Lidia Nicolai
Cuando el dentista me sacó aquella muela del infierno, yo
contaba treinta y cinco años, estaba casado, no tenía hijos, era enfermero y
trabajaba en un laboratorio de análisis clínicos. Es decir, era una persona
común, con una vida metódica y feliz.
Pero a partir de
ese día mi tranquila vida cambió
bruscamente. Me vi envuelto en una situación extraordinaria que me provocó no
sólo dolor físico sino también un
gran desasosiego. Y la padecí en la más estricta soledad: los médicos, y hasta
mi propia mujer, nunca aceptaron que lo mío fuera un caso prodigioso, todos
prefirieron echarle la culpa a la fantasía o al estrés, cuando no a la locura.
Cierta mañana desperté con un fuerte dolor de muelas.
Llamé al doctor Gutiérrez, mi dentista de los últimos diez años, y me hizo un
lugarcito en su apretada agenda de ese mismo día.
Justo cuando yo
entraba en el consultorio, salía un hombre agarrándose la cara. Tenía la
mejilla hinchada, y en su expresión
había algo que demoré en descifrar: era un gesto de dolor y, a la vez, de inmensa
alegría. Mientras me sentaba en el sillón del consultorio, le comenté al doctor
lo del gesto ambiguo de su paciente.
—Es que se fue
muy aliviado —me dijo—. ¡Usted no sabe cómo llegó! Hacía tiempo que yo no veía
encías tan inflamadas.
Gutiérrez siguió
hablando del paciente anterior y, al mismo tiempo, con movimientos precisos me colocó el delantal de plomo sobre
el cuerpo, luego la pequeña placa radiográfica en la boca indicándome que la
sostuviera con el dedo índice, y finalmente el aparato de rayos casi tocando mi
mejilla.
Minutos después, mientras miraba la placa al trasluz, me dijo muy
serio:
―Vamos a tener
que extraer esta muela. La raíz se partió. Mire, acá se ve muy bien.
Era lo que yo había temido.
—¿Quiere que hagamos la
extracción ahora mismo? —agregó.
Sabía que Gutiérrez no era amigo de sacar piezas dentales a menos que fuese necesario y, aunque sufrí un extraño
escalofrío, le contesté que sí.
—¿Sabe, doctor? —le
dije, y contuve las náuseas—, por primera vez desde que lo conozco me da un
poco de miedo sacarme la muela.
El doctor me palmeó el hombro y se rio de forma tan contagiosa que también me reí, y me relajé. Sin embargo, el miedo no
es zonzo, como decía mi madre. Pero eso, claro, lo recordé más tarde.
Gutiérrez me dio la espalda y se puso a preparar
el instrumental para la extracción. Mis ojos vagaron por el consultorio y se
detuvieron en un punto cercano a mi mano izquierda, sobre la mesita móvil de
mármol blanco, esa que soporta la pileta metálica y la cánula aspiradora. Ahí –lo
descubrí porque soy muy observador y mi vista es muy buena–, un insecto del
tamaño de un piojo movía las alas. Me incorporé en el
sillón para verlo de cerca y saltó sobre la lámpara que yo tenía frente a la
cara. Los ojos rojos, iridiscentes,
se destacaban sobre el magnífico
verde esmeralda del resto del cuerpo.
El doctor se
volvió –la jeringa lista apuntando al techo– para echarme una mirada
interrogativa, y estuve tentado de señalarle el
insecto, pero me distraje: los ojos del bicho me miraban fijo. Vi la pinza en
la mano del doctor y, casi de inmediato, la muela ensangrentada sujeta por la misma pinza brilló frente a su cara
triunfante. Busqué al bicho con la mirada. Ya no estaba sobre la lámpara.
¡Todo había sucedido tan rápido!
La boca abierta, la pinza adentro, el bicho que ya no estaba sobre la lámpara… ¿Habría
entrado en mi boca montado sobre la pinza?
─¿Quiere llevarlo?
─¿Qué?
—Al molar. —El doctor era todo
sonrisa—. Le pregunto si se lo quiere llevar de recuerdo.
La perplejidad me dominaba, no
por la pregunta que no era nueva, sino porque no veía al bicho por ninguna
parte.
—Muerda. Mantenga la gasa
apretada por media hora —me ordenó el doctor, y yo ni cuenta me había dado de
la gasa: un dolor suave pero punzante en el lugar de la herida había capturado por completo mi
atención.
—Siento un pinchacito —dije.
—Es raro, aún está anestesiado. —El
doctor debe de haber percibido mi inquietud, porque enseguida agregó—: No se
preocupe, todo está muy bien. A pesar de que la raíz estaba partida pude
sacarla de un solo tirón.
Él se rio, y yo me reí sólo para
no desentonar: estaba muy lejos de sentirme alegre.
—No coma nada sólido por el día
de hoy, por favor. Mañana, comida normal. Si le duele, tome uno de estos
comprimidos. Sólo si le duele.
—¿Antibiótico?
—No, no es necesario.
Mientras el doctor me hablaba yo
tocaba con la lengua la gasa empapada en sangre, y la leve inquietud inicial
iba tomando una fuerza inusitada.
—Creo —dije sin pensar— que un
bicho entró en mi boca con la pinza, doctor.
—¿Cómo dice? No lo dirá en serio:
usted mismo vio que saqué el instrumental de la autoclave. Todo perfectamente esterilizado.
Me dio vergüenza, pero mi lengua
no la tomó en consideración.
—El bicho primero estaba acá,
sobre la mesita de mármol, saltó a la lámpara y después a la pinza. No me animé
a decírselo, doctor, pero… ahora lo tengo adentro. Estoy seguro.
Entonces
Gutiérrez me echó una mirada que no le conocía: se había dado cuenta de que le
hablaba muy en serio. Después se puso a acomodar el
instrumental. Y yo, en el sillón, aún con el babero amarillo puesto, seguía tocando con la lengua la gasa
ensangrentada. La hubiera escupido de buena gana pero me acobardé. En ese
momento el dentista pasó a ser un extraño alto, de pelo canoso, que me daba la
espalda. Después, en silencio, me quitó el babero y apretó el pedal que baja el sillón. Las manos ligeramente temblorosas
del doctor me alertaron sobre su
nerviosismo.
—Usted no me
cree —dije.
—No —me dijo, y en la dureza
helada de su mirada entreví la ofensa que mis palabras le habían infligido—. No
entiendo a qué viene lo del bicho
sobre la pinza. Todo está bien, no piense en cosas raras. Ahora le voy a dar
este antibiótico —y me extendió dos cajitas de muestras gratis—,
aunque no es necesario, se lo doy para que se sienta más tranquilo. No quiero
que se vaya con la idea de que alguna bacteria y menos un bicho se metió en la herida.
Salí del consultorio y la luz del
sol me golpeó los ojos, pero no fue suficiente para iluminar las lóbregas
catacumbas mentales en las que me encontraba. En esa atmósfera pegajosa de
irrealidad, que transformaba las caras de los transeúntes en las de otro
planeta, caminé sin conciencia, obsesionado con el aguijoneo de la mandíbula.
Luego de un rato, me sorprendí sentado en el subte de regreso a casa. Otra vez en la calle, entré en el
primer bar. Pedí agua mineral, tomé el antibiótico y también el analgésico, por
las dudas. Si el bicho estaba dentro de
mí como suponía, tal vez el antibiótico lo matara. Los pinchacitos habían
aparecido en el momento en que el doctor me mostró la muela, y ese hecho estaba
volviéndome loco. Sólo cabía pensar en dos alternativas: que los pinchazos se
debieran a la extracción –opción por la que todo el mundo se inclinaría en los
días siguientes– o que fueran
producidos por las patas uñosas del insecto dentro de mi mandíbula. Yo me
inclinaba por la segunda posibilidad. Desde el vamos –cuando lo vi saltar de la
mesita a la lámpara– yo había desconfiado: intuí que era dañino. Claro que,
como observaría más tarde mi mujer (debo
reconocer que no sin falta de sentido común), un insecto tan diminuto bien
podría haber volado a cualquier parte del consultorio fuera de mi campo visual,
o sea que yo podría estar elucubrando una
historia sobre una base muy endeble: no haberlo localizado después de la
extracción. Mientras tomaba agua pensaba
todo esto y, transcurrida media hora, me di cuenta de que el antibiótico no
surtía efecto alguno y unos aguijonazos espantosos me hacían doler la garganta
con cada sorbo.
Cuando llegué a casa, abrí bien la boca frente al espejo del baño. No pude
ver nada: el dolor venía de más adentro. Le
conté lo sucedido a mi esposa. “Las
puntadas son tan urticantes que es como si la punta de un cuchillo golpeteara
acompasadamente en lo más profundo de mi garganta”, le dije. Pero ella –a pesar
de que me conoce bien y sabe que yo no soy de inventar– se limitó a mirarme con
indiferencia y preferí no discutir, porque también la conozco bien: persistir
en mi postura sólo hubiera alimentado lo que evidentemente era una muestra más
de gozosa maldad femenina.
Al día siguiente consulté con un
otorrinolaringólogo. El hombre, que podría haber sido mi abuelo, me habló con
amabilidad condescendiente, como se hace con los chicos que no quieren entender:
yo no tenía nada en la garganta, era preciso que me quitara de la cabeza la
idea de que un insecto hubiera entrado por mi muela, debía tranquilizarme. Me
recomendó a un psiquiatra amigo: me recetaría algún medicamento y podría
descansar bien.
Con el transcurrir de los días el
bicho fue bajando por mi cuello. ¿Y
si iba a parar al corazón? ¡Quién sabe qué estropicio podría hacer allí! El
miedo a morirme alcanzó tal intensidad que fui al psiquiatra por propia decisión: me era imposible
vivir en ese estado de ansiedad. El psiquiatra me escuchó con viva atención y
luego, coincidiendo con el dentista y con el otorrino, opinó que sólo eran
ideas mías, sin ningún asidero, posiblemente producto del estrés laboral. Me
recetó un ansiolítico para el día y un inductor del sueño para la noche.
Cuando el bicho llegó al estómago
los dolores se hicieron ardientes. El muy perverso parecía divertirse arañando
las paredes mucosas. Visité a un gastroenterólogo y, por lo menos en este caso,
a diferencia de los demás, este médico me indicó varios estudios: una
radiografía seriada, una endoscopía (me pareció lo más importante, tal vez se detectara al insecto) y una tomografía.
Cuando fui a verlo por segunda
vez, los informes con los resultados
cubrían el escritorio.
—Amigo, quédese tranquilo, usted
está más sano que yo. Lo que le sucede es que concentra sus nervios en el
estómago.
Estas fueron sus únicas palabras.
Antes que lo mencionara él, le informé yo
que el psiquiatra ya me había recetado algo para los nervios.
Le di la mano y me fui.
Mi vida empeoraba de manera
insidiosa. ¡Qué ingenuo había sido al
esperar algún tipo de comprensión por parte de mis compañeros de trabajo! Me
miraban raro y me seguían la corriente, como se hace con los locos. Se
limitaban a repetir lo mismo que yo decía y a quejarse de la inoperancia de los
profesionales que había consultado. Nada más ajeno a sus formas de ser. Intentar
explicarles algo más, sólo hubiera servido para aumentar mi ya opresivo
sentimiento de soledad.
Una mañana desperté sobresaltado. Me dolía mucho el pie izquierdo. Durante
la ducha sentí cierto alivio, pero la uña del dedo gordo estaba amoratada. Busqué
en vano en mi memoria: en ningún momento me había golpeado el pie. Después de
todo, al podólogo aún no había ido: pedí turno. El dolor era tan intenso que a
duras penas podía caminar.
El podólogo trató mi dedo con
mucha delicadeza; sin embargo, aunque le puso una pomada analgésica, el dolor
no menguó. Me dijo:
—Aquí hay algo
poco común.
Me incliné y vi que la punta del
dedo parecía latir.
—Algo se mueve acá.
—Es el bicho —dije sin querer, y
se me llenaron los ojos de lágrimas.
El podólogo me dedicó una sonrisa escéptica y siguió con el
pie en la mano, tocando la zona que se movía.
—Voy a drenar ese absceso. Le va
a aliviar el dolor.
Tomó mi dedo como si fuera un
tornillo al que hay que enroscar y lo retorció para un lado y para el otro
untándolo con una crema anestésica. Después lo pinchó con una aguja fina que
tenía un pequeño catéter. El chorro de sangre salió como un chispazo hacia el
ojo del podólogo.
—¿Qué pasó? —atinó a exclamar
masajeándose el párpado.
—No vi nada —mentí.
—Disculpe —dijo con la cara
contraída por el dolor—, voy a asearme, algo se me metió en el ojo. Por favor,
usted quédese quieto acá, el drenaje no terminó.
El podólogo desapareció por una
puerta. De un tirón me desprendí de la cánula y me calcé la media. Aunque el
zapato era plomo apretando el dedo, salí corriendo ante la mirada azorada de la
secretaria.
Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.

¡Muy bueno!
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