Gabriela Vilardo
Sí,
es él. Debería acorralarlo contra la ventanilla. Tengo esa inoportuna sensación
de que este hombre se me va a escapar. El cuerpo muerto de Lucía, en el balcón
del departamento B; y su asesino, aquí. Sí, es él. Estoy segura. Es él. O casi
segura. Su forma de pararse, de mirar de soslayo. Ya no hay dudas. Viene hacia
donde estoy. Acaba de sentarse delante de mí. Nuca ancha, sanguínea; en su
cuello rapado y rollizo la sangre parece amontonarse de forma caprichosa. Y yo,
como si nada. No debería estar como si nada. Y estoy. Sí, estoy así, en este
asiento del colectivo 105. Sólo ruego que el hombre no se mueva demasiado. Usa
perfume barato y me da mucho asco ese olor.
Dos de la tarde. El 105, a las siete de la mañana es un
caos: gente apretada, irritable, desconfiada; pero a esta hora una puede
acomodarse a gusto y placer. Y un eventual homicida, también. Es siniestra esta
soledad junto a él, detrás de él. Me muero por preguntarle por qué lo hizo: si
venganza, si confusión… ay, si conociera la posible reacción de este hombre, no
dudaría ni un instante más en sacarme esas dudas. ¿Tendrá él, algo más
importante que hacer a esta hora y en este lugar, aparte de matar a Lucía y
dejarla tirada en un balcón? Al menos, la hubiese arrastrado hacia adentro. Al
menos hubiese borrado los rastros. De haberlo visto en el ascensor no hubiese
sospechado de él. Sin embargo, acá y a esta hora, sí. Creo que va dormitando.
Cabecea. Singular forma de evitar las miradas. Otra vez ese perfume que va y
viene. Ahora sube gente que ocupa el pasillo. ¿Adónde van esas personas a las
dos de la tarde? Y este pasajero ni se inmuta ante las miradas acusadoras. Como
si él no se hubiese manchado las manos con sangre. ¿Qué lo unía a Lucía? ¿Qué
extrañas razones lo obligaron a satisfacer esa necesidad interna, tan suya,
para dejarla sin vida? Allá quedó Lucía, en el balcón. Un racimo de flores azul
violácea le acaricia el rostro. Es el jacarandá que florece en primavera y se
roza inevitablemente con la muerte; recuesta sus ramas sobre el cuerpo de la joven,
pero no impide que yo la vea desde mi balcón. El suyo no tiene pendiente hacia
ningún lado, y entonces, la sangre no chorrea. La sangre, amontonada como para
dar credibilidad al hecho. Lucía inmóvil, ya sin sueños. Nefasto cuadro. Nefasto
mi comportamiento, sin capacidad de asombro. Y ahora estoy acá, en el asiento
de este colectivo encontrando al asesino de Lucía. Sí. Es él. Duda disipada. El
pasajero se inclina hacia abajo y levanta su paraguas. El cielo, sin nubes. No
hay indicio de próximas lluvias ni de probables tormentas. ¿Adónde va el
pasajero? ¿Por cuánto tiempo piensa desaparecer? Lo tengo tan a mano que no sé
si voy a poder resistir la tentación de increparlo. ¿Por qué uno tiene que
transitar por estos momentos? ¿Hay necesidad? De verdad, ¿hay necesidad? La
respuesta es obvia; de otro modo, no estaría ahora pidiendo permiso para bajar
del colectivo detrás del hombre que lleva piloto, paraguas negro y un maletín
deteriorado. En el maletín… en el maletín ¿qué? No lo sé. Bajamos casi a la
par. Avenida Vélez Sarsfield. El colectivo se aleja dejándome con la
responsabilidad de demostrar que Lucía va a tener quien la vengue. No ha pasado
tanto tiempo desde su deceso. Todavía puedo hacer justicia por ella. Avenida
Vélez Sarsfield. Nosotros, acá. Lucía, tirada en el balcón. La muerte ya no es
un puñado de letras. Y el hombre ya no es un pasajero. Apura el paso. Se torna
casi una certeza la urgencia que tiene para hacer algo distinto. Seguramente
entrará a la casa de afinación de pianos. Se me aceleran los latidos del
corazón y tengo miedo. No sé si voy a poder caminar entre pianos viejos detrás
de quien ha dejado de ser un pasajero del 105. La casa de afinación es un lugar
más que original para que un asesino distraiga la atención de quien ose seguir
sus pasos.
Todavía no entramos a ese lugar y ya me está faltando el
aire. Él apura el paso. Yo también. Tropiezo. No quiero perderlo de vista. El
calor… ¿será el calor que me impide respirar bien? El calor o está sensación de
claustrofobia por adelantado, de sólo pensar que entraremos a un mundo húmedo y
silenciado. Finalmente, el destino del hombre no es la casa de afinación de
pianos. Va al encuentro de una anciana. Apoya el maletín en la vereda y la
abraza. La abraza largamente.
No, he decidido entonces que este pasajero no es el
victimario. Volveré a la parada del 105. Subiré y bajaré del colectivo cuantas
veces sea necesario. Y si la situación lo requiere, terminaré el recorrido
hasta encontrar al asesino de la pobre Lucía.
Lucía sigue en el balcón. Ignoro todavía quién la mató. Aún
no entiendo por qué Lucía no huele las flores del jacarandá o por qué no saluda
a alguien que viene a su encuentro. Podría haber llamado la atención de otra
forma. Podría haber levantado las manos hacia el cielo y sonreír. No, está
muerta en el balcón. Debí haber imaginado de antemano un asesino para Lucía si
es que quería escribir un cuento policial. A la vista, el 105. En el 105,
seguramente un pasajero. De no encontrar al culpable, esta noche no saldré al
balcón.
Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

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