MUTACIONES
INADVERTIDAS POR LA CIENCIA
Víctor
Lowenstein (Argentina)
El señor Iñíguez despertó
poco después de medianoche. Disgustado, pues tenía ganas de orinar y el
elástico de sus calzoncillos ejercía una desagradable presión sobre la parte
baja de su abdomen.
Sus
pies tantearon el piso frío sin encontrar las pantuflas. Resoplando, encendió la
luz del velador que lastimó sus retinas. Parpadeó unos instantes hasta que al
fin vio las pantuflas, bajo el ropero. Vaya a saber cómo habían ido a parar
allí.
Ya
calzado y enfundado en su bata de noche, salió del dormitorio y atravesó el
largo pasillo que llevaba al watercloset. Con los pulgares empujando
hacia afuera el molesto elástico, no dejaba de advertir en los marcos de cada
puerta, la del cuarto de servicio, el de la mucama, el cuarto con sus juguetes
y el cuarto de huéspedes, notorias redes de telaraña cruzando jambas o colgando
ligeramente de los dinteles. Se juró amonestar a la mucama, olvidando que ya no
contaba con una. Presurosamente, pues su vejiga llegaba al punto de no
responder por sus actos, Iñíguez empujó la puerta del cuarto de baño y entró. No
obstante un obstáculo impensado trocó sus planes. Algo, algo duro y fino como
un alambre o una tanza extendida laceró sus piernas a la altura de las
pantorrillas, por lo que Iñíguez se desplomó aparatosamente, dando con la
barbilla sobre la taza del inodoro.
Desconcertado,
el hombre se fue aferrando como pudo al sanitario para poder voltearse y
descubrir la causa del accidente. Efectivamente, un hilo plateado se extendía
horizontalmente de una punta a otra del marco de la puerta, como parte de un
tejido de hebras diestramente ensambladas. Semejaba una red de telaraña pero, aún
en su azoramiento, Iñíguez razonaba esa imposibilidad; no existían telas de
araña así de robustas, ni mucho menos arañas capaces de tejerlas.
En
ese momento, un arácnido descendía desde el techo, colgando de su hilo de baba,
para posarse justo en su entrecejo, y clavaba allí su aguijón. Se le fueron las
ganas de orinar, luego perdió toda sensibilidad, finalmente su conciencia. Unos
segundos antes, los ocelos del insecto se posaban sobre sus ojos, e Iñíguez
comprendía que los humanos ya no eran los dueños y señores del planeta.
LA BÚSQUEDA
Marcela Iglesias (Ecuador)
Había buscado a Mateo durante toda la mañana. Luego
del desayuno dijo que estaría en el jardín. Cualquiera pensaría que encontrar a
alguien en un jardín es cosa fácil, pero el jardín de este palacete vacacional
era exuberante y enorme. A simple vista,
Mateo no estaba. Entonces busqué en los lugares más recónditos y alejados del
jardín, pero no aparecía.
Una hecatombe amenazaba con ocurrir.
Mi hermano me lo había encargado mientras él firmaba la documentación para
obtener la custodia completa. Había tenido que viajar a la ciudad donde vivía
su exesposa y me había hecho prometer, que no lo iba a perder de vista nunca.
Yo estaba obcecada esa mañana con
limpiar la cocina que había quedado sucia desde las fiestas de fin de año y la
verdad es que la presencia de Mateo con su sinfín de preguntas que no podía
contestar me causaba un desasosiego tal que me paralizaba. Cuando me dijo que
iba a salir al jardín, respiré aliviada. No contaba con que mi hermano iba a
llamar y preguntar por él y pedir que lo pasara al teléfono. Como pude, salí
del paso diciendo que estaba en el baño. Mi hermano se ocupó y dijo que lo
llamaría después. Yo estaba aterrada esperando que Mateo apareciera antes de
que mi hermano volviera a llamar.
Con lo curioso que era Mateo, con
seguridad lo encontraría flagrante en el cometimiento de alguna travesura, como
ya me había ocurrido otras veces. Era
entendible la preocupación de mi hermano, pero yo no podía estar todo el tiempo
atrás de mi sobrino. Me parecía un comportamiento muy cicatero de parte de mi
excuñada que se desentendiera por completo de su propio hijo, pero con estos
días de cuidarlo estaba comenzando a entender sus razones. Realmente era
agotador, una perenne preocupación.
CULTO
Suray
Annys (Argentina)
Un
estruendo interrumpió la ablución matutina. Salió y encontró a todos los
cenobitas igualmente azorados. A esa hora solo el llamado desde el hipogeo
podía interrumpir el rito obligado. Pero el temblor se repitió y venía desde lo
alto. Un nubarrón caliginoso cubría toda la bóveda celeste. No era una tormenta
común. El día se oscureció con una tonalidad verdosa, rayos violetas formaban
un tejido cambiante en el cielo plomizo.
Ante el flagrante estupor, una esfera luminosa,
comenzó a descender en el centro del territorio sagrado. Al tocar el suelo se
disolvió y pudieron ver una mujer de exorbitante belleza.
—Me llamo Ataraxia. Desde hoy olvidarán su antiguo
credo y solo me adorarán a mí.
Los hombres se miraron entre sí, abuhados por una
especie de indefinible pudor.
Esa acendrada comunidad de monjes se vio sumergida en
una hecatombe espiritual. Se arrodillaron llorando y se postraron frente a la
deidad. La condujeron al hipogeo y la coronaron en el trono de los muertos.
El nuevo credo basado en la limerencia transformó a
los religiosos en nefelibatas.
Nació de ese modo el culto vesánico de la muerte. En
lo más recóndito de nuestro ADN existe la obcecada creencia de que sólo el amor
al prójimo puede salvarnos de ella.
UN INCONVENIENTE
Cristian Mitelman (Argentina)
—Hay un regalo para vos arriba —le dijo su padre, mientras que la madre
la miraba sonriendo con un gesto de alegre complicidad.
Ella fue subiendo
alborozada la escalera. Pensó en la muñeca, en la muñeca soñada tantas noches,
con sus mejillas sonrosadas y el cutis de mármol.
Antes de llegar a la
habitación se detuvo.
Recordó.
No tenía padres.
ALEA JACTA EST
João Ventura (Portugal)
Cuando Gilberto se libró del accidente aéreo porque, casi
en el último momento, pospuso su viaje, sólo sintió una sensación de alivio.
Al final de la
fiesta de fin de año de la oficina, decidió coger un Uber en lugar de aceptar
que le llevara un compañero. Al día siguiente se enteró de que el vehículo
había volcado y los cuatro compañeros que viajaban en él no habían sobrevivido.
El atentado
terrorista en el Centro Comercial no le afectó porque decidió tomar una ruta
alternativa que retrasó su viaje al lugar del atentado más de 20 minutos.
Ante esta
sucesión de casi accidentes, Gilberto se convenció a si mismo de que era un
hombre con suerte. Y cuando vio que la empresa "Rutas con Riesgo" publicitaba
un viaje al volcán que acababa de entrar en actividad en el Pacífico, se
apuntó.
En un universo paralelo, Yfgfh y Wknkr jugaban a un juego
de una complejidad que escapa a nuestra comprensión, pero que desde el punto de
vista de la presente narrativa puede equipararse a una partida de dados.
Yfgfh había
anotado 12 puntos en varias tiradas seguidas y estaba radiante. Era el turno de
Wknkr de lanzar. Invocó a las entidades cósmicas que reverenciaba y lanzó los
dados. Cuando dejaron de rodar, el resultado fue un magnífico 12.
El aura de Yfgfh
perdió de repente su brillo. Sin embargo, con uno de sus tres apéndices
manipuladores, cogió los dados y los lanzó. El resultado fue un miserable 2.
El barco "Rutas con riesgo" navegaba a la vista
de la isla donde el volcán seguía escupiendo fuego y ceniza a la atmósfera. Los
pasajeros filmaban y fotografiaban el volcán activo, y algunos de ellos
enviaban las imágenes a las redes sociales.
De repente, un
enorme fragmento de escoria salió despedido del volcán y cayó al agua a unas
decenas de metros de la embarcación, provocando una gigantesca ola que barrió
la cubierta, arrastrando por la borda a algunos de los pasajeros. Un segundo
fragmento, más grande que el primero, golpeó directamente al barco, que se
partió por la mitad y se hundió en menos de un minuto. No hubo
supervivientes.
EL ASISTENTE
Joyce Barker (Chile)
Todo se veía borroso, y
los dos caminos parecían indicar la ruta correcta. Cuando uno de ellos se
inclinaba hacia arriba, el otro hacia abajo. La persona que la acompañaba insistía
en que eligiera qué camino seguir:
—¡No
quiero decidir! Ninguno me da confianza, mejor vuelo y los veo desde arriba.
—No
puedes hacer eso en este sueño. Decide ya. Te quedan pocos minutos para
despertar —respondió la otra persona.
—No.
No debo hacer nada que no quiera.
—¿Me
estás desafiando? Entonces no podrás encontrar la respuesta.
—¡Pero
si no he preguntado nada!
—Está
bien, Clara. Ya has decidido no decidir. Como asistente onírico voy a tener
que…
—¿Clara?
Me llamo María.
—¿Qué?
¿Estás segura?
—¡Por
supuesto! Qué pregunta más tonta… y ahora, ¿qué haremos?
—‘Nosotros’
no haremos nada. Yo tengo que ir al sueño de Clara. Debe estar histérica parada
en la mitad del desierto, no se le va a ocurrir nada, y despertará angustiada.
Obviamente no se acordará del sueño. Nunca se acuerda.
—¿De
qué se trata su sueño? Estos caminos…
—Es
una escena de una película que vio en la tarde.
—¿Acaso
es una niña?
—No.
Es una entusiasta sin imaginación. Pero se cree genial.
—Qué
loca.
—Sí,
en un mal sentido. Clara no es de ese tipo de locos geniales.
—¿Y
por qué la asistes, entonces? ¿No se supone que debes ayudar sólo a los que se acuerdan
de sus sueños?
—¿Cómo
supiste eso?
—Me
lo dijo otro asistente onírico… hace tiempo.
—¡No
debió decirte eso! Voy a tener que acusarlo. ¿Cómo se llama?
—Eso
da lo mismo. Cuéntame por qué la asistes si no le corresponde.
—Bueno,
a veces las necesidades te llevan a hacer actos que no…
—¡Vendido!
—Si
lo quieres ver así…
LA BOLSA
DE PANTALÓN VAQUERO
Hernán Bortondello (Argentina)
No puedo decir si la
bolsa existió o es un recuerdo mitológico de la niñez. A veces la entreveo,
difusa entre las tinieblas de mi desastrosa memoria, teñida con el incierto celeste
de los jeans muy usados. Creo que la había confeccionado mamá con viejos
pantalones de papá. Le cosió siluetas con retazos de telas llamativas. Estrellas,
medialunas, soles. Era grande, o al menos yo la veía así, y determinaría una de
mis primeras responsabilidades. Era el fin de los juguetes desparramados y de
mis tiempos de anarquía absoluta. “¡Todos
los chiches en la bolsa, Pichi! Si no, los saco a la calle para que se los
lleven los chicos pobres”. Los chicos pobres... Sin saberlo, esa amenaza
despertaba en mí un ciego odio de clases. En fin, hoy la llamaríamos la bolsa
de jeans, pero siendo fiel, en aquel entonces conocíamos pocas palabras en
inglés. Nuestros amados jeans eran los “pantalones vaquero” o los “Far West”,
por una marca emblemática en la Argentina de los sesenta. ¡Los Far West! Dios,
qué recuerdos, los Far West…
Por todo esto, a la medio recordada, medio inventada, la llamaré por siempre “La Bolsa de Pantalón Vaquero”. Y ni una palabra más.
ROLES
María
Elena Rodríguez (Uruguay)
Desde
pequeña supo que no quería ser Sofía. No le gustaban las muñecas, ni las
rondas, ni las rimas de sorteo; las conversaciones de sus compañeras la
aburrían. Le encantaba trepar a los árboles, jugar “picaditos” con los chicos
del barrio y hasta el boxeo. A los quince años descubrió que se había enamorado
de su mejor amiga, pero no como mujer sino con amor de hombre. Entonces se dio
cuenta que no era la chica que todos veían, se sentía varón.
A
partir de ahí se integró a comunidades de otras personas que estaban en la
misma situación, se encontró entre sus iguales y tomó la decisión de cambiar de
género.
El
proceso fue lento y con etapas difíciles, pero exitoso. Luego de tratamientos
hormonales y tres cirugías su cuerpo era el que siempre había soñado.
Sofía
quedó en el pasado, solo en algunas fotos que guardó su madre. Ahora todos le
llamaban Gastón.
Amaba afeitarse todas las mañanas, mirar sus
pectorales y sus bíceps desarrollados, amaba ser hombre y más que nada amaba a
Amalia, que se había convertido en su compañera de vida.
Juntos
construyeron un futuro y una familia. Era un sueño de la infancia hecho
realidad para Gastón; se sentía afortunado.
Ya
había cumplido sesenta y cinco cuando comenzó a olvidar hechos cotidianos,
luego el nombre de los objetos.
—Es
normal, Gastón —le dijo Amalia—, es la edad.
Él
la miró con asombro:
—¿Gastón?
¿Quién es Gastón? ¿Por qué me llamas así? Soy Sofía.
EN CARNE PROPIA
Itzel Alejandra Flores García (México)
Ella se fue arrancando las escamas que le dolían
tanto. Esas escamas que habían cambiado de color, que habían cambiado de olor y
de tamaño. Ya no eran las escamas que la habían vestido tanto tiempo haciéndola
lucir hermosa y protectora, no. Esas escamas se habían ido resquebrajando y
mutando en otra cosa que le ardía el cuerpo. No podía tenerlas más y por eso es
que con sus garras las jalaba, aunque se arañaba, se iba pelando cada
centímetro de la piel y así por unas horas más hasta que quedó completamente
desollada, en carne viva, boca arriba sin saber qué hacer con esa desnudez
quemante.
Las escamas se secaron segundos
después, se hicieron polvo y unos minutos más tarde, ya no existían.
Ella lloró y lloró; no veía el
momento en que el cuerpo dejaría de dolerle, aunque sabía que, si las hubiera
dejado ahí, las escamas la habrían envenenado. Lo único que le quedaba era
soportar y así lo hizo.
A la mañana siguiente salió y se
deslizó triunfante por la arena. Su lengua, por muy viperina, nunca podría
contar su calvario a las demás.
CAMINOS PARALELOS
Oscar De los Ríos (Argentina)
Dos caminos que corren paralelos y, como la vida y la muerte, llegan a un mismo destino; una arboleda los separa. Ambos terminan en la cerca de mi casa. Así recuerdo mi niñez, los nudillos en la puerta y la sonrisa de mi madre al atender. Nudillos que un día se despellejaron sin que la sonrisa apareciera. Recuerdo la primera vez que me paré delante de estás sendas, y el olor fresco de la gramínea recién cortada; mi padre sostenía mi mano y muy serio, me dijo:
—Solo uno puedes escoger para salir o volver a la casa, toda la vida debes transitar el mismo, es una tradición familiar que nadie puede explicar y, sin embargo, todos la han respetado desde tiempo inmemorial.
Y así lo hice, jamás, ni siquiera una vez, tomé el camino que se abría a la derecha de la puerta de mi casa. Los años pasaron y nunca me cuestioné esta decisión. Hoy las canas cubren mi cabeza y siento la necesidad de romper la tradición familiar. Me aterra la idea de recorrer el camino de la derecha, apenas doy un paso y mis piernas se paralizan... ¡ya estoy en él!
El sol reverbera sobre mi cabeza y el viento susurra entre las hojas qué, como mil lenguas, me gritan una advertencia. Sin embargo, nada extraño ocurre. A medida que avanzo veo pasar mi vida en retrospectiva por el camino que siempre transité. Al llegar al final arribo a la puerta de mi casa. Mis nudillos se estrellan contra esta y mi corazón desbocado solo se aquieta al percibir, tras la puerta abierta, la sonrisa de mi madre.
EL
ILUSIONISTA
Patricio
G. Bazán (Argentina)
Un impecable caballero de frac y
galera, sentado en compañía de su aburrimiento, se cubría el rostro con las
manos, incapaz de soportar un segundo más el espectáculo. Una joven bailarina
cantaba y se contorsionaba impúdicamente al ritmo de una chirriante versión de
“Lili Marleen”.
—Bei der Laterne woll'n wir steh'n, Wie einst
Lili Marleen…
—¡Basta!
Un pase de manos del hombre, y chica y canción se esfumaron
como por ensalmo.
—Cada vez peor… Necesito crear algo diferente… —barbotó.
Se paseó arriba y abajo por la habitación, repasando
mentalmente sus últimos golpes de efecto. ¿Qué le faltaba por inventar?
A medida que se concentraba más y más, sus pensamientos se
corporizaban en forma de una neblina azulada que crecía en densidad.
Finalmente, con un “¡plop!” bastante desafinado, se materializó una figura
humana, tan parecida al propio ilusionista que lo dejó perplejo.
Se acercó para examinarlo mejor, tarea que fue mimada por el
doble a la perfección. Uno era el otro a cada lado del espejo.
—Asombroso… —susurraron con admiración.
El ilusionista agitó los brazos, bailó unos pasos de
can-can, cacareó como una gallina e incluso simuló poner un huevo, siempre con
un ojo puesto en su doble, atento al menor fallo. Pero la duplicación resultaba
impecable, salvo por el detalle de la inversión especular.
—¡El número perfecto! —exclamaron al unísono.
La sensación de burla enfrió su entusiasmo. Comenzaba a
fastidiarse de ese impostor tan implacablemente fiel.
—¡Vete! —exclamaron tras una serie de pases mágicos.
Ambos permanecieron observándose con perplejidad.
Patearon en suelo, frustrados. Se echaron, amenazaron con un
puño, maldijeron, agotaron el escaso repertorio de palabrotas que conocían
(culpa de una buena educación victoriana); se burlaron, lloraron, suplicaron,
pero el otro siempre permanecía enfrente. Derrotados, tras limpiarse los mocos
y arreglarse las ropas, decidieron confundirse en un fraternal abrazo.
La violenta explosión resultante del encuentro entre el
ilusionista y el anti-ilusionista despertó a todos los vecinos del barrio, que
acudieron presurosos y a medio vestir a contemplar el desastre.
LA ESPERA
Erica Echilley (Argentina)
Llueve.
Londres siempre fue el peor lugar para unas vacaciones en otoño, pensó. Él bajó
del auto. Sacó el paraguas y se aproximó parsimonioso hasta la entrada de la
casa. La fachada antigua, el techo a dos aguas y las tejas terracota. Todo
había sido devorado por los dientes de Cronos. Las enredaderas inefables se
abrazaron a las ventanas, a las puertas, a las columnas y, en definitiva, a los
recuerdos de la infancia. Esto es lo que sucede cuando uno no pone límites,
murmuró para sus adentros y abrió el pequeño portón que lo separaba de la
entrada. Se detuvo antes de dar el siguiente paso. Las llaves bailaron en el
bolsillo de su sobretodo, sus manos nerviosas no condecían con lo apacible de su
andar. Las mariposas se revolcaron en sus entrañas y querían escapar por su
pecho. Así se debía sentir la euforia de volver al lugar donde había conocido
la felicidad.
Giró la llave. El ruido estrepitoso del
rechinar de la puerta irrumpió en la solemnidad del salón. Las telarañas se
erigían como guirnaldas desde los techos. ¡Bienvenido, mi vida!, se escuchó de
pronto y la frase hizo eco en su cabeza. La expresión de sorpresa se
transfiguró en sus ojos. Ella estaba sentada a la luz tenue de un velador
cubierto de polvo. Soportó la espera durante las interminables noches, porque
sabía que vendría. Era imposible que no lo hiciera. Los asesinos siempre
vuelven a la escena del crimen.
KENT
Maritza
Elizabeth Macías Mosquera (Chile)
Él las elegía. Ellas, ignorantes, jamás se percataron. Caminaban sinuosas por las calles de la ciudad, elegantes, deportivas, casuales, de todas las modas posibles. Su técnica era sencilla, las vigilaba a una distancia prudente y, cada vez que sucedía, cambiaba su estilo de vestir, las gafas y sombrero si los usaba. La policía encontró un hilo conductor en esta investigación: todos los cadáveres eran altas, con un cuerpo similar a la muñeca Barbie y con un vestido idéntico al de la foto de la mencionada muñeca que dejaba a su lado.
EL LENGUAJE GENERA REALIDAD
Luciano Lara (Argentina)
—Te amo —dijo ella. De inmediato trabé los dientes para reprimir la respuesta; llevaba semanas preparándome para ello.
La miré, no pude evitarlo; tampoco pude disimular la sonrisa que ella acompañó con un gesto de complicidad. La sensación de fracaso estratégico se disipó de repente junto con mis arrugas, mi desgano y mi falta de deseo.
Abrí los ojos y me levanté casi de un salto, pero el espejo del baño me recibió frío y solo; con la misma imagen de siempre.
El lenguaje genera realidad, pensé; el silencio también.
MALAS NOTICIAS
Rafael
Martínez Liriano (República Dominicana)
—¿Dónde está Adriana que hace rato no la veo?
—Mamá murió hace tres años, papá —dijo Marcela con la voz
cortada por el sentimiento.
El anciano quedó paralizado por la noticia, se llevó las
manos a la cara buscando detener o por lo menos ocultar sus lágrimas al mundo.
Marcela sufría al tener que dar tan terrible noticia a su
padre ya anciano, decirle que una parte de su vida ya no estaba. Y sufría aún
más al tener que repetir la escena tres o cuatro veces al día debido a los
problemas de memoria que de a poco tomaba lo más valioso en la vida del ser
humano, sus recuerdos.
EX-CRITOR
Javier
López (España)
Cuando dejé de
escribir hice felices a muchas personas.
Los críticos se sintieron aliviados por no tener que leer mis textos para
hacer sus reseñas en el semanario dominical. Nunca entendían lo que quería
decir, e interpretarlo les suponía un esfuerzo extra, acostumbrados a trabajar
poco y cobrar bastante.
Mi esposa es quizá la que más lo celebró. Se terminaron los días y las
noches encerrado en la biblioteca, desatendiendo a mis hijos, de los que
llegaba incluso a confundir sus nombres y, por supuesto, a olvidar las fechas
de sus cumpleaños.
Pero como dicen, nunca llueve a gusto de todos. Y se me cae el alma a los
pies cada vez que entro en la biblioteca y veo a los que fueron mis personajes
apilados en un rincón, empequeñecidos, inexpresivos y con la cabeza gacha,
esperando a que vuelva algún día a apoyar el lápiz sobre el papel.
PALABROTAS
Sergio Gaut vel Hartman
Tomar café con Antonio es casi lo mismo que trabajar ocho horas en un
sótano. Pero no porque Antonio sea un mal tipo, en absoluto. Quiero a Antonio
como si fuera mi hermano, lo quiero más que a mi hermano, que es un tipo
egoísta y obcecado. El problema con Antonio es su acendrada costumbre de
utilizar palabras rebuscadas y obsoletas que recoge por aquí y por allá y
colecciona con la obsesiva persistencia de un maníaco. Hoy, sin ir más lejos,
mientras tomábamos café en el Sócrates que está a la vuelta de mi casa, lanzó
una de sus rimbombantes y vesánicas sentencias.
—No logro comprender tu ataraxia —comentó—. Estamos en
medio de una hecatombe y tu única defensa es que debemos ser resilientes.
Podría entenderlo si fueras un cenobita o si pertenecieras a un grupo esotérico
que explica la realidad a través de la nesciencia y otras obscenidades por el
estilo, dignas de terraplanistas, negadores seriales y aficionados a los
axiomas absurdos. Pero un agibílibus, ¡por favor!
—¡Yo no soy eso! —protesté—. ¿Un agibílibus? ¿De dónde
lo sacaste?
—Un agibílibus es un sujeto hábil, ingenioso, a veces
hasta pícaro, para desenvolverse en la vida.
—¡Ah, bueno! —consentí.
—Sé que en lo más recóndito de tu corazón habita un
filósofo, la clase de persona que tratará de vivir de acuerdo con sus normas,
sin permitir que la realidad externa lo afecte. Pero ¿has dejado de leer los
diarios, de ver la televisión? ¡Todo se desmorona, mi amigo! La quimera de un
mundo mejor, que abrigamos en nuestra juventud, ha sido demolida por los
descerebrados, los fascistas, los miserables, los consumistas, los caliginosos…
—¡Suficiente! —exclamé—. No tengo ganas de padecer las
invectivas de un gárrulo.
—¿De un qué? La anoto. Te juro que esa no la tenía.