata de atenderme. Sigo bebiendo el poco vino que resta. De cualquier manera no sé para quién cocinaba. Supongo que solo es un pretexto para darle de comer bien a Astolfo.

Repito, no alcanzo a ver nada. Pero los sé afuera. Interminables, imprevisibles.

Y me sé cansada. Demasiado cansada para hacer nada, para incluso arriesgarme a abrir la puerta para recibir comida que apenas pellizcaré. No hay radios lejanas. Solo Astolfo mirándolos.

Y el tic-tac perenne del reloj.


Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

jueves, 30 de enero de 2025

¡AARKH! ¡OORGH!

 

Víctor Lowenstein

 

Moab venía atravesando el extensísimo cenagal dejado por la inundación de todo un continente, el ahora desaparecido Mu. Era un amanecer gélido, y Moab caminaba para no morir de frío y para no dormirse. Cada cataclismo, de los muchos que sucedían en la era arcaica, dejaban hordas de supervivientes cada cual más salvajes e inhumanas; rastros de razas extrañas perseguidas por el hambre, condenadas a un perpetuo nomadismo.

Arropado en su desgarrada túnica, aferrando su hacha de mano a modo de talismán, Moab llegó hasta la estribación rocosa que antecedía un valle despejado. Antes de asomarse a la planicie una criatura alada bajó a posarse en la roca justo frente a él. La miró con curiosidad y algo de miedo. La criatura, no mucho más alta que él, lo doblaba en anchura. La cabeza era como la de un insecto, pero gigante, con fuertes apéndices que sostenían unas enormes alas membranosas. Sus ojos, como dos ópalos iridiscentes se extendían hasta los extremos de esa cabeza córnea, rodeando una especie de trompa con la cual emitía una voz grave y nítida. Evidentemente se trataba de un híbrido de alguna raza inteligente del reino perdido bajo las aguas…

—Soy Ageab, señor de Taris —dijo el ser.

—Taris ya no existe —afirmó secamente Moab.

—Bien lo sé, humano. Desde entonces vago por estos cenagales buscando compañeros de viaje, a fin de establecernos y fundar una nueva colonia.

  Moab miró con desconfianza los ojos iridiscentes.

—¿Acaso no has hallado a nadie aún? Llevo veinte lunas recorriendo este erial…

—Solo hordas de caans, bestias semihumanas que andan a cuatro patas y devoran todo lo que se mueva frente a ellos. Intenté hablarles, pero…

—Debiste huir.

Ageab bajó la cabeza varias veces asintiendo. Luego, mostró al anciano algo que guardaba una de sus membranosas manos. Eran dos pájaros muertos, bien conservados. Moab abrió mucho sus ojos; llevaba tres días sin probar bocado.

—Si gustas, los asaremos allí, en el valle. Llevo yesca en mi bolso.

El anciano aceptó la propuesta, no sin recelo. Acompañó al ser a acampar en una parcela bastante seca, donde con habilidad dispuso una fogata y ensartó las aves en estacas clavadas a la tierra. Se sentaron sobre sendas rocas a esperar, como viejos camaradas. Ageab extrajo algo más de su bolso. Era una inconfundible petaca de licor.

—Conservo este poco de fermento de huesos tártaros. ¿Lo compartimos?

Moab asintió, aún lleno de desconfianza, pues su estómago bramaba por algo que le brindara un poco de calor. Ageab emitió algo parecido a una risa humana al contemplar la expresión del anciano al tragar el espeso fermento. Era bueno, fuerte, pero su cabeza empezaba a dar vueltas y su visión se trastornaba. Veía acercarse a una jauría desde el norte. Veía a su compañero inmóvil. Escuchaba el rumor del viento mezclado con ladridos que eran voces humanas degeneradas por la corrupción en su sangre. Pronto los rodearon. Demasiado pronto. Sus cuerpos cuadrúpedos eran deformes y temblorosos, sus cabezas acababan en hocicos abiertos en fauces llenas de colmillos… Moab intentó fijar su atención en Ageab, inmóvil sobre su roca. Quizá tratara de confundirlos haciéndose el muerto. Así y mareado, el anciano sabía que esa estrategia funcionaba con reptiles, con pájaros, nunca con mamíferos. Podía oler el aliento fétido de las bestias, presentir la inminente matanza de la que sería víctima segura. Antes de cerrar sus ojos en un inaudible rezo, oyó a su eventual compañero murmurar unas palabras conocidas…

“Aarkh…oorgh…”

¿Dónde había escuchado Moab esa letanía? ¿Fue en la guerra de Bóreas, durante el equinoccio? ¿O en la revuelta de la frontera de Mu? En cualquier caso era una voz marcial, una voz rememorada entre tambores de batalla… al volver a oírla luego de tanto tiempo, llevó su mano al mango del hacha por pura intuición, por puro miedo de morir… Aarkh oorgh era el grito de guerra de los soldados del reino de Taris. Su canto de triunfo contra el imperio tártaro.

Apenas fue capaz de separar los párpados para ver a Ageab elevarse sobre sus alas craneales desplegando su voluminoso ser por encima de la fogata donde dos aves muertas se incineraban rodeadas por un azorado anciano y una veintena de perros mutantes ladrando enloquecidamente… el espectáculo fascinaba al antiguo señor de Taris, que reía agitando sus membranosas alas, hasta que un dolor inesperado le abrazó la pantorrilla. La pupila del iridiscente ojo izquierdo descendió hasta ver el filo del hacha clavado dentro de la musculatura de su pierna. Ah, pero qué buen lanzador era ese anciano… casi no podía mantener el equilibrio… y el olor de la sangre excitaba las fieras abajo... hacia donde el alado ser se precipitaba sin remedio. El dolor de la caída resultó inferior al del hierro del hacha siendo arrancada de su pierna. Ahora le tocaba a él oler el aliento de la jauría y ver los colmillos cerca de su cara.  

Bastaba una señal. El anciano parecía estar preparándola. Al guardar el hacha en el cinto de su túnica y recoger las aves quemadas y dirigir una última mirada al señor de Taris, derribado sobre la rala hierba y aguardando la sentencia del destino, en la voz de Moab, quien pronunció aquella recordada voz de guerra:

¡AARKH! ¡OORGH!

Los caans supieron recordar, desde los fondos de su antigua memoria, aquella orden militar, olisqueando el aire sobrecargado que les hacía abrir las fauces de un hambre que una raza guerrera nunca olvida, aún corrompida su sangre.

Se lanzaron en manada sobre el cuerpo del antiguo rey guerrero y señor de Taris. Desgarraron su dura carne a dentelladas. Devoraron un festín del irreconocible cadáver y más tarde, royeron sus huesos hasta el cansancio. Luego se dejaron caer dormidos, incapaces de pensar ni sentir otra cosa que la inmediatez de cada momento.

¿Moab? Ya estaba muy lejos, caminando siempre, hacia otro valle, una nueva aldea o quizá un encuentro con seres de alguna raza sobreviviente. Transitando la triste aventura de sobrevivir un nuevo día.


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015. 

 

 

HACE TIEMPO QUE NO VEO A SARA

 

Jorge Etcheverry

 


Hace tiempo que no veo a Sara. Bastante tiempo. El tiempo en todo caso siempre es una impresión subjetiva. Depende más bien del agua que pasa bajo los puentes, si se me permite esa alusión cliché. Mis circunstancias vitales no me dejan la claridad suficiente como para entrar en antecedentes, recuerdos, divagaciones, que tienen que ver con personas y situaciones no siempre de dominio público, pero de gran importancia para uno. Bueno. Hacía tiempo que no veía o no sabía nada tampoco de Fernando. Incluso alguna vez creo haberle comentado a alguien “Fernando anda desaparecido”. Y me lo habían confirmado. Hacía meses que Fernando andaba desaparecido de las pistas. Nadie lo había visto, pero como nos conocemos hace años, no me sorprendió que me llamara para invitarme a esa recepción o fiesta, en esa casa que yo sabía bastante suntuosa y en uno de los mejores barrios, con mucho old money como se dice por aquí. Yo dudé en poco en asistir. Temía mi natural timidez frente a los otros concurrentes, seguramente en su mayoría desconocidos, el no saber de qué hablar con ellos, en qué idioma. Siempre me encuentro con gente de otros países, que hablan otras lenguas, cuando ando con Fernando, que tiene un talento natural para los idiomas, lo que le ha servido mucho aquí. A mitad de camino había entrado en un bar latino. Me había ido a pie, siempre camino mucho, es mi único ejercicio, y me había tomado un par de mojitos, por suerte tenían, un trago que ha ido desplazando lenta pero imperceptiblemente mi afición por los cuba libre, porque son menos fuertes. Pero de todas maneras, el ron se me va demasiado pronto a la cabeza. Cosas de los años, que no lo perdonan ni siquiera a uno.

Tan pronto llegué vi a Sara. “Sara” le dije y me adelanté a abrazarla, cuando en eso apareció Fernando que le puso la mano en la espalda, con gesto levemente posesivo. Ahora entendí. Hace poco que me habían operado de los pólipos y estaba empezando a oler de nuevo. En general es más bien incómodo al principio, después uno se va acostumbrando. La mayoría de los olores son desagradables o molestos. Había un olor como a trementina. Sara pintaba, pero le hacía más al acrílico. Al fondo de un pasillo, más bien un closet, al lado de la cocina, se podían ver una escalera de tijera, unos botes de pintura. Claro, acababan de pintar la casa, por eso ese olor. Casa nueva vida nueva. Entonces eso era lo que estaba celebrando Fernando, o Sara, que estaba casi igual y no había cambiado casi nada en este tiempo. Fernando, claro, siempre igual, cosa de los petisos. Había hasta un mozo y no pude resistir la tentación y tomé un cuba libre de la bandeja. Pero era pura coca cola con hielo. A lo mejor ya no tomaban. A lo mejor hasta se habían puesto vegetarianos. Pero no. En una mesita en un rincón pude ver a un barman, que servía vasitos de tinto y del otro. La cosa iba en serio. Otros visitantes palmoteaban a Fernando en la espalda, le daban abrazos, lo felicitaban en diferentes idiomas, le daban besitos en la mejilla a Sara, que se veía muy bien con su traje negro, bien escotado. Siempre le ha sentado el negro y debía estar a dieta, ya que se veía bien flaquita. Me puse a hablar sin saber cómo con un tipo que decía que era traductor, que me conocía, dijo, aunque de seguro yo no lo conocía a él, agregó. Mentira, pensé. Yo tengo muy buena memoria para las caras.

Pasó el rato. De repente sentí unas voces en alguna parte. Una de mujer, alta, aguda, en español y la de Fernando, baja, asertiva y conminatoria, tratando de explicar algo, pero manteniendo el tono bajo, como para no hacer escándalo, pero no le resultaba porque varios ya estaban atentos a lo que pasaba en ese pequeño vestíbulo, o cuarto, que quizás había sido antes una especie de despensa, entre el comedor y la cocina, no me acordaba, y donde ahora estaba sentado Fernando enfrentando a esa mujer que un comienzo no había reconocido, Amparo, con sus facciones un poco borrosas, su manera de vestir tan discreta. Ella era la de la voz, los gritos casi. No soy muy bueno para las voces, “la niña te echa de menos, me pregunta por ti todos días, ¿cuándo va a venir el papá?, ella es la más chica, ella no entiende”. “Bueno, bueno”, le decía Fernando, “cálmate, voy a pasar el lunes”. Así, para que mantuviera la voz baja, pero Amparo empezó a gritar y de repente se cayó de la silla al suelo y empezó a retorcerse, le vinieron las convulsiones, que parece que hacía años que se le habían pasado y Fernando seguía sentado ahí, inmóvil, sin atinar a hacer nada y yo me empecé a acercar a la puerta de calle, pasé frente a esa reproducción de Francis Bacon, que antes Fernando tenía en su oficina y que a mi nunca me había gustado, a la que enfrentaba al otro lado del pasillo uno de esos cuadros limpitos y de alguna manera rígidos de ese pintor de ascendencia japonesa que nunca pude pasar, sin decir que no sea bueno en lo que hace, y que ahora figuraban profusamente en la casa de Sara, en detrimento de las reproducciones de Van Gogh, especialmente del Moulin de la Galette, que a mi tanto me gustaba. Al salir me di cuenta de que ella me había seguido cuando me puso la mano en el hombro. Me dí vuelta para despedirme. Ahora que me fijaba mejor estaba bastante desmejorada. Por sus ojos me di cuenta de que ella pensaba lo mismo de mí. “Bueno”, le dije, “hasta la próxima”. Y ella volvió al interior de su casa, a su vida de ahora.

miércoles, 29 de enero de 2025

LA TELARAÑA

 

Gabriel Trujillo Muñoz

 

Esto ocurrió hace más de veinte años, cuando comenzaba el siglo.

Estábamos por entrar a una convención de videojuegos e Inteligencia Artificial y un joven permanecía frente a la entrada del centro empresarial, distribuyendo unas hojas de papel.

Tomé una y decía:

“En el futuro cada uno de nosotros será su propia pantalla táctil. Tocarás a los demás y te revelarán sus gustos, sus intereses, sus apetencias. Y ellos harán lo mismo contigo. Podrás establecer redes de persona a persona, de ojo a ojo, de célula a célula. Alguien cantará su júbilo y su júbilo será compartido cuerpo a cuerpo, órgano a órgano. Alguien tendrá miedo y su miedo será compartido, ya no estará solo con él. Para unos, eso será un día de fiesta. Para otros, la peor pesadilla del mundo. Ruido blanco será nuestro pensamiento. Un flujo de información que saturará nuestros sentidos hasta hacerlos estallar. Al final seremos cáscaras vacías, residuos, el eco de una onda de choque, algo que vibra hasta desaparecer. Ese porvenir nos aguarda, viene por todos nosotros. La telaraña que nos captura y al capturarnos no hará centro de atención, su alimento”.

Cuando salimos, el joven era llevado esposado por dos policías rumbo a una patrulla.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Un alborotador —dijo una de las edecanes.

Yo miré la hoja de papel.

Tan anticuada en estos tiempos virtuales.

Tan subversiva en su obsolescencia.

—¿Qué hace con ese papel? —me preguntó un guardia de seguridad.

—No sé —respondí, poniéndome a la defensiva.

—¡Démela!

Se la di. El guardia la leyó con el ceño fruncido.

—Dice puras tonterías.

Si dice puras tonterías, entonces, ¿por qué se ponen tan nerviosos?, pensé.

—Yo me encargo —dijo el guardia y se llevó la hoja de papel bien apretada en su mano.

—¿Por qué tanto escándalo? —quiso saber un joven despistado.

—No lo sé —le respondí.

Y recordé las palabras que traía aquel papel: “Alguien tendrá miedo y su miedo será compartido”.

Por supuesto, me dije.

Pero quedaba en pie una última pregunta.

Si vivimos en la telaraña colectiva, ¿dónde está su dueña, qué espera para devorarnos?

Eso ocurrió hace más de veinte años, cuando comenzaba el siglo.

Cuando aún éramos seres humanos saludándonos unos a otros, platicando cara a cara en la plaza pública.

No estos avatares que hoy llevan nuestros anhelos de un extremo a otro del mundo.

No estos fantasmas en su incesante algarabía.

No estas vibraciones en el tejido que nos sostiene.

Tal vez tú no lo percibas, pero yo estoy seguro de que algo se aproxima, algo viene por nosotros.

No sé qué sea pero ha sentido nuestra presencia. Y tiene hambre. Mucha. Muchísima.

Ya verás.


Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

 

EL PUESTO

 

Suray Annys

 


—Ya basta con tus risitas… aún no hemos terminado.

—Pero sabes que es tu último juego.

—Lo sé, aunque todavía puedo ganarte.

—No, ya no puedes ganar.

—¡Te gane muchas veces antes!

—En todas ellas te dejé ganar…

—¡Mientes!

—No tengo necesidad.

—Lo haces por gusto.

—Bueno, eso es cierto.

— Tal vez sea yo quien hoy te deje ganar.

—¿Por qué lo harías?

—Quizá porque ya no tengo nada que perder.

—Jajaja, ya sabía yo que tenías en muy poca estima tu vida…

—¡Patrañas! Mi vida es lo único que aún poseo y que me importa pero…

—¿Pero?

—Pero ya no me gusta este juego.

—No puedes escaparte. Cuando accediste a este cuerpo sabías que llegado su tiempo deberías dejarlo… o más bien que él te dejaría.

—Sí. Y aun así me niego a abandonarlo.

—De nada te servirá negarte, ya perdiste tus piezas clave. Es cuestión de un par de jugadas más y te daré jaque mate.

—Ve a decirle a tu jefe que su segadora necesita reemplazo.

—¿A qué te refieres, mortal, grotesca e inconsciente?

—¿No lo sabes todo de tus miserables víctimas?

— Sé que eres insignificante, intrascendente, mezquina, temeraria e irreverente. Que tu soledad te volvió cruel e indiferente y que nadie recuerda tu nombre o tu rostro.

—Pues en hora buena, hermana querida. He sido jardinera y agricultora. He segado maleza toda mi vida.

Sin agregar más la anciana arrojó sobre la parca el gato famélico que vivía sobre su hombro. Luego se abalanzó ágilmente sobre la guadaña y la esgrimió trazando sobre la muerte un signo infinito en espirales multidireccionales. Con el último movimiento arrasó el tablero y atrapó la túnica negra que aún flotaba en el aire. Se la colocó y abrió los brazos.

—Aquí estoy, reclamo este puesto.

 

 

martes, 28 de enero de 2025

LA ESTATUA EN LA LLANURA

 

Cristian Mitelman

 

“La memoria no es más que una manera de sentir.”

Tratado de las sensaciones.

 Condillac.

  

Los últimos tiempos fueron de un sopor sepulcral. Entiendo que este es uno de los últimos raptos de lucidez que tuve en otros tiempos. O al menos de esa lucidez que usted y yo alguna vez compartimos. Entiendo que, a medida que vaya escribiendo este informe, mis fuerzas se irán desvaneciendo. Imagine mi situación: estar solo en esta pequeña esfera terrosa (detesto la palabra “planetoide”) cuya geografía es una pampa que se duplica a sí misma sin ninguna conmiseración para el ojo. Al principio uno piensa en las taigas rusas o en las estepas bonaerenses y se resigna. Con el correr del tiempo empezamos a anhelar una sierra, una quebrada, aunque más no fuera un médano que permita anticipar la playa y el océano. Nada: la planicie se va instalando en el alma. Y esas esculturas que no sabemos a ciencia cierta cuándo fueron hechas; qué tipo de cultura pudo plasmarlas.

Me enviaron para estudiar estos raros monumentos de piedra que dan fe de la existencia de una civilización. Mis estudios de arqueología cósmica me habilitaban para el trabajo. Hasta entonces no había hecho más que trazar hipótesis sobre las culturas de los exoplanetas a partir de los datos que laboriosamente llegaban al laboratorio. Nunca me habían encomendado un trabajo de campo. A medida que los años iban corriendo empecé a sentir que mi vida sería la de esos burócratas del saber que, reclinados sobre fotogramas y holografías, no hacen más que conjeturar sobre los mundos sin salir jamás del campus universitario. Un mercachifle de monografías. 

Cuando surgió la posibilidad de acceder a esta “terra incognita” ya estaba en el umbral de la edad máxima establecida por los protocolos: suelen seleccionar a los más jóvenes por cuestiones físicas y de resistencia; el resto del cuerpo académico se queda viendo el modo en que la gloria siempre es ajena.

Más allá de que mi adultez; el Consejo Académico insistió en mis méritos y en mi capacidad de análisis. 

Ha pasado el tiempo: debería enviarles un informe que diese crédito a mi fama de observador académico. Sé que no he cumplido con lo que suele pedirse en estos casos. No he forjado más que una suma de papeles inconexos. Yo mismo, acostumbrado al rigor con el que supe desempeñarme, sentí asombro de mi indolencia. Recibí las notas exigiendo que enviara mis impresiones; leí cada una de las recomendaciones que se me hicieron; no dejé de observar el viraje en el tono de los escritos. Los últimos que me ha enviado la Secretaría de la Universidad rozan la amenaza y el escarnio. Se habla de una actitud fraudulenta de mi parte; se menciona la desidia con que he utilizado los fondos académicos en una labor que no ha servido para nada. No es que no tengan razón: admito que todas las fallas están de mi parte. La cuestión es que no aciertan con el motivo del fracaso. ¿Cómo podrían verlo si yo también estoy perdido, abrumado en un caos mental que solo me permite, cada tanto, bosquejar una misiva como esta que acaba de llegar a su pantalla?

Tal como sabíamos, en estas llanuras solo pueden verse estatuas. La primera vez que pudimos despejar las imágenes sentimos que al fin habíamos vislumbrado una civilización más o menos desarrollada. El tipo de escultura, aunque mostraba leves cambios en las proporciones, daba la sensación de que eran de un tipo clásico. Recordará usted mi conjetura: “el arte planetario, a partir de todas las imágenes recolectadas, da la sensación de haber llegado a un tipo de línea figurativa semejante a la de la Grecia Arcaica. No se notan períodos previos, con su necesaria tosquedad y sutileza en el manejo de los instrumentos; tampoco se nota una evolución a formas estilizadas clásicas ni barrocas. Esta civilización tuvo que haber llegado a un punto evolutivo en ascenso para encontrar un fin abrupto que todavía no podemos entender”.

La cantidad de bibliografía que generó la hipótesis se hizo insostenible. Estuve años dictando una cátedra sobre el Arte en el Gran Planeta del Llano, tal como se la nombraba en los claustros. A usted mismo le llamó la atención que mis libros, aunque plasmados para un público erudito, lograran llegar al público. Nunca fue mi intención ganarme el aprecio de las mayorías.

Los estudios estaban destinados a estancarse. No podíamos más que tejer telarañas conjeturales sobre las líneas artísticas que divisábamos en esta esfera desolada, tan lejos de su estrella madre que los días son atardeceres y las noches un largo descenso en las oscuridades del océano.

Recordará el beneplácito que contó mi segunda hipótesis: “el material calcáreo de las esculturas provoca un leve brillo en medio de la sombra que acosa al planeta. Quienes plasmaron estas obras debieron hallar un modo de comunicarse a la distancia por medio del brillo de las esculturas. Más que obras artísticas destinadas al recogimiento religioso, es probable que hayan tenido también una intencionalidad concreta: la idea de ser vistas a la distancia para establecer contactos entre los distintos pueblos que debieron crearlas”.

Fue así como pudimos establecer un código de brillos. Intuimos que aquellas piezas que reflejaban la escasa luz solar deberían comunicar algún mensaje importante, acaso una impresión de poderío. Daba la sensación de que las esculturas dijeran: “con nuestro brillo podemos quebrar la convexa oscuridad de los cielos”.

Mis alumnos se apresuraron a establecer tipos de brillos; mensajes crípticos a través de ellos. Uno de ellos, Johar Mukherjee, había elaborado una especie de geometría que iba de las más claras a las más oscuras, describió un alfabeto y una especie de lógica hegeliana. El texto me pareció muy bello, teniendo en cuenta que el joven que lo redactó lo hizo en plena guerra y bosquejó sus argumentos luego de ser atrapado y encarcelado. Hacía unos cuantos siglos un francés, en una infame celda creada por la escoria germánica había intuido el secreto numérico de las Églogas virgilianas; ¿por qué no darle al joven una gloria simétrica? Es una pena que, tras el regreso a casa una vez que se restauró una paz precaria con el Oriente, haya enloquecido. Fui a verlo varias veces al hospicio. Eran tardes tristes; no sé por qué las recuerdo nubladas o lluviosas. El joven repetía en modo incesante su teoría: una y otra vez yo anotaba su soliloquio buscando alguna diferencia. Dibujaba también unas curvas bellas parecidas a las de las longitudes de onda. En vano le pregunté qué quería decir con aquellos gráficos de suave cadencia. Nunca pudimos avanzar más que lo que dijo en el primer encuentro tras la gran conflagración oriental.

La última vez que salí del hospicio pensé que su teoría era plausible, aunque también podía ser un modo de defensa frente a las humillaciones que debió padecer en los tres años de encierro en aquellas prisiones comunitarias donde día tras día debía luchar por el alimento con las ratas y donde los pozos para defecar eran el anteúltimo círculo del infierno.                  

Pensé que aquel largo encierro tuvo que ser un diario combate para no caer en el delirio. Las lejanas estatuas de un pequeño planeta casi perdido lograron salvarlo, pero una vez que los prisioneros de guerra fueron intercambiados, aquel edificio mental que lo había salvado se desmoronó. Quedó en la red de sus propios pensamientos. La libertad de moverse era algo intolerable para un hombre que vivió atado más de mil noches.

Cuando me seleccionaron supe que el viaje no me correspondía a mí, sino al que estaba allí, en aquellas galerías psiquiátricas de las que sé que no va a retornar. Lo hablé con un solo amigo. Previsiblemente me dijo que era la última oportunidad que iba a tener. No era mi culpa la guerra con el Oriente; no era responsable del derrumbe mental de aquel a quien debería caberle la gloria.        

Tomé sus ideas; las analicé una y otra vez. Cotejé las imágenes: intenté descifrar algún tipo de mensaje. Noté que aquellas esculturas que tenían ciertas formas senoides emitían unos destellos de mayor amplitud. Las otras esculturas, más lineales si se quiere, emitían una luminiscencia menor. Todo aquello eran conjeturas: estaba viendo imágenes captadas por cámaras y sabíamos que lo que aparecía ante nuestros ojos eran solamente observaciones hechas por dispositivos que nunca terminaban de perfeccionarse.

“Mis ojos también son un dispositivo”, pensé, “pero perfeccionados por miles de años de evolución”.

Mi primer contacto con las estatuas tuvo ese fulgor de quien, luego de muchos años, ha encontrado el motivo de su vida. Las había visto miles de veces; en las clases que había dictado no mucho tiempo atrás había hecho notar una y mil sutilezas a los alumnos. Estar frente a ellas, tal como un helenista que por primera vez llega a una isla del Egeo, era una sensación vertiginosa.

No puede decirse que fueran bellas (al menos en el clásico sentido de la belleza terrena). Había una cierta irracionalidad en aquellas obras, como si las generaciones que las hubieran esculpido tuviesen un concepto levemente angustioso del arte. Algo indefinidamente vivo latía en aquellos ojos excesivamente separados de nuestro eje axial. Pensé de nuevo en el arte arcaico y también en la refinada crueldad de los restos etruscos.

Mi radio de acción era breve: la central adonde debía desplazarme al llegar la noche (esa inmensa franja negra que pesaba sobre los silicatos del suelo) estaba a un kilómetro del sitio donde se congregaba lo que en otra época habíamos llamado El Templo del Dodecágono. No puede decirse que las esculturas estuvieran simétricamente dispuestas, pero miradas desde lo alto parecían formar una imagen cuyos doce lados convergían en un centro que a su vez contaba con una escultura mayor.

Fui tomando nota de cada una de aquellas obras. Me permití rozar su piedra blanda como quien, por primera vez, puede acariciar a quien ama. No era prudente quitarme el guante térmico. Soporté el frío feroz entre los dedos y el peligro de una rápida gangrena. Tenía diez segundos, según los estudios que me habían conferido, para que mi piel no se quemara en aquellas corrientes gélidas. Sabía de otras expediciones que habían fracasado por los pequeños errores de la emoción, pero siempre he sido de naturaleza previsora. Cientos de veces había ensayado los movimientos para llegar a completar las acciones en el tiempo exacto. En la yema de los dedos, aquellas sales tuvieron un efecto ácido. Sentí la corrosión en la piel como una leve quemadura.

Me llamaba la atención que las piedras siempre recibieran la molestia de unas matas microscópicas que bien podían restos de algas que flotaban en aquella atmósfera salina. Cuidadosamente quitaba aquella película verdosa de los pies, de los brazos, de esos rostros de mirada ausente.   

El día que me permití el primer roce el brillo de las esculturas fue mayor.  Mientras el planeta volvía a la penumbra, vi el incremento de la luz: el modo contiguo en que cada sector del polígono irradiaba esa luz tan parecida a la de nuestros peces en fosas abisales. Esa noche soñé con el joven del hospicio. Había lógica en el sueño. Mukherjee y yo nos encontrábamos en el sitio más desolado del llano. Yo le decía que descansara tranquilo, que sus intuiciones eran correctas, que aquella ferocidad que en la guerra anterior lo había llevado a los límites de la locura no había fracturado su inteligencia. “No puedo sacarte del hospital”, murmuraba, “pero tu nombre escapará de estas paredes”.

Mi alumno no me miraba. En vano yo buscaba su rostro. Como un satélite daba vueltas alrededor de su cuerpo para darle ese derrotado consuelo, pero nunca podía verlo de frente.

Con el correr de los días intenté descifrar algún posible código. Había bosquejado índices de luminiscencia y buscaba encontrar alguna clase de regularidad. Tiene que haber patrones comunes, una especie de gramática oculta que hayan bosquejado los que hicieron en una época pretérita estas esculturas.

Todos mis esfuerzos eran estériles: no hallaba la clave oculta; los cambios de gradación eran permanentes. Intenté establecer vinculaciones entre los diferentes lados del dodecágono; busqué alguna correspondencia con las pocas estrellas que se dejan ver en ese cielo triste, que se hunde en lo más hondo del universo. Envidié la suerte de mi antiguo discípulo, que podía vivir para siempre en el mundo de las intuiciones sin tener que probar nada.

Una tarde tuve el primer destello. Estaba cansado y mi dolor de espalda por la gravedad del planetoide se había agudizado. Comprobé que los analgésicos empezaban a fallar y maldije no haber traído una dosis mayor de aquellas pastillas azules que son la antesala del descanso.

Miraba las manos de unos de aquellos seres y maldije mi suerte: todo aquel esfuerzo sería en vano. Volver a casa para decir que no tenía pruebas concluyentes; tener que explicar una y otra vez frente a las autoridades mi incapacidad para avanzar en los estudios sobre aquellas obras… Admitir mi muerte académica. Admitir la muerte en vida.

No sé por qué se me dio por nombrar a Mukherjee. Lo insulté en uno de esos sentimientos que median entre el rencor o envidia. Comprendí que él era el único que podía hallar lo que para mi inteligencia se hallaba vedado.

La mano del coloso emitió un destello que se propagó hacia las otras estatuas. En aquel momento solo pude establecer el hecho. La expresión hierática de aquellos rostros no se había transformado. Sin embargo, algo había cambiado. No había existido un solo movimiento facial, eso era evidente (tuve la precaución de extraer varias fotografías para observarlas cuando me repusiera del dolor); nada era distinto. Y todo era diferente.

Decidí otorgarme algunas jornadas de descanso. Comenzaba a hartarme de las estatuas y de aquel planeta cuya vida se había extinguido sin que las causas pudieran clarificarse.

Las estatuas habían comenzado a brillar cuando nombré a Mukherjee. Tardé dos jornadas en darme cuenta de que eso implicaba la posibilidad de la audición. Y quien puede oír, es capaz de establecer un lenguaje. ¿Acaso el incremento de aquel brillo no traducía una emoción? ¿Y la emoción no se transmitía por vibraciones lumínicas? ¿Para qué podían establecer las vibraciones sino para los otros seres del polígono? Eso podía prefigurar la vista, aunque también podía ser que las ondulaciones tuvieran un efecto táctil.

Con naturalidad supe que nunca habían existido las esculturas. Estaba frente a seres vivientes cuya existencia había desarrollado otro esquema de vida. Lo que está vivo debe de tener una fuente de energía. Entonces supe que las algas no eran una excrecencia del viento, sino el modo en que aquellos seres recibían del entorno un alimento que se filtraba a través de la roca, ¿o acaso de la piel?  

Mi mano izquierda comenzó a experimentar una leve sensación de ardor. Era aquella con la que me había animado a tocar una de aquellas criaturas. No era algo exasperante, sino aquella molestia que sentimos después de haber sufrido una quemadura leve. Ni siquiera consideré la posibilidad de los analgésicos. No era eso lo que me preocupaba, sino la palidez que fue tomando a lo largo de los días. Coincidió con una etapa de sopor en las que mis salidas al dodecágono fueron casi nulas. Recuerdo haber ido dos o tres veces, pero lo hacía siempre dentro de una sensación de sopor en la que la vigilia se desdibujaba. Llegaba hasta aquella imagen geométrica, miraba esos rostros difusos y no podía pensar con claridad. Quiero decir que aquellas categorías mentales que había utilizado hasta entonces en mis análisis se iban evaporando y empezaba a pensar cosas absurdas. Pensaba, por ejemplo, en Mukherjee. Pero ya no era mi alumno; ya no era un discípulo brillante al que la desgracia lo había conducido al neuropsiquiátrico. Todo aquello correspondía a un pasado que ya no tenía sentido o que se evaporaba como aquellas aguas de un pantano cuando reciben el sol del mediodía. Todo fue parte de un mismo proceso: primero mi mano izquierda, luego el antebrazo; una tarde vi mi hombro e incluso el primer espacio intercostal.

Los espacios de conciencia tal como los había experimentado también se volvían cada vez más fugaces. Supe que tendría muy pocos momentos para bosquejar algo en mis viejas categorías. Me iba sintiendo una de las criaturas. Las iba entendiendo; iba hundiéndome en su visión. Ellas también esperaban algo; ellas también, bajo aquel cielo más parecido a una piedra negra que a un cielo aguardaban la imagen del ser que las comprendiera y que, vaya a saber cómo, vaya a saber de qué pecados que sólo ellas podían comprender cabalmente, habría de salvarlas.

Es por eso que fui distanciando mis informes. Estuve a la espera de un último momento de saber humano. Este es el momento. Las criaturas están exaltadas; algo me dicen desde la distancia. Una de ellas, la que está en el centro, parece dirigir una especie de canto. Desconozco el hebreo, aunque me recuerda vagamente a un llamado que oía en mi infancia, cuando vivía cerca de una de las sinagogas del Barrio Viejo.

Mi espalda y mi pecho se están decolorando. Voy a escribir las últimas frases e iré hasta ellas. Habré de desnudarme para recibir esas algas que, entiendo, serán desde ahora mi alimento. Voy a ver su rostro, el que me ha sido esquivo hasta ahora.

Miro el último mensaje que me llega de mi viejo planeta. Me dicen que Mukherjee ha muerto en una de las salas del hospital. Lo pienso en esas galerías oscuras, buscado un mundo al que sólo él podía acceder. Recuerdo que sus ojos observaban la sombra y entraban en la sombra.

Ya voy saliendo. Me cuesta caminar; apenas tengo fuerzas. Sé que voy a llegar hasta ellas. Ahora sé cuál es el rostro de la criatura que está en el centro. Y que otra vez seremos doce los apóstoles.            

lunes, 27 de enero de 2025

EL CÍRCULO SE CIERRA

 

Sergio Gaut vel Hartman

 

 

—Buenas tardes, ¿me recuerda? —El hombre que había interrumpido la marcha del coronel Jorge Iribarren era bajo, de tez oscura y pelo crespo; vestía una campera de aviador, pantalones de lona y botas de cuero.

—No, no lo recuerdo —respondió Iribarren—. ¿Debería?

—Creo que sí —dijo el otro. Sacó un cigarrito del bolsillo interior de la campera y lo encendió con la misma mano, mediante un pase mágico, o que pareció mágico a los ojos de Iribarren—. Usted me mató, hace algún tiempo.

El coronel Iribarren se tomó unos segundos. El crepúsculo dejaba paso a la noche. Antes de contestar miró el cielo despejado y la Luna asomando entre los edificios de la avenida. —Ah, sí, aunque no lo recuerdo en particular; maté a varios como usted, pero no suelen volver para hacer reclamos. ¿Está seguro de que fui yo?

—¿De mi muerte o de que usted fue el operador?

—Ambas cosas —dijo Iribarren sin inmutarse. A lo largo de su vida se había visto en situaciones problemáticas y un mitómano no podía ser mucho peor.

—Tal vez me recuerde si le digo mi nombre.

—No lo creo —se apresuró a decir Iribarren.

—Igual. En vida fui el comandante Sampedro.

Iribarren dio un paso al costado con la económica intención de eludir el obstáculo y seguir su camino sin más trámite. Consideraba que, a pesar de lo bizarro de la situación, se había comportado correctamente, sin mostrar hostilidad ni más cinismo del que era habitual en él. Por eso, cuando el tal comandante Sampedro imitó su movimiento y volvió a bloquearle el paso, consideró que el tiempo de la paciencia se había agotado.

—Perdóneme. Vivo o muerto usted está impidiendo mi avance. Mi familia me espera. Ya le he dicho que no lo conozco, que no me consta que yo lo haya matado o que haya dado orden de matarlo. No tuve nada que ver con su muerte, por lo que le vuelvo a pedir, con educación, que salga de mi camino. —Salga de mi camino sonó una octava más alto que el resto de la frase. Al mismo tiempo, como obedeciendo a una señal o un programa, las farolas del parque de la Reconciliación Nacional se encendieron al unísono. Fue como si un relámpago hubiera decidido perpetuarse tras el estallido inicial.

Iribarren parpadeó y Sampedro sonrió. A espaldas del comandante se alineaba una multitud de hombres y mujeres de rostros graves y crispados. Había niños, había ancianos.

—Elija, coronel. Si cree que estoy equivocado, si cree que usted no me mató, aquí tiene una buena posibilidad de reparar el error. Estoy seguro de que asesinó a varios de estos, tal vez a muchos, aunque con uno, como muestra, sería suficiente, ¿no le parece?

La palidez lunar que cubrió el rostro de Iribarren puso en evidencia que esta vez había sido tocado por la pirueta de Sampedro. La multitud parecía haberse movilizado para reclamarle, a él en particular, por las conductas que había observado en el pasado. Vivos o muertos, ahí estaban. Reales o no, ahí estaban. Decidió, no obstante, no resultar obvio, argumentando que había obedecido órdenes de la superioridad. Fiel a su estilo, contraatacó.

—Recuerdo a alguno que otro. A un tal Bernal —dijo—; a Rosa Naranjo, a Bernardo Zelinsky y a un chico que se hacía llamar Metralla, Marcelo Cardoso. ¿Están entre todos estos? —Los abarcó con un movimiento de la mano. —¿Es suficiente?

—Están —dijo Sampedro, muy serio—. Si es suficiente... ya se verá.

Cuatro figuras se desprendieron de la multitud y avanzaron resueltamente hasta quedar dos a cada lado de Sampedro. La mujer llevaba a una niña de la mano. Zelinsky era un viejo decrépito y Metralla y Bernal casi adolescentes.

—¿Son ustedes los que nombré? —dijo Iribarren—. No los recuerdo, no recuerdo sus rostros, por lo pronto.

—La mente selecciona —dijo Sampedro, reflexivo—. Es mejor olvidar algunos hechos, y en esa dirección, nada mejor que olvidar las caras de las personas que uno mató, ¿no le parece?

Iribarren no sintió nada especial al verse rodeado por personas que no sólo aseguraban estar muertas, sino que además lo acusaban de haberlas asesinado. Nada especial; y sabía por qué.

—¿Y ahora? —dijo—. ¿Desean vengarse? ¿Es eso?

Los cinco se miraron entre sí, arropados por un visible desconcierto. Finalmente habló la mujer, Rosa.

—¿Cree que no lo haríamos? Lo despedazaríamos sin asco ni remordimientos. Pero no podemos; los muertos no pueden matar.

—Entiendo —dijo Iribarren—, los muertos no pueden matar. —Su rostro inexpresivo servía de barrera a los imprecisos sentimientos que empezaban a roerlo interiormente.

—¿No tiene miedo? —dijo Bernal. Ahora parecía un hombre calmo y sencillo, no un chico, y mucho menos la clase de alucinado que uno puede liquidar como si fuese una cucaracha.

—¿Miedo de una pesadilla? —Iribarren fabricó una mueca que estuvo a punto de florecer en sonrisa, pero no ocurrió.

—Es eso, entonces —dijo Sampedro—, cree estar soñando. —El comandante se mordió el labio superior y permaneció así unos segundos. Iribarren adivinó que a su adversario no le gustaba el curso que elegían los hechos. Estaba seguro de que esa posibilidad había sido contemplada en los análisis previos, pero no contaba con recursos para convencerlo a él, al coronel Jorge Iribarren, de que no estaba soñando, que aquello no era una simple pesadilla de las que se disipan al despertar.

—Estoy soñando o alucinando —insistió Iribarren—. Una pesadilla puede ser cualquier cosa, incluso este delirio. Empezó cuando usted se cruzó en mi camino, aunque no recuerdo qué ocurrió antes de eso. Mi visión está saturada a partir de un punto del pasado y luego hay un abismo. Pero de algo estoy seguro: ustedes son una creación de mi mente; no existen.

—¿De su mente herida, de su mente enferma? —Sampedro buscaba recuperar la iniciativa, golpear con saña, pero Iribarren sabía que no lograría penetrar su coraza; se sabía duro, muy duro. El fantasma de un muerto no podría con él.

—De mi mente. —Iribarren miró a los cinco en abanico, sin temor ni gracia. Duraba demasiado y era demasiado convincente. Pero nunca lo habían perturbado las demasías.

—¿Qué quiere decir? —Zelinsky dio un paso hacia adelante y extendió el brazo. Tenía manos enormes y podría haber estrangulado a Iribarren con sólo una de ellas. —¿Cree que va a solucionar todo esto alegando insanía?

—No creo en fantasmas —dijo Iribarren—. Tampoco creo en la culpa, ni en los mitos, ni en el dolor. En lo único que creo, un poco, es en la muerte.

—¿Por todas esas razones —dijo Sampedro— está convencido de que sueña? ¡Pobre tipo!

Iribarren no se alteró, y encogiéndose de hombros, dijo: —No hay otra explicación. Bastará con que me esfuerce un poco y despertaré. Lo hice otras veces. —Cerró los ojos, apretó los párpados; unas líneas como pentagramas se le dibujaron en la frente; dos o tres verrugas y una cicatriz compusieron una melodía. Pero cuando los volvió a abrir la escena no había cambiado. Por primera vez pareció un poco desorientado.

—Saturada o no —dijo Sampedro— la visión persiste. ¿Qué le queda? ¿Queda algo? Del abismo, digo, de la noche negra. No sueña, no está loco, no alucina. ¿Qué le queda?

—Discúlpeme: no entiendo lo que dice. Tal vez estoy sumido en un trance inducido por una droga. Eso es posible. Alguien me suministró una droga para obligarme a vivir esta experiencia. Pero el efecto no puede ser eterno. Saldré, tenga por seguro que saldré.

El comandante Sampedro resopló. —Es más fuerte de lo que pensaba. No, coronel Iribarren; lo que estamos construyendo para usted no es una pesadilla, es algo semejante a una prisión, se quedará allí para siempre. Usted no volverá a salir; nosotros nos ocuparemos de que así sea.

—Saldré —dijo Iribarren con la mayor tranquilidad—. No sea necio. Me despertaré. —Hizo una pausa y sacó un cigarrillo. Él no sabía hacer pases mágicos: lo encendió con un fósforo. Luego de exhalar una compleja bocanada de humo apuntó a Sampedro con la misma mano que sostenía el cigarrillo; le temblaba un poco. —Le diré qué haré para terminar de una buena vez con esta ilusión. Ustedes están muertos y bien muertos, mis compañeros y yo nos aseguramos de que así fuera. Por lo tanto voy a arremeter, voy a pasar a través de sus cuerpos, y una vez que esté del otro lado todos ustedes desaparecerán como el humo de este cigarrillo.

—Pero no está seguro —dijo Zelinsky—. Si choca contra los muertos, si no estamos hechos de niebla va a estar metido en un grave problema, ¿no es cierto?

Iribarren pensó en la raíz del problema. Era exactamente lo que el muerto había dicho: debía arriesgarse y probar la consistencia de la muralla. Pero, ¿y si los muertos eran sólidos? ¿Qué haría luego?

—No tiene necesidad de hacer la prueba —dijo Sampedro, petulante—. Crea en mi palabra y acepte mansamente su destino. ¿Nunca le pasó por la cabeza que tendría que pagar por lo que hizo?

El coronel sintió que una marea incontenible subía hasta su boca: una carcajada, y esta vez no la impugnó. —¿Castigo? ¿Se cree que hicimos lo que hicimos para pasar el resto de nuestras vidas esperando ser castigados por la misma voluntad que armó nuestras manos? Nosotros sabemos reconocer cuando Dios nos circula por las venas, mezclado con la sangre. ¿Acaso ustedes dudaban al matar a los nuestros? ¿Su religión no es parecida a la nuestra?

El paraje en el que miles de muertos y el asesino permanecían de pie, cruzados como si se tratara de un tablero de ajedrez y ellos las piezas, recuperó de pronto su protagonismo. El parque de la Reconciliación Nacional volvía a ser el yermo erial de la batalla. Una única garganta —la multitud allí reunida— rugió un alarido puro y el coronel Iribarren no pudo evitar estremecerse.

—No, no dudábamos —dijo finalmente Sampedro.

—Pero tampoco dudaremos ahora —dijo Zelinsky mostrando el puño a centímetros de la nariz del militar.

Iribarren abrió los ojos como mandíbulas y los hizo chasquear. Los muertos retrocedieron.

—¿Se dan cuenta ahora? —dijo Iribarren—: ustedes no son nada, humo, niebla, vapor, condensaciones de mis propias dudas, ya que no me permito sentir culpa alguna por lo que hice, por lo que hicimos.

—Estamos empatados, Iribarren —dijo Sampedro, regresando a la posición anterior—, y atesoramos una pequeña ventaja, microscópica. ¿Sabe jugar al ajedrez?

—¿A qué viene eso, ahora? Sé jugar, ¿y qué le importa?

—Sabrá entonces —dijo Sampedro sin hesitar— que un buen jugador es capaz de ver la continuación ganadora en el corazón del equilibrio más férreo. Simetría y equilibrio. ¿Sabe eso, también?

—¡Déjeme en paz! ¿En eso consiste la venganza, en retenerme aquí contra mi voluntad, atormentándome con acertijos y amenazas veladas?

Sampedro se rió y varios de los otros acompañaron esa risa sin demasiada convicción. —Usted compra barato, casi regalado, y quiere vender a precio de oro. No, Iribarren. Sería demasiado simple, muy... ordinario que nos conformáramos con hacerle vivir esto como una pesadilla.

—¡Es una pesadilla, carajo! ¡Me voy a despertar y todos ustedes volverán a la nada!

—No es una pesadilla, coronel —dijo Rosa.

—No es una pesadilla —repitió Bernal, como un eco.

—¿Me van a doblegar repitiéndolo? Dirán miles de veces “no es una pesadilla, no es una pesadilla”, ¿creen que con eso será suficiente? —Iribarren permitió que una mueca cínica le cubriera el rostro como una mancha. —Ustedes, además de muertos, son imbéciles. No funciona de ese modo; yo soy un profesional, y también alguien convencido de lo que hizo. De hecho, volvería a hacerlo. ¿Se creen que son los únicos que tienen una ideología, valores, intereses?

—Hace un momento dijo que no cree en la culpa, ni en el dolor, lo que me permite pensar que no cree en casi nada —rugió Sampedro—. Apenas, un poco, en la muerte. Lo dijo usted, no yo. Ahora habla de ideas, valores...

—No me va a derrotar en un combate dialéctico, Sampedro. Hasta para eso eligió mal la presa. ¿Por qué no se buscó a un patán como el general Pozzi, o al coronel Estévez? Con ellos podrían haber jugado a este juego hasta cansarse, como el peor gato con el mejor ratón. Pero no conmigo. Yo leo, estudio; mi guerra contra ustedes trasciende largamente la defensa de los intereses de los grupos económicos. Lo mío fue una cruzada, Sampedro, y no me va a someter así nomás.

Sampedro observó a sus compañeros y les hizo un gesto de aprobación. Pero el que habló fue Zelinsky.

¾No se imagina lo que le espera.

Iribarren contempló a Zelinsky y su mirada fue como una estocada. —Espero despertarme de una buena vez, eso espero, que ustedes desaparezcan de mi horizonte. Espero cruzar este maldito parque y llegar a mi casa, estar con mi familia, cenar, leer un rato antes de irme a dormir. ¿Envidian eso? Yo lo tengo; ustedes lo perdieron. Yo gané. ¡Yo gané, carajo! ¾El coronel se pasó la mano por el rostro, como si quisiera arrancarse una máscara; se apretó el puente de la nariz con dos dedos y luego sacudió la cabeza, hacia uno y otro lado; el chasquido de las vértebras sonó en la noche calma y tibia.

—No coronel —dijo Sampedro—, la partida se sigue jugando; y tenemos buenas perspectivas de forzar la posición.

Iribarren, sin anunciar su movimiento, embistió contra los muertos de la primera fila, aunque no fue lo suficientemente rápido como para sorprenderlos. Los muertos se hicieron a un lado y el coronel trastabilló y cayó sin elegancia entre los matorrales. Algunas risas contenidas nacieron y se extinguieron de inmediato.

—No trate de demostrar que somos fantasmas —dijo Zelinsky—. Esa no es la cuestión, Iribarren.

Iribarren se levantó con dignidad y sin mirar atrás se dirigió directamente hacia su casa. Estaba seguro de que a sus espaldas sólo quedaban flecos deshilachados del delirio, pero no les quiso dar el gusto a esos muertos de pacotilla.

 

El episodio fue perdiendo sustancia a medida que Iribarren se aproximaba a su hogar. Supo que lo cotidiano, los objetos de siempre ubicados en los lugares habituales barrerían con los últimos residuos de la alucinación. ¿Y si no había sido una alucinación? Era la única explicación posible. La tranquilidad de saber qué lo esperaba más allá lo cubrió con su manto. Recordaba cada detalle con una precisión asombrosa y el mero inventario le infundía una especie de poder psíquico. El jardín, el perro, la parrilla que utilizaba para hacer los asados, el naranjo, la caja con las armas. Todos los objetos lo devolvían a la realidad. Por eso estaba seguro de que había sido una pesadilla o el efecto no deseado de un incidente para el que ya hallaría una respuesta. Pensó en Lucía, tal vez un poco irritada por la demora, volviendo a calentar la comida, en Martita frotándose los ojos, tenaz en su resistencia a los embates del sueño y en Gonzalo, impaciente pero disciplinado, obediente a los mandatos paternos: no saldría con sus amigos sin saludarlo y cambiar algunas palabras. Las cosas bien armadas están hechas para durar, se dijo.

Un único escalofrío lo recorrió de arriba abajo cuando tuvo la casa a la vista. Las luces estaban apagadas, como si allí no hubiera ocupantes. No era justo; entre la vida anterior y la vida eterna y superior que seguiría a la presente no había otra cosa que sucesos previsibles, elementales; se esforzó para que siguiera siendo así. Parpadeó y las luces se encendieron, como se habían encendido las del parque, con un estallido. ¿Había un operador incompetente moviéndose entre las sombras de los sauces, un peón torpe que se distraía a cada rato y olvidaba poner en escena los elementos apropiados? Iribarren se recuperó de inmediato y caminó con paso resuelto para cubrir los últimos metros. Los ladridos de Bismark, el dálmata, que lo había olido a la distancia, cerró el círculo de marcas invisibles. Permitió que el perro saltara sobre él como un saltimbanqui desfachatado cuando abrió el cancel de rejas y luego lo apartó de un manotazo. Hundió la llave en la cerradura de la puerta de madera con la seguridad de un lama y sin poder contenerse gritó:

—¡Lucía, estoy en casa!

Le respondió cierta clase de silencio. No un silencio absoluto o brutal, sino un silencio extraño, compuesto por diminutas partículas de ruido. Ruidos plegándose, ruidos de juguetes rodando sobre un montón de arena, ruidos lanzados a través de la sala por una mano torpe, ruidos raros, obtusos. El ruido que hacen los actores, comprendió, cuando se visten entre bambalinas, en el lapso que va de un acto a otro. De un acto a otro, se repitió. Sentía el susurro de pensamientos desvaídos y turbios y los nombres se le anudaron en la garganta. Lucía. Martita. Gonzalo. Quiso pronunciarlos y no pudo.

—Aquí estoy —dijo una voz arisca. La mujer fue escupida por la penumbra de la cocina. Venía secándose las manos, arrastrando los pies, resoplando. Era Rosa Naranjo.

—¿Qué hace en mi casa? —dijo Iribarren, o casi dijo, porque las palabras se le secaron en el paladar y las encías y ni siquiera llegaron a los labios. Pero la mujer supo interpretar el gruñido.

—¿Qué hago en mi casa? —replicó ella—: cocino para el señor, que llega a cualquier hora.

—¿Dónde está Lucía?

—¿Quién es Lucía?

—Los chicos, ¿dónde están?

—Aquí estoy —dijo la niña que Rosa llevaba de la mano en el parque. Iribarren la miró por primera vez; era morena y tenía los ojos saltones; no se parecía a Martita en absoluto. Pero la niña no le dio tregua—. Marcelo no me quiere prestar su equipo.

Marcelo. Equipo. No era posible. ¿Cómo lo habían logrado? ¿Dónde estaban los verdaderos? Lucía. Martita. Gonzalo.

—Vino tu padre —dijo la mujer—, sin avisar, como siempre.

—¿Mi padre? —Iribarren giró la cabeza mirando las paredes, como si su padre pudiera ser parte de la conspiración.

—Está en la salita, jugando al ajedrez con Marcelo.

Iribarren decidió saltear todos los pasos intermedios. Se lanzó brutalmente contra la puerta y gracias al impulso que llevaba derribó piezas y tablero; eran Zelinsky y Metralla.

—¿A qué vienen esos nervios? —dijo el viejo—. ¿Te pasó algo?

—¿Pasarme? —Iribarren clavó una estúpida mirada en los cuatro caballos, que por un extraño azar habían quedado juntos sobre una carpeta blanca tejida. —¡Hijos de puta! ¡Basuras!

—¡Jorge, qué te pasa! Estoy asustado —dijo Zelinsky—. Marcelo: tu padre está...

—¿Loco? —Marcelo meneó la cabeza. —No está loco. Un poco trastornado por algo que le ocurrió en el parque, ¿no es cierto, papá?

—No me pasó nada en el parque. ¿Qué me podría haber pasado? —Iribarren se movió con sigilo y disparó las manos como látigos. Él fue el primer sorprendido cuando los dedos tocaron la garganta del viejo y lograron cerrarse formando un círculo de acero. Afuera, Bismark ladró.

—¿Qué... hacés? —tartamudeó el viejo. Marcelo separó los brazos de Iribarren sin esforzarse, más que nada porque el desconcierto había aniquilado la voluntad del coronel. La solidez de la carne. La consistencia de las vértebras y el espinoso follaje de la nuca. El tentáculo helado de una pesadilla que se prolongaba en exceso.

—¿Qué hicieron con ellos?

—¿Con quiénes? —Marcelo hablaba con calma. Era varios años mayor que Gonzalo, más corpulento, y frío. No le habría costado mucho liquidar a su hijo.

—¿Vamos a comer de una buena vez o no? —recitó de nuevo la voz ruda de Rosa Naranjo—. La nena está pasada de hambre.

—Ustedes no existen —dijo Iribarren una vez más. Pero después de pronunciar esas tres palabras bajó los brazos; no había nada que hacer. —Está bien —dijo—. Ganaron. ¿Quieren que lo diga? Lo digo, está bien. Soy una alimaña, un asesino. Les pido perdón humildemente por todo lo que les hice, por lo que los hice sufrir y por haberlos asesinado. ¿Suficiente? Ahora devuélvanme a mi familia. —No sonaba creíble, pero no imaginó otro camino. Las armas estaban lejos y no hubieran servido de nada, los sabía. Era tarde para todo.

Los impostores, los sustitutos, los farsantes, los ficticios se movieron como si hubieran aprendido a bailar en un ascensor: con pasos medidos, con gestos sin espejo.

—¿No existimos? —El que hablaba era Zelinsky. —¿Cuántas pruebas más serán necesarias para que aceptes la realidad tal cual es, no como te gustaría que fuera? ¿Tu familia? Nosotros somos tu familia, la única familia posible. Aprenderás a vivir con nosotros, no te preocupes. 

—Ustedes no son reales —sollozó Iribarren—. Yo los maté. Yo maté a Bernal con una descarga excesiva. A cada uno de ustedes. ¿Necesitan que se lo ponga por escrito? ¿Era eso lo que estaban buscando? ¿Quieren que vaya a los diarios, a la televisión, que me someta a reportajes? De acuerdo, lo haré. ¿Qué más quieren que haga?

—¿Otra vez con el teatro de la culpa? —Rosa hizo una mueca de fastidio. —Ahora una vez por semana; pronto será todos los días.

—¿Qué le pasa a papá, mami? —dijo la niña, que no era Martita.

Iribarren alzó la vista y recuperó cierta firmeza. —Muy hábiles. Muy astutos. Así que son la única familia que merezco. No se me había ocurrido que podían ser tan ingeniosos.

—¿Vamos a comer, de una buena vez? —dijo Rosa, impaciente.

—No, yo no voy a comer —dijo Iribarren—. Tengo cosas que hacer.

—Y ahora, ¿qué?

—Sigan jugando al juego que más les gusta. —El coronel pareció haberse conectado a una red remota, de las que se activan en caso de emergencia. Les dio la espalda y salió de la habitación, salió de la casa. Nadie trató de impedirle que sacara el auto, nadie se interpuso en su marcha hacia el cuartel. Era una mala hora para molestar a la gente, pero las circunstancias lo exigían.

Manejó como un endemoniado. Pasó de largo todas las luces prohibidas y llegó en diez minutos. Lo dejaron ingresar entre voces de mando y chirridos de neumáticos sobre la gravilla. Dejó el motor en marcha y la puerta del vehículo abierta. Subió los tres peldaños de un salto y entró a la oficina de Pozzi resoplando, desencajado.

—¿Qué le pasa, coronel? ¿Se siente mal? —Sampedro sacó un cigarrito del bolsillo interior de la campera y lo encendió con la misma mano, mediante una maniobra que a Iribarren no le pareció ni mágica ni poco natural. Miró a los ojos al hombre bajo, de tez oscura y pelo crespo que vestía una campera de aviador, pantalones de lona y botas de cuero, y supo que ahora, por primera vez, el círculo se había cerrado por completo y que no existía en todo el universo una fuerza capaz de romperlo para concederle la libertad.


Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado novelas y cuentos y compiló una treintena de antologías. Actualmente, además de no cejar nunca en su empeño de escribir una obra maestra, cordina el TALLER 9, que creó en 2019, además de mantener activo este blog.    

EL ENCUENTRO

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