jueves, 20 de noviembre de 2025

EL BICHO

Lidia Nicolai

 

Cuando el dentista me sacó aquella muela del infierno, yo contaba treinta y cinco años, estaba casado, no tenía hijos, era enfermero y trabajaba en un laboratorio de análisis clínicos. Es decir, era una persona común, con una vida metódica y feliz.

Pero a partir de ese día mi tranquila vida cambió bruscamente. Me vi envuelto en una situación extraordinaria que me provocó no sólo dolor físico sino también un gran desasosiego. Y la padecí en la más estricta soledad: los médicos, y hasta mi propia mujer, nunca aceptaron que lo mío fuera un caso prodigioso, todos prefirieron echarle la culpa a la fantasía o al estrés, cuando no a la locura.  

 

Cierta mañana desperté con un fuerte dolor de muelas. Llamé al doctor Gutiérrez, mi dentista de los últimos diez años, y me hizo un lugarcito en su apretada agenda de ese mismo día.

Justo cuando yo entraba en el consultorio, salía un hombre agarrándose la cara. Tenía la mejilla hinchada, y en su expresión había algo que demoré en descifrar: era un gesto de dolor y, a la vez, de inmensa alegría. Mientras me sentaba en el sillón del consultorio, le comenté al doctor lo del gesto ambiguo de su paciente.

—Es que se fue muy aliviado —me dijo—. ¡Usted no sabe cómo llegó! Hacía tiempo que yo no veía encías tan inflamadas.

Gutiérrez siguió hablando del paciente anterior y, al mismo tiempo, con movimientos precisos me colocó el delantal de plomo sobre el cuerpo, luego la pequeña placa radiográfica en la boca indicándome que la sostuviera con el dedo índice, y finalmente el aparato de rayos casi tocando mi mejilla.

Minutos después, mientras miraba la placa al trasluz, me dijo muy serio: 

―Vamos a tener que extraer esta muela. La raíz se partió. Mire, acá se ve muy bien.

Era lo que yo había temido.

—¿Quiere que hagamos la extracción ahora mismo? —agregó.

Sabía que Gutiérrez no era amigo de sacar piezas dentales a menos que fuese necesario y, aunque sufrí un extraño escalofrío, le contesté que sí.

—¿Sabe, doctor? —le dije, y contuve las náuseas—, por primera vez desde que lo conozco me da un poco de miedo sacarme la muela.

El doctor me palmeó el hombro y se rio de forma tan contagiosa que también me reí, y me relajé. Sin embargo, el miedo no es zonzo, como decía mi madre. Pero eso, claro, lo recordé más tarde.

Gutiérrez me dio la espalda y se puso a preparar el instrumental para la extracción. Mis ojos vagaron por el consultorio y se detuvieron en un punto cercano a mi mano izquierda, sobre la mesita móvil de mármol blanco, esa que soporta la pileta metálica y la cánula aspiradora. Ahí –lo descubrí porque soy muy observador y mi vista es muy buena–, un insecto del tamaño de un piojo movía las alas. Me incorporé en el sillón para verlo de cerca y saltó sobre la lámpara que yo tenía frente a la cara. Los ojos rojos, iridiscentes, se destacaban sobre el magnífico verde esmeralda del resto del cuerpo.

El doctor se volvió –la jeringa lista apuntando al techo– para echarme una mirada interrogativa, y estuve tentado de señalarle el insecto, pero me distraje: los ojos del bicho me miraban fijo. Vi la pinza en la mano del doctor y, casi de inmediato, la muela ensangrentada sujeta por la misma pinza brilló frente a su cara triunfante. Busqué al bicho con la mirada. Ya no estaba sobre la lámpara.

¡Todo había sucedido tan rápido! La boca abierta, la pinza adentro, el bicho que ya no estaba sobre la lámpara… ¿Habría entrado en mi boca montado sobre la pinza?

─¿Quiere llevarlo?

─¿Qué?

—Al molar. —El doctor era todo sonrisa—. Le pregunto si se lo quiere llevar de recuerdo.

La perplejidad me dominaba, no por la pregunta que no era nueva, sino porque no veía al bicho por ninguna parte.

—Muerda. Mantenga la gasa apretada por media hora —me ordenó el doctor, y yo ni cuenta me había dado de la gasa: un dolor suave pero punzante en el lugar de la herida había capturado por completo mi atención.

—Siento un pinchacito —dije.

—Es raro, aún está anestesiado. —El doctor debe de haber percibido mi inquietud, porque enseguida agregó—: No se preocupe, todo está muy bien. A pesar de que la raíz estaba partida pude sacarla de un solo tirón.

Él se rio, y yo me reí sólo para no desentonar: estaba muy lejos de sentirme alegre.

—No coma nada sólido por el día de hoy, por favor. Mañana, comida normal. Si le duele, tome uno de estos comprimidos. Sólo si le duele.

—¿Antibiótico?

—No, no es necesario.

Mientras el doctor me hablaba yo tocaba con la lengua la gasa empapada en sangre, y la leve inquietud inicial iba tomando una fuerza inusitada.

—Creo —dije sin pensar— que un bicho entró en mi boca con la pinza, doctor.

—¿Cómo dice? No lo dirá en serio: usted mismo vio que saqué el instrumental de la autoclave. Todo perfectamente esterilizado.

Me dio vergüenza, pero mi lengua no la tomó en consideración. 

—El bicho primero estaba acá, sobre la mesita de mármol, saltó a la lámpara y después a la pinza. No me animé a decírselo, doctor, pero… ahora lo tengo adentro. Estoy seguro.

Entonces Gutiérrez me echó una mirada que no le conocía: se había dado cuenta de que le hablaba muy en serio. Después se puso a acomodar el instrumental. Y yo, en el sillón, aún con el babero amarillo puesto, seguía tocando con la lengua la gasa ensangrentada. La hubiera escupido de buena gana pero me acobardé. En ese momento el dentista pasó a ser un extraño alto, de pelo canoso, que me daba la espalda. Después, en silencio, me quitó el babero y apretó el pedal que baja el sillón. Las manos ligeramente temblorosas del doctor me alertaron sobre su nerviosismo.

—Usted no me cree —dije.                              

—No —me dijo, y en la dureza helada de su mirada entreví la ofensa que mis palabras le habían infligido—. No entiendo a qué viene lo del bicho sobre la pinza. Todo está bien, no piense en cosas raras. Ahora le voy a dar este antibiótico —y me extendió dos cajitas de muestras gratis—, aunque no es necesario, se lo doy para que se sienta más tranquilo. No quiero que se vaya con la idea de que alguna bacteria y menos un bicho se metió en la herida.

Salí del consultorio y la luz del sol me golpeó los ojos, pero no fue suficiente para iluminar las lóbregas catacumbas mentales en las que me encontraba. En esa atmósfera pegajosa de irrealidad, que transformaba las caras de los transeúntes en las de otro planeta, caminé sin conciencia, obsesionado con el aguijoneo de la mandíbula. Luego de un rato, me sorprendí sentado en el subte de regreso a casa. Otra vez en la calle, entré en el primer bar. Pedí agua mineral, tomé el antibiótico y también el analgésico, por las dudas.  Si el bicho estaba dentro de mí como suponía, tal vez el antibiótico lo matara. Los pinchacitos habían aparecido en el momento en que el doctor me mostró la muela, y ese hecho estaba volviéndome loco. Sólo cabía pensar en dos alternativas: que los pinchazos se debieran a la extracción –opción por la que todo el mundo se inclinaría en los días siguientes– o que fueran producidos por las patas uñosas del insecto dentro de mi mandíbula. Yo me inclinaba por la segunda posibilidad. Desde el vamos –cuando lo vi saltar de la mesita a la lámpara– yo había desconfiado: intuí que era dañino. Claro que, como  observaría más tarde  mi mujer (debo reconocer que no sin falta de sentido común), un insecto tan diminuto bien podría haber volado a cualquier parte del consultorio fuera de mi campo visual, o sea que yo podría estar elucubrando una historia sobre una base muy endeble: no haberlo localizado después de la extracción.  Mientras tomaba agua pensaba todo esto y, transcurrida media hora, me di cuenta de que el antibiótico no surtía efecto alguno y unos aguijonazos espantosos me hacían doler la garganta con cada sorbo.

 

Cuando llegué a casa, abrí bien la boca frente al espejo del baño. No pude ver nada: el dolor venía de más adentro. Le conté lo sucedido a mi esposa.  “Las puntadas son tan urticantes que es como si la punta de un cuchillo golpeteara acompasadamente en lo más profundo de mi garganta”, le dije. Pero ella –a pesar de que me conoce bien y sabe que yo no soy de inventar– se limitó a mirarme con indiferencia y preferí no discutir, porque también la conozco bien: persistir en mi postura sólo hubiera alimentado lo que evidentemente era una muestra más de gozosa maldad femenina.

Al día siguiente consulté con un otorrinolaringólogo. El hombre, que podría haber sido mi abuelo, me habló con amabilidad condescendiente, como se hace con los chicos que no quieren entender: yo no tenía nada en la garganta, era preciso que me quitara de la cabeza la idea de que un insecto hubiera entrado por mi muela, debía tranquilizarme. Me recomendó a un psiquiatra amigo: me recetaría algún medicamento y podría descansar bien.

Con el transcurrir de los días el bicho fue bajando por mi cuello. ¿Y si iba a parar al corazón? ¡Quién sabe qué estropicio podría hacer allí! El miedo a morirme alcanzó tal intensidad que fui al  psiquiatra por propia decisión: me era imposible vivir en ese estado de ansiedad. El psiquiatra me escuchó con viva atención y luego, coincidiendo con el dentista y con el otorrino, opinó que sólo eran ideas mías, sin ningún asidero, posiblemente producto del estrés laboral. Me recetó un ansiolítico para el día y un inductor del sueño para la noche. 

Cuando el bicho llegó al estómago los dolores se hicieron ardientes. El muy perverso parecía divertirse arañando las paredes mucosas. Visité a un gastroenterólogo y, por lo menos en este caso, a diferencia de los demás, este médico me indicó varios estudios: una radiografía seriada, una endoscopía (me pareció lo más importante, tal vez se detectara al insecto) y una tomografía.

Cuando fui a verlo por segunda vez,  los informes con los resultados cubrían el escritorio.

—Amigo, quédese tranquilo, usted está más sano que yo. Lo que le sucede es que concentra sus nervios en el estómago.

Estas fueron sus únicas palabras. Antes que lo mencionara él, le informé yo que el psiquiatra ya me había recetado algo para los nervios.

Le di la mano y me fui.

Mi vida empeoraba de manera insidiosa.  ¡Qué ingenuo había sido al esperar algún tipo de comprensión por parte de mis compañeros de trabajo! Me miraban raro y me seguían la corriente, como se hace con los locos. Se limitaban a repetir lo mismo que yo decía  y a quejarse de la inoperancia de los profesionales que había consultado. Nada más ajeno a sus formas de ser. Intentar explicarles algo más, sólo hubiera servido para aumentar mi ya opresivo sentimiento de soledad.

 

Una mañana desperté sobresaltado. Me dolía mucho el pie izquierdo. Durante la ducha sentí cierto alivio, pero la uña del dedo gordo estaba amoratada. Busqué en vano en mi memoria: en ningún momento me había golpeado el pie. Después de todo, al podólogo aún no había ido: pedí turno. El dolor era tan intenso que a duras penas podía caminar. 

El podólogo trató mi dedo con mucha delicadeza; sin embargo, aunque le puso una pomada analgésica, el dolor no menguó. Me dijo:

—Aquí hay algo poco común.                                                          

Me incliné y vi que la punta del dedo parecía latir.

—Algo se mueve acá.

—Es el bicho —dije sin querer, y se me llenaron los ojos de lágrimas.

El podólogo me dedicó una sonrisa escéptica y siguió con el pie en la mano, tocando la zona que se movía.

—Voy a drenar ese absceso. Le va a aliviar el dolor.

Tomó mi dedo como si fuera un tornillo al que hay que enroscar y lo retorció para un lado y para el otro untándolo con una crema anestésica. Después lo pinchó con una aguja fina que tenía un pequeño catéter. El chorro de sangre salió como un chispazo hacia el ojo del podólogo. 

—¿Qué pasó? —atinó a exclamar masajeándose el párpado.

—No vi nada —mentí.

—Disculpe —dijo con la cara contraída por el dolor—, voy a asearme, algo se me metió en el ojo. Por favor, usted quédese quieto acá, el drenaje no terminó.

El podólogo desapareció por una puerta. De un tirón me desprendí de la cánula y me calcé la media. Aunque el zapato era plomo apretando el dedo, salí corriendo ante la mirada azorada de la secretaria. 

Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.

 

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